Mujeres

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Úrsula

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Úrsula

CUANDO PAOLO la conoció, Úrsula tenía veintiséis años y desde hacía tres vivía en Italia.

Vienesa, tan rubia que parecía albina, de estatura media aunque con un cuerpo perfecto, se había licenciado en Arquitectura, había conocido en su país a un joven colega italiano, Silvio, se habían enamorado y, al regresar este a Milán, Úrsula se había ido con él.

Ahora vivían en un pequeño apartamento en corso Sempione, y trabajaban en el mismo estudio.

Paolo, que quería restaurar una casa de campo heredada de su abuelo situada a pocos kilómetros de la ciudad, escogió casualmente el estudio de arquitectura en el que trabajaba la pareja. De modo que Silvio y Úrsula fueron los encargados de ocuparse del proyecto.

Por entonces, la relación entre ambos empezaba a resquebrajarse.

Úrsula se había dado cuenta de que, a menudo, Silvio se entregaba a aventuras fugaces, y sufría mucho por ello, aunque se lo guardaba para sí, temerosa de que cualquier comentario al respecto pudiera desencadenar una de aquellas discusiones que tanto detestaba.

Evidentemente, la primera inspección de la casa de campo la realizaron los dos juntos, pero a la segunda se presentó Úrsula sola. Silvio se había escabullido en el último momento aduciendo un compromiso laboral que lo obligaba a quedarse en la ciudad, pero ella sabía que lo que Silvio quería era tener unas cuantas horas para moverse con libertad.

Y así fue como Paolo y Úrsula se encontraron a solas en aquella gran casa de campo desierta.

A Paolo, que estaba soltero, la muchacha le había gustado mucho desde el primer momento. Le había llamado la atención un detalle de sus ojos: el iris izquierdo tenía un reflejo marrón, mientras que el derecho era verde. Y ambos tenían la singular cualidad de contraerse de forma muy visible.

Paolo notó que esa mañana ella no estaba del mismo humor que otras veces, había momentos en los que estaba distraída, ausente. Úrsula tomó las medidas que necesitaba y se dispuso a volver a la ciudad. Fue Paolo quien le propuso comer juntos en un restaurante de pueblo, a poca distancia de allí.

Sorprendida, Úrsula aceptó en el acto.

Paolo no podía saberlo, pero ella quería retrasar el momento de encontrarse a solas con Silvio y tener que fingir que se había creído otra de sus tantas mentiras.

Fueron con el coche de él, dejando el de ella delante de la casa de campo. En el restaurante, aparte de tres viejos lugareños, solo estaban ellos. Hacía un sol espléndido y decidieron sentarse fuera, bajo un toldillo de caña.

Úrsula fue al baño. Paolo la siguió con la mirada, fascinado por su forma de caminar. Tenía unos andares suaves, ligeros pero firmes, si bien en sus piernas nerviosas se advertía el movimiento de los músculos, listos para cambiar de ritmo. Eran unos andares que le recordaban a los de un felino.

Paolo era un gran conversador, y al cabo de un rato quedó claro que Úrsula estaba a gusto con él. Ahora, casi inconscientemente, hablaban procurando que sus ojos se encontrasen.

Al final de la comida, mientras esperaban el café, Paolo le habló de la extraña repulsión que le provocaban los perros de cualquier raza, y ella se echó a reír.

—Yo detesto las gatas y los perros —dijo—, pero los gatos me gustan mucho.

Paolo no tuvo tiempo de preguntarle por el motivo de esa rara preferencia, porque en ese preciso momento, a poca distancia de la mesa, apareció una gata de pelo anaranjado.

La gata y Úrsula se miraron, casi desafiantes. Atónito, Paolo notó que Úrsula estaba rígida, con todos los nervios de su cuerpo en tensión. La gata erizó el pelo, bajó las orejas, arqueó la cola, bufó amenazadoramente y al instante atacó.

Voló por el aire en dirección a la cara de Úrsula, quien, como si hubiera esperado el ataque, se había tapado el rostro con las manos un segundo antes. Las uñas rabiosas de la gata le arañaron el dorso, pero por suerte solo de forma superficial.

El dueño del restaurante no tenía nada para desinfectarle las heridas, y no paraba de disculparse mientras Paolo vendaba las manos de Úrsula con una servilleta limpia.

—Es la gata de la casa… Nunca ha hecho algo así… No sé qué le habrá pasado…

Volvieron a la casa de campo a toda prisa, Paolo abrió un armarito donde tenía un botiquín, le desinfectó las heridas y le puso unas tiritas.

Justo en ese instante, sin saber cómo, se abrazaron y empezaron a besarse con pasión.

Ese día no fueron más allá. Úrsula ya se había retrasado demasiado. Debía volver a casa. Dos días después, fue a verlo a su apartamento y se convirtieron en amantes.

La primera noche que durmieron juntos, Úrsula, tras hacer el amor, se durmió feliz y satisfecha entre los brazos de Paolo. Y este, al rato, oyó que Úrsula ronroneaba suavemente. Igual que una gata.

A partir de entonces empezó a percibir en ella algunos rasgos singulares. Por ejemplo, sus gustos en materia de comida. Rechazaba las ensaladas, la verdura y la fruta. Los filetes le gustaban sangrientos, el pescado crudo era uno de sus platos favoritos. Cuando acababa de comer y creía que nadie la veía, sacaba la punta de la lengua y se relamía los labios con rapidez. Acto seguido, dejaba escapar un largo bostezo que trataba en vano de esconder tras la servilleta.

Cuando estaban en la cama, durante los preliminares amorosos, le pedía que le rascase la espalda, que arqueaba con deleite.

Un día Paolo le pidió que se lo hiciera a él y, para su sorpresa, experimentó una sensación de lo más placentera. Poco a poco sus gustos empezaron a contagiársele. Accedió a probar el pescado crudo, que nunca antes había comido, y le gustó. Y cada vez se comía la carne menos hecha.

En la intimidad, se llamaban «minino» y «minina». A veces, cuando Paolo se sentaba en el sillón, Úrsula saltaba sobre sus rodillas y se hacía un ovillo para que le rascara el pelo.

Por la tarde, si tenían tiempo, iban al cine a algún barrio de las afueras con el fin de evitar encuentros inoportunos.

Un día, en el centro de una plaza, vieron la carpa de un circo de mala muerte que en los carteles presumía de tener un león. Úrsula quiso entrar. Encontraron dos asientos en primera fila.

Tras unos cuantos números poco destacables, montaron la jaula de la fiera, la metieron dentro y entonces hizo su entrada el domador. Desde el principio, el león se mostró desobediente y distraído. Olisqueaba el aire y miraba a su alrededor, nervioso. El domador gritaba y hacía restallar el látigo inútilmente.

Entonces la fiera se fijó en Úrsula, se movió despacio en su dirección, tocó los barrotes con la cabeza y se agazapó con la mirada fija en ella, como si la adorara. No hubo modo de moverla de allí.

El público, que no entendía lo que estaba ocurriendo, empezó a silbar, el número quedó interrumpido, pero hizo falta Dios y ayuda para convencer al animal para que abandonara la jaula.

Antes de que el espectáculo terminase, Úrsula quiso marcharse, y nada más salir, se dirigió hacia la parte de atrás, donde estaban los remolques.

Ahí encontraron al león, dentro de su jaula. No había ningún trabajador del circo, ya que todos estaban ocupados con el gran número final. Úrsula, ante la mirada aterrorizada de Paolo, corrió hacia la jaula. El león la oyó llegar, se agazapó, la muchacha introdujo el brazo entre los barrotes y le hizo una larga caricia en la cabeza.

Entonces el animal se arrastró hasta asomar la punta del hocico entre un barrote y otro. Úrsula le dio un beso y volvió con Paolo. Dos gruesas lágrimas le surcaban el rostro.

Esa misma noche, Paolo, solo en su cama, tomó una decisión.

Haría cuanto estuviera en su mano para que Úrsula dejase a Silvio y se fuera a vivir con él. Total, si había que creer lo que decía la chica, su relación estaba agonizando.

Quería casarse con ella, tenerla a su lado de por vida.

«O al menos —concluyó—, hasta que decida devorarme».

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