Mujeres

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Yolanda

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Yolanda

LAS YOLANDAS más conocidas en Italia son dos: «la hija del Corsario Negro», nacida de la fantasía de Emilio Salgari, y la creada por Luciana Littizzetto, la artista de cabaret que utiliza el nombre de Yolanda para referirse a cierta parte del cuerpo femenino.

Pero no, mi Yolanda era una mujer de lo más común, aunque…

Eran tiempos de vacas flacas. Giovanni, que dirigía una revista de teatro de la que, además, era el único redactor, quiso echarme una mano proponiéndome que lo ayudase de forma anónima. Me daría una paga de veinte mil liras mensuales. Giovanni estaba casado con una mujer no precisamente guapa, pero sí muy simpática, a la que él llamaba «el General» porque ostentaba un alto cargo administrativo en el Ministerio de la Guerra (así se llamaba entonces, luego nos las dimos de pacifistas y el ministerio pasó a llamarse «de Defensa»).

No tenían hijos y, dado que el General volvía a casa pasadas las cinco de la tarde, la encargada de prepararle la comida a Giovanni era la criada, Yolanda. Como la redacción de la revista ocupaba una pequeña habitación del apartamento, Giovanni me invitaba a comer al menos dos veces por semana.

Yolanda era una cocinera excelente. Provenía del Friuli, tenía más de cincuenta años, rasgos de campesina, era muy limpia, siempre atenta, y no abría la boca si no era para responder a lo que se le preguntaba. Llevaba quince años sirviendo en casa del General.

La semana previa a enviar la revista a imprenta era una semana convulsa, de pasión. Giovanni se veía obligado a componerla durante los últimos días, y, como le gustaba quedarse hasta tarde por la noche y tenía el sueño pesado, se había inventado un peculiar método para despertarse a las ocho de la mañana. El General, naturalmente, se había ido una hora antes. Una vez tuve el privilegio de asistir al ritual.

Yolanda levantaba con delicadeza la cabeza y los hombros de Giovanni, aún dormido, y extendía debajo una gran tela impermeable. Luego agarraba una jarra grande llena de agua helada y se la arrojaba violentamente a la cara.

«Gracias», decía Giovanni abriendo un ojo y saltando de la cama.

—Además —me confesó un día—, es un buen modo de descargar la inevitable hostilidad que se crea entre la criada y el señor.

Aunque yo estoy seguro de que Yolanda no albergaba hostilidad hacia nadie. Es más, para mí se convirtió en una especie de hermanita de la caridad. Las veces que Giovanni estaba invitado a comer fuera, Yolanda insistía para que me quedase igualmente. Sabía que mis bolsillos no iban muy sobrados de dinero.

Era de modales toscos, pero generosa y delicada.

Una vez, al término de uno de esos almuerzos solitarios, me encendí el último cigarrillo que me quedaba. Di tres caladas, lo apagué con cuidado y volví a guardarlo en la cajetilla. Yolanda, que en ese momento estaba recogiendo la mesa, me miró con gesto interrogativo.

—Es que es el último —le expliqué—, tengo que racionarlo.

—¿Quiere que baje a comprarle otra cajetilla?

—¿Y con qué dinero?

Volví a la habitación. Giovanni telefoneó para decirme que regresaría tarde. Yo, antes de que volviera el General, me despedí de Yolanda, me puse el abrigo y me marché.

Hacía frío, y al meter las manos en los bolsillos encontré dos paquetes de cigarrillos, uno por bolsillo. Los saqué; eran de mi marca. Un amable y tácito regalo de Yolanda. Al día siguiente le di las gracias. Ella hizo bien su papel. Fingió sorpresa, y dijo que seguramente los había comprado yo y me había olvidado.

Una tarde, cuando supo que me había puesto enfermo y que estaba solo en casa, llamó a mi puerta. Durante dos semanas, vino todos los días, ordenaba el apartamento y me preparaba la comida. La compra, por supuesto, la hacía ella, con su dinero.

Un día Giovanni encontró patrocinadora para su proyecto de crear una compañía que representase solo novedades de autores italianos. Se trataba de una muchacha milanesa, amante de un rico marqués, que quería ser actriz dramática.

Entusiasmados, alquilamos un pequeño teatro, contratamos a los actores y a mí se me encargó dirigir el estreno. Comenzaron los ensayos, el escenógrafo empezó a construir los decorados, y la encargada de vestuario, a preparar la ropa. La muchacha de Milán no sabía actuar, y yo me quejaba de ello con Giovanni, pero no había nada que hacer, tenía que quedármela, todo dependía de ella.

A tres días del ensayo general, la muchacha desapareció. Nadie contestaba el teléfono, el portero de su edificio no la había visto en dos días. Más tarde, por los periódicos, supimos que había estallado el famoso caso Montesi, que conmocionó a toda Italia.

Con horror, descubrimos que quien lo había hecho estallar había sido precisamente la chica de Milán al denunciar a su amante, el marqués.

Debido a ello, la financiación se interrumpió. Yo estaba feliz de poder sustituir a la chica por una actriz de verdad, pero para salir a escena necesitábamos veinticinco mil liras.

¿Dónde encontrar semejante suma? Giovanni podía contribuir con cinco mil, pero ¿y las otras veinte mil?

Así las cosas, durante un triste almuerzo en su casa, Giovanni decidió que no tenía alternativa. Había que abandonar la empresa.

Yo aparté el plato con el filete. Se me había pasado el apetito, tenía el estómago cerrado. Renunciar a la primera obra de la que iba a ser director no era fácil. A saber cuándo se me presentaría otra oportunidad. Estaba abatido y tenía un nudo en la garganta.

Yolanda, en su ir y venir, había oído de lo que hablábamos, y de pronto dijo:

—Disculpen que me entrometa.

La miramos. Hizo un esfuerzo evidente para seguir hablando.

—Yo puedo darles las veinte mil liras. Las sacaré de mis ahorros.

La obra se estrenó. Los críticos dejaron bastante bien mi labor en la dirección. Así fue como me convertí en director.

Gracias a Yolanda, la servante au grand coeur.

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