Mujeres

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Juana

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HE leído muchísimos dramas y poemas centrados en la figura de Juana de Arco, y, para mí, la Doncella de Orleans se materializaba siempre en esas páginas con un mismo rostro. Aun cuando las interpretaciones que poetas y dramaturgos daban sobre su vida diferían no poco entre ellas, su rostro para mí era siempre aquel.

Lo mismo me ocurrió en el cine: en un momento dado, el rostro de Ingrid Bergman desapareció, sustituido por ese otro.

El rostro en cuestión era el de la actriz corsa Renée Falconetti, la protagonista de la película muda

La pasión de Juana de Arco, dirigida por el danés Carl Theodor Dreyer en 1928.

Si esa película es una de las piedras miliares no solo de la historia del cine, sino del arte del siglo XX, ello se debe, a mi juicio, a la sobrecogedora interpretación de Falconetti.

El filme se centra en el interrogatorio al que someten a Juana los jueces presididos por el obispo Cauchon y decididos a acusarla de herejía y a mandarla a la hoguera.

Falconetti, con el pelo corto, sin maquillaje, encuadrada siempre en primer o primerísimo primer plano, no es ya la conductora de ejércitos victoriosa e inspirada, sino una mujer joven cuyo gesto pasa de la resignación al orgullo, del miedo a la afirmación decidida de la propia fe, de la duda al éxtasis, del agotamiento a la angustia, del temor a la indignación, con un arte tan calibrado que redobla su expresividad.

Dreyer, además, hizo algo insólito en el cine: rodó las escenas según el orden del montaje final, de tal modo que Falconetti pudiera crear su personaje siguiendo una progresión psicológica concreta. Como hacen habitualmente las actrices de teatro. Y Falconetti era, ante todo, una actriz de teatro de una versatilidad muy poco frecuente.

El crítico Robert Kemp escribió que sin duda era la actriz mejor dotada de su generación, una intérprete de genio, por desgracia debilitada por una incapacidad congénita para la constancia, alguien que había eludido, casi a propósito, la gloria.

No tengo ninguna intención de adentrarme en la intricada selva de las distintas interpretaciones que historiadores y artistas han dado de la enigmática figura de Juana. Caudillo en nombre de Dios, más tarde quemada como hereje, seguidamente proclamada santa.

Si algo está demostrado, es que era una pastora que vivía en los bosques y que un día, según ella, empezó a oír voces divinas que la llamaban a una gran misión política y bélica. ¿Una exaltada? ¿Una santa?

Me da lo mismo; lo que me importa es constatar cómo en poco tiempo pasó de ser una campesina inculta, que en aquellos años equivalía a ser alguien insignificante, a convertirse en una figura carismática, simbólica, con seguidores de lo más dispares y a la que los poderosos consideraron oportuno explotar poniendo todo un ejército a su disposición. Si algún milagro obró Juana, ese fue sin duda el primero: convertirse en bandera viviente de un pueblo. Creo que ha sido la única mujer de la historia que lo ha conseguido.

Pero las batallas no las ganan las banderas, las ganan los generales que saben de tácticas y estrategias. Los poderosos son conscientes de ello, y por eso hacen que la acompañe Gilíes de Rais, un noble riquísimo, genio del arte militar, que a los veintitrés años ya era comandante del ejército real y que, dos años más tarde, se convierte en mariscal de Francia gracias a la victoria obtenida contra los ingleses en Patay.

Gilíes fue, pues, el estratega de Juana, y con ella compartió los sinsabores cotidianos de la guerra.

Algún historiador cuenta que compartían también los escasos momentos de tranquilidad: de vez en cuando, Gilíes incluso se quedaba a dormir en la tienda de Juana y, debido al frío, ambos jóvenes, pues no eran otra cosa, se abrazaban castamente.

Gilíes respiró de cerca y con devoción el olor de la santidad; le fue dado conocer, diría incluso tocar con la mano, la personificación de una idea extraterrena del Bien.

Su dedicación, su fidelidad hacia Juana, son absolutas, no conocen duda ni vacilación.

Después del trágico fin de Juana, Gilíes renuncia a todos los cargos militares y, enriquecido más aún por herencia y matrimonio, se entrega a una vida dispendiosa y refinada en sus varios castillos. Contrata durante meses a compañías teatrales para su diversión personal.

Más adelante se instala de forma estable en el castillo de Machecoul.

Y ahí, en lugar de comediantes, se rodea de un círculo de alquimistas y ocultistas, entre los cuales destaca un monje aretino apartado del sacerdocio, Francesco Prelati, que se jacta de ser capaz de evocar al demonio.

Eso es precisamente lo que Gilíes desea con todo su corazón: encontrarse cara a cara con el demonio.

Justo entonces empiezan a circular rumores, cada vez más insistentes, acerca de las horripilantes infamias de Gilíes, que por lo visto compraba o raptaba niños, hijos de campesinos de los alrededores, para estuprarlos, desmembrarlos y presentar como ofrenda al demonio sus cuerpos despedazados.

Al cabo de un tiempo lo arrestan y, ante la amenaza de ser torturado, confiesa y es condenado a muerte junto con algunos de sus compañeros de fechorías. Primero lo colgarán y después arrojarán su cuerpo a las llamas.

Se le imputan casi doscientos homicidios de niños y jóvenes.

De esta historia nace la leyenda de Barba Azul.

Muchos sostienen que Gilíes quería encontrarse con el diablo para obtener de él la fórmula para recuperar las enormes sumas dilapidadas. Yo, por el contrario, estoy convencido de que, tras conocer el Bien absoluto, Gilíes deseaba conocer el Mal absoluto.

Pero para conocer enteramente el Mal, hay que practicarlo a fondo. Y eso fue lo que Gilíes hizo.

Creo también que, en el culmen del horror, cayó en la cuenta de que no había necesidad de evocar al maligno; bastaba con mirarse al espejo. Por fin se había situado a la altura de Juana, pero en el extremo contrario, el único que le había sido concedido.

Así podía, idealmente, volver a dormir a su lado como en los días de la guerra; el Bien y el Mal unidos, confundidos incluso, en un estrecho abrazo.

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