Nadia

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DESEABA acabar de una vez con esa vida, pero la idea de perder a mi marido o de traicionarle me horrorizaba. En parte, sin duda, por miedo a su reacción violenta, pero también porque le quería. Así, después de intentar resistirme a los gendarmes, me dejé llevar por el desánimo. Aunque sólo fue un momento. Cuando los gendarmes se aseguraron de que estaban en la guarida del «grupo» de Hai Bunab nos sacaron a la calle. En ese momento pasaba por delante de la casa un panadero ambulante. Los gendarmes le ordenaron que se detuviera y nos llevara. Montamos en su vehículo Fátima, yo y dos gendarmes. Los otros nos siguieron con los suyos. Al subir al coche uno de ellos tuvo humor para bromear:

—Pasa delante. Así, si hay una mina, les estallará a ellas.

Nadie rió, ni siquiera sus compañeros. Nos llevaron al cuartel de la gendarmería de Eucalyptus, del que depende Hai Bunab. Allí pasamos todo el día, sin saber lo que iba a ser de nosotras. Por la noche nos interrogó un oficial superior llegado de Blida.

En el cuartel me serené un poco. Intenté ordenar mis pensamientos. Pensaba en Ahmed y en mi familia, mis padres y mis nueve hermanos y hermanas que iban a verse implicados en esa aventura. Era lo que quería evitar a toda costa. Entonces volví a mi actitud inicial, convencida de que mostrándome agresiva cargaba con las culpas, y con la esperanza de ganar tiempo para que Ahmed y sus amigos pudieran huir lejos. Tampoco quería dar la menor señal de debilidad ante los gendarmes. Eso me favoreció, porque todo el tiempo que pasé allí me trataron con respeto y consideración. Cuando el oficial superior empezó a interrogarme volví a negarlo todo, excepto una cosa: que mi marido era terrorista, miembro del GIA. Pero eso ya lo sabía él. En cambio, no le conté todo lo que yo había hecho por el GIA y la forma en que les había ayudado. Sólo después de muchas horas de interrogatorio le confesé todo, llegando a responsabilizarme de algunos actos que no había cometido. En un momento dado, estaba tan cansada que respondía afirmativamente a todo lo que me preguntaba. Aunque procuré no implicar a los vecinos, a pesar de todo lo que habían contribuido a la implantación y el desarrollo del GIA en nuestra aldea. Pero ¿tenían opción? Una pregunta del oficial me dejó helada: «¿Has matado a alguien?». No me la esperaba. ¿Acaso pensaba que las mujeres de los terroristas también eran asesinas? Al notar mi sorpresa él mismo se imaginó la respuesta. También me preguntó si sabía manejar armas y qué clase de armas usaban Ahmed y su grupo. Por supuesto, yo había aprendido a cargar y descargar una mahshusha, por pura curiosidad.

El oficial nos llamaba por turno a Fátima y a mí a su despacho para interrogarnos. Siempre estuvo correcto con nosotras. El resto del tiempo nos dejaban juntas en una habitación. Así podíamos darnos ánimos mutuamente. Fátima, por fin, había dejado de llorar. En plena noche nos trasladaron a la brigada de gendarmería de Baraki. Allí nos dijeron que nos quitáramos las joyas y los cinturones. También me quitaron el jimar. Pero no me quitaron la ropa, pese a lo que se rumoreaba en el GIA de que los gendarmes desnudaban a las detenidas. A Fátima le pusieron una cama en el despacho. Gracias a su hija no la bajaron a las celdas. A mí sí. Era un espacio muy pequeño, lo justo para extender la colchoneta en el suelo. No tenía ventana ni luz. Estaba oscura y sucia. Me trajeron una colchoneta de espuma manchada de sangre. Sangre que aún estaba fresca. Sentí náuseas, pero estaba demasiado extenuada. Me quité el hiyab y lo extendí como una sábana. Luego me acosté encima. Se me habían quedado grabadas las imágenes que había visto un momento antes, cuando bajaba a los aseos: en una especie de sótano había unos hombres desnudos y ensangrentados. En la minúscula celda había charcos de agua sucia. Me pregunté si podría soportarlo, y preferí no pensar en ello. La verdad es que tuve suerte, no me torturaron ni me pegaron.

Pasé tres noches en esa celda, sin comer. Luego los gendarmes me dijeron que se habían olvidado de mí. No me lo creí; en realidad, querían castigarme por mi rebeldía, mientras que Fátima, con sus lloros, les debió de impresionar. Parecía que estaba arrepentida, no como yo. Además, yo era la mujer del jefe y mi castigo debía ser más severo que el suyo. Cuando un gendarme me preguntó si aún quería a mi marido, le contesté con mucha brusquedad: «Por supuesto. ¿Acaso no querrías tú que te quisieran alguna vez?». Fátima, en cambio, durmió en una cama limpia con su hija y le dieron de comer. A su hija los gendarmes le compraron leche en polvo. También le dieron jabón y detergente para bañar a su hija y lavar sus pañales. Los gendarmes jugaban mucho con la niña. El único problema era que en el cuartel no había agua caliente. Tomaba leche fría, y enfermó.

El jefe del puesto de Baraki era muy amable. Cuando llegamos allí me preguntó con quién estaba casada.

—Con Shaabani —le contesté.

Dio un grito:

—¡Ah, Shaabani! ¿Sabes que tu marido vino a mi casa, a Zeralda, para matarme? —Luego añadió, observando mi vientre—: Ya soy mayor —era cuarentón—, aún no me he casado y no tengo hijos. Pero a ti no voy a hacerte daño. Te dejaré que tengas tu hijo y seas feliz con él.

Consiguió ganarse nuestra confianza, hasta el punto de que tanto Fátima como yo acabamos contándole todo lo que sabíamos.

Al día siguiente de mi detención, me enteré de que en Benramdán, durante la noche, se había perpetrado una matanza. Lo escuché a través de la rejilla de la puerta de mi celda, lo estaban comentando en el despacho del jefe del puesto. Alguien le contó llorando lo sucedido. El GIA había decapitado a ocho miembros de su familia y había dejado las cabezas, en una carretilla, en medio del pueblo. Al oírlo temí que los gendarmes fueran a buscarme para vengarse conmigo. Me puse a llorar, y un gendarme, al oírme, se acercó y me dijo:

—¿Ahora lloras? ¿Ves lo que hacen tus amigos?

Al tercer día nos trasladaron al juzgado de Blida. Nos recibió un fiscal que casualmente era pariente lejano de mi padre y tenía una buena relación con él. Me conocía bien. Había pasado mi infancia con sus hijas, en Cheraga, donde él vivía. Cuando me vio llegar se echó a reír:

—¿No encontraste un marido mejor que ese bribón? —Luego quiso tranquilizarme—: No tengas miedo, yo me ocuparé de ti.

Fuimos a ver al juez de instrucción, que nos interrogó. Después de tomarnos declaración, el juez nos volvió a enviar al cuartel de los gendarmes de Eucalyptus. Allí el capitán llamó a mi padre y le dijo que nos llevara con él, pero le hizo una seria advertencia:

—No se te ocurra dejarla en Hai Bunab. Aleja a tu hija de allí. Llévala a cualquier otro sitio. A Fátima llévala a Bab Ezzuar, a casa de sus padres.

El jefe del puesto temía —con razón— que si nos quedábamos en la aldea nuestros maridos irían a buscarnos.

Por toda sanción nos pusieron a las dos bajo control judicial. Todos los miércoles teníamos que presentarnos en el puesto de los gendarmes.

A pesar del trato indulgente que habíamos recibido, me quedé muy sorprendida cuando, pasados tres días, el jefe de la brigada nos dejó libres. La verdad es que fue muy ingenuo. No sospechaba que al día siguiente nos incorporaríamos al GIA.

Cuando salimos del cuartel, mi padre me dijo que el día anterior se habían presentado en su casa cuarenta terroristas, y aún seguían allí. Sabían por sus informadores que los gendarmes le habían llamado, y el motivo. Habían venido a esperarnos para llevarnos con ellos, y tenían a mis hermanos de rehenes. Pero mi padre nos dejó elegir entre dos posibilidades: marcharnos a otro sitio, como le había ordenado el jefe de los gendarmes, poniendo en peligro la vida de mis hermanos, o reunimos con nuestros maridos y sus amigos, desobedeciendo las órdenes de los gendarmes. Le dije a mi padre que decidiera él. No me atrevía a hablar mucho, pues ya le había humillado bastante y creía que por una vez lo mejor sería callarme y darle la sensación de que aún le quedaba algo de autoridad. Después de pensárselo un poco nos dijo en un tono solemne:

—No os llevaré a casa. Pasaréis la noche en otro sitio, así tendréis tiempo para reflexionar y mañana decidiréis adonde queréis ir.

Nos llevó a Eucalyptus, a casa de una señora muy amable que vivía sola con su hija Taus. Allí pasamos la noche.

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