Mujeres

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Ingrid

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RESPONDÍ que sí a la invitación de la Universidad de Copenhague para impartir un seminario sobre el teatro de Pirandello. Nunca había estado en un país nórdico.

Fue a recogerme al aeropuerto el decano de la facultad, a quien conocía de nombre porque era un famoso estructuralista. Nos caímos bien al instante. Me acompañó primero al hotel y después a la universidad, muy acogedora desde el punto de vista arquitectónico, con edificios bajos rodeados de verde. Por los pasillos, largos y espaciosos, de paredes inmaculadas, no vi a un solo estudiante.

—¿No hay clase hoy?

Me miró perplejo.

—Sí. ¿Por qué?

—¿Dónde están los estudiantes?

—¿Dónde van a estar? En las aulas.

Conociendo las costumbres de la Universidad en Roma, pensé que había llegado a la base lunar número uno. Enseguida obtuve la confirmación.

—¿Aquí los estudiantes no escriben en las paredes?

—Sí. Hay un muro destinado a ese fin. Está cubierto con contrachapado. Cada semana lo cambiamos.

En la secretaría me avisaron de que el seminario estaba abierto también a los estudiantes de Filología Italiana de Suecia y de Noruega. Así pues, aparte de nueve daneses, habría cuatro suecos y tres noruegos.

El aula que me asignaron era luminosa, amplia y elegante. A la mañana siguiente, di la lección inaugural después de una breve presentación por parte del decano, que se marchó nada más terminar. Antes, había ido al bar y había pedido que me sirvieran un

whisky. En aquella época lo tenía por costumbre. En el bar había visto a dos estudiantes guapas, altas y rubias, por supuesto, a las que luego me encontré en la clase, sentadas en primera fila. Hablé durante dos horas, y dediqué las otras dos a responder preguntas. Al terminar, una estudiante danesa, rellenita, con gafas, muy simpática, me preguntó si necesitaba un guía para conocer Copenhague y se ofreció ella misma. Acepté. Por la noche me llevó a un curioso local de estudiantes: cuatro vagones de tranvía en desuso, readaptados y comunicados entre sí, en el centro de una plazoleta. Ahí estaban también las dos estudiantes rubias, que se unieron a nosotros. Eran suecas, una se llamaba Ingrid, y la otra Barbro. Fue una velada agradable.

Al día siguiente, en la universidad, me dirigía hacia el bar cuando Ingrid me cortó el paso.

—No —me dijo.

Y añadió que la siguiera a la clase. Encima de la cátedra había una botella de

whisky, un cubo con hielo y un vaso. El

whisky era de los caros. La clase se echó a reír ante mi estupor.

—Es un regalo de parte de todos —dijo Ingrid.

El seminario duraba cuatro días, de martes a viernes, y el sábado debía volver a Roma. El viernes, antes de la clase, el decano me informó de que, a última hora de la tarde, se celebraría en la universidad una cena de despedida con los estudiantes, el rector, él y yo. Todos habían quedado muy satisfechos con el curso y querían demostrármelo.

En la mesa me sentaron entre el rector y el decano. Delante estaba Ingrid, más bella que nunca. A media cena, me miró y, tranquilamente, sin miedo a que los demás la oyeran, me dijo:

—Esta noche, si te apetece, me gustaría pasarla contigo.

No había equívoco posible. Si hubiera estado de pie, me habrían temblado las rodillas. Me ruboricé. El rector no hablaba italiano, pero sin duda el decano la había oído y entendido, solo que seguía comiendo como si aquello no fuera con él.

—Lo hablamos después —respondí cohibido.

Terminadas las despedidas, Ingrid salió conmigo de la universidad. Me sentía tentado como san Antonio.

—¿A qué hora sale tu avión mañana? —me preguntó ella.

—A las once.

—Te propongo una cosa. Tomamos el ferri de las ocho y nos vamos a Malmoe, donde yo vivo. Puedes volver aquí cuando quieras, yo te acompaño. También hay ferris por la noche.

—¿Cuánto se tarda en llegar a Malmoe?

—En una hora y media estamos allí.

—Vamos —dije.

Había sido superior a mis fuerzas. El ferri estaba lleno de suecos borrachos, porque, según me explicó Ingrid, en Suecia los establecimientos que venden alcohol cierran a las tres de la tarde, de modo que los bebedores empedernidos no tienen más remedio que irse hasta Dinamarca.

Atracamos, desembarcamos y fuimos hasta un gran aparcamiento donde Ingrid había dejado el coche. Nada más entrar, ella tomó la iniciativa.

Yo colaboré. Al cabo de un rato, encendió el motor y fuimos a su casa.

Llegamos a un barrio de agradables casitas, cada una con su jardín, entramos con el coche por una verja y tomamos una callejuela que conducía hasta una casa de un solo piso, la rodeamos y aparcó en el garaje, junto a otro vehículo. Al pasar, me había fijado en que las luces de la casa estaban encendidas. No me preocupé; por algún motivo, me convencí de que debía de vivir con alguna compañera de estudios. Abrió la puerta con la llave, dijo algo desde el recibidor y respondió una voz de mujer.

—Ven.

La seguí. Entramos en un bonito salón. Un hombre y una mujer, algo más jóvenes que yo, estaban viendo la televisión. Se levantaron.

—Esta es mi madre y este es mi padre —dijo Ingrid presentándonos.

Añadió algo, creo que les estaba explicando que yo era el profesor llegado de Italia.

—Vamos a mi habitación —dijo Ingrid tomándome de la mano.

Yo estaba horrorizado y muerto de vergüenza. ¿Qué podía hacer? ¿Caerme al suelo desmayado? ¿Fingir un ataque de locura? ¿Sentarme en el salón y hablar con ellos de los primeros achaques de la edad? Entretanto, Ingrid me había llevado hasta su cuarto, que estaba justo al lado del salón. Me abrazó y siguió besándome, pero entonces se detuvo:

—¿Qué te pasa? Estás sudando.

Atrapé la ocasión al vuelo.

—La verdad es que me encuentro un poco mal, la cabeza me da vueltas, quizá sea algo que he comido o una bajada de tensión…

Cinco minutos más tarde, me veía desbordado por las atenciones del padre y la madre.

Bebidas calientes, termómetro. Media hora después, dije que me encontraba mejor. El padre quiso acompañarme hasta Copenhague y me dejó en la misma puerta del hotel.

Esa semana, el índice de virilidad de los italianos debió de caer en picado en Suecia, como la Bolsa en tiempos de crisis.

En homenaje a la libertad, la espontaneidad y la pulcritud moral de Ingrid quise que la amiga extranjera de mi comisario Montalbano fuese sueca y se llamase como ella.

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