Mujeres

Mujeres


Venus

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DESDE luego, hay que ser inconsciente para llamar Venus a una hija.

En el momento de ponerle nombre, la recién nacida, dicho sea con franqueza, no es más que un pequeño ser algo arrugado cuyos rasgos se hallan a medio camino entre los de una rana y un monito.

Resulta arduo profetizar su evolución. Y, en cualquier caso, supone condenarla al escarnio en caso de que no dé la talla. Llamarla Venus implica endosarle una responsabilidad con la que deberá cargar durante toda su futura existencia: la de estar siempre a la altura del nombre que lleva. Existencia que, por lo demás, debería ser de corta duración, teniendo en cuenta que una Venus con arrugas es algo nunca visto.

En el caso de la Venus a la que Marco conoció, debemos sospechar que sus padres poseían el don de la clarividencia, ya que su hija, de veinte años, no solo era mucho más que guapa, sino que tenía un cuerpo magnético que atraía a todos los varones entre los dieciséis y los ochenta años en un radio de cien metros. Era de las que en mi pueblo, de forma ruda pero eficaz, llaman «una mujer de cama».

La primera vez que Marco la vio, aunque de pasada, fue en Florencia, en la piazza della Signoria, en el centro de un círculo formado por una decena de hombres de distintas edades. La muchacha intercambiaba bromas despreocupadamente con ellos en no se sabe qué idioma, y Marco, al ver que cuando ella se movía el grupo seguía rodeándola, se convenció de que era una guía turística.

Esa misma tarde, fue a la estación para tomar el tren nocturno procedente de Milán con destino a Siracusa. Tras una huelga de ferrocarriles que había durado dos días, ese era el primer tren que salía hacia el sur. Los vagones estaban desbordados de pasajeros, y el mero hecho de subir constituía toda una hazaña. Por suerte, Marco solo llevaba un maletín. Después de él, en su compartimento ya no cupo nadie más. Marco estaba de pie, de espaldas a la puerta. Delante tenía a dos señoras gordas y gritonas, dispuestas, por misteriosas razones, a abrirse paso y alcanzar el pasillo. Al cabo de un rato, con el tren ya en marcha, lo consiguieron. Sin embargo, ello no supuso para Marco la conquista de un espacio más amplio, ya que en ese momento lo empujaron y quedó aplastado contra una muchacha a la que enseguida reconoció como la guía turística de la piazza della Signoria. El cuerpo de la joven estaba completamente pegado al de Marco, como ocurre a veces en el tranvía en hora punta. Solo que aquí no era cosa de dos o tres paradas. Marco, que tenía poco más de veinte años, temía que aquel excitante contacto suscitase en él una reacción inoportuna. También la muchacha debía de estar incómoda, porque se obstinaba en mantener girada la cabeza para no mirarlo a la cara. Marco pensó que, si hablaban, quizá la tensión disminuiría.

—Perdona —empezó—, pero no sé cómo dejarte más espacio.

—No pasa nada —dijo ella.

Y finalmente lo miró. Ojos azules, preciosos, un lago en el cual habría estado dispuesto a ahogarse.

—Me… me llamo Marco.

—Yo, Venus.

Sorpresa mayúscula. Era la primera vez que conocía a una muchacha con ese nombre. Y bien que le encajaba.

—¿Eres guía turística?

—¿Yo? No, ¿por qué? —preguntó ella sorprendida.

—Es que hoy te he visto de lejos en la

piazza della Signoria con un grupo de hombres…

—Ah, esos. Pero ¡si ni siquiera los conocía! Me tenían rodeada. No, yo soy de Catania, estudio en la universidad. He hecho una escapada a Florencia porque… quería ver la

Venus de Botticelli. Llevo todo el día caminando, estoy que me caigo. Esperaba poder sentarme, pero…

Hizo una pausa. Luego le preguntó tímidamente:

—¿Puedo pedirte un favor? Pero no quiero que me malinterpretes.

—¡Por supuesto! Dime.

—Estoy que no me tengo en pie. ¿Puedes sujetarme?

—¿Cómo?

—Así.

Le puso los brazos sobre los hombros, los cruzó en torno a su cuello y se abandonó. Marco la sostuvo agarrándose las muñecas por detrás de la cintura de la joven. Luego apoyó la espalda contra la ventanilla y alargó las piernas hacia delante. Así, su cuerpo adoptaba una posición oblicua, de tal modo que Venus podía descansar lo mejor posible encima de él. Y Venus, que llevaba una falda ligera y ancha, separó las piernas dejando las de Marco entre las suyas y, afianzando bien los pies, se adormeció lentamente. Al cabo de media hora, Marco empezó a estar dolorido y se movió para cambiar de posición. Venus resbaló, y Marco tuvo que sujetarla colocando las manos más abajo.

Fue así como pudo constatar que el adjetivo «

calipigia» atribuido a la diosa Venus concordaba perfectamente con aquella Venus terrenal. Un dulcísimo suplicio que se prolongó hasta Roma.

Ahí, entre gritos y empellones, se apearon algunos pasajeros y subieron otros. Marco, con su maletín, y Venus, con su bolsón, se encontraron exactamente igual que al principio, solo que en la ventanilla de delante, bajo la cual había colocada una gran caja de madera que tal vez contuviera instrumentos musicales. Marco le dijo a Venus que se sentase encima, y ninguno de los pasajeros protestó; quizá el propietario estuviera lejos.

Marco se puso delante de la chica. Ella, todavía soñolienta, bostezó, apoyó la frente contra su vientre y volvió a dormirse.

Para que no se cayera de lado, él la mantenía erguida sujetándola por los hombros.

En Nápoles reinó de nuevo la confusión, pero nadie consiguió subirse por su lado del vagón, obstruido como estaba por la caja. El tren volvió a arrancar. Esta vez fue Venus la que se quedó de pie y le pidió a Marco que ocupara su puesto.

—¿Y tú?

—Yo, si no es molestia, me sentaré en tus rodillas.

Marco le dijo que no era molestia, y ella se sentó dándole la espalda. Marco la sujetaba con las manos apretadas alrededor de su cintura.

Venus tenía la espalda apoyada contra su pecho.

En Paula, nuevamente la confusión y mayores restricciones de espacio.

Marco se puso en pie, quería cederle el puesto a Venus. Pero no hubo manera de convencerla.

—¿Te molesta si vuelvo a sentarme en tus rodillas?

—¡En absoluto!

Venus se sentó de nuevo, pero esta vez de cara a él, a horcajadas. Marco la abrazó por detrás de la espalda. Ella apoyó la frente sobre su hombro y volvió a dormirse. Poco a poco, Marco se sumió en una especie de duermevela.

El olor del cabello de Venus tenía el efecto de un narcótico.

En un momento dado, confusamente, notó que el tren empezaba a embarcar en el ferri. Le apetecía un café, pero no quería molestar a la muchacha.

Se despertaron al mismo tiempo, con la primera luz de la mañana. Se sonrieron. Se pusieron en pie. Los pasajeros que había a su alrededor estaban durmiendo. Poco a poco el tren se detuvo. El andén estaba del lado contrario.

Desde su ventanilla podía verse una rampa empinada que iba a parar a una pequeña playa. El mar estaba tan calmado que parecía una pintura. Venus bajó la ventanilla e inspiró profundamente. Luego tomó el bolsón y abrió la puerta.

—¿Vienes? —le preguntó a Marco mientras se bajaba de la caja.

Marco, sin pensárselo dos veces, agarró su maletín y la siguió. Mientras descendían por la pendiente, oyeron que el tren se ponía en marcha.

Llegaron a la playa desierta. Desde donde estaban no se veía la estación. En un abrir y cerrar de ojos, Venus se desnudó, corrió al agua, dio unas cuantas brazadas y volvió a la orilla.

Y a Marco, hombre mortal, le fue dado el poder asistir al milagro de la inmortal diosa Venus surgiendo de las aguas iluminada por los primeros rayos del sol.

Fue ella quien, riendo, empezó a desnudar a Marco, que se había quedado pasmado ante aquella visión, y lo arrastró de la mano hasta el mar. El agua estaba helada, pero él, extrañamente, no sintió frío.

Volvieron a la orilla, pero Venus había visto una cavidad en el terreno, una especie de gruta. Se llevó a Marco hasta allí y lo hizo tenderse a su lado. Entonces, la diosa Venus, que nunca en toda la eternidad ha dejado pasar la ocasión de gozar del amor, le susurró al oído:

—Y ahora, hagamos de verdad todo lo que esta noche hemos estado ensayando.

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