Nada

Nada


XXV

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XXV

La serrería en desuso ardió toda la noche y también un poco a la mañana siguiente. Después todo acabó.

Yo llegué por la mañana, la última. La mayoría de los compañeros estaban ya allí. Nos saludamos pero no hablamos entre nosotros.

Miré lo que había quedado: un humeante edificio destruido por el incendio.

No podía distinguirse lo que había sido una serrería ni lo que había sido un montón de significado. Exceptuando los restos de muros carbonizados, lo demás era sólo ceniza.

Poco a poco fueron apareciendo los que faltaban y pronto estuvo toda la clase reunida. Nadie dijo nada. Ni a los padres, ni a la policía, ni al Tæring Martes ni a la gente del museo de Nueva York. La prensa mundial no apareció, pero si hubiera venido sé que tampoco le hubiéramos dicho nada.

No preguntamos por Pierre Anthon, y pasó un poco de tiempo antes de que se relacionara su desaparición del día anterior con el incendio de la serrería. Ocurrió cuando, por la tarde, hallaron sus restos carbonizados allí, en ese edificio asolado. Cerca de lo que una vez fue el montón de significado.

Cuando la policía elucubró la idea de que Pierre Anthon había incendiado el montón de significado y la serrería en desuso porque se negaba a aceptar que nosotros habíamos hallado el significado y con ello nos habíamos ganado la fama, no les contradijimos. Simplemente era triste que él mismo hubiera quedado atrapado en el fuego.

Fuimos al funeral.

Algunos de nosotros lloramos incluso.

Sintiéndolo, creo; yo debería saberlo porque yo era una de ellos. Perdimos el dinero del museo porque a nadie se le había ocurrido asegurar el montón de significado. Pero no llorábamos por eso. Llorábamos porque era todo muy triste y muy bello, con todas esas flores y también las rosas blancas de nuestra clase, porque el pulido y no resquebrajado ataúd, pequeño aunque el doble de grande que el del pequeño Emil Jensen, brillaba a más no poder, reflejándose en las gafas del padre de Pierre Anthon, y porque la música serpenteaba dentro nuestro y se agrandaba queriendo salir pero no podía. Y era así tanto si creíamos en el Dios al que cantábamos como en otro o en ninguno.

Lloramos porque habíamos perdido algo y alcanzado otra cosa. Y porque hacía daño el perder tanto como el ganar y todavía no podíamos poner en palabras lo que habíamos ganado.

Después de que el ataúd blanco y no resquebrajado de Pierre Anthon hubiera descendido a la tierra, después de beber cerveza de funeral en la comuna de Tæringvei, 25, y después de que tanto el profesor Eskildsen, el padre de Pierre Anthon y otros muchos que no conocíamos, pero que adivinamos debían de ser familia suya, hubieran dicho un montón de cosas bellas sobre un Pierre Anthon que no habíamos conocido, nos fuimos a la serrería.

Una sensación imprecisa nos decía que a nadie le parecería apropiado que nos reuniéramos precisamente ese día allí, así que por primera vez en muchos meses, partimos hacia el lugar de tres en tres tomando las cuatro rutas diferentes.

El edificio asolado había dejado de humear.

Todas las ascuas estaban apagadas y quedaba sólo ceniza y trozos de ladrillos carbonizados, fríos y de tonalidad blanca, gris y negra. Donde había estado el montón de significado parecía que la capa de ceniza era un poco más gruesa pero era imposible detectarlo con seguridad. El lugar estaba cubierto de techo derrumbado y pedazos de vigas. Nos ayudamos para apartarlas. Fue un duro y sucio trabajo, nos quedamos negros de arriba abajo incluyendo la ropa interior.

Hablamos lo menos posible. Simplemente señalábamos con el dedo si nos hacía falta que alguien agarrara el extremo de una viga o de una piedra.

En los basureros de alrededor hallamos botellas vacías, vasos de plástico y cajas de cerillas, recogimos todo lo aprovechable y Sofie fue corriendo a casa para recoger lo que pudiera, de manera que cada uno tuviera un recipiente.

Nos servimos de las manos para juntar la ceniza.

Los recipientes encerraron cuidadosamente aquella masa gris que era todo lo que quedaba del significado.

Necesitábamos guardarlo con tesón, porque aunque Pierre Anthon ya no estaba sentado en el ciruelo de Tæringvei, 25, chillándonos, nos parecía seguir oyéndolo cada vez que pasábamos por allí.

—Si es tan fácil morir, es porque la muerte no tiene ningún sentido —chillaba—. Y si la muerte no tiene ningún sentido, es porque la vida tampoco lo tiene. ¡Pero que os divirtáis!

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