Nada

Nada


Tercera parte » 21

Página 27 de 32

21

Aquel cielo tormentoso me entraba en los pulmones y me cegaba de tristeza. Desfilaban rápidamente, entre la neblina congojosa que me envolvía, los olores de la calle de Aribau. Olor de perfumería, de farmacia, de tienda de comestibles. Olor de calle sobre la que una polvareda gravita, en el vientre de un cielo sofocantemente oscuro.

La plaza de la Universidad se me apareció quieta y enorme como en las pesadillas. Era como si los pocos transeúntes que la cruzaban, como si los autos y los tranvías estuviesen atacados de parálisis. Alguien se me ha quedado en el recuerdo con una pierna levantada: tan extraña fue la mirada que lancé a todo y tan rápidamente me olvidé de lo que había visto.

Encontré que no lloraba ya, pero me dolía la garganta y me latían las sienes. Me apoyé contra la verja del jardín de la universidad, como aquel día que recordaba Ena. Un día en que, al parecer, no me daba cuenta de que el agua de los cielos se derramaba sobre mí…

Un papel viejo se me pegó a las rodillas. Miré aquel aire grueso, aplastado contra la tierra, que empezaba a hacer revolar el polvo y las hojas, en una macabra danza de cosas muertas. Sentí un dolor de soledad, más insoportable por repetido, que el que me acometiera al salir de casa de Pons, unos días atrás. Ahora era como un castigo el que el llanto se me hubiese acabado. Por dentro me raspaba, hiriéndome los párpados y la garganta.

No pensaba ni esperaba nada cuando sentí a mi lado una presencia humana. Era Ena la que estaba allí, agitada como quien ha llegado corriendo. Me volví despacio —parecía que no me funcionaban bien los muelles de mi cuerpo, que estaba enferma, que cualquier movimiento me costaba trabajo—. Vi que ella sí que tenía los ojos llenos de lágrimas. Era la primera vez que yo la había visto llorar.

—¡Andrea!… ¡Oh! ¡Qué tonta!… ¡Mujer!

Hizo una mueca como para reírse y empezó a llorar más; era como si llorara por mí, tanto me descargaba su llanto de angustia. Me tendió los brazos, incapaz de decirme nada, y nos abrazamos allí, en la calle. El corazón —su corazón, no el mío— le iba a toda velocidad, martilleando junto a mí. Así estuvimos un segundo. Luego, yo me arranqué bruscamente de su ternura. Vi que se secaba los ojos con rapidez y ahora la sonrisa le florecía fácilmente, como si no hubiera llorado nunca.

—¿Sabes que te quiero muchísimo, Andrea? —me dijo—. Yo no sabía que te quisiera tanto… No quería volver a verte, como a nada que me pueda recordar esa maldita casa de la calle de Aribau… Pero, cuando me has mirado así, cuando te ibas…

—¿Yo te he mirado así? ¿Cómo?

Las cosas que decíamos no me importaban. Me importaba la confortadora sensación de compañía, de consuelo, que estaba sintiendo como un baño de aceite sobre mi alma.

—Pues… no sé explicarte. Me mirabas con desesperación. Y además, como yo sé que me quieres tanto, con tal fidelidad. Como yo a ti, no creas…

Hablaba con incoherencias que a mí me parecían llenas de sentido. Del asfalto vino un olor a polvo mojado. Caían grandes gotas calientes y no nos movíamos. Ena pasó su brazo por mi hombro y oprimió su suave mejilla contra la mía. Parecían desbordadas todas nuestras reservas. Calmados los malos momentos.

—Ena, perdona lo de esta tarde. Ya sé que no puedes soportar que te espíen. Yo no lo había hecho nunca hasta hoy, te lo juro… Si interrumpí tu conversación con Román fue porque me pareció que él te amenazaba… Ya sé que quizás es ridículo. Pero me lo pareció.

Ena se apartó de mí para mirarme. En los labios le flotaba la risa.

—¡Pero si lo necesitaba, Andrea! ¡Si viniste del cielo! Pero ¿no te diste cuenta de que me salvabas?… Si he sido dura contigo fue a causa de la demasiada tirantez de mis nervios. Tenía miedo de llorar. Y ya ves, ahora lo he hecho…

Ena respiró fuerte, como si esto le aliviase de mil sentimientos ardorosos. Cruzó las manos a su espalda, casi estirándose, librándose de todas las tensiones. No me miraba. Parecía que no me hablase a mí.

—La verdad, Andrea, es que en el fondo he apreciado siempre tu estimación como algo extraordinario, pero nunca he querido darme cuenta. La amistad verdadera me parecía un mito hasta que te conocí, como me pareció un mito el amor hasta que conocí a Jaime… A veces —Ena se sonrió con cierta timidez— pienso en lo que puedo haber hecho yo para merecer esos dos regalos del destino… Te aseguro que he sido una niña terrible y cínica. No creí en ningún sueño dorado nunca, y al revés de lo que les sucede a las otras personas, las más bellas realidades me han caído encima. He sido siempre tan feliz…

—Ena, ¿no te enamoraste de Román?

Hice la pregunta en un murmullo tan tenue que la lluvia que caía ya regularmente, pudo más que mi voz. Volví a repetir:

—Di, ¿no te enamoraste?

Ena me rozó, rápida, con una indefinible mirada de sus ojos demasiado brillantes. Luego alzó la cabeza hacia las nubes.

—¡Nos mojamos, Andrea! —gritó.

Me arrastró hasta la puerta de la universidad, donde nos refugiamos. Su cara aparecía fresca bajo las gotas de agua, un poco empalidecida como si hubiese padecido fiebres. La tempestad empezó a desatarse cayendo en cataratas, acompañada de un violento tronar. Estuvimos un rato sin hablar, escuchando aquella lluvia que a mí me encalmaba y me reverdecía como a los árboles.

—¡Qué belleza! —dijo Ena, y se le dilataron las aletas de la nariz—. Dices que si me he enamorado de Román… —prosiguió con una expresión casi soñadora—. ¡Me ha interesado mucho! ¡Mucho!

Se rió bajito.

—A nadie he logrado desesperar así, humillar así…

La miré con cierto asombro. Ella sólo veía la cortina de lluvia que delante de sus ojos caía iluminada por los relámpagos. La tierra parecía hervir, jadear, desprendiéndose de todos sus venenos.

—¡Ah! ¡Qué placer! Saber que alguien te acecha, que cree tenerte entre sus manos, y escaparte tú, dejándole burlado… ¡Qué juego extraño!… Román tiene un espíritu de pocilga, Andrea. Es atractivo y es un artista grande, pero, en el fondo, ¡qué mezquino y soez!… ¿A qué clase de mujeres ha estado acostumbrado hasta ahora? Supongo que a seres como a esas dos sombras que rondaban la escalera cuando yo subí a verle… Esa horrible criada que tenéis, y la otra mujer tan rara, con el pelo rojo, que ahora sé que se llama Gloria… Y también, quizás, a alguna persona muy dulce y tímida, como mi madre…

Me miró de reojo.

—¿Tú sabes que mi madre estuvo enamorada de él en la juventud?… Sólo por este hecho deseaba conocer yo a Román. Luego, ¡qué decepción! Llegué a odiarle… ¿No te sucede a ti, cuando te forjas una leyenda sobre un ser determinado y ves que queda bajo tus fantasías y que en realidad vale aún menos que tú, llegas a odiarle? A veces este odio mío por Román llegó a ser tan grande, que él lo notaba y volvía la cabeza, como cargado de electricidad… ¡Qué días más raros aquellos primeros en que empezábamos a conocernos! No sé si era yo desgraciada o no. Estaba como obsesionada por Román. Huía de ti. Reñí con Jaime por una tontería y luego no podía sufrir su presencia. Creo que sentía que si hubiera vuelto a ver a Jaime tendría que dejar aquella aventura a la fuerza. Y entonces yo me sentía demasiado interesada, casi intoxicada por todo aquello… Si estoy con Jaime me vuelvo buena, Andrea, soy una mujer distinta… Si vieras, a veces tengo miedo de sentir el dualismo de fuerzas que me impulsan. Cuando he sido demasiado sublime una temporada, tengo ganas de arañar… De dañar un poco.

Me cogió la mano y ante mi gesto instintivo de retirarla se sonrió con mimosa ternura.

—¿Te asusto? Entonces, ¿cómo quieres ser mi amiga? No soy ningún ángel, Andrea, aunque te quiero tanto… Hay seres que me colman el corazón, como Jaime, mamá y tú, cada uno en vuestro estilo… Pero una parte de mí necesita expansionarse y dar rienda suelta a sus venenos. ¿Crees que no quiero a Jaime? Lo quiero muchísimo. No podría soportar que mi vida se separase ya de la suya. Tengo deseos de su presencia, de su personalidad entera. Le admiro apasionadamente… Pero hay otra cosa: la curiosidad, esa inquietud maligna del corazón, que no puede reposar…

—¿Román te hizo el amor? Di.

—¿Hacerme el amor? No sé. Estaba desesperado conmigo, tan rabioso que me hubiera estrangulado a veces… Pero se domina muy bien. Yo quería que perdiese el control de sus nervios. Sólo lo logré un día… Hace de esto más de una semana, Andrea, fue la última vez que vine a verle antes de hoy. He venido cinco veces a ver a Román y siempre he procurado que lo supiera alguien. Porque, en el fondo, Román me ha inspirado siempre un poco de miedo. Llamaba a la puerta de tu casa, cuando sabía que no había de encontrarte, y preguntaba por ti. Esas dos mujeres tan curiosas, a las que poseía una especial desazón en cuanto me veían aparecer, me venían muy bien. Sabía que las dejaba como dos guardianes a mi espalda. No sabes, sin embargo, lo que este ambiente tan cargado me llegaba a divertir. A veces olvidaba hasta el sentimiento de estar continuamente en guardia. Me reía allí, francamente, excitada y entusiasmada. Nunca se me había presentado un campo de experimentación así… Eran éstos los momentos en que Román venía despacio a sentarse a mi lado. Pero cuando yo notaba su cuerpo caliente, una rabia inexplicable me venía de dentro; me costaba hacer un esfuerzo para disimularlo. Luego, riéndome aún, me trasladaba al otro extremo del cuarto.

»Le volvía loco. Cuando me imaginaba lánguida y medio subyugada por su música, por el tono de confidencia casi perversa que daba a la conversación, yo me ponía de pie de pronto sobre la cama turca.

»—¡Tengo ganas de saltar! —le decía.

»Y empezaba a hacerlo, llegando casi hasta el techo con los brincos, como cuando juego con mis hermanos. Él, al oír mis carcajadas, no sabía si estaba yo loca o era estúpida… Ni un momento, con el rabillo del ojo, dejaba yo de observarle. Después del primer movimiento de involuntaria sorpresa, su cara quedaba impenetrable, como siempre… No era eso, Andrea, lo que quería yo. Si tú supieras que Román, cuando joven, hizo sufrir a mi madre…

—¿Quién te ha contado esas historias?

—¿Quién?… ¡Ah! ¡Sí!… Papá mismo. Papá una vez que mamá estuvo enferma y hablaba de Román en medio de las fiebres… El pobre estaba aquella noche muy conmovido, creía que ella se iba a morir.

(Yo tuve que sonreírme. En pocos días la vida se me aparecía distinta a como la había concebido hasta entonces. Complicada y sencillísima a la vez. Pensaba que los secretos más dolorosos y más celosamente guardados son quizá los que todos los de nuestro alrededor conocen. Tragedias estúpidas. Lágrimas inútiles. Así empezaba a aparecerme la vida entonces).

Ena se volvió hacia mí, y no sé qué ideas vería en mis ojos. Súbitamente me dijo:

—Pero no me creas mejor de lo que soy, Andrea… No vayas a buscarme disculpas… No era sólo por esta causa por lo que yo quería humillar a Román… ¿Cómo te voy a explicar el juego apasionante en que se convertía aquello para mí?… Era una lucha más enconada cada vez. Una lucha a muerte…

Ena, seguramente, estaba mirándome mientras me hablaba. Me pareció sentir sus ojos todo el rato. Yo no podía hacer más que escuchar con los ojos puestos en la lluvia, cuya furia se hacía desigual, alzándose algunos momentos y casi cesando en otros.

—Escucha, Andrea, yo no podía pensar en Jaime ni en ti ni en nadie esta temporada, yo estaba absorbida enteramente en este duelo entre la frialdad y el dominio de los nervios de Román y mi propia malicia y seguridad… Andrea, el día en que por fin pude reírme de él, el día en que me escapé de sus manos cuando ya creía tenerme segura, fue algo espléndido…

Ena se reía. Me volví hacia ella, un poco asustada, y la vi muy guapa, con los ojos brillantes.

—Tú no puedes ni concebir una escena como la que terminó mis relaciones con Román la semana pasada, la víspera de San Juan exactamente, lo recuerdo bien… Me escapé…, así, corriendo, casi matándome, escaleras abajo… Me dejé en su cuarto mi bolso y mis guantes, y hasta las horquillas de mi pelo. Pero Román también se quedó allí… Nunca he visto nada más abyecto que su cara… ¿Dices que si me he enamorado de él?… ¿De ese hombre?

Empecé a mirar a mi amiga, viéndola por primera vez tal como realmente era. Tenía los ojos sombreados bajo aquellas agrias luces cambiantes que venían del cielo. Yo sentí que nunca podría juzgarla. Pasé mi mano por su brazo y apoyé mi cabeza en su hombro. Estaba yo muy cansada. Multitud de pensamientos se aclaraban en mi cerebro.

—¿Sucedió eso la noche de San Juan?

—Sí…

Nos quedamos calladas un rato. En aquel silencio me vino, sin poderlo evitar, el recuerdo de Jaime. Fue un caso de transmisión de pensamiento.

—Con quien peor me he portado en este asunto es con Jaime, ya lo sé —dijo Ena.

Su cara era otra vez infantil, un poco enfurruñada. Me miró y ya no había ni desafío ni cinismo en su mirada.

—¡Cada vez que pensaba en Jaime era un tormento tan grande, si vieras! Pero yo no podía dominar a los demonios que me tenían cogida… Una noche salí con Román y me llevó al Paralelo. Estaba yo muy cansada y aburrida cuando entramos en un café atestado de gente y de humo. Yo creí que era una mala pasada de mi imaginación, cuando vi enfrente de mis ojos los ojos de Jaime; estaba detrás de aquella niebla, detrás de aquel calor y no me saludaba. No hacía más que mirarme… Aquella noche lloré mucho. Al día siguiente tú me trajiste un mensaje suyo, ¿te acuerdas?

—Sí.

—Yo no deseaba otra cosa que ver a Jaime y reconciliarme con él. ¡Estaba tan emocionada cuando nos encontramos! Luego se estropeó todo, no sé si por mi culpa o por la suya. Jaime me había prometido ser comprensivo, pero en el curso de la conversación se iba excitando… Al parecer había seguido todos mis pasos y había averiguado la vida y milagros de Román. Me dijo que tu tío era un indeseable metido en negocios de contrabando de lo más sucio. Me explicó esos negocios… Al cabo, empezó a hacerme cargos, desesperado de que yo anduviese «a merced de un bandido así»… Era más de lo que yo podía sufrir y no se me ocurrió otra cosa que empezar a defender a Román con el mayor calor. ¿No te ha sucedido alguna vez esa cosa espantosa de irte enredando en tus propias palabras y encontrarte con que ya no puedes salir?… Jaime y yo nos separamos desesperados aquel día… Él se marchó de Barcelona, ¿lo sabías?

—Sí.

—Tal vez cree que le voy a escribir… ¿No?

—Claro que sí.

Ena me sonrió y recostó su cabeza contra la piedra de la pared. Estaba cansada…

—Te he hablado tanto, ¿verdad, Andrea?, tanto… ¿No estás harta de mí?

—Aún no me has dicho lo más importante… Aún no me has dicho por qué, si habías terminado con él la víspera de San Juan, estabas hoy en el cuarto de mi tío…

Ena miró hacia la calle antes de contestarme. La tempestad se había calmado y el cielo aparecía manchado y revuelto con colores amarillos y pardos. Las alcantarillas tragaban el agua que corría a lo largo de los bordillos de las aceras.

—¿Y si nos fuéramos, Andrea?

Empezamos a caminar a la deriva, íbamos cogidas del brazo.

—Hoy —me dijo Ena— jugué el todo por el todo al volver al cuarto de Román. Él me escribió unas líneas indicando que tenía en su cuarto algunos objetos míos y que deseaba devolvérmelos… Comprendí que no me iba a dejar en paz tan fácilmente. Recordé a mi madre y se me antojó que yo, como ella, me iba a pasar la vida huyendo si no tomaba una determinación… Entonces fue cuando me vino la idea de hacer uso de las averiguaciones de Jaime como una salvaguardia contra Román. Con esta única seguridad vine. Estaba dispuesta a verle por última vez… No creas que no tuve miedo. Estaba aterrorizada cuando tú llegaste. Aterrorizada, Andrea, e incluso arrepentida de mi impulso…, porque Román está loco, yo creo que está loco… Cuando tú llamaste a la puerta estuve a punto de caerme, tal era mi tensión nerviosa…

Ena se detuvo en medio de la calle para mirarme. Los faroles acababan de encenderse y rebrillaban en el suelo negro. Los árboles lavados daban su olor a verde.

—¿Comprendes, Andrea, comprendes, querida, que no te pudiese decir nada, que incluso llegara a maltratarte en la escalera? Aquellos momentos parecían borrados de mi existencia. Cuando me di cuenta de que era yo, Ena, quien estaba viviendo, me encontré corriendo calle de Aribau abajo, buscando tu rastro. Al volver la esquina te encontré al fin. Estabas apoyada contra el muro del jardín de la universidad, muy pequeña y perdida debajo de aquel cielo tempestuoso… Así te vi.

Ir a la siguiente página

Report Page