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Arabella » Capítulo IV

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IV

Era todavía pleno invierno cuando tuvimos que pensar seriamente en una solución: yo, alarmado e ineficaz, Arabella, tranquila y práctica.

—Quizá llegue un poco tarde hoy por la noche —me dijo un día—. Espérame en la plaza, frente a correos, entre las siete y las ocho. Ya veremos…

Cuando regresó por la tarde, la propuesta que traía me pareció no solo miserable, sino dudosa: un contrato como acróbata en una especie de teatro-cabaret de la periferia. Veintidós francos por noche.

—Bueno, Arabella, ¿ya empezamos otra vez con eso?

—No, no empezamos otra vez con nada. Y con «eso» menos que con cualquier otra cosa. Pero necesitamos pagar el alquiler…

Volvía hacia «eso» sin mostrar enfado ni disgusto, con la simple conciencia de que tenía que trabajar y ganar dinero. Para ella no existían los problemas ni las dudas.

—Es necesario. ¿Qué le vas a hacer?

Exactamente en ese cálculo sencillo se apoyaría un mes más tarde cuando me pidió que fuera también yo al teatro para formar con ella un dúo.

Hay cosas abominables que, dichas con un tono sencillo como el de Arabella, se vuelven absolutamente naturales, de manera que, aunque en un primer momento te das cuenta de su gravedad, de hecho las aceptas sin rechistar.

—Verás, a partir de la semana que viene se cambia el programa. Yo termino con las acrobacias y me han propuesto bailar. Una danza apache. Hace falta alguien con un acordeón y creo que tú sabes tocar el piano.

Acepté. Si tuviera que explicar a los que me conocen por qué acepté, no diría más que tonterías y seguramente no entendería nada. Pero el hecho es que acepté.

¡Ah, aquellas noches del Montrouge, aquel cabaret —mitad teatro, mitad sala de baile— donde desplegaba con tonos turbios la música de mi acordeón, siguiendo la danza de Arabella, cómica por lo desmañada (ella nunca había sido bailarina) pero elegante por el orgullo instintivo de su cuerpo, que sabía escuchar una melodía! Fuera quedaba la otra vida, de la que yo había desertado como un mentecato y a la que podía volver en cualquier momento a poco que hiciera un pequeño esfuerzo. Pero el sentimiento de mi fuga voluntaria me hacía amar con creces el destino que había encontrado entre aquellas mesas repletas de clientes entusiastas y de vasos largos de menta. Decididamente, me gustaba mi nueva carrera y, a veces, acompañado por las voces de todos los bebedores del local, albergaba un ligero sentimiento de orgullo que anunciaba probablemente en mí la aparición del artista.

De allí pasamos a los cines de barrio o los bailes musette[*] y entretanto cambiamos varias veces de «género» según las exigencias del programa: hoy le servía a Arabella de speaker en un número de acrobacia ligera, mañana la acompañaba al piano en un baile o, si era necesario, me marcaba también yo unos cuantos pasos si la pieza exigía obligatoriamente una pareja.

Conocimos una temporada admirable. Fue el año en que, en los bulevares del centro, se empezaron a poner de moda las primeras instalaciones de cine sonoro, así que los cinematógrafos «mudos» de barrio, alarmados por la competencia del nuevo invento, intentaban retener al público con «atracciones fuera de programa» (como rezaban los carteles). Hubo entonces una afluencia extraordinaria de «hombres serpiente», «mujeres sirena», recitadores, acróbatas e imitadores, entre los cuales encontramos también nosotros un hueco. La demanda era grande y los programas cambiaban constantemente, lo cual nos obligaba a hacer auténticas giras por las afueras de París, de arrabal en arrabal, delimitadas por un círculo cuyas fronteras estaban en la Denfert-Rochereau al sur, y en Batignolles al norte. No habría soñado nunca que íbamos a llegar alguna vez más allá de la frontera de aquellos barrios periféricos, hasta el centro de París, donde los letreros luminosos y los carteles de colores brillaban lejanos, inaccesibles. Sin embargo, al poco tiempo sucedió que trabé amistad con un joven poeta homosexual que tenía buenas relaciones en los bares nocturnos, y ese joven, que había visto bailar a Arabella, se entusiasmó con su arte y se juró lanzarla a la fama. Aquello no era nada serio, por supuesto, y yo, que en todos estos asuntos conservaba intacto mi sentido crítico, y que sabía bien que los bailes de mi amada no valían gran cosa, recibía aquellas promesas de gloria con bastante moderación. No es menos cierto que, gracias a él, entramos ciertamente en el programa del Bobino, un cabaret de fama popular en Montparnasse, y que de esa manera bailamos durante dos semanas en plena rue de la Gaieté, sin que nos tomara en cuenta ningún crítico, naturalmente, pero ganando unos cuantos cientos de francos que nos vinieron de perlas.

Por supuesto, nos mudamos de la buhardilla del sexto piso, pero no abandonamos el barrio; se nos había vuelto, en cierto modo, indispensable. A Arabella, por las amistades honorables que había hecho allí, y a mí, por el colorido del lugar y por la sorda armonía de los ruidos del barrio, con los que me había familiarizado de tal manera que en ningún otro sitio habría podido leer o pensar mejor que entre aquella barahúnda de sonidos —los postigos de una tienda al abrirse con largo chirrido dentado, la sirena de una fábrica, la melodía perdida de una armónica, el juramento estremecedor que subía de la calle donde se peleaban dos chóferes.

¡Place de la Convention! A veces, por la noche, cuando no puedo dormir, me imagino que vagabundeo con las manos en los bolsillos y con el abrigo desabrochado desde el centro de esta plaza hacia la porte de Versailles, y subo lentamente la calle, primero por la acera de la derecha, luego por la de la izquierda, me detengo con atención ante cada negocio para volver a examinar, minuciosamente, el nombre, el escaparate repleto de productos baratos y suntuosos, los cristales empañados… Ese olor a patatas cocidas, a almejas, a carne fresca, a plátanos… Había a mi alrededor un desenfreno de productos colocados al azar: algodón, pescado, naranjas, botones y tirantes, mantequilla, huevos, conservas. Y voces que chocaban en el aire, y luces que se saludaban de una acera a otra… Vuelvo a contemplar las caras conocidas de la gente del barrio, la vieja sonriente del umbral del hotel Messidor, la joven vendedora de alcachofas de la esquina de la rue Blomet, el comerciante de cristal de la acera de enfrente, que se parecía a Napoleón III y que, como el autobús X se detenía justo ante su tienda, había adquirido los modos de un jefe de estación… Y veo a Arabella bajar desde la rue de la Croix Nivert, donde vivíamos nosotros, con su impermeable corto, escurriéndose apresurada entre los transeúntes pero deteniéndose un buen rato ante la puerta de una tienda para comprar una bobina de hilo, mientras contemplaba con asombro infantil los grandes escaparates y mientras calculaba mentalmente cuánto dinero le quedaba en el bolsillo para pasar después a comprar una botella de vino en el Primistere, donde daban unos bonos de premio que ella coleccionaba con seriedad, con la esperanza de ganar algún día el servicio de mesa «para doce personas» que estaba fotografiado en el escaparate. Y eso ocurría no solo en los días difíciles, cuando bregábamos con el alquiler sin pagar y con los últimos billetes de autobús, sino más adelante, cuando ya habíamos ganado algo de dinero y habíamos transformado nuestro apartamento de Croix Nivert en una casa agradable. Arabella rechazó con testarudez amoldarse a nuestra situación de artistas que una vez habían actuado en el Bobino y, aunque a raíz de este evento habíamos conocido bastante «gente importante» que de vez en cuando venía a visitarnos, ella quería seguir siendo un ama de casa y exageraba a veces con ostentación sus desvelos domésticos.

Resulta difícil definir la naturaleza de nuestros nuevos amigos. Vagamente pintores, vagamente poetas, vagamente críticos —todos, sin embargo, jóvenes y desengañados, recogidos por los cafés de Montparnasse a altas horas de la madrugada, algunos invertidos, otros solamente esnobs (de un esnobismo desenfrenado que ostentaban con violencia), otros, finalmente, los menos, chicos de provecho pero perezosos y, por el momento, sin ocupación. No podía darme cuenta exacta de su situación, aunque casi todos pintaban, escribían o hacían teatro; algunos me hablaban con precisión sobre sus amistades literarias (y me enseñaban en caso de necesidad una carta autógrafa de Cocteau) o sobre sus antiguos éxitos, de cuya muestra llevaban un cartel antiguo o unas líneas elogiosas publicadas unos años antes en la Nouvelles Littéraires. Me interesaban por su pintoresquismo, por la agitación que traían a nuestras dos habitaciones, donde de otra manera no habría reinado más que la disposición de Arabella, uniforme y tranquila como el fuego bajo la ceniza. Si tenían talento o si tenían vocación para hacer algo en el mundo del arte ¡no lo sé! ¡Quizá sí! No entiendo de eso, pero no me asombraría que, entre tanto, un par de ellos hayan llegado lejos y si aquí, donde estoy ahora, pudiera leer aún periódicos extranjeros, quizá me encontrara aún buenas noticias sobre ellos.

Creo que de nosotros les atrajo su gusto ingenuo por la rebeldía, puesto que con toda seguridad creerían que era revolucionario despreciar, como hacían, los espectáculos de la Gran Ópera para admirar, en cambio, a una bailarina de danzas populares de los arrabales de París. ¿No había escrito uno de ellos, en un folio vanguardista —una de esas cuartillas incendiarias que son leídas exactamente por diecisiete personas dispuestas a poner el mundo del revés—, no había escrito, digo, que habría que quemar todo Wagner y que Bruno Walter (que dirigía por entonces, en la Ópera, Los maestros cantores) debería ser expulsado para que, en su lugar y en el de Wagner, estuviera mi amada Arabella? La misma Arabella que no podía soportar a ninguno de ellos, puesto que a ella solo le gustaba la gente decente y asentada, y que odiaba sin remisión todo lo que fuera aventurero, bohemio o «artístico». No en vano, y pese a que provenía del mundo del circo tras haber vivido una infancia dudosa y tras infinitos extravíos por todas las ferias, y pese a que podía considerársela más fácil que virtuosa (se me había entregado desde la primera noche sin esperar a que insistiera), Arabella tenía una especie de aversión burguesa por todo lo que no fuera legítimo y honrado. Sufría en aquella sociedad de homosexuales y lesbianas que abundaban tras los bastidores de los bares donde actuábamos y se mostraba horrorizada por las costumbres de nuestros nuevos amigos, entre los que se movía con un disgusto casto, vindicativo.

Una noche, tras una larga cena con ostras y vino blanco en el taller de un pintor joven, donde habíamos coincidido por casualidad con una pandilla de chicas atolondradas y de muchachos achispados, nos llevaron más o menos por la fuerza, en el coche de un amigo, hacia el Bois de Boulogne, para asistir a una orgía. Tanto Arabella como yo conocíamos el significado de ese término solo de oídas y de forma vaga; sabíamos que se trataba de unos ciertos ritos sexuales que se practicaban en grupo, en el Bois, en las alamedas más oscuras. La experiencia comenzó de forma misteriosa, con el intercambio de unas cuantas señales luminosas de automóvil a automóvil. Nos explicaron que esta era la señal para que los iniciados se reconocieran los unos a los otros. Una larga hilera de limusinas avanzaba con los faros apagados hacia el centro del bosque y, a veces, de esta fila se descolgaban dos o tres coches que, tras las señales de rigor, viraban a la izquierda o a la derecha, ya emparejados. Parece ser que la primera condición de una orgía exitosa era que los participantes no se conocieran: los hombres cambiaban de ubicación, pasaban de un coche a otro y cambiaban así, al mismo tiempo que de coche, de mujeres. En la oscuridad, con los faros apagados, con las cortinillas echadas, sin ninguna presentación previa, sin poder verse, casi sin poder hablar, los jóvenes se amaban presas de la barata excitación propia de la noche y de lo desconocido.

Hasta ese momento todo aquel asunto me había sonado a simple leyenda, a la que no merecía siquiera dar crédito. Pero ahora desfilaban ante mí todos aquellos rostros misteriosos, y seguía a través de la portezuela las llamadas de los faros, y veía escurrirse en la noche las sombras de los que se habían puesto previamente de acuerdo. El espectáculo era de una viveza tal que despertaba en mí una enorme curiosidad y que anulaba, lo confieso, cualquier reserva de tipo moral. No: aquello no era en absoluto desagradable. Era sencillamente apasionante. Solamente Arabella, con su falta de imaginación, con su honestidad primitiva, podía indignarse en un lugar así, y además en nombre de las buenas costumbres. No bien llegamos se agarró de mi brazo y comenzó a gritar que se negaba a participar en semejante porquería (sí, dijo porquería, para mi vergüenza y para el incómodo de la gente de buen gusto que nos acompañaba). Entre tanto, sin embargo, nuestros amigos habían avistado ya una limusina azul y ahora la perseguíamos a la carrera mientras nos alejábamos de aquella alameda, demasiado frecuentada, y buscábamos un rincón más propicio para los contactos preliminares. Yo participaba en la carrera con una sincera emoción, asombrado por lo sencillo de la aventura y esperando su desenlace con la respiración entrecortada. Arabella, en cambio, no paraba de forcejear entre mis brazos, gritando que quería volver a casa y amenazando con que, si no nos deteníamos en ese mismo instante, rompería los cristales.

—Sois todos unos cerdos ¿entendéis? Unos cerdos. ¡Y tú, tú eres igual que ellos! ¿Por qué no paráis? ¡! No sois más que unos simples bandidos. Os voy a denunciar a la policía. Dame un lápiz, voy a anotar el número de la matrícula. ¡Te digo que me des un lápiz!

Y abrió el bolso, sacó un sobre y, como no tenía lápiz, usó el carmín de labios para escribir, con dedos temblorosos, la matrícula del coche que corría ante nosotros: cinco números grandes, infantiles, que ella anotó con un trazo grueso de color rojo bermellón. Había, en aquel gesto suyo de pánico, algo que aumentaba la tensión de nuestra aventura. En aquel momento me sentí como un personaje de una novela de detectives.

Entonces, de algún lugar frente a nosotros, emergió el largo silbido de una sirena. Era casi tanto un silbido como un grito. Nos detuvimos bruscamente. Siguió un instante de silencio tenso en el que nadie se movió; todos escuchábamos aguzando el oído en medio de la noche. Era como la parada inesperada de un tren, por la noche, en medio del campo, en un puente. Nadie sabe qué ha podido suceder, nadie se atreve a imaginárselo. ¿Un choque? ¿Una catástrofe? ¿Una amenaza? No se oye nada más que, a lo lejos, el bramido ronco de una locomotora…

Poco después surgieron a nuestro alrededor multitud de sombras y voces. Unos cuantos hombres corrían ante nosotros intentando averiguar qué había pasado. Se oían, más allá de las portezuelas cerradas de los automóviles, los susurros de las mujeres atemorizadas. Bajamos. Lloviznaba suavemente. A lo lejos se veía cómo se arremolinaban las luces agitadas. Arabella me siguió, avanzando a mi lado sin pronunciar palabra. Nos hicimos sitio por entre los automóviles detenidos a nuestro alrededor y oímos, unas cuantas veces, los largos suspiros que ponían fin, probablemente, a unas caricias que la alarma no había logrado interrumpir. Se percibía, en el aire frío de aquella noche de marzo, un insoportable olor a alcoba, a perfume o a sangre; no lo sé con seguridad.

A unos cien pasos de distancia, se había formado un gran círculo; nos aproximamos a él, temerosos. Se había producido un accidente. Lo adivinamos por los susurros de la gente que se había congregado, y por la distancia respetuosa respecto a algo que estaba en el centro del círculo. Apenas nos acercamos nos dimos cuenta de que había alguien herido. Todos contemplaban la escena desde lejos, intimidados, y nadie se atrevía a acercarse. No era más que un crío de dieciséis años que pasaba por allí con su bicicleta y que había sido atropellado por un coche sin luces en plena carrera.

Arabella se hizo sitio entre el gentío y avanzó hacia el muchacho tendido en el suelo. Un bucle de su cabello negro le caía sobre la frente pero, atenta y seria como estaba, no se tomó la molestia de apartárselo. Se arrodilló junto al herido y lo contempló largo rato, sin estremecerse. Después se arremangó, buscó un pañuelo limpio y pidió agua. Alguien se apresuró a traérsela, no sé de dónde, quizá del carburador de un coche. Levantó la cabeza del herido y la apoyó en su rodilla. Se veía, a la luz de los faros, una cabeza abierta y un mechón de pelo ensangrentado. Una mujer que estaba junto a mí emitió un grito histérico. Llevaba un vestido elegante y arrugado, y se notaba, por sus mejillas encendidas y por su respiración agitada, que el accidente la había sorprendido en medio de un espasmo. Arabella la miró largamente, con severidad —una mirada que, creo, yo no habría podido soportar si hubiera estado dirigida a mí.

Ya no había nada que hacer. Desde que vi al muchacho allí tirado, en el suelo, supe que estaba muerto. Aún recordaba algo de mis antiguos tiempos como médico. Entre tanto, habían llegado los gendarmes. Cogí a Arabella del brazo y la saqué de allí. Nos fuimos los dos caminando, sin hablarnos. No sé cuánto tiempo anduvimos. Le estaba agradecido a aquella lluvia que caía susurrante sobre nosotros y que nos ayudaba a no pensar en nada, a no pensar en nosotros mismos. Más allá, poco después, encontramos un taxi perdido que nos condujo a casa en media hora. Arabella se acurrucó inmóvil en un rincón del asiento, totalmente ausente. Cuando llegamos por fin a nuestra habitación, se tumbó vestida en la cama y lloró desconsoladamente, como una niña. Era el suyo un llanto sobrecogido destinado a redimirnos de todo lo sucedido aquella noche.

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