Nadia

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AHMED fue nombrado «emir» en mal momento, cuando las cosas se pusieron feas para el GIA y la población dejó de apoyarlo. No sólo eso, sino que empezó a enfrentarse a él, incluso con las armas en la mano. Se acabaron las facilidades que habían tenido los dos o tres años anteriores. Pero, al igual que nadie había previsto la rapidez con que se propagaría el fenómeno terrorista, tampoco esperaba nadie que las tornas se volvieran tan deprisa. Para Ahmed y para mí la situación dio un vuelco a raíz de las elecciones presidenciales. A partir de entonces, empezó para nosotros una nueva época de acoso, huida y miedo. Y de humillación. Sobre todo para mí, pues era yo la que debía enfrentarme todos los días a los gendarmes.

El día de las elecciones, a media tarde, mi cuñado Bilal irrumpió en nuestra casa. Estaba muy pálido y sin aliento. Le dijo a Ahmed:

—Los gendarmes han cogido a Nuredin [su hermano]. Se lo van a llevar al cuartel; los siguientes vais a ser tu mujer y tú.

Ahmed me dijo:

—Esta vez va en serio. Tienes que irte. No te quedes en casa. Van a venir aquí y no quiero que te encuentren. Ve a casa de mis tíos de Benramdán.

Empecé a recoger mis cosas, pero me ordenó:

—Prepáranos la comida antes de partir.

Ni él ni sus «hermanos» parecían muy apurados. Eran así, siempre estaban tentando la suerte. Yo era la que me angustiaba más. Ellos comieron tranquilamente, y luego Bilal me llevó a Benramdán. Los tíos, que no nos esperaban, se sorprendieron al vernos y pidieron explicaciones. Se las di, sin omitir ningún detalle, pese a que Bilal no dejaba de hacerme visajes para que me callara. Sabía que su familia tendría miedo y no querría que me quedara con ellos. Pero yo se lo conté todo, porque no quería engañar a unas personas a las que pedía amparo. Por supuesto, sucedió lo que Bilal temía. De todo lo que les conté sólo se quedaron con la posibilidad de que los gendarmes aparecieran por su casa para detenerme —¿qué pensarían los vecinos?—. Para convencerles de que no corrían ningún riesgo y de que sólo me quedaría unos días, Bilal tuvo que ir en busca de su madre, que casi tuvo que arrodillarse para suplicar a sus hermanos. Acabaron cediendo, pero me hicieron prometer que sólo abusaría de su hospitalidad unos días. En realidad, lo que les ablandó, más que la compasión, fue el argumento sibilinamente esgrimido por mi suegra de que la cólera de Ahmed sería terrible si se negaban a hacerle ese favor.

Los tres tíos vivían en casas contiguas. Todos conocían desde hacía mucho tiempo la estrecha relación de su sobrino con el GIA. Sus mujeres me contaron que ya habían escondido a Ahmed varias veces, cuando los gendarmes hacían registros rutinarios. Por aquel entonces, aún no le buscaban, pero los «patriotas» de Benramdán le conocían bien y estaban al corriente de todas sus actividades. Todos los aldeanos de Mitiya saben que para evitar problemas con las fuerzas de seguridad lo mejor es no tener alojado a nadie de fuera. Así se eliminan las sospechas.

De modo que pasé una semana en su casa, al cabo de la cual Ahmed dio señales de vida. Sus tíos, que ansiaban librarse de la molesta carga, le rogaron que fuera a buscarme. A él no le venía nada bien, y esperaba convencerles para que se quedaran unos días más conmigo, pero tampoco quería contrariarles, pues temía que acabaran delatándole. La desconfianza era mutua. Después de pensárselo, llegó a la conclusión de que el lugar donde estaría más segura era Hai Bunab. Allí la gente le conocía y le temía. Era como un gato en su territorio. Pero en Hai Bunab había que encontrar un sitio seguro, porque ya no podía ir a mi casa ni a la de mis padres. Me llevó a casa de Ali.

Ali, que trabajaba en una fábrica de muebles de Argel, era amigo de Ahmed. No era miembro del GIA, pero les ayudaba mucho. La organización, por su parte, se había mostrado muy generosa con él. Los terroristas le daban dinero cada fin de mes y le ayudaban a comprar materiales de construcción para ampliar su casa, aunque aún no había empezado las obras. Sólo tenía una habitación y la cocina, pero me recibió con los brazos abiertos. Sus hijas eran amigas mías. Me prepararon una cama junto a las suyas y la de su madre en la cocina, donde dormían las mujeres, mientras que Ali y sus hijos lo hacían en la alcoba. Al día siguiente de mi llegada, Ali mandó a Medea a su hija Karima, que tenía la misma edad que yo, para que me hiciera pasar por ella. Me dijo: «Ahora eres hija mía. Si vienen los gendarmes les dices que te llamas Karima». Toda la familia empezó a llamarme Karima, y no tardé en acostumbrarme a mi nuevo nombre.

A pesar de nuestra difícil situación, Ahmed no cambió de costumbres. Aunque no estábamos en nuestra casa y yo me encontraba muy débil en mi primer mes de embarazo, no me dejaba en paz. Me exigía que siguiera cocinando la comida del «grupo». Jadiya, la mujer de Ali, que tenía diez familiares a su cargo, al verme sudando delante de los fogones se sentía obligada a ayudarme. Pero a pesar de su buena voluntad poco podía hacer, pues sus conocimientos gastronómicos se limitaban a las recetas campesinas. Ahmed se comportaba en casa de Ali como si estuviera en la suya. De vez en cuando venía a pasar la noche conmigo, a veces varias noches seguidas, obligando a toda la familia a hacinarse en la cocina para que pudiéramos ocupar la única alcoba de la casa. A veces Ahmed sólo se quedaba unas horas y partía en plena noche. Entonces todos permanecían despiertos hasta que se marchaba. Estuve un mes en casa de Ali.

La argucia de hacerme pasar por Karima dio resultado. En una ocasión los «patriotas» observaron una actividad inusitada en la casa y se acercaron a husmear. Era temprano y aún estábamos durmiendo. Rodearon la casa y luego entraron. Cuando interrogaron a Ali, les contestó sin vacilar: «Es mi hija Karima», enseñándoles el libro de familia. Los «patriotas» se lo tragaron.

Otra vez, también por la mañana, yo estaba desayunando —durante el embarazo sólo tomaba limón, y tenía suerte, porque en el patio de Ali había un limonero—. Los «patriotas» entraron como una tromba. Uno de ellos le gritó a Jadiya:

—Diles a los terroristas de tus hijos que salgan.

Ella les replicó que no tenía hijos terroristas.

—Sí, pero sabemos que les apoyas —le contestaron. Sin inmutarse, Jadiya les dijo con tono desafiante—: Veremos si tenéis pruebas de lo que decís. Los «patriotas» registraron toda la casa sin encontrar nada. Mientras la interrogaban me acordé de una cosa: Ahmed, que había estado allí el día anterior, se había dejado el kamis encima de la cama. Fui a la habitación, me desvestí y me lo puse debajo de la ropa. Ese día Jadiya estuvo magnífica. Sus réplicas eran tan rápidas y contundentes como las de sus interlocutores. Incluso cuando las preguntas iban dirigidas a mí, ella se apresuraba a contestar para distraer su atención. Lo hacía a sabiendas de que algunos de los «patriotas» habían sido vecinos nuestros y podían reconocerme. Pero no fue así, porque mi jimar me cubría parte de la cara, y el embarazo me había cambiado mucho.

Los «patriotas» se presentaron ese día porque la víspera el sobrino de uno de ellos, un adolescente de 15 años, había sido degollado, descuartizado y arrojado a un barranco. Los patriotas se enteraron de que Ahmed —después de pasar por casa de Ali— y su grupo eran los asesinos. Les denunció Salá el farmacéutico. Como en capa de Ali no hallaron nada sospechoso, se dirigieron a la de mi suegra y sacaron a mis dos cuñados. También sacaron a mi padre y a otros dos vecinos jóvenes, Kamel y Rafik, cuyos hermanos son terroristas. Les llevaron al lugar donde había muerto el adolescente, y allí ejecutaron a mis cuñados y a Kamel y Rafik. Kamel era el chico más simpático de la aldea. No era activista del GIA, pero quizá ayudaba a sus hermanos. Rafik, por su parte, soto tenía 15 años Sus cadáveres fueron arrojados al mismo barranco donde había aparecido el día anterior el sobrino del «patriota». Luego, sabiendo que llegaría a oídos de Ahmed, los patriotas advirtieron a los vecinos de la aldea:

—Habéis asesinado a uno de los nuestros, y nosotros hemos matado a cuatro. Si vuelven a tocarle el pelo a uno de los nuestros, nos cargaremos a todos los hombres de la aldea.

Mi padre salvó la vida porque Sala el farmacéutico intercedió por él diciendo que no tenía nada que ver con los terroristas. En efecto, como no tenía dinero para darles, ni un coche para dejarles, ni una tienda para aprovisionarles, mi padre carecía de interés para los miembros del GIA. Les había dado a su hija, que ya era bastante.

Ese día Ali por poco se muere de miedo. Jadiya fue más valiente que él. Ali repetía sin cesar, dando vueltas obsesiva mente por la habitación:

—Nos van a matar a todos.

Luego se rehízo un poco y salió a enterarse de lo que pasaba. Volvió al cabo de media hora y me dijo:

—Acaban de matar a tus cuñados. Tienes que marcharte Arréglatelas para encontrar otro sitio, yo no puedo seguir escondiéndote en mi casa porque tarde o temprano te descubrirán y toda mi familia pagará por tu culpa.

Confieso que sólo lamenté la muerte del mayor de mis cuñados. Lloré por él porque había sido muy amable conmigo, era el único miembro de la familia de mi marido que me había tratado con consideración.

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