Mujeres

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Ofelia

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NUNCA supe su verdadero nombre, pero fue así como me dio por llamarla en cuanto la vi bajo la primera luz del alba una mañana de mediados de julio de 1943.

Hacía tres días que desde la base naval de Augusta, en Sicilia, trataba de llegar a Serradifalco, una localidad del interior donde parte de mi familia se había refugiado huyendo de los bombardeos de la aviación aliada, que día y noche martilleaban mi pueblo, en la costa meridional.

Me habían llamado a filas el primero de julio. Como no había uniformes, iba vestido con mi ropa de civil: pantalón corto, camisa y sandalias; me dieron tan solo un brazalete que debía llevar en el brazo izquierdo, en el cual ponía «CREM», que significaba Cuerpo Real de Equipaje Marítimo. Sin embargo, estaba destinado a ser un

marinero en tierra, pues no había barco en el que pudiera embarcarme. Así pues, junto con otros marineros como yo, me dediqué a retirar escombros y a recuperar cadáveres. Por todo equipamiento disponía de una pala y una cantimplora, que se quedaba vacía a las pocas horas de trabajo.

Dormíamos en una especie de refugio con literas. Por la noche, nos desplomábamos sobre aquellos camastros sin ni siquiera quitarnos los zapatos, embrutecidos por el cansancio, y yacíamos sumidos en un sueño animal.

A las cuatro de la madrugada del 10 de julio, un compañero me despertó y me comunicó que los Aliados estaban desembarcando entre Gela y Licata. De repente, estaba lucidísimo. Me levanté, metí en un hatillo la poca ropa de recambio que tenía, agarré la cantimplora, salí del refugio, me quité el brazalete, lo tiré detrás de un arbusto y pedí subirme a un camión militar italiano que se dirigía a Messina, mientras Augusta hervía bajo un bombardeo aéreo y naval masivo.

Empezó así un viaje infernal. Huelga decir que el camión, pasado Catania, no pudo seguir adelante por una avería, y yo continué en sidecar, a pie y en automóvil, con la banda sonora ininterrumpida de los aviones, que ametrallaban todo lo que se movía.

Al llegar, ya de noche y aún no sé cómo, a las primeras casas de Palermo, vi un camión de nuestro ejército parado en el centro de una plazoleta, no muy lejos de un cuartel que parecía vacío, aunque la guardia armada de la garita sugería lo contrario.

En la cabina había un militar, un cabo, esperando en el asiento del conductor.

Me acerqué y le pregunté si por casualidad iba a marcharse y podía llevarme al interior. Era un boloñés amable, de cuarenta años. Me respondió que al día siguiente por la mañana, al romper el día, debía salir para San Cataldo con un pelotón de soldados. Sentí que unas campanadas de fiesta estallaban en mi corazón. De San Cataldo a Serradifalco había pocos kilómetros, podría llegar a pie. Luego me dijo que él iba a pasar la noche en casa de unos amigos y que, si quería, podía meterme en la cabina y dormir allí. No puede decirse que en esos días reinasen el orden y la disciplina. Es más, muchísimos sicilianos como yo habían desertado.

Aquella mañana había conseguido que un campesino me diera un puñado de habas secas y algarrobas. Me las había racionado, así que, tras consumir la porción de la noche y beber un trago de agua, me preparé para dormir. La puerta del cuartel estaba cerrada, y el soldado de guardia ya se había ido. Por la plazoleta solo había visto pasar a un viejo tullido. Desde el primer momento, la cabina me pareció acogedora y relajante, y la tenía toda para mí, como la habitación de un hotel de lujo. Aun así, hacía mucho calor, incluso con los cristales bajados.

Me desperté aterrado por un nuevo bombardeo. Se veía la luz violácea de primera hora de la mañana. Los aviones debían de volar a poca altura, porque podía oír su rugido a pesar del ensordecedor estruendo de los antiaéreos. Las bombas caían muy cerca, y dos o tres zarandearon el camión con violencia. Veía fogonazos y las llamas detrás de las casas que rodeaban la plaza, pero era incapaz de moverme, y, aunque hubiese podido, ¿adónde iba a ir?

Luego ya no vi nada: se levantó como una neblina blanca que lo cubría todo, el cristal parecía empañado, sin embargo no lo estaba. Pocos segundos más tarde, todo terminó. Se oían sirenas de ambulancia, cláxones de coche. Ninguna voz humana. El portal del cuartel seguía cerrado.

De improviso, se levantó una brisa matutina y se llevó consigo aquel manto blanco.

Fue entonces cuando vi, desde una calle a mi izquierda y en dirección al camión donde me encontraba, que algo se aproximaba, una silueta indistinguible, un trozo de tela más blanca que la niebla que la rodeaba, una sábana sostenida por el viento, o quizá un ser humano vestido con una camisa larga. Me asomé a la ventanilla para mirar, aguzando al máximo mis ojos miopes. Entretanto, aquella figura indistinta había seguido avanzando y de pronto, como liberándose de los últimos restos de niebla que la aprisionaban, emergió por completo. Sentí que un escalofrío me recorría la espalda. Era una muchacha jovencísima, descalza, en camisón, con la cabeza inclinada sobre una especie de hatillo sujeto entre los brazos. Sin duda se trataba de un recién nacido. En cuanto entró en la plazoleta, apareció a toda velocidad un coche que pasó rozándola y siguió su camino. Enseguida me di cuenta de que no se había percatado de nada, no había hecho ni un gesto, nada. ¿Sería ciega? Pero hasta un ciego, al sentir el roce de la muerte, habría…

Bajé del camión y fui hacia ella. Cuando la tuve delante y abrí la boca para hablar, me di cuenta de dos cosas. La primera, que no me veía, aunque no era ciega. La segunda, que le estaba cantando una nana en voz baja a la muñeca de trapo que sostenía amorosamente entre los brazos.

Y da-la-ló…

da-la-li-ta…

el lobo se comió

a la ovejita…

—¿Cómo te llamas?

Ni siquiera debió de oír la pregunta. Estaba inmóvil porque advertía que yo representaba un obstáculo; si me hubiese apartado, habría seguido caminando hacia delante como una autómata. Retrocedí dos pasos y avanzó. Y así logré conducirla hasta el camión, y entonces, dándole un pequeño empujón, la hice subir a la cabina. Destapé la cantimplora y se la tendí. No se movió. Se la acerqué a los labios. Dio unos tragos.

—¿Te encuentras mejor?

No me respondió. Estrechó la muñeca contra el pecho y siguió cantando la nana. Yo no sabía qué hacer. Era una muchacha bonita, tendría diecisiete años como mucho, y a mí me daba vergüenza mirarla porque debajo del camisón no llevaba nada. Temía y a la vez deseaba que llegase el conductor boloñés. La chica, muy probablemente, debía de estar conmocionada tras el bombardeo de su casa. Pensé que quizá una acción violenta serviría para devolverla a la normalidad. Con un gesto rápido, le arranqué la muñeca de los brazos y se la tiré a los pies. La muchacha, que ni siquiera tuvo tiempo de resistirse, se abandonó a un llanto infantil, desconsolado, desolado, desgarrador. Unas lágrimas gruesas resbalaban por sus mejillas, los hombros le temblaban por el hipo y, aunque sorbía por la nariz, los mocos le caían hasta el labio. Tenía las manos caídas, inertes sobre el regazo. No se agachó a recoger la muñeca, puede que ni la viera. Noté que me invadía una devastadora sensación de lástima.

—¡No llores, ahora te doy la muñeca! —grité.

Me agaché a recogerla. Pero en cuanto tuve la cabeza a la altura de su pecho, la agarró entre sus manos, se la acercó al cuerpo y, mientras volvía a susurrar la nana, empezó a mecérmela.

Cerré los ojos y me abandoné. La de veces que mi madre me había cantado esa nana para ponerme a dormir… Durante unos minutos, Ofelia obró el milagro. Desapareció la guerra, desaparecieron la muerte y la destrucción, y se instauró un gran silencio, una gran paz en la que lentamente se disolvían el miedo y el tormento, el horror y la angustia… Caí en la cuenta de que estaba llorando lágrimas de liberación.

—¿Qué ocurre aquí? —preguntó el boloñés.

Antes de responderle, recogí la muñeca y se la puse a Ofelia entre los brazos. Después bajé de la cabina y se lo expliqué todo.

El boloñés no dudó un segundo.

—A cuatro pasos de aquí hay un convento de monjas. Deprisa.

Pero Ofelia no quería bajar de la cabina. Tras mucho insistir, de repente dijo muy seria:

—Tú.

Y me alargó una mano.

La tomé, la apreté con fuerza y logré sacarla de la cabina. Nos pusimos en marcha. Con una mano sujetaba la mía, mientras con la otra sostenía la muñeca. El boloñés llamó a la puerta del convento. Nos abrieron dos monjas. Expliqué a la de más edad lo que había ocurrido.

—Nosotras nos ocuparemos de ella.

Pero Ofelia no quería soltarme la mano. Fue la monja quien la convenció susurrándole no sé qué al oído. La seguí con la mirada mientras recorría un largo pasillo acompañada por la mayor de las religiosas. Antes de doblar la esquina, se dio la vuelta y me miró. Me dio la impresión de que sonreía.

Cuando volvimos a la plaza, el pelotón ya estaba allí, listo para partir.

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