Nada

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Tercera parte » 19

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Cuando estuvimos frente a frente en el café, en el momento de sentarnos, aún era yo la criatura encogida y amargada a quien le han roto un sueño. Luego me fue invadiendo el deseo de oír lo que la madre de Ena, de un momento a otro, iba a decirme. Me olvidé de mí y al fin encontré la paz.

—¿Qué le sucede a usted, Andrea?

Aquel usted en labios de la señora se volvía tierno y familiar. Me produjo ganas de llorar y me mordí los labios. Ella había desviado los ojos. Cuando los pude ver, ensombrecidos por el ala del sombrero, tenían una humedad de fiebre… Yo estaba ya tranquila y ella era quien me sonreía con un poco de miedo.

—No me pasa nada.

—Es posible, Andrea…, llevo unos días que descubro sombras extrañas en los ojos de todos. ¿No le ha sucedido alguna vez atribuir su estado de ánimo al mundo que la rodea?

Parecía que sonriendo ella tratara de hacerme sonreír también. Decía todo con un tono ligero.

—¿Y cómo es que no va usted por casa en esta temporada? ¿Está usted disgustada con Ena?

—No —bajé los ojos—, más bien creo que es ella la que se aburre conmigo. Es natural…

—¿Por qué? Ena la quiere a usted muchísimo… Sí, sí, no ponga usted esa expresión reconcentrada. Es usted la única amiga que tiene mi hija. Por eso he venido a hablarle…

Vi que ella jugaba con los guantes, alisándolos. Tenía unas manos delicadísimas. La punta de sus dedos cedía tiernamente hacia atrás al menor contacto. Tragó saliva.

—Me cuesta muchísimo trabajo hablar de Ena. Nunca lo he hecho con nadie; la quiero demasiado para eso… Yo a Ena se puede decir que la adoro, Andrea.

—Yo también la quiero muchísimo.

—Sí, ya lo sé…, pero ¿cómo podría usted entender esto? Ena para mí es diferente de mis demás hijos, está sobre todos los que rodean mi vida. El cariño que siento por ella es algo extraordinario.

Yo entendía. Más por el tono que por las palabras. Más por el ardor de la voz que por lo que decía. Me daba un poco de miedo… Yo siempre había pensado que aquella mujer quemaba. Siempre. Cuando la oí cantar aquel primer día en que la vi en su casa, y luego, cuando me miró de tal manera que sólo recogí un estremecimiento de angustia.

—Sé que Ena está sufriendo esta temporada. ¿Comprende lo que eso significa para mí? Hasta ahora su vida había sido perfecta. Parecía que en cualquiera de sus pasos estaba el éxito. Sus risas me daban la sensación de la vida misma… Ella ha sido siempre tan sana, tan sin complicaciones, tan feliz. Cuando se enamoró de ese muchacho, Jaime…

(Delante de mi sorpresa, ella se sonreía con cierta tristeza y travesura a la vez).

—Cuando se enamoró de Jaime todo fue como un buen sueño. El que hubiera encontrado un hombre capaz de comprenderla, precisamente en el momento en que al salir de la adolescencia lo necesitaba, era a mis ojos como el cumplimiento de una maravillosa ley natural…

Yo no quería mirarla. Estaba nerviosa. Pensé: «¿Qué quiere averiguar por medio de mí esta señora?». Estaba resuelta en todo caso a no traicionar ningún secreto de Ena, por muchas cosas suyas que su madre pareciera saber. Decidí dejarla hablar sin decir una palabra.

—Ya ve, Andrea, que no le pido que me cuente ninguna cosa que quiera callar mi hija. No es preciso que lo haga. Es más, le ruego que nunca le diga a Ena todo lo que de ella sé. La conozco bien y sé lo dura que puede llegar a ser en ocasiones. Nunca me lo perdonaría. Por otra parte, algún día me contará estas historias ella misma. Cada vez que le sucede algo a Ena, vivo esperando el día en que me lo cuente… No me defrauda nunca. Siempre llega ese día. De modo que le pido su discreción y también que me escuche… Yo sé que Ena va con frecuencia a casa de usted y no para visitarla, precisamente… Sé que sale con un pariente suyo llamado Román. Sé que desde entonces sus relaciones con Jaime se han enfriado o se han terminado por completo. Ena misma parece haber cambiado enteramente… Dígame, ¿qué opinión tiene usted de su tío?

Me encogí de hombros.

—A mí también me ha hecho pensar este asunto… Creo que lo peor de todo es que Román tiene atractivo a su manera, aunque no es una persona recomendable. Si usted no le conoce es imposible decirle…

—¿A Román? —la sonrisa de la señora le hacía volverse casi bella, tan profunda era—. Sí, a Román le conozco. Hace muchos años que conozco a Román… Ya ve usted, fuimos compañeros en el Conservatorio. Él no tenía más que diecisiete años cuando yo le conocí y galleaba entonces creyendo que el mundo habría de ser suyo… Parecía tener un talento extraordinario, aunque estaba limitado por su pereza. Los profesores tenían en él grandes esperanzas. Luego, sin embargo, se ha hundido. Al final ha prevalecido lo peor de él… Cuando le he vuelto a ver hace unos días me ha dado la impresión de un hombre que se hubiera acabado ya. Pero conserva su teatralidad, su gesto de mago oriental que va a descubrir algún misterio. Conserva sus trampas y el arte de su música… Yo no quiero que mi hija se deje coger por un hombre así… Yo no quiero que Ena pueda llorar o ser desgraciada por…

Los labios le temblaban. Se daba cuenta de que hablaba conmigo y le cambiaba el color de los ojos a fuerza de quererse dominar. Luego los cerraba y dejaba que desbordase aquel tumultuoso decir como un agua que rompe los diques y lo arrastra todo…

—¡Dios mío! Sí que conozco a Román. Le he querido demasiado tiempo, hija mía, para no conocerle. De su magnetismo y de su atractivo, ¿qué me va usted a decir que yo no sepa, que yo no haya sufrido en mí con la fuerza esta, que parece imposible de suavizar y de calmar, que da un primer amor? Sus defectos los conozco tan bien, que ahora, comprimido y amargado por su vida, si es tal como yo la supongo, el solo pensamiento de que mi hija pueda estar atraída por ellos tal como yo misma lo estuve, es para mí un horror inimaginable. Al cabo de los años, no esperaba yo esta trampa de la suerte, tan cruel… ¿Sabe usted lo que es tener dieciséis, diecisiete, dieciocho años y estar obsesionada por sólo la sucesión de gestos, de estados de ánimo, de movimientos, que en conjunto forman ese algo que a veces llega a parecer irreal y que es una persona?… No, ¡qué angustia! ¿Qué puede saber usted con los ojos tranquilos con que mira? Nada sabe tampoco de ese querer guardar lo que desborda, del imposible pudor de los sentimientos. Llorar en soledad era lo único que a mí, en mi adolescencia, me estaba permitido. Todo lo demás lo hacía y lo sentía rodeada de ojos vigilantes… ¿Ver a un hombre a solas, siquiera fuese de lejos, tal como yo acechaba a Román entonces, siquiera fuese desde una esquina de la calle de Aribau, bajo la lluvia, en la mañana, con los ojos clavados en el portal por donde él debería aparecer con su cartera de estudiante bajo el brazo, golpeando, casi siempre, la espalda del hermano, en un juego de cachorros que se acaban de despertar? No, yo no pude nunca esperar sola allí. Había que sobornar a la criada acompañante, fisgona y fastidiada por aquellas esperas blancas que destruían todas sus figuraciones sobre lo que el amor es… Respeto hasta un punto extraordinario la independencia de Ena, cuando recuerdo los bigotes negros y los ojos saltones de aquella mujer. Sus bostezos bajo el paraguas en las mañanas de invierno… Un día logré que mi padre consintiese en que diésemos en casa un concierto de piano y violín Román y yo a base de las composiciones de Román. Fue un éxito asombroso. Los asistentes estaban como electrizados… No, no, Andrea; por mucho que yo viva es imposible que vuelva a sentir una emoción semejante a la de aquellos minutos. A la emoción que me destrozaba cuando Román me sonrió con los ojos casi humedecidos. Un rato después, en el jardín, Román se daba cuenta de algo de aquella extática adoración que yo sentía por él y jugaba conmigo con la curiosidad cínica con que un gato juega con el ratón que acaba de cazar. Entonces fue cuando me pidió mi trenza.

»—No eres capaz de cortártela para mí —dijo, brillándole los ojos.

»Yo no había soñado siquiera una felicidad mayor que la de que él me pidiera algo. La magnitud del sacrificio era tan grande, sin embargo, que me estremecía. Mi cabello, cuando yo tenía dieciséis años, era mi única belleza. Aún llevaba una trenza suelta, una única, gordísima trenza que me resbalaba sobre el pecho hasta la cintura. Era mi orgullo. Román la miraba día tras día con su sonrisa inalterable. Alguna vez me hizo llorar esa mirada. Por fin no la pude resistir más y después de una noche de insomnio, casi con los ojos cerrados, la corté. Tan espesa era aquella masa de cabellos y tanto me temblaban las manos que tardé mucho tiempo. Instintivamente me apretaba el cuello como si un mal verdugo tratara torpemente de cercenarlo. Al día siguiente, al mirarme al espejo, me eché a llorar. ¡Ah, qué estúpida es la juventud!… Al mismo tiempo un orgullo humildísimo me corroía enteramente. Sabía que nadie hubiera sido capaz de hacer lo mismo. Nadie quería a Román como yo… Le envié mi trenza con la misma ansiedad un poco febril, que fríamente parece tan cursi, de la heroína de una novela romántica. No recibí ni una línea suya en contestación. En mi casa la ocurrencia fue como si hubiera caído una verdadera desgracia sobre la familia. En castigo me encerraron un mes sin salir a la calle… Sin embargo, era todo fácil de soportar. Cerraba los ojos y veía entre las manos de Román aquella soga dorada que era un pedazo de mí misma. Me sentía compensada así en la mejor moneda… Al fin volví a ver a Román. Me miró con curiosidad. Me dijo:

»—Tengo lo mejor de ti en casa. Te he robado tu encanto —luego concluyó impaciente—: ¿Por qué has hecho esa estupidez, mujer? ¿Por qué eres como un perro para mí?

»Ahora, viendo las cosas a distancia, me pregunto cómo se puede alcanzar tal capacidad de humillación, cómo podemos enfermar así, cómo en los sentidos humanos cabe una tan grande cantidad de placer en el dolor… Porque yo estuve enferma. Yo he tenido fiebre. Yo no he podido levantarme de la cama en algún tiempo; así era el veneno, la obsesión que me llenaba… ¿Y dice usted que si conozco a Román? Lo he repasado en todos sus rincones, en todos sus pliegues durante días infinitos, solitarios… Mi padre estaba alarmado. Hizo averiguaciones, la criada habló de mis manías… ¿Y este dolor de ser descubierta, destapada hasta los rincones más íntimos? Dolor como si arrancaran a tiras nuestra piel para ver la red de venas palpitando entre los músculos… Me tuvieron un año en el campo. Mi padre dio dinero a Román para que se alejara de Barcelona una temporada para que no estuviera allí a mi vuelta, y él tuvo la desfachatez de aceptar y de firmar un recibo en el que el hecho constaba.

»Yo me acuerdo bien de aquella vuelta mía a Barcelona. Del lánguido cansancio del tren —no se puede usted imaginar la cantidad de mantas, de sombrereras, de guantes y velos que entonces necesitábamos para un viaje de cuatro horas—. Me acuerdo del gran automóvil de mi padre que nos esperaba en la estación, cuyos asientos saltaban haciéndonos chocar envueltas en nuestros peludos abrigos y nos ensordecía con el ruido del motor. Había pasado un año entero sin oír el nombre de Román y entonces cada árbol, cada gota de luz —de esa barroca, inconfundible luz de Barcelona— me traía su olor, hasta dilatarme las narices presintiéndolo…

»Mi padre me abrazó muy conmovido —porque yo también, como Ena, soy hija única entre varios hermanos varones—. Yo, en cuanto tuve ocasión, le dije que quería seguir mis lecciones de piano y de canto. Creo que fue lo primero que le dije.

»—Bueno. ¿No te da un poco de vergüenza correr así detrás de ese jovenzuelo?

»A mi padre le brillaban los ojos de cólera. ¿No conoce usted a mi padre? Tiene los ojillos más taimados y también más dulces que conozco.

»—¿Es que no hay otro hombre para ti? ¿Es que tienes que ser tú, mi hija, quien vaya detrás de un cazador de dotes?

»Aquellas palabras de mi padre hirieron todo lo que en mí había de orgullo de enamorada por el objeto de mi amor. Defendí a Román. Hablé de su genialidad, de su generosidad espléndida. Mi padre me escuchaba tranquilamente, y al final me dejó aquel recibo entre las manos.

»—Puedes mirarlo tú sola. No quiero estar delante.

»Nunca más se volvió a hablar de Román entre nosotros. Son curiosas las reacciones de nuestra alma. Estoy segura de que, ocultamente, aún hubiese pasado aquella nueva ofensa. Con los ojos de mis familiares puestos en mí, me pareció imposible seguir demostrando mi amor por aquel hombre. Fue como un encogimiento moral de hombros. Me casé con el primer pretendiente a gusto de mi padre, con Luis…

»Hoy día, ya lo sabe usted, Andrea, he olvidado toda esa historia y soy feliz.

A mí me estaba dando vergüenza escucharla. A mí, que oía diariamente los vocablos más crudos de nuestro idioma y que escuchaba sin asustarme las conversaciones de Gloria, cargadas del más bárbaro materialismo, me sonrojaba aquella confesión de la madre de Ena y me hacía sentirme mal. Era yo agria e intransigente como la misma juventud, entonces. Todo lo que aquello tenía de fracasado y de ahogado me repelía. El que aquella mujer contase sus miserias en alta voz casi me hacía sentirme enferma.

Al mirarla, vi que tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Pero ¿cómo voy a explicar a Ena estas cosas, Andrea? ¿Cómo voy a contar a un ser tan querido lo que hubiera podido decir en un confesionario, mordida de angustia, lo que le he dicho a usted misma?… Ena sólo me conoce como un símbolo de serenidad, de claridad… Sé que no soportaría que esta imagen que ella ha endiosado estuviera cimentada en un barro de pasiones y de desequilibrio. Me querría menos… Y para mí es vital cada átomo de cariño suyo. Es ella la que me ha hecho tal como yo actualmente soy. ¿Cree usted que podría destruir su propia obra?… ¡Ha sido un trabajo tan delicado, callado y profundo entre las dos!

Los ojos se le oscurecían, se le achicaban las largas pupilas de gato. Su cara tenía una calidad vegetal, delicadísima: se envejecía llenándose de impalpables arrugas en un instante, o se expandía como una flor… No comprendía yo cómo había podido pensar que ella fuese fea.

—Mire, Andrea. Cuando Ena nació, yo no la quería. Era mi primer hijo y no lo había deseado, sin embargo. Los primeros tiempos de mi matrimonio fueron difíciles. Es curioso hasta qué punto pueden ser extraños dos seres que viven juntos y que no se entienden. Luis, afortunadamente para él, estaba tan ocupado todo el día que no tenía mucho tiempo de pensar en nuestra áspera intimidad. A pesar de todo, se encontraba descentrado también con una mujer que apenas hablaba. Me acuerdo de las miradas que dirigía al reloj, a mis zapatos, o a la alfombra en aquellas veladas interminables que pasábamos, él fumando y yo tratando de leer. Entre los dos había una distancia casi infinita y yo tenía el convencimiento de que con los años aquella separación se iría ahogando más y más. A veces yo le veía levantarse nervioso, llegar a la ventana. Al fin, acababa proponiéndome cualquier plan de diversión… Le gustaba que yo fuera perfectamente vestida, que nuestra casa resultara confortable y lujosa… Una vez que había alcanzado todo esto, no sabía el pobre qué era lo que le faltaba a nuestra vida.

»Si a veces me cogía la mano, con una sonrisa difícil, parecía asombrarse de aquella pasividad de mis dedos, que entre los suyos eran demasiado pequeños. Levantaba los ojos y toda su cara aparecía poseída de una angustia infantil al mirarme. En aquellos momentos yo sentía ganas de reírme. Era como una venganza por todo el fracaso de mi vida anterior. Me sentía yo fuerte y poderosa por una vez. Por una vez comprendía el placer que había hecho vibrar el alma de Román al mortificarme. Él me preguntaba:

»—¿Es que sientes nostalgia de España?

»Yo me encogía de hombros y le decía que no. Sobre nosotros resbalaban las horas cortando aprisa la tela de una vida completamente gris… No, Andrea, yo no deseaba entonces ningún hijo de mi marido. Y, sin embargo, vino. Cada tormento físico que sentía me parecía una nueva brutalidad de la vida añadida a las muchas que había tenido que soportar. Cuando me dijeron que era una niña, a mi desgana se unió una extraña congoja. No la quería ver. Me tendí en la cama volviendo la cara… Me acuerdo que era otoño y que detrás de mi ventana aparecía una tristísima mañana gris. Contra los cristales se empujaban, casi crujiendo, las ramas color de oro seco de un gran árbol. La criatura, cerca de mis oídos, empezó a gritar. Yo sentía remordimientos por haberla hecho nacer de mí, por haberla condenado a llevar mi herencia. Así, empecé a llorar con una debilitada tristeza de que por mi culpa aquella cosa gimiente pudiese llegar a ser una mujer algún día. Y así, movida por un impulso compasivo —casi tan vergonzoso como el que se siente al poner una limosna en las manos de cualquier ser desgraciado con quien nos tropezamos en la calle—, arrimé aquel pedazo de carne mía a mi cuerpo y dejé que para alimentarse chupara de mí y así me devorara y me venciera, por primera vez, físicamente…

»Desde aquel momento fue Ena más poderosa que yo; me esclavizó, me sujetó a ella. Me hizo maravillarme con su vitalidad, con su fuerza, con su belleza. Según iba creciendo, yo la contemplaba con el mismo asombro que si viera crecer en un cuerpo todos mis anhelos no realizados. Yo había soñado con la salud, con la energía, con el éxito personal que me había sido negado y los vi crecer en Ena desde que era una niñita. Usted sabe, Andrea, que mi hija es como una irradiación de fuerza y vida… Comprendí, humildemente, el sentido de mi existencia al ver en ella todos mis orgullos, mis fuerzas y mis deseos mejores de perfección realizarse tan mágicamente. Pude mirar a Luis con una nueva mirada, con la que ya podía apreciar todas sus cualidades porque las había visto antes reflejadas en mi hija. Fue ella, la niña, quien me descubrió la fina urdimbre de la vida, las mil dulzuras del renunciamiento y del amor, que no es sólo pasión y egoísmo ciego entre un cuerpo y alma de hombre y un cuerpo y alma de mujer, sino que reviste nombres de comprensión, amistad, ternura. Fue Ena la que me hizo querer a su padre, la que me hizo querer más hijos y —puesto que exigía ella una madre adecuada a su perfecta y sana calidad humana— quien me hizo, conscientemente, desprenderme de mis morbosidades enfermizas, de mis cerrados egoísmos… Abrirme a los demás y encontrar así horizontes desconocidos. Porque antes de que yo la creara, casi a la fuerza, con mi propia sangre y huesos, con mi propia amarga sustancia, yo era una mujer desequilibrada y mezquina. Insatisfecha y egoísta… Una mujer que preferiría morir antes de que Ena pudiese sospecharla en mí…

Nos quedamos calladas.

No había más que decir al llegar a este punto, puesto que era fácil para mí entender este idioma de sangre, dolor y creación que empieza con la misma sustancia física cuando se es mujer. Era fácil entenderlo sabiendo mi propio cuerpo preparado —como cargado de semillas— para esta labor de continuación de vida. Aunque todo en mí era entonces ácido e incompleto como la esperanza, yo lo entendía.

Cuando la madre de Ena terminó de hablar, mis pensamientos armonizaban enteramente con los suyos.

Me asusté y me encontré con que la gente volvía a gritar a mi alrededor (como la ola, que, parada —negra— un momento, choca contra el acantilado y revienta en fragor y espuma). Todas las luces del café y de la calle se metieron al mismo tiempo en mis ojos cuando ella volvió a hablar.

—Por eso quiero que usted me ayude… Sólo usted o Román podrían ayudarme, y él no ha querido. Yo quisiera que sin conocer esta ruin parte de mi historia, que usted ahora sabe, Ena se avergüence de Román… Ella, mi hija, no es un ser enfermizo como he sido yo. No podrá nunca dejarse arrastrar por las mismas fiebres que a mí me han consumido… Ni siquiera sé pedirle a usted que haga algo concreto. Desearía que cuando ellos estén arriba, en la habitación de Román, haciendo música, alguien rompiera la penumbra y el hechizo falso por el solo hecho de dar la llave a la luz. Quisiera que alguien que no fuese yo hablase a Ena de Román, si es preciso mintiendo… Dígale que le ha pegado, ponga de relieve su sadismo, su crueldad, sus trastornos… Ya sé que esto que le pido es demasiado… Ahora soy yo quien le pregunta: ¿conoce usted este aspecto de su tío?

—Sí.

—Así pues, ¿tratará de ayudarme? Sobre todo, no deje usted, como hasta ahora, a Ena… Si ella cree a alguien, será a usted. La estima más de lo que le ha dejado ver. De eso estoy segura.

—En lo que de mí dependa puede usted estar segura de que trataré de ayudarla. Pero no creo que estas cosas sirvan de nada.

(Mi alma crujía por dentro como un papel arrugado. Como había crujido cuando Ena estrechó un día, delante de mí, la mano de Román).

Le dolía la cabeza. Casi podía tocar yo aquel dolor.

—¡Si yo pudiera llevármela de Barcelona!… A usted le parecería ridículo que yo no pueda imponer mi autoridad en una cuestión como la del veraneo. Pero mi marido no tiene posibilidad de dejar ahora el negocio y Ena se defiende, escudándose en su deseo de no abandonarle… Logra que Luis se enfade de mi insistencia y entre bromas y veras me acuse de acaparar la hija que los dos preferimos. Dice que me marche yo con los niños y que le deje a Ena. Está entusiasmado, porque ella, que generalmente es poco pródiga en sus demostraciones de afecto, esta temporada le demuestra una ternura extraordinaria. Yo llevo noches sin dormir…

(Y yo me la imaginaba abiertos los ojos junto al tranquilo sueño del marido. Doloridos los huesos por las posturas forzadas por miedo de despertarle… Atenta a los crujidos de la cama, al dolor de los párpados insomnes, a la propia angustia interior).

—Por otra parte, Andrea, he tratado de contar anécdotas ridículas o groserías de Román. Anécdotas de las que mi recuerdo está lleno… Sin embargo, por este camino me atrevo muy poco. Si Ena me mira, siento que voy a enrojecer como si fuera culpable. Que me van a traspasar los ojos de mi hija… Mi padre me ha prometido que desde septiembre Luis tendrá que hacerse cargo de la sucursal de Madrid… Pero de aquí a entonces pueden suceder tantas cosas…

Se levantó para marcharse. No estaba aliviada por haber hablado conmigo. Antes de ponerse los guantes se pasó, con un gesto maquinal, la mano por la frente. Una mano tan fina que me dieron ganas de volver su palma hacia mis ojos para maravillarme de su ternura, como a veces me gusta hacer con el envés de las hojas…

En un momento vi que ella se alejaba, que en medio de la pesada sensación de estupor que me había quedado de aquella charla, la pequeña y delgada figura desaparecía entre la gente.

Más tarde, en mi cuarto, la noche se llenó de inquietudes. Pensé en las palabras de la madre de Ena: «Le he pedido ayuda a Román y no ha querido dármela…». Así pues, por fin, la señora había visto a solas a aquel hombre —y no sé por qué Román me daba cierta pena, me pareció un pobre hombre— a quien ella había acosado con sus pensamientos años atrás. Había visto el pequeño cuarto, el pequeño teatro en donde por fin se había encerrado Román con el tiempo. Y sus ojos amargos habían adivinado lo que de allí podía hechizar a la hija.

Ya de madrugada, un cortejo de nubarrones oscuros como larguísimos dedos empezaron a flotar en el cielo. Al fin, ahogaron la luna.

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