Nada

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Tercera parte » 23

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Los días que siguieron estuvieron sumidos en la mayor oscuridad porque, inmediatamente, alguien cerró todos los balcones, casi clavándolos. Casi impidiendo que llegase un soplo de la brisa de fuera. Un espeso y maloliente calor lo envolvió todo, y yo empecé a perder el sentido del tiempo. Horas o días resultaban lo mismo. Días o noches parecían iguales. Gloria se puso enferma y nadie se fijó en ella. Yo me senté a su lado y vi que tenía mucha fiebre.

—¿Se han llevado ya a ese hombre?

Preguntaba a cada momento.

Yo le alcanzaba agua. Parecía que nunca se podría cansar de beber. A veces venía Antonia y la contemplaba con tal expresión de odio, que preferí quedarme junto a ella el mayor tiempo posible.

—¡No se morirá, la bruja! ¡No se morirá, la asesina! —decía.

Por Antonia me enteré también de los últimos detalles de la vida de Román. Detalles que yo oía como a través de una niebla. (Me parecía que iba perdiendo la facultad de ver bien. Que los contornos de las cosas se me difuminaban).

Al parecer, la noche antes de su muerte, Román había llamado a Antonia por teléfono diciendo que acababa de llegar de su viaje —Román había estado aquellos días ausente— y que necesitaba salir a primera hora de la mañana. «Suba usted a arreglarme un poco las maletas y tráigame toda la ropa limpia que tenga; me voy para mucho tiempo»… Éstas, según Antonia, habían sido las últimas palabras de Román. La idea de degollarse debió de ser un rapto repentino, una rápida locura que le atacó mientras se afeitaba. Tenía las mejillas manchadas de jabón cuando le descubrió Antonia.

Gloria preguntaba monótonamente por los detalles referentes a Román.

—¿Y las pinturas? ¿No se encontraron las pinturas?

—¿Qué pinturas, Gloria? —yo me inclinaba hacia ella, con un gesto que el cansancio volvía lánguido.

—El cuadro que me pintó Román. El cuadro mío con los lirios morados…

—No sé. No sé nada. No puedo enterarme de nada.

Cuando Gloria se puso mejor me dijo:

—Yo no estaba enamorada de Román, Andrea… Yo veo en tu cara, chica, todo lo que piensas. Piensas que yo no aborrecía a Román…

La verdad es que yo no pensaba nada. Mi cerebro estaba demasiado embotado. Con las manos de Gloria entre las mías y oyendo su conversación, llegaba a olvidarme de ella.

—Yo fui quien hizo que Román se matara. Yo le denuncié a la policía y él se suicidó por eso… Aquella mañana tenían que venir a buscarle…

Yo no creía nada de lo que Gloria me decía. Era más verosímil figurarse que Román había sido el espectro de un muerto. De un hombre que hubiera muerto muchos años atrás y que ahora se volviera por fin a su infierno… Recordando su música, aquella música desesperada que a mí me gustaba tanto oír y que al final me daba la impresión exacta del acabamiento, del deshacerse en la muerte, me sentía emocionada algunas veces.

La abuela venía a mí de cuando en cuando, con los ojos abiertos para susurrarme no sé qué misteriosos consuelos. Iluminada por una fe que no podía decaer, rezaba continuamente, convencida de que en el último instante la gracia divina había tocado el corazón enfermo del hijo.

—Me lo ha dicho la Virgen, hija mía. Anoche se me apareció nimbada de gracia celestial y me lo dijo…

Me pareció consolador aquel trastorno mental que se traslucía en sus palabras y la acaricié, afirmando.

Juan estuvo fuera de casa mucho tiempo, quizá más de dos días. Debió acompañar el cadáver de Román al depósito y tal vez, más tarde, a su última, apartada, morada.

Cuando un día o una noche le vi por fin en casa yo creí que ya habíamos pasado los peores momentos. Pero aún nos faltaba oírle llorar. Nunca, por muchos años que viva, me olvidaré de sus gemidos desesperados. Comprendí que Román tenía razón al decir que Juan era suyo. Ahora que él se había muerto, el dolor de Juan era impúdico, enloquecedor, como el de una mujer por su amante, como el de una madre joven por la muerte del primer hijo.

No sé cuántas horas estuve sin dormir, con los ojos abiertos y resecos recogiendo todos los dolores que pululaban, vivos como gusanos, en las entrañas de la casa. Cuando al fin caí en una cama, no sé tampoco cuántas horas estuve durmiendo. Pero dormí como nunca en mi vida. Como si también yo fuera a cerrar los ojos para siempre.

Cuando volví a darme cuenta de que vivía tuve la sensación de que acababa de subir desde el fondo de algún hondísimo pozo, del que conservaba la cavernosa sensación de unos ecos en la oscuridad.

Estaba mi habitación en penumbra. La casa tan silenciosa, que daba una extraña y sepulcral sensación. Era un silencio como nunca había oído en la calle de Aribau.

Cuando me dormí recordaba la casa llena de gente y de voces. Ahora parecía no haber nadie. Parecía que todos sus habitantes la hubiesen abandonado. Me asomé a la cocina y vi puestas en el fuego dos ollas borboteantes. Los ladrillos parecían barridos y había una lenta, pastosa tranquilidad hogareña, que parecía incongruente allí. Al fondo, en la galería, Gloria, vestida de negro, estaba lavando un traje de niño. Yo tenía los ojos hinchados y me dolía la cabeza. Ella me sonrió:

—¿Sabes cuánto has dormido, Andrea? —dijo viniendo hacia mí—. Has dormido dos días enteros… ¿No tienes hambre? —me preguntó luego.

Llenó un vaso de leche y me lo dio. La leche caliente me pareció algo maravilloso y la bebí ávida.

—Antonia se marchó esta mañana con Trueno —anunció Gloria.

—¡Ah!

Así podía explicarme su tranquila presencia en la cocina.

—Se marchó esta mañana de madrugada, mientras Juan dormía. Es que Juan no quería dejarle llevarse al perro, chica. Y ya sabes tú que Trueno era su amor… Se han fugado los dos juntitos.

Gloria tenía una risa bobalicona y luego me guiñó un ojo.

—Anoche llegaron tus tías… —ahora se burlaba.

—¿Angustias? —pregunté.

—No, las otras, tú no las conoces. Las dos casadas, con sus maridos. Quieren verte, pero antes vístete, te lo aconsejo, chica.

Tuve que ponerme mi único traje de verano mal teñido de negro, oliendo a pastilla de tinte casero. Luego fui de mala gana hacia el fondo de la casa, donde estaba aquella alcoba. Ya oí un murmullo de voces antes de entrar, como si allí rezaran.

Me paré en la puerta, porque entonces todo hería mis ojos: la luz y la penumbra. El cuarto estaba casi a oscuras, con olor a flores de trapo. Bultos grandes, de humanidades bien cebadas, se destacaban en la oscuridad dando sus olores corporales apretados por el verano. Oí una voz de mujer:

—Le malcriaste. Recuerda que le malcriabas, mamá. Así ha terminado…

—Siempre fue usted injusta, mamá. Siempre prefirió usted a sus hijos varones. ¿Se da usted cuenta de que tiene usted la culpa de este final?

—A nosotras no nos has querido nunca, mamá. Nos has despreciado. Nos has humillado. Siempre te hemos visto quejarte de tus hijas, que, sin embargo, no te han dado más que satisfacciones…; ahí, ahí tienes el pago de los varones, de los que tú mimabas…

—Señora, deberá dar usted mucha cuenta a Dios por esa alma que ha mandado al infierno.

No creía yo a mis oídos. No creía yo tampoco las extrañas visiones de mis ojos. Poco a poco las caras se iban perfilando, ganchudas o aplastadas, como en un capricho de Goya. Aquellos enlutados parecían celebrar un extraño aquelarre.

—Hijos, ¡yo os he querido a todos!

Yo no podía ver desde allí a la viejecilla, pero la imaginaba hundida en su mísera butaca. Hubo un largo silencio y por fin escuché otro suspiro tembloroso.

—¡Ay, Señor!

—No hay más que ver la miseria de esta casa. Te han robado, te han despojado, y tú, ciega por ellos. Nunca nos has querido ayudar a nosotras cuando te lo hemos pedido. Ahora nuestra herencia se la ha llevado la trampa… Y para colmo, un suicidio en la familia…

—He acudido a los más desgraciados… A los que me necesitaban más.

—Y con este procedimiento los has acabado de hundir en la miseria. Pero ¿no te das cuenta del resultado? ¡Si al menos fueran ellos felices, aunque estuviéramos nosotras despojadas; pero, ya ves, lo que ha sucedido aquí prueba que tenemos razón!…

—Y ese desgraciado Juan que nos escucha: ¡casado con una perdida, sin saber hacer nada de provecho, muerto de hambre!

(Yo estaba mirando a Juan. Deseando una de las cóleras de Juan. Él parecía no oír. Miraba por detrás de los cristales la raya de luz de la calle).

—Juan, hijo mío —dijo la abuela—. Dime tú si tienen razón. Dime tú si crees también que eso es verdad…

Juan se volvió enloquecido.

—Sí, mamá, tienen razón… ¡Maldita seas! Y ¡malditos sean ellos todos!

Entonces todo el cuarto se removió con batir de alas, graznidos. Chillidos histéricos.

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