Nada

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Tercera parte » 20

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La mañana vino y me pareció sentirla llegar —cerrados aún mis párpados— tal como la Aurora, en un gran carro cuyas ruedas aplastasen mi cráneo. Me ensordecía el ruido —crujir de huesos, estremecimiento de madera y hierro sobre el pavimento—. El tintineo del tranvía. Un rumoreo confuso de hojas de árboles y de luces mezcladas. Un grito lejano:

—Drapaireee!…

Las puertas de un balcón se abrieron y se cerraron cerca de mí. La propia puerta de mi cuarto cedió de par en par, empujada por una corriente de aire y tuve que abrir los ojos. Me encontré la habitación llena de luz pastosa. Era muy tarde. Gloria se asomaba al balcón del comedor para llamar a aquel trapero que voceaba en la calle y Juan la detuvo por el brazo, cerrando con un golpe estremecedor los cristales.

—¡Déjame, chico!

—Te he dicho que no se vende nada más. ¿Me oyes? Lo que hay en esta casa no es solamente mío.

—Y yo te digo que tenemos que comer…

—¡Para eso gano yo bastante!

—Ya sabes que no. Ya sabes bien por qué no nos morimos de hambre aquí…

—¡Me estás provocando, desgraciada!

—¡No tengo miedo, chico!

—¡Ah!… ¿No?

Juan la cogió por los hombros, exasperado.

—¡No!

Vi caer a Gloria y rebotar su cabeza contra la puerta del balcón. Los cristales crujieron, rajándose. Oí los gritos de ella en el suelo.

—¡Te mataré, maldita!

—No te tengo miedo, ¡cobarde!

La voz de Gloria temblaba, aguda.

Juan cogió el jarro del agua y trató de tirárselo encima cuando ella intentaba levantarse. Esta vez hubo cristales rotos, aunque no tuvo puntería. El jarro se rompió contra la pared. Uno de los trozos hirió, al saltar, la mano del niño, que sentado en su silla alta lo miraba todo con sus ojos redondos y serios.

—¡Ese niño! Mira lo que has hecho a tu hijo, imbécil, ¡mala madre!

—¿Yo?

Juan se abalanzó a la criatura, que estaba aterrada y que al fin comenzó a llorar. Y trató de calmarle con palabras cariñosas, cogiéndole en brazos. Luego se lo llevo para curarlo.

Gloria lloraba. Entró en mi habitación.

—¿Has visto qué bestia, Andrea? ¡Qué bestia!

Yo estaba sentada en la cama. Ella se sentó también, palpándose la nuca, dolorida por el golpe.

—¿Te das cuenta de que no puedo vivir aquí? No puedo… Me va a matar, y yo no quiero morirme. La vida es muy bonita, chica. Tú has sido testigo… ¿Verdad que tú has sido testigo, Andrea, de que él mismo comprendió que yo era la única que hacía algo para que no nos muriéramos de hambre aquella noche en que me encontró jugando?… ¿No me dio la razón delante de ti, no me besaba llorando? Di, ¿no me besaba?

Se enjugó los ojos y sus menudas narices se encogieron en una sonrisa.

—A pesar de todo, hubo algo cómico en aquello, chica… Un poquitín cómico. Ya sabes tú… Yo le decía a Juan que vendía sus cuadros en las casas que se dedican a objetos de arte. Los vendía en realidad a los traperos, y con los cinco o seis duros que ellos me daban, podía jugar por la noche en casa de mi hermana… Allí van los amigos y amigas de ella, de tertulia, por las noches. A mi hermana le gusta mucho eso porque le hacen gasto de aguardiente y ella gana con eso. A veces se quedan hasta el amanecer. Son gente que juega bien y les gusta apostar. Yo gano casi siempre… Casi siempre, chica… Si pierdo, mi hermana me presta cuando tengo déficit y luego se lo voy devolviendo con un pequeño interés cuando gano otras veces… Es la única manera de tener un poco de dinero honradamente. Te digo a ti que algunas veces he llegado a traer a casa cuarenta o cincuenta duros de una vez. Es muy emocionante jugar, chica… Aquella noche yo había ganado, tenía treinta duros delante de mí… Y lo que son las casualidades, figúrate que vino bien el que apareciera Juan, porque yo tenía por contrario a un hombre muy bruto y había hecho un poquitín de trampa… Algunas veces hay que hacerlo así. Pues sí, es un hombre con un ojo torcido. Un tipo curioso que a ti te gustaría conocer, Andrea. Lo peor es que no se sabe bien adónde mira y lo que ha visto y lo que no… Un tipo que hace contrabando y que ha tenido algo que ver con Román. ¿Tú sabes que Román se dedica a negocios sucios?

—¿Y Juan?

—¡Ah, sí, sí! Era un momento emocionante, chica, estábamos todos callados y Tonet dijo:

»—Pues a mí me parece que a mí nadie me va a tomar el pelo…

»Yo, por dentro, estaba un poquito asustada… Y en este momento se empiezan a oír los golpes en la puerta de la calle. Una amiga de mi hermana, Carmeta —una chica muy guapa, no creas…— dijo:

»—Tonet, me parece que va por ti.

»Y Tonet, que ya estaba escuchando con la mosca sobre la oreja, se levantó como un rayo, porque aquellos días andaba huido. El marido de mi hermana le dijo…, bueno el marido de mi hermana no es marido, ¿sabes?, pero es igual; pues le dijo:

»—Corre a la azotea, y pásate por allí a casa del Martillet. Yo contaré hasta veinte antes de abrir. Parece que no son más que uno o dos los que están abajo…

»Tonet echó a correr escaleras arriba. La puerta parecía que iba a caerse a golpes. Mi hermana misma, que es la más diplomática, fue a abrir. Entonces sentimos a Juan despotricando y mi cuñado frunció el ceño porque no le gustan las historias sentimentales. Corrió a ver qué pasaba. Juan discutió con él. Aunque mi cuñado es un hombre gordo, de dos metros de alto, ya sabes tú que los locos tienen mucha fuerza, chica, y Juan estaba como loco. No lo pudo contener; pero cuando ya había pasado delante de él y apartaba la cortina, le dio mi cuñado un puñetazo en la espalda y le hizo caer al suelo, de cabeza, en nuestra habitación. Me dio pena, pobrecillo (porque yo a Juan le quiero, Andrea. Me casé enamoradísima de él, ¿sabes?). Yo le cogí la cabeza, arrodillándome a su lado y le empecé a decir que yo estaba allí para ganar dinero para el niño. Él me dio un empujón y se levantó no muy seguro. Mi hermana, entonces, se puso en jarras y le soltó un discurso. Le dijo que ella misma me había hecho proposiciones con hombres que me hubieran pagado bien y que yo no quise aceptar porque le quería a él, aunque siempre estaba pasando miserias por su culpa. Siempre calladita y sufriendo por él. Juan, pobrecillo, estaba quieto, con los brazos caídos y lo miraba todo. Vio que sobre la mesa estaban las apuestas, que estaban allí Carmeta y Teresa y dos buenos chicos que son sus novios. Vio que allí se iba en serio y que no había ninguna fiesta… Mi hermana le dijo que yo había ganado treinta duros mientras él pensaba en matarme. Entonces mi cuñado empezó a eructar en un rincón donde estaba con sus manos puestas en el cinturón y pareció que Juan se iba a volver a él para empezar otra vez el ataque de furia…, pero mi hermana es una mujer que vale mucho, chica. Tú ya la conoces, y le dijo:

»—Ahora, Joanet, a tomar un poco de aguardiente conmigo y en seguida tu mujercita arregla sus ganancias con estos amigos y se va a casa a cuidar a su nen.

»Entonces mi cabeza empezó a trabajar mucho. Entonces, cuando mi hermana se llevó a Juan a la tienda, empecé a pensar que si Juan había venido era porque tú o la abuela le habríais llamado por teléfono y que lo más probable era que el niño, a aquellas horas, estuviera muerto… Porque yo pienso mucho, chica. ¿Verdad que no lo parece? Pues yo pienso mucho.

»Me entró una pena y una congoja, que no podía contar el dinero que me pertenecía, allí en la mesa donde estábamos jugando… Porque yo al nen le quiero mucho; ¿verdad que es muy mono? ¡Pobrecito!…

»La Carmeta, que es tan buena, me arregló las cuentas. Y ya no se volvió a hablar de que yo hubiera hecho trampa… Luego te encontré a ti con Juan y con mi hermana. Fíjate si estaba tonta que casi ni me extrañó. No se me ocurría más que una idea: “El nen está muerto, el nen está muerto”… Y entonces tú pudiste ver que Juan me quería de verdad cuando se lo dije… Porque los hombres, chica, se enamoran mucho de mí. No se pueden olvidar de mí tan fácilmente, no creas… Juan y yo nos hemos querido tanto…

Nos quedamos calladas. Yo me empecé a vestir. Gloria se iba tranquilizando y estiraba los brazos con pereza. De pronto se fijó en mí.

—¡Qué pies tan raros tienes! ¡Tan flacos! ¡Parecen los de un Cristo!

—Sí, es verdad —Gloria al final me hacía sonreír siempre—; los tuyos, en cambio, son como los de las musas…

—Muy bonitos, ¿no?

—Sí.

(Eran unos pies blancos y pequeños, torneados e infantiles).

Oímos la puerta de la calle. Juan salía. Apareció la abuela con una sonrisa.

—Se ha llevado al niño de paseo… ¡Más bueno es este hijo mío!… Picarona —se dirigía a Gloria—, ¿por qué le contestas tú y le enredas en esas discusiones? ¡Ay!, ¡ay! ¿No sabes que con los hombres hay que ceder siempre?

Gloria se sonrió y acarició a la abuela. Se empezó a poner rímel en las pestañas. Pasó otro trapero y ella le llamó desde la ventana. La abuela movió la cabeza con angustia.

—De prisa, de prisa, niña, antes de que vengan Juan o Román… ¡Mira que si viene Román! ¡No quiero pensarlo!

—Estas cosas son de usted, mamá, y no de su hijo. ¿No es verdad, Andrea? ¿Voy a consentir que el niño pase hambre por conservar estos trastos? Además, que Román le debe dinero a Juan. Yo lo sé…

La abuela se salió de allí rehuyendo —según decía— complicidades. Estaba muy delgada. Bajo las blancas greñas le volaban dos orejas transparentes.

Mientras me duchaba y luego en la cocina, planchando mi traje —bajo las miradas agrias de Antonia, que nunca toleraba a gusto intromisiones en su reino—, oí la voz chillona de Gloria y la acatarrada del drapaire discutiendo en catalán. Pensaba yo en unas palabras que me dijo Gloria, mucho tiempo atrás, refiriéndose a su historia con Juan: «… Era como el final de una película. Era como el final de todas las tristezas, íbamos a ser felices ya…». Eso había pasado hacía muchísimo tiempo, en la época en que, salvando toda la embriaguez de la guerra, Juan había vuelto junto a la mujer que le dio un hijo para hacerla su esposa. Ya no se acordaban de ello casi… Pero hacía muy poco, en aquella angustiosa noche, que Gloria me había recordado con su charla, yo les había visto de nuevo fundidos en uno, hasta sentir juntos los latidos de su sangre, queriéndose, apoyándose uno al otro bajo el mismo dolor. Y también era como el final de todos los odios y de todas las incomprensiones.

«Si aquella noche —pensaba yo— se hubiera acabado el mundo o se hubiera muerto uno de ellos, su historia hubiera quedado completamente cerrada y bella como un círculo». Así suele suceder en las novelas, en las películas, pero no en la vida… Me estaba dando cuenta yo, por primera vez, de que todo sigue, se hace gris, se arruina viviendo. De que no hay final en nuestra historia hasta que llega la muerte y el cuerpo se deshace…

—¿Qué miras, Andrea?… ¿Qué miras con esos ojos tan abiertos en el espejo?

Gloria, ya de buen humor, había aparecido a mi espalda, mientras yo terminaba de vestirme. Detrás vi a la abuela con la cara radiante. La viejecilla tenía miedo de aquellas ventas que Gloria efectuaba. Creía firmemente que los traperos nos hacían un gran favor aceptándonos los muebles viejos y su corazón latía asustado, mientras Gloria discutía con el comprador. Rezaba, temblando, ante su polvoriento altar, para que la Madre de Dios librase pronto a su nuera de la humillación. Cuando el hombre terrible se iba, ella respiraba tranquila, como el niño que sale de casa del médico.

La miré con cariño. Tenía siempre, respecto a ella, unos vagos remordimientos. Algunas noches, al volver a casa, en las épocas de gran penuria, cuando no había podido comer ni cenar, encontraba en mi mesilla un plato con un poco de verdura poco apetitosa, que llevaba cocida muchas horas, o un mendrugo de pan, dejados allí por olvido. Comía, empujada por una necesidad más fuerte que yo, aquellos bocados de que se había privado la pobrecilla y me cogía asco de mí misma al hacerlo. Al día siguiente rondaba yo torpemente alrededor de la abuela. Advertía una sonrisa tan dulce en los ojos claros, al mirarme, que me conmovía como si me agarrasen las raíces del espíritu hasta entrarme ganas de llorar. Si, impelida por mis sentimientos, la estrechaba entre mis brazos, tropezaba con un cuerpecillo duro y frío como hecho de alambre, dentro del cual latía un corazón asombrosamente vivo…

Gloria se inclinó hacia mí, palpando mi blusa sobre mi espalda, con cierta satisfacción.

—Tú también estás delgada, Andrea…

Luego, rápidamente, para no ser oída por la abuela:

—Tu amiga Ena vendrá esta tarde al cuarto de Román.

(Se levantó un tumulto dentro de mí).

—¿Cómo lo sabes?

—Porque él acaba de pedir a la criada que suba a limpiar aquello y que compre licores… Yo no soy tonta, chica —y luego, achicando los ojos—: Tu amiga es la amante de Román.

Me puse tan encarnada que se asustó y se retiró de mí. La abuela nos observaba con los ojuelos inquietos.

—Eres como un animal —dije, furiosa—. Tú y Juan sois como bestias. ¿Es que no cabe otra cosa entre un hombre y una mujer? ¿Es que no concibes nada más en el amor? ¡Oh! ¡Sucia!

La violencia de mis sentimientos me empujaba el cerebro haciendo que me brotaran lágrimas. En aquel momento estaba aterrada por Ena. La quería y no podía soportar aquellas palabras corrosivas sobre su vida.

Gloria hizo un rictus con la boca, que era una sonrisa de ironía, pero que me serenó, porque comprendí que aquella mujer estaba a punto de llorar también. La abuela, espantada y dolorida, dijo:

—¡Andrea! ¡Mi nieta hablando así!

Le dije a Gloria:

—¿Por qué has pensado esa infamia de una muchacha que es mi amiga?

—Porque conozco a Román perfectamente… ¿Quieres que te diga una cosa? Román ha querido ser mi amante después de haber estado yo casada con Juan… Ya ves, ¿qué se puede esperar de un hombre así?

—Bueno. Yo, en cambio, conozco a Ena… Ella pertenece a una clase de seres humanos de la que tú no tienes idea, Gloria… Podría interesarle Román como amigo, pero…

(Me aliviaba decir estas cosas en alta voz y al mismo tiempo me empezó a repugnar aquella conversación con Gloria sobre mi amiga. Me callé).

Di media vuelta y me fui a la calle. La abuela me tocó el vestido al pasar yo a su lado.

—¡Niña! ¡Niña! ¡Vaya con la nietecita que nunca se enfadaba! ¡Jesús, Jesús!

No sé qué gusto amargo y salado tenía en la boca. Di un portazo como si yo fuera igual que ellos. Igual que todos…

Estaba tan nerviosa que a cada momento sentía humedecerse mis ojos, ya en la calle. El cielo aparecía nublado con unas calientes nubes opresivas. Las palabras de los otros, palabras viejas, empezaron a perseguirme y a danzar en mis oídos. La voz de Ena: «Tú comes demasiado poco, Andrea, y estás histérica…». «Estás histérica, estás histérica…». «¿Por qué lloras si no estás histérica?…». «¿Qué motivos tienes tú para llorar?…». Vi que la gente me miraba con cierto asombro y me mordí los labios de rabia, al darme cuenta… «Ya hago gestos nerviosos como Juan»… «Ya me vuelvo loca yo también»… «Hay quien se ha vuelto loco de hambre»…

Bajé por las Ramblas hasta el puerto. A cada instante me reblandecía el recuerdo de Ena, tanto cariño me inspiraba. Su misma madre me había asegurado su estimación. Ella, tan querida y radiante, me admiraba y me estimaba a mí. Me sentía como enaltecida al pensar que habían solicitado de mí una misión providencial junto a ella. No sabía yo, sin embargo, si realmente iba a servir de algo mi intervención en su vida. El que Gloria me hubiera advertido su visita para aquella tarde me llenaba de inquietudes.

Estaba en el puerto. El mar encajonado presentaba sus manchas de brillante aceite a mis ojos; el olor a brea, a cuerdas, penetraba hondamente en mí. Los buques resultaban enormes con sus altísimos costados. A veces, el agua aparecía estremecida como por el coletazo de un pez, una barquichuela, un golpe de remo. Yo estaba allí aquel mediodía de verano. Desde alguna cubierta de barco, tal vez, unos nórdicos ojos azules me verían como minúscula pincelada de una estampa extranjera… Yo, una muchacha española, de cabellos oscuros, parada un momento en un muelle del puerto de Barcelona. Dentro de unos instantes la vida seguiría y me haría desplazar hasta algún otro punto. Me encontraría con mi cuerpo enmarcado en otra decoración… «Tal vez —pensé al fin, vencida como siempre por mis instintos martirizados— comiendo en algún sitio». Tenía muy poco dinero, pero aún algo. Despacio, fui hacia los alegres bares y restaurantes de la Barceloneta. En los días de sol dan, azules o blancos, su nota marinera y alegre. Algunos tienen terrazas donde personas con buen apetito comen arroz y mariscos estimulados por cálidos y coloreados olores de verano que llegan desde las playas o de las dársenas del puerto.

Aquel día venía del mar un soplo gris y ardiente. Oí decir a alguien que era tiempo de tormenta. Yo pedí cerveza y también queso y almendras… El bar donde me sentaba era una casa de dos pisos, teñida de añil, adornada con utensilios náuticos. Yo me coloqué en una de las mesitas de la calle y casi me parecía que el suelo, bajo mí, iba a empezar a trepidar impulsado por algún oculto motor y a llevarme lejos…, a abrirme nuevamente los horizontes. Este anhelo repetido siempre en mi vida que, con cualquier motivo, sentía brotar.

Estuve allí mucho tiempo… Me dolía la cabeza. Al fin, muy despacio, pesándome en los hombros los sacos de lana de las nubes, volví hacia mi casa. Daba algunas vueltas. Me detenía… Pero parecía que un hilo invisible tiraba de mí, al desenrollarse las horas, desde la calle de Aribau, desde la puerta de entrada, desde el cuarto de Román en lo alto de la casa… Había pasado ya la media tarde cuando aquella fuerza se hizo irresistible y yo entré en nuestro portal.

Según iba subiendo la escalera me cogió entre sus garras el conocido y anodino silencio de que estaba impregnada. Por el cristal roto de una ventana llegaba —en un descansillo— el canto de una criada del patio.

Allá arriba estaban Román y Ena y yo tenía que ir también. No comprendía por qué estaba tan segura de la presencia de mi amiga allí. No eran suficientes las suposiciones de Gloria para aquella seguridad. Yo sentía su presencia, como un perro que busca, en mi nariz. A mí, acostumbrada a dejar que la corriente de los acontecimientos me arrastrase por sí misma, me emocionaba un poco aquel actuar mío que parecía iba a forzarla…

A cada peldaño tenía la impresión de que mis zapatos se hacían más pesados. Toda la sangre del cuerpo me bajaba a las piernas y yo me iba quedando pálida. Al llegar a la puerta de Román tenía las manos heladas y sudorosas a la vez. Allí me detuve. A mi derecha, la puerta de la azotea que estaba abierta me dio la idea de franquearla. No podía estar indefinidamente parada delante del cuarto de Román y tampoco me decidía a llamar, aunque oía como un murmullo de conversación. Necesitaba una pequeña tregua para tranquilizarme. Salí al terrado. Debajo de un cielo cada vez más amenazador aparecía —como una bandada de enormes pájaros blancos— el panorama de las azoteas casi cayendo sobre mí. Oí la risa de Ena. Una risa en que las notas forzadas me estremecían. El ventanillo del cuarto de Román estaba abierto. Impulsiva, me puse a cuatro patas, como un gato, y me arrastré, para no ser vista, sentándome bajo aquel agujero. La voz de Ena era alta y clara:

—Para ti, Román, resultaba todo un negocio demasiado sencillo. ¿Qué pensabas? ¿Que me casaría contigo, quizá? ¿Que andaría azorada toda mi vida, temiendo tus peticiones de dinero como mi madre?

—Ahora me oirás a mí… —Román hablaba con un tono que no le había oído nunca.

—No. Ya no hay más que decir. Tengo todas las pruebas. Sabes que estás en mis manos. Por fin se acabará esta pesadilla…

—Pero me vas a escuchar, ¿verdad? Aunque no quieras… Yo nunca he pedido dinero a tu madre. Creo que de un chantaje no tendrás pruebas…

La voz de Román reptaba como una serpiente, llegando a mí.

Rápida, sin ocurrírseme pensar más, me deslicé a lo largo de la pared y saliendo de la azotea me precipité a la puerta de mi tío, golpeándola. No me contestaron y volví a llamar. Entonces me abrió Román.

Al pronto no me di cuenta de que él estuviera tan pálido. Mis ojos sorbían la imagen de Ena, que parecía muy tranquila, sentada y fumando. Me miró hosca. Los dedos que sostenían el cigarrillo le temblaban un poco.

—Oportunidad te llamas, Andrea —dijo con frialdad.

—Ena, querida…, me pareció que estabas aquí. Subí a saludarte…

(Eso quise decir yo o algo por el estilo. Sin embargo, no sé si llegué a completar la frase).

Román parecía reaccionar. Sus vivas miradas nos abarcaban a Ena y a mí.

—Anda, pequeña, sé buena…, márchate.

Estaba muy excitado.

Inesperadamente, Ena se puso de pie, con sus elásticos, rapidísimos movimientos y encontré que estaba a mi lado, cogiéndome del brazo antes de que Román y yo hubiéramos tenido tiempo de pensarlo. Sentí confusamente los latidos de un corazón al acercarse ella a mi cuerpo. No sabría decir si era su corazón o el mío el que estaba asustado.

Román empezó a sonreírse, con la bella y tirante sonrisa tan conocida.

—Haced lo que queráis, pequeñas —miraba a Ena, no a mí; a Ena únicamente—. Sin embargo, me sorprende esta marcha repentina, cuando estábamos en la mitad de nuestra conversación, Ena. Tú sabes que esto no puede acabar así… Tú lo sabes.

No sé por qué me dio tanto miedo el tono amable y tenso de Román. Los ojos le relucían mirando a mi amiga, como relucían los ojos de Juan cuando estaba a punto de estallar su cerebro.

Ena me empujó hasta la puerta. Hizo una ligera y burlona reverencia.

—Otro día hablaremos, Román. Hasta entonces no te olvides de lo que te he dicho. ¡Adiós!…

Se estaba riendo también. También tenía los ojos brillantes y estaba palidísima.

Fue entonces, en aquel momento, cuando yo me di cuenta de que Román llevaba la mano derecha en el bolsillo todo el rato. De que abultaba allí.

No sé qué desviación de mi fantasía me hizo pensar en su negra pistola, cuando mi tío acentuaba su sonrisa. Fue una cuestión de segundos. Me abracé a él como una loca y le grité a Ena que corriese.

Sentí el empujón de Román y vi su cara, limpia al fin de aquella tensión angustiosa. Barrida por una cólera soberbia.

—¡Ridícula! ¿Es que crees que os iba a matar a tiros?

Me miró, ya recobrada la serenidad. Yo había recibido un golpe en la espalda al chocar contra la barandilla de la escalera. Román se pasó la mano por la frente para apartarse los rizados cabellos. A mis ojos, en rápido descenso —como ya otras veces había sucedido— se le avejentaron las facciones. Luego nos dio la espalda y entró en su cuarto.

Sentía yo el cuerpo dolorido. Una ráfaga de aire polvoriento hizo golpear la puerta de la azotea. De lejos me llegó el aviso ronco de un trueno.

Encontré a Ena esperándome en un descansillo de la escalera. Su mirada era la mirada burlona de los peores momentos.

—Andrea, ¿por qué eres tan trágica, querida?

Me herían sus ojos. Levantaba la cabeza y sus labios se curvaban con un desprecio insoportable.

Tuve ganas de pegarle. Luego mi furia se me agolpó en una angustia que me hizo volver la cabeza y echar a correr escaleras abajo, casi matándome, cegada por las lágrimas… Las conocidas fisonomías de las puertas, con sus felpudos, sus llamadores brillantes u opacos, las placas que anunciaban la ocupación de cada inquilino… «Practicante», «Sastre»…, bailaban, se precipitaban sobre mí, desaparecían comidas por mi llanto.

Así llegué a la calle, hostigada por la incontenible explosión de pena que me hacía correr, aislándome de todo. Así, empujando a los transeúntes, me precipité, calle de Aribau abajo, hacia la plaza de la Universidad.

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