Nadia

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AFORTUNADAMENTE, esa noche Ahmed se presentó en casa de Ali. Llevaba una semana sin tener noticias de él. En cuanto le vi prorrumpí en sollozos e, incapaz de controlar mi ira, me puse a insultarle. Era la primera vez que me atrevía a dirigirme a él en ese tono. Todo el resentimiento acumulado durante meses se desbordó en ese momento:

—Dices que luchas por los derechos de la gente, pero a tu mujer la dejas tirada, llamando de puerta en puerta, sin tener adonde ir… —y luego, el peor insulto para un machista de su calibre—: ¡No eres un hombre!

Estas palabras le afectaron mucho. Lo que más le molestó fue que le hiciera una escena delante de los demás, pues según los islamistas una mujer jamás debe levantar la voz delante de un hombre, y mucho menos delante de su marido. Estaba furioso, pero intentó tranquilizarme para que me callara. Tenía que salvar la cara:

—Aquí todos me tratan con respeto y consideración, y tú me estás humillando en público.

Sus palabras sólo sirvieron para que me alterara aún más y para que le gritara más fuerte. Entonces, ya harto, cambió de táctica:

—Si no te callas ahora mismo, te mato —me dijo, apuntándome con su mahshusha.

Ese sí que era un argumento contundente. Sabía que era capaz de disparar, de modo que me callé. La tensión bajó un poco. Se quedó un momento pensando y luego me propuso:

—Si mi madre acepta quedarse contigo, le compraré una casa en otra aldea, cerca de aquí, y viviréis juntas.

Le pregunté por qué no la compraba para mí, para que tuviera un lugar mío de donde nadie pudiera echarme. Pero no quiso ni oír hablar del asunto.

—No quiero que te quedes sola. ¿Qué diría la gente si ve a mi mujer sola?

No se fiaba de mí. Según su mentalidad, una mujer joven y sola está expuesta a toda clase de tentaciones. Y si él se ausentaba mucho, ¿quién le decía que no me iba a liar con un «patriota» o un gendarme y le iba a traicionar?

La idea de vivir con su madre no me hacía ni pizca de gracia, pero tuve que aceptar su oferta. En ese momento lo que más me importaba era acabar de una vez con esa vida vagabunda y humillante. Estaba dispuesta a aguantar los comentarios de mi suegra con tal de tener una vida estable. Después de pensárselo, Ahmed me dijo que lo mejor sería encontrar una casita cerca de la de mis tíos paternos, en Cheraga, y así podría contar con su protección. Saber que por fin iba a tener un sitio donde dejar los bártulos fue un gran alivio para mí, incluso recuperé la sonrisa. Esa noche, por primera vez en muchos días, dormí sin tener pesadillas. Me desperté al amanecer y a primera hora Ali y yo nos desplazamos a Cheraga con la idea de pedirle a uno de mis tíos que indagara por el barrio; allí hay bastantes casas en construcción, y sus propietarios las suelen alquilar antes de que estén terminadas, por alquileres asequibles, o las venden baratas tal como están.

Yo iba muy contenta, pero ni siquiera tuvimos ocasión de llamar a la puerta del más joven de mis tíos. En cuanto me vieron llegar, de lejos, acompañada de Ali, mis dos tíos se pusieron hechos unos basiliscos. Sabían que estaba huida, y como no conocían a Ali le tomaron por un terrorista amigo de mi marido. No querían saber nada de mí. Sin escucharnos siquiera, nos echaron de allí como si fuéramos ladrones, amenazándonos con llamar a los gendarmes. A Ali le prohibieron aparecer por allí.

Humillados, como dos perros apaleados, desanduvimos el camino para recalar de nuevo en casa de Ali. Allí pasé la noche. A la mañana siguiente, Ali me llevó a una granja de Uled Alel, donde durante una semana me alojó la viuda de otro terrorista que vivía con sus hijos y su suegra. Tras la muerte de su marido y su suegro, que habían perecido en Haush Gros, las dos mujeres optaron por trasladarse a Uled Alel, donde estaban rodeadas de amigos. Allí nunca habían entrado las fuerzas de seguridad. De modo que pasé una semana en Uled Alel con esa familia. Al cabo de unos días llegó Hadda. Por la noche nos visitaban nuestros maridos. Las mujeres pasábamos el día cocinando para los grupos armados de la zona, mucho más numerosos que en Hai Bunab. Pero la vivienda, con sus tres cuartuchos y la cocina, era demasiado pequeña para tanta gente. Cuando venía Ahmed dormíamos en la cocina, que no tenía puerta ni ventana, en compañía de Hadda y su marido. Una cortina era la única separación entre las dos camas. Le dije a Ahmed que no podíamos seguir así mucho tiempo.

Un día llegó diciendo:

—Ya está, te he encontrado un refugio donde estarás la mar de bien.

Me dio una dirección de Birtuta, cerca de Bufarik, donde según él me estaba esperando una familia. Me dirigí hacia allá, acompañada por la suegra de la señora de la casa. Cogimos un furgón de una compañía privada que hacía las veces de transporte interurbano desde que los terroristas quemaron casi todos los autocares públicos en las carreteras. Pero al bajarnos en Birtuta mi acompañante vio que había un control del ejército y los militares estaban registrando a los pasajeros de otro furgón. Aunque no llevábamos nada comprometedor, le entró miedo de que nos pidieran el carné de identidad, pues sabía que yo no tenía. De modo que dio media vuelta y me dejó plantada, limitándose a decirme:

—Ve tú sola, que sabes arreglártelas. Después de un primer momento de estupor logré rehacerme. No podía dar media vuelta yo también, eso sí que habría despertado sospechas. Con actitud resuelta y paso firme seguí mi camino. ¡Y dio resultado! Nadie me dirigió la palabra ni pareció percatarse de mi presencia.

No conocía la casa, sólo recordaba las señas que me había dado mi marido. Deambulé discretamente hasta dar con la puerta marrón que buscaba. Por fuera parecía una casa señorial, no cabía duda de que sus habitantes eran ricos. Llamé a la puerta. Un joven se asomó. Le di la contraseña. Era el nombre de guerra de un hijo que estaba en la clandestinidad, un nombre que nadie, excepto su familia, conocía. Me hizo pasar. Llegaron su madre y sus hermanas. Se mostraron encantadas de tenerme en su casa y me trataron con mucho cariño. Una vez dentro, al primer vistazo comprobé que efectivamente era una casa de ricos, la familia Gali de Birtuta, muy conocida y respetada en la localidad. El mobiliario interior era tan bonito y lujoso como el edificio. Luego me enteré de que los Gali poseían una fábrica de baldosas y materiales de construcción en Sammar, la zona industrial de Argel. Tenía hambre y me dieron de cenar. Luego la señora de la casa me preparó un baño caliente en un precioso cuarto de baño recubierto de mármol. Nunca me había bañado tan a gusto. Me llevó ropa limpia de sus hijas, y luego me hizo la pregunta ritual de los islamistas:

—¿Tienes inconveniente en que te presente a mis hijos, o prefieres no coincidir con ellos?

(Entre los islamistas los hombres y las mujeres no deben juntarse en el mismo sitio).

Le contesté:

—Ahora que estoy en su casa me considero un miembro más de su familia. Acepto su compañía, pero no quiero estrecharles la mano.

Le pareció bien, y añadió:

—Eso que dices es pecado, nosotros no lo hacemos. Las mujeres saludan a los hombres de lejos, con eso basta.

La señora Gali tenía seis hijos. Uno de ellos estaba huido y otro era miembro del GIA, pero estaba en la ciudad. Toda la familia, mujeres y hombres, cada cual a su manera, apoyaba al GIA. Eran muy creyentes y practicantes. Las hijas llevaban siempre hiyab y jamir, y rezaban continuamente. Pasaban las veladas leyendo el Corán. Los chicos se ocupaban de los negocios familiares y militaban durante todo el día. Se alegraron mucho de verme y me hicieron infinidad de preguntas sobre la vida en Hai Bunab. Su zona de actividad se limitaba a loa alrededores de Birtuta.

Al día siguiente, al mediodía, la señora Gali me trajo ropa nueva que había comprado en Bufarik. Era el primer día del ramadán y mi primer día de descanso en varias semanas. A la hora del fin del ayuno toda la familia se sentó a la mesa. En cuanto empezamos a comer, la señora Gali prorrumpió en sollozos. Se acordaba de su hijo huido y de su hija, que acababa de casarse. Pensaba que su casa, donde siempre había habido una prole numerosa, se estaba vaciando demasiado deprisa. Y sus otros dos hijos se jugaban la vida a diario… Dejó de comer. Para ser el primer día del ramadán el ambiente era bastante tristón. Por suerte, nada más terminar la cena llegaron Ahmed y el hijo de la señora Gali, el terrorista. El ambiente cambió por completo. Mi anfitriona, contentísima, puso cubiertos para los nuevos comensales y, con ellos, recuperó el apetito. Ahmed se quedó unas horas conmigo —la casa era tan grande que podíamos aislarnos en una habitación sin molestar a nadie—, y luego se marchó. No volví a verle hasta quince días después. El día en que me mandó a buscar para llevarme a otro lugar.

Desgraciadamente, sólo me quedé un par de semanas en casa de la familia Gali. Digo desgraciadamente porque fueron los días más serenos y descansados de mi vida desde que conocí a Ahmed. Fue el único periodo de mi vida de casada en que dormí a pierna suelta en una cama mullida, en una casa caldeada, y sobre todo sin tener que trabajar como una burra. Me trataban muy bien y la señora Gali no quería que ayudase a sus hijas en las faenas domésticas —además tenía dos criadas—. Solía decirme con tono maternal:

—Descansa para que tu niño nazca sano.

Los chicos Gali fueron muy atentos conmigo. Todos los días me traían regalos, y me daba vergüenza aceptarlos. Era la primera vez que trataba con hombres que no eran de mi familia. Todo eso me resultaba tan nuevo que empecé a imaginarme cosas impropias de una mujer casada y a soñar con ellas por la noche. Durante esos quince días me di cuenta de que la casa era visitada por muchos terroristas, sobre todo por la noche, en grupo. Comían, celebraban reuniones, etcétera. Había un trasiego continuo de mujeres de terroristas que visitaban a la señora Gali, quien les devolvía la visita. Habían organizado una cadena de solidaridad, y las visitas les servían para informarse de las necesidades de cada cual. Era su forma de militar.

Los Gali no son los únicos ricos que ayudan al GIA. Conozco a otro señor, Azzedin, que también vive en Birtuta y tiene una fábrica de chocolate y galletas. Ha dejado su negocio para unirse a la guerrilla.

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