Mujeres

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Arabella » Capítulo V

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V

Nunca volvimos a hablar de todo aquello. Durante unos cuantos días nos evitamos y si nos dijimos algo fueron cosas triviales, buscándonos mil excusas para no tener que mirarnos a los ojos. Después, sencillamente olvidamos todo aquel suceso. Hoy, en el recuerdo y en la distancia, la violencia de Arabella aquella noche, su pánico, la repugnancia por la perversión y por la muerte que llevó unos días en su sonrisa cansada, me parecen menos pueriles de lo que me parecieron entonces, y comprendo que su actitud conservaba un cierto nimbo de luz que entonces no entendí, porque la cercanía te impide entender muchas cosas.

Y, sin embargo, en estos rasgos de Arabella estaba, probablemente, lo que más tarde los críticos bautizarían como su «genio». Se escribieron tantos artículos sobre Arabella, sobre su arte, sobre la emoción de su presencia en el escenario… y todos estos comentarios pasaron sin rozarla. Yo mismo, que la acompañaba al piano lo mejor que podía, me sobresaltaba con la llamada de su voz y estaba tan intrigado por el misterio de aquella emoción como por el misterio de un juguete que tú has inventado, pero que se te escapa y te supera. ¿Quién habría dicho, el día en que se nos propuso hacer un número de chansonette en aquel cabaret-teatro de provincias, quién habría dicho lo lejos que nos iba a llevar aquella pequeña aventura? Yo no, en cualquier caso. Para mí, aquella propuesta que nos hicieron era absurda.

—Ciento sesenta francos por noche —decía Arabella—. No es un negocio que uno se encuentre todos los días.

—Desde luego que no. Pero cuando eres acróbata o, como mucho, bailarina, no veo, querida niña, cómo vas a arreglártelas para cantar, aunque multiplicases por cien los ciento sesenta francos que nos van a dar.

Se rio, sorprendida por mi lógica. La suya era bastante más simple. Nos habían propuesto cantar en un cabaret de provincias. Que cantáramos, no que bailáramos. Así que cantaríamos.

—Querido mío, he hecho toda mi vida lo que me han pedido que haga. Nadie me ha preguntado qué quiero hacer, qué sé hacer, o qué puedo hacer. Y no se lo he explicado a nadie. Tú dices que esta oferta es un error. Es posible. Pero, antes que nada, es un contrato y un contrato no se pierde: ¡se firma!

No era la primera vez que cedía ante Arabella y ante la aventura. En unos cuantos días nuestro programa estuvo listo. Habíamos ensayado febrilmente —yo al piano, Arabella paseándose por casa mientras limpiaba— unas cuantas canciones de moda, un par de romanzas clásicas y, para halagar al público, una antigua balada de Auvernia, la región donde debutaríamos. Era una balada que tomamos de las confidencias musicales del señor Pierre, que además de dueño de la vidriería del barrio, era un excelente barítono y clarinetista en la fanfarria del distrito. La voz de Arabella me parecía agradable, pero solo eso. Así que nada hacía presagiar el éxito estúpido y abrumador que nos esperaba: un éxito que nos retuvo un mes entero en el mismo teatro, luego en unas cuantas ciudades más del Midi, para acabar nuestra gira en varios puertos opulentos y en un par de ciudades de veraneo pasadas de moda.

Qué noches de fiesta aquellas, teñidas del entusiasmo quizá demasiado cordial de una galería que nos animaba a gritos, como en un partido; un entusiasmo, sin embargo, salpicado de silencios estremecedores, cuando toda la sala contenía la respiración en el último acorde de aquella balada que Arabella cantaba despacio, como si desenredara un ovillo de seda, estirando el hilo brillante entre los dedos. Era posible adivinar, tras la canción de Arabella, un acento personal de titubeante tristeza. Arabella forcejeaba por librarse de toda su torpeza, de todas sus poses y aires de «artista». Yo, sin saber muy bien qué delicado filón de emoción estaba manejando, decidí simplificar el número y fui sustituyendo poco a poco aquella confusa colección de melodías por un programa un poco más ordenado.

Los que, más adelante, escucharon a Arabella en París aquella noche del Empire que se hizo célebre en la crónica del music-hall, no sabrán nunca por qué avatares había pasado nuestro número hasta desembocar en aquella imagen de perfección que, más tarde, harían popular las revistas ilustradas. Todo, el vestido de Arabella, su peinado recto y liso, las cortinas negras que nos rodeaban, mi traje al piano, el orden de las melodías del programa, la pulsera de plata que Arabella llevaba en la muñeca izquierda, sus largos brazos colocados a lo largo del cuerpo con las manos unidas como dos pájaros sobre sus rodillas; todo fue fruto de una lenta conquista, perfeccionada día a día tras infinitas correcciones; si hiciera un esfuerzo por acordarme, quizá conseguiría decir hoy, con precisión, cuándo y dónde se gestó cada detalle de nuestro número, si en Brest o en Nîmes. Porque al pasar así, de ciudad en ciudad, cada nueva experiencia simplificaba nuestros movimientos sobre el escenario y también se iba haciendo más sobrio el decorado con que nos presentábamos.

Lo más difícil fue colocar a Arabella en el escenario. Aunque tranquila y sin rastro de nerviosismo, era completamente incapaz de encontrar una postura natural mientras cantaba. No sabía qué hacer con las manos, no sabía cómo dar dos pasos seguidos, no sabía en qué apoyarse. La cambié de sitio en infinitas ocasiones. A veces estaba en pie junto a mí, como para seguir, por encima de mi hombro, las notas; otras veces a la derecha, en el primer plano de la escena, apoyada sobre una estantería baja; otras veces, finalmente, a la izquierda, ligeramente inclinada sobre la cola del piano. Nada funcionaba. Hasta que un día, en un ensayo, le grité exasperado que se subiera al piano. Se sentó muy cómoda, como en un sillón, y de repente recuperó la seguridad en sí misma. Bien instalada sobre el piano, pierna sobre pierna y con las manos enlazadas tranquilamente sobre las rodillas, recordaba su antigua postura del columpio de seda colgante, tiempo atrás, en el circo, y recuperaba la sonrisa melancólica e indiferente que la iluminaba cálidamente aquella primera noche en que nos conocimos.

No, no sé de dónde venía aquella vibración íntima de su canto, la belleza límpida y, sin embargo, a ratos empañada de aquellas melodías. Aún hoy escucho, a veces, en el gramófono, algunos discos que grabamos entonces (afortunadamente muy pocos y muy difíciles de encontrar) y me pregunto qué clave me falta para descifrar ese misterio en el que no obstante participé y que tuvo lugar ante mis ojos. Tenía una vocecita sin modulación, a veces monótona, adornada con unos ligeros matices en falsete; pero desde las primeras notas parecía echar a un lado unos pesados cortinones y abrir una amplia ventana hacia el sueño. Cantaba con aplicación y con torpeza al mismo tiempo, como una principiante que tantea una melodía en el piano, sorprendida ella misma al oírla. Ese mismo aire de indecisión, de titubeo, lo conservó también después, cuando su éxito le habría permitido ganar algo de seguridad. Pero carecía por completo de imaginación y era incapaz de ensayar gestos o sonrisas ingenuas. Todo lo cantaba —una balada o un cuplé— con la misma voz monótona y aplicada de niña triste.

No recuerdo haber sorprendido en ella momentos afectados o siquiera de orgullo. Era consciente de que no hacía un trabajo ni mejor ni peor que otro, y si en vez de cantar hubiera tenido que coser o bordar, estoy seguro de que habría puesto en ello la misma buena fe y sencillez. Había en ello un cálculo honesto y limpio que no tenía nada que ver con el «arte», y si en verdad el canto de Arabella era emocionante, ello no provenía de su sabiduría al cantar ni de su voz, más bien modesta, sino de otro lugar, de su cansancio íntimo, de su lejana melancolía que arrojaba también sobre la vida, sobre sus cosas, sobre sus recuerdos, una oleada de luz tenue.

Un día, poco antes de nuestro regreso a París y del debut en el Empire, al recordar unas vacaciones que había pasado unos años antes, en mi época de estudiante, en un pueblo de los Alpes, donde conocí y amé una sola noche a una joven que desde entonces desapareció para siempre, al recordar aquellos tiempos, le pedí a Arabella que me cantara los versos de una canción con la que solíamos jugar en aquella época:

Il courre, il courre le furet,

Le furet des bois jolis

Il a passé par ici

Il a passé par la-bas

Il repassera par la…

No sabía, cuando se lo pedí, que iba a descubrir por casualidad la pieza más aclamada de nuestro repertorio, la única a la que, a decir verdad, íbamos a deberle al poco tiempo la fama, la melodía que circularía durante un año entero por las metrópolis de Europa, difundida en discos a través la radio, interpretada por grupos de jazz y orquestas vienesas o silbada de noche, por las calles desiertas, por algún transeúnte rezagado. Una canción que al principio sorprendió a todo el mundo por su simplicidad (era cuando menos osado presentar en un gran teatro, en un escenario célebre, una melodía que cantaban a gritos los niños en los recreos de la escuela); pero era esa ingenuidad precisamente la que enamoraría al público y la que daría lugar, siguiendo su ejemplo, a toda una moda. De repente, resucitaron el vals, las romanzas del 1900, los cuadros de Toulouse-Lautrec o Vuillard, los vestidos largos y los sombreros de tres picos; resucitó el gusto por una época, todo ello teñido con una cierta ternura por aquellos años previos a la guerra, felices y sentimentales.

De toda la fortuna y la gloria de nuestra carrera, yo no puedo reivindicar para mí más que el hecho de que me percaté de la posible carga poética de nuestro programa de canciones pasadas de moda, de suerte que, en tanto que nuestros amigos nos animaban a hacer un recital de música moderna y Arabella se inclinaba por uno de canciones nuevas, yo insistí en quedarnos exclusivamente con unas cuantas melodías caducas de entre 1900 y 1920, sabiendo que una romanza de hace diez años, recuperada, tiene que tener sobre una más reciente la superioridad de la nostalgia y del ligero ridículo que cubren todas nuestras pequeñas emociones del pasado.

Desenterramos entonces, del olvido de las generaciones mundanas, todo un repertorio de romanzas con las que en otra época se habría bailado o llorado; las trajimos a la actualidad sin ningún tipo de ironía por su posible mal gusto, y las cantamos, por el contrario, con la sinceridad que las habría animado en otros tiempos, en sus días de gloria. Recogimos romanzas pasadas de moda de todas partes —de Inglaterra, de Alemania, de Francia—, de antes de la guerra o inmediatamente posteriores, e hicimos, a continuación, una selección en la que el gusto de Arabella resultó decisivo, porque ella al menos no juzgaba según criterios estéticos, sino con su simple intuición de chica buena que, cuando ha escuchado en el taller una «canción bonita», la copia en un trozo de papel y a continuación, por la noche, si está triste y tiene ganas de llorar, la canta.

Quizá incluso hoy en día se siga tarareando Adelaide’s Dream o When the Red Hill…, descubiertas ambas por nosotros entre el montón de libros musicales del desván de un anticuario, una de 1890 y la otra de 1910, y lanzadas después en un bar parisino para ingleses, donde Arabella cantaba con sincera tristeza el sueño de aquella Adelaida finisecular. Más tarde, cuando fuimos por primera vez a Londres precedidos por los ecos de un éxito que se estaba convirtiendo ya en europeo más bien en virtud de la extraña composición de nuestro programa que a su calidad intrínseca, más adelante, digo, nos vimos obligados a componer todo un programa en inglés. Ah, la cómicas, las enternecedoras noches de cabaret londinenses, cuando toda la gente de la sala tarareaba con Arabella aquel pueril Venetian Moon, una romanza difunta de 1920… Eso nos obligó, a continuación, a lo largo de la gira, a preparar para cada capital un programa especial en el que realizábamos auténticas incursiones en el folklore de cada lugar en que actuábamos, salpicándolo con tangos y valses antiguos. ¿No me había convertido yo en un sentimental para la época en que Arabella ensayaba Wien, du Stadt meiner Träume, a la espera de nuestro debut en Viena, canción que interpretaba con un terrible acento extranjero y con una infinita nostalgia, aunque no entendiera las palabras más que a medias?

Estábamos, verdaderamente, en el «punto álgido de nuestra gloria». Las revistas ilustradas de teatro empezaban a publicar, en la sección de curiosidades, el monto de nuestras ganancias nocturnas, y el número de cartas de amor anónimas que llegaban cada mañana dirigidas a Arabella.

¡Arabella and Partner! Los carteles azules, blancos, rojos y verdes poblaban el continente y se extendían por el mapa de Europa como banderitas de colores que indicaban el itinerario de una victoria y que difundían nuestros nombres lejos, en las carteleras de los teatros, en las ventanas de los tranvías, en las cajetillas de los cigarrillos de lujo. Me encantaba imaginar cómo quedaría nuestra imagen en la portada de los programas, Arabella en primer plano, dibujada en color azul —un color que le sentaba de maravilla—, yo, mientras tanto, escondido en perspectiva más atrás, al piano, con unos trazos negros que ensombrecían mi cara y que respetaban mi anonimato.

Me parecía que Arabella and Partner tenía la pizca exacta de misterio necesaria para hacer de él un buen título para un número de cabaret y, además, me permitía no esconderme de nadie, puesto que, aunque no pensaba volver a ser de nuevo lo que había sido en el pasado, estaba satisfecho por verme dispensado de la curiosidad de los que me habían conocido en otros tiempos. Aparecía en los carteles como un simple partner, lo que alejaba de mí las luces y las gacetillas. En mí fuero interno, sin atreverme a confesármelo sinceramente, estaba feliz sobre todo por el hecho de que en Bucarest no se volviera a saber de mí.

Estuvimos a punto de aceptar unas cuantas veces un contrato para trabajar en mi país y, cuando actuábamos en Viena o en Budapest, los telegramas con ofertas desde Bucarest nos perseguían por todos los hoteles. Eso me hacía más difícil si cabe rechazarlas. No podía explicarle a Arabella que no podía actuar allí porque no quería ser visto por una mujer. Aquello era una chiquillada, y yo lo sabía.

Cuando rodamos nuestra película con la Paramount, mi lucha con el director supuso un verdadero calvario. Él quería a toda costa iluminarnos por igual a Arabella y a mí, con la misma luz blanca. Desplegué todas mis artes para demostrarle que, si queríamos que la canción fuera pura, y que las imágenes fueran sencillas, claras, era necesario que yo permaneciera en la sombra, como una sobria figura negra, poco iluminada. Así se apreciaría mejor el movimiento de mis manos sobre el teclado, que se perderían a continuación tras el marco de los cortinones. No quedaría sobre el telón más que un círculo blanco en el que se recortaría Arabella, demasiado indiferente respecto a lo que sucedía como para inquietarse por la armada de reflectores que la iluminarían.

La verdad es que me espantaba la idea de que aquel cortometraje acabara llegando a Bucarest, y creía que aquellas salas repletas de gente conocida lo considerarían un espectáculo trivial. Me horrorizaba sobre todo pensar en Maria que —gran amante del cine— me contemplaría perpleja desde su butaca escuchando, por supuesto, el comentario soberbio de Andrei, inclinado sobre ella para susurrarle displicente: «¡Ya te había dicho yo que no había nada que hacer con este Ştefan Valeriu!».

Con trucos semejantes se hacen, probablemente, obras de arte. El estreno de nuestra película fue recibido con una avalancha de elogios y comentarios favorables. Todos los críticos me demostraron con un sinfín de argumentos técnicos que yo no tenía ni idea del valor de la luz y las sombras. Quizá estaban en lo cierto, pero resultaba difícil tomarse en serio todas aquellas verdades estéticas al saber que estas no escondían más que una ligerísima historia de amor en la que, Dios es testigo, nada había sido premeditado. Esto no me impedía ir, en ocasiones, cuando teníamos una noche libre, a un cinematógrafo de barrio donde pasaban nuestra película, para contemplar y escuchar a Arabella, sencilla y emocionante en la pantalla como lo era en el escenario o en casa, con su sonrisa empañada como un beso.

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