Mujeres

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Sofía

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HIJA de una pareja de profesores, Sofía también se licenció, aunque sin pena ni gloria, en Letras. Durante los años siguientes, vivió de suplencias y clases particulares, hasta que se hartó. Cumplidos los veintiocho, abandonó la pequeña localidad del Véneto en la que había nacido y donde residía con sus padres, y se trasladó a Milán. Sus padres no podían mantenerla, de modo que tuvo que buscarse la vida. Era una muchacha bonita, morena, de estatura media, con un cuerpo bien formado y bastante sensual, muy expansiva y afable. Pronto encontró trabajo como dependienta en una librería. No le costó mucho convertirse, un mes después, en la amante de Fabio, el propietario, cincuentón, casado y padre de dos hijos. Naturalmente, Sofía había tenido otras relaciones, pero habían sido siempre de «usar y tirar», como decía ella riéndose, encuentros frecuentes, pero nunca dos veces con la misma persona. Fabio, tras recibir una especie de cargo sindical, empezó a viajar, y así, reconvertida en su secretaria, Sofía pudo empezar con él una relación menos ocasional que la mantenida hasta entonces. Sin embargo, esa circunstancia en apariencia propicia alteró de forma negativa a la pareja. Ahora Fabio notaba que Sofía había experimentado una maduración, una toma de conciencia de su sexualidad que lo incomodaba. Era como si ella buscase algo que iba más allá del coito. Y, al no encontrarlo, se sentía insatisfecha; sus pretensiones, que se alargaban hasta las primeras luces del alba, lo dejaban extenuado; en las reuniones le costaba mantenerse lúcido y concentrado. Además, advertía en Sofía una agresividad desconcertante, como si quisiera echarle en cara la diferencia de edad y su incapacidad para satisfacerla de forma plena. Para escapar de esa situación, renunció al cargo; por consiguiente, Sofía volvió a su trabajo de dependienta y siguieron viéndose de forma esporádica, como antes, en el pequeño apartamento donde ella vivía y cuyo alquiler él pagaba.

Aunque a veces se sintiera tentado de hacerlo, Fabio no era capaz de romper la relación; intuía que, si lo hacía, sufriría mucho por su ausencia. No se atrevía a reconocer ante sí mismo que estaba enamorado.

Una mañana, Sofía telefoneó diciendo que no podía ir a la librería: estaba resfriada y tenía unas décimas de fiebre. Fabio se excusó por no poder ir a verla, como le hubiese gustado, porque por la tarde tenía una reunión con otros libreros que seguramente se alargaría. Era una reunión programada desde hacía tiempo y de la que Sofía estaba al corriente. La muchacha le dijo que no se preocupara, que le iría bien guardar cama y que, sin duda, al día siguiente estaría en condiciones de volver al trabajo. Fabio, antes de colgar, le propuso cenar juntos la noche siguiente, después podría quedarse con ella un par de horas. Sofía se rio y dijo que le parecía una idea excelente porque llevaban cinco días sin hacerlo.

A última hora de la mañana, a Fabio le anularon la reunión. Pasó la tarde en la librería y, después de cerrar, decidió darle una sorpresa a Sofía. Entró en una tienda a comprar pollo y patatas fritas, y se llevó también una botella de vino.

Al aparcar, se fijó en que por las persianas cerradas del dormitorio salía un poco de luz, señal de que Sofía seguía acostada. Abrió el portal de la calle con su llave, tomó el ascensor, llegó al tercer piso, entró y cerró la puerta sin hacer el menor ruido.

Ya en el minúsculo recibidor, notó cierto olor a cerrado, un olor dulzón, como si el apartamento, enteramente a oscuras a excepción del dormitorio, no hubiera sido ventilado en dos días. Hacía un calor sofocante y la calefacción estaba al máximo.

Entonces vio la imagen en el gran espejo del colgador.

Sofía era una maniática de los espejos, tenía la casa repleta de espejos de todos los tamaños. Desde hacía un tiempo, se habían dado cuenta de que el del recibidor, debido a un juego de perspectivas, reflejaba justamente, cuando la puerta no estaba cerrada, la cama de Sofía.

Sentado en el borde, desnudo y chorreando de sudor, un cliente de la librería, un chico de treinta años atlético, buen lector. Sofía estaba arrodillada entre sus piernas.

Fabio se desplomó sobre una silla y cerró los ojos, incapaz de hacer un gesto o pronunciar una palabra. Luego, en lugar de irrumpir en el dormitorio, se quedó mirando. La veía de lado, con el pelo tapándole la cara. Movía la cabeza de manera lenta, uniforme, como un mar en resaca. Recordó que le había confesado que una vez había tenido la ocasión de hacer el amor en un barco, y que se había sentido en armonía consigo misma y con el mundo.

En un momento dado, el joven le apoyó una mano en la nuca, y Sofía se la apartó bruscamente.

Fabio comprendió que quería estar libre y sola dentro de su círculo mágico.

Sí, sola.

El hecho de que estuviera dándole placer al joven era secundario, algo de todo punto irrelevante; lo esencial era que nada se entrometiera entre ella y la consecución de su placer personal, que nada alterara ese ritmo cósmico.

El muchacho solo era un objeto indispensable, nada más.

Obtuvo la confirmación poco después, cuando Sofía se subió a la cama murmurando algo.

—¿Otra vez? —protestó el otro—. Desde ayer por la noche que…

—¡Vamos! —dijo ella.

Ahora, en la posición que había adoptado, Fabio podía por fin verle la cara.

Sofía, jadeante, sacó la lengua y se relamió el sudor que le resbalaba a chorros. Pero no fue suficiente y tuvo que secarse la cara con las sábanas. El muchacho estaba dentro de ella.

Fabio sabía que Sofía no gemía, que no emitía ningún sonido, que permanecía muda, con los ojos cerrados; una leve contracción de los músculos de la pelvis era el único signo de que había alcanzado el clímax.

Rara vez, justo después, y solo por un instante, abría al máximo la boca, como la mantis religiosa que devora al macho después del apareamiento.

Ahora, mirándola a la cara como un espectador, Fabio vio que adoptaba una expresión intensa, extremadamente ausente, concentrada, con la frente arrugada y los labios tensos, ausente del mundo externo para escuchar algo en su interior, algo mágico que ocurría en las profundidades de su cuerpo. De pronto abrió los ojos, movió con rapidez las pupilas a derecha e izquierda y, a continuación, los puso en blanco, como mirando hacia dentro. Era como si se auscultara, dispuesta a percibir hasta la más leve reacción de su carne solicitada, estimulada. Estaba momentáneamente ciega, sus ojos solo eran dos globos blancos, y Fabio tuvo la certeza de que lo hacía para anular más aún la realidad externa y limitarse a ser el único punto vivo y palpitante de una inmensa nada.

De repente, Sofía se apoyó sobre los codos y juntó las manos. Sus labios se movían deprisa pronunciando palabras que solo ella podía oír.

¿Estaría rezando? Y de ser así, ¿a qué dios dirigía sus oraciones? ¿Harían lo mismo, antiguamente, las sacerdotisas de Venus?

El rezo debió de surtir efecto porque, de pronto, Sofía se hizo un ovillo con la frente pegada a las sábanas, los brazos alrededor de la cabeza, encerrándose en sí misma para no dejar salir nada de lo que sentía y la zarandeaba, haciéndola temblar como si estuviera llorando. Luego se tendió boca abajo, se apoyó en ambas manos, irguió el busto como una lagartija y abrió la boca.

No, no era la postura de una mantis que se dispone a arrancarle la cabeza al macho. Sofía estaba lanzando un grito altísimo y mudo de satisfacción, de placer absoluto.

Entonces se volvió hacia el joven y le dijo:

—Ahora vístete y vete.

Al instante, Fabio se levantó, cogió la bolsa, salió y cerró rápidamente la puerta.

Ya en la calle, decidió que no le diría a Sofía nada de lo que había visto. No la había sorprendido engañándolo, sino practicando un rito de vida secreto que solo a ella concernía.

Antes de irse a casa, la telefoneó. Sofía tenía la voz ronca.

—¿Estabas durmiendo?

—No he hecho otra cosa en todo el día.

—¿Qué tal te encuentras?

—Ya se me ha pasado. Me encuentro bien. Creo que mañana podré ir a trabajar.

—¿Pasaremos un rato juntos por la noche?

—No hay nada que desee más.

—Te quiero.

—Yo también —dijo Sofía.

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