Mujeres

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Arabella » Capítulo VI

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VI

No podría decir exactamente cuándo tuvo lugar el pequeño incidente que relataré a continuación. Entonces no le di ninguna importancia y ni siquiera hoy estoy completamente convencido de que tuviera algo que ver con nuestra separación posterior. Hablábamos, un día, sobre sus antiguos compañeros del circo. Hablábamos haciendo gala de una suficiencia indiferente, para que no hubiera lugar para los lamentos. Entonces Arabella me dijo bruscamente, como si se hubiera acordado en aquel momento:

—¿Sabías que Dik fue mi marido?

No lo sabía, por supuesto, ni siquiera se me había pasado por la imaginación. ¿Dik, aquel ser de edad indefinida, barbilampiño y alcohólico? La revelación resultaba más cómica que molesta.

—¿Por qué me dices eso precisamente ahora?

—Yo qué sé… porque ha coincidido.

—Eres un fenómeno, Arabella. Un auténtico fenómeno. Vivimos juntos desde hace tiempo, hablamos de todo lo divino y lo humano, nos pasamos las horas muertas parloteando sobre lo que pasó y sobre lo que no pasó en nuestras vidas… y ahora vienes y me sueltas algo que, a todas luces, puede que sea más importante que cualquier otra cosa que me hayas contado jamás.

—Así soy yo, Ştefan. Olvidadiza…

Me callé unos instantes, desarmado por la simpleza de su respuesta y a continuación estallé con violencia:

—¿Y por qué precisamente Dik? De los cuatro ¿por qué precisamente él?

—Porque con él era más sencillo. ¿Me entiendes? Era muy difícil vivir como vivía yo, con cuatro hombres como si fuéramos una familia. Casada con uno, los otros tres no tenían más remedio que mantenerse tranquilos. En una situación como esa, es importante no complicarse con amoríos absurdos. Y con Dik, al menos, el amor quedaba al margen, ¿no crees?

Recordé entonces la mirada que le sorprendí a Beb aquella noche en el camerino del Medrano, y me planteé de repente si la marcha de Arabella no habría sido más grave de lo que yo había creído y si no habría dejado atrás recuerdos más profundos que un mero pacto entre actores ambulantes. Aquel chico, Beb, quizá hubiera tenido algo que decir. Más adelante, no mucho más tarde, volvimos a encontrar en una gira, en un teatro-cabaret del norte de Alemania, las huellas de sus antiguos amigos y tengo que reconocer que el que se sobresaltó fui yo, no ella. Habían actuado allí dos semanas antes que nosotros y en ese momento ya estarían en otro sitio. Encontramos sus nombres y sus fotografías en los periódicos locales, en la sección de teatro, y nos enteramos de que su número había cosechado un cierto éxito. Seguramente habrían hecho progresos desde que los habíamos visto nosotros y, sin llegar a convertirse en artistas consagrados, harían un buen trabajo en la primera parte del espectáculo, antes de que comenzase número principal. Miré sus fotografías preso de la curiosidad y me di cuenta de que habían simplificado mucho sus andamios, sus formas, los colores de sus trajes.

—Algún día estos chicos conseguirán hacer algo bueno —reflexioné yo en voz alta.

—Quizá —respondió Arabella, sin darme la razón ni contradecirme. Se veía a las claras que de una manera u otra le daba igual.

Continué con testarudez:

—Les falta solo una cosa. Les faltas tú. Allí arriba, en el columpio de seda, sin hacer nada, molestándote tan solo en sonreír, tú eras la poesía de sus trapecios. Eras la flor inútil. Un director genial quizá no habría sabido encontrar un detalle tan valioso.

Decía esto para molestarla o para ponerla a prueba, o simplemente para ejercitar mi antiguo instinto de maldad. Pero estaba seguro de tener razón y, al contemplar aquellas fotos, me daba cuenta de que a sus trapecios blancos les faltaba la imagen de una mujer, como le faltaría a un anillo su gema.

Arabella me escuchó divertida hasta que terminé y a continuación me agarró del brazo y me besó con aire de desaprobación, como diciendo: «Y ahora seamos serios y dejémonos de tonterías».

No sé por qué me acuerdo de todas estas menudencias. Intento ordenar mis recuerdos para pasar el rato, del mismo modo que, en otros tiempos, reconstruía las partidas de ajedrez después de haberlas concluido. Lo más probable es que esto no tuviera nada que ver con lo que sucedió más tarde y que nuestra separación no se debiera a estos incidentes tan ligeros, sino a otras cosas, más simples y al mismo tiempo más inexplicables. Otras cosas que quizás fueran similares a los hechos que propiciaron el nacimiento nuestro amor, y que llamaría «aventura» si esa palabra describiera el funcionamiento de la mente infantil de Arabella.

A nuestro lado desfilaron muchos hechos sorprendentes, y los dejamos pasar, amándonos el último día como el primero, con la misma voluptuosidad apacible en la que todo era tan conocido como el sabor eterno del pan. Lo nuestro, lo sabíamos, podría durar un año, dos, diez… Y podía acabar en cualquier momento. ¿La separación? Fue igual de simple que nuestro encuentro, y, si soy sincero, me parece más importante hablar sobre el abrigo verde que lucía Arabella en nuestro primer invierno o sobre su vestido negro con cuello amarillo —un vestido que la hacía mucho más alta y encantadoramente pálida— que sobre nuestra separación.

Estábamos en Ginebra. Era a principios de septiembre. Habíamos ido a inaugurar la temporada de teatro en el Casino. A doscientos pasos de allí, en la Sociedad de Naciones, Aristide Briand abría la temporada diplomática. Era aquel un otoño apasionante en el que se discutía, por primera vez, el proyecto de los Estados Unidos Europeos. Reinaba una atmósfera pueril de fiesta, a la cual no exagero si digo que contribuyó en gran medida Arabella, ya que era de rigor que los ministros extranjeros se citaran cada noche a las nueve en los palcos de la sala donde actuábamos.

Las mañanas deslumbrantes en el lago, los vestidos blancos ondeando en el muelle Wilson, el asalto de los periodistas frente al Hotel des Bergues, la carrera de los fotógrafos por la calle a la caza de instantáneas y de gente famosa… El ambiente era tan idílico y relajante como el de una opereta.

Un día, en el muelle, alguien nos llamó desde atrás, un hombre joven que acababa de saltar de un tranvía que pasaba. Estábamos en la orilla del lago y seguíamos distraídos un partido de waterpolo que disputaban unas cuantas jóvenes inglesas. Arabella reía como una niña con su rostro bañado por el sol. Nos dimos la vuelta sorprendidos. En un primer momento ni siquiera reconocimos a Beb, que se había detenido junto a nosotros, cohibido por el entusiasmo excesivo del reencuentro.

—Mira, es Beb —dijo Arabella sin apenas levantar la voz—. Has cambiado, Beb: estás más guapo. Pero te sigue faltando un botón del chaleco. Te lo coses esta noche, ¿me estás oyendo? ¡Te lo coses!

Ciertamente, Beb había cambiado. Menos pálido que cuando lo había conocido, parecía más alto, más deportivo. Vestía un traje de verano gris y, bajo aquel sol blanco de septiembre, percibimos algo exageradamente juvenil en su sorpresa y su emoción. Nos explicó en pocas palabras que se encontraba en Ginebra sólo por un día, de paso. Tenía que partir aquella misma tarde hacia Montreux, donde lo esperaban Sam y Jef: un contrato excelente.

—¿Y Dik? —preguntó Arabella

—Lo perdimos en Argelia hace cuatro años y no hemos vuelto a dar con él.

—¿Y vosotros?

—Bien. Éxito, dinero… Si supieras, Arabella, lo bien que nos ha ido. Yo te decía hace mucho tiempo que nos esperaban cosas grandes. Acuérdate, cuando te fuiste…

Hablaba animado, rápido, con las manos metidas en los bolsillos para no gesticular y un paso por delante de nosotros, para poder mirar a Arabella a los ojos. Estaba alterado como un adolescente y eso me gustó tanto que no pude evitar preguntarle, con simpatía, como a un camarada:

—Dime la verdad, Beb: ¿sigues amando a Arabella?

Respondió inmediatamente, breve, haciendo un gesto un tanto altivo con la cabeza pero con buena voluntad:

—¡Sí!

—¡Qué tonterías decís los dos! —nos reprendió Arabella—. Será mejor que nos vayamos a comer.

Por la tarde, Beb partió en tren hacia Montreux y a las nueve nosotros nos dirigimos como de costumbre a nuestro espectáculo. Me puse el frac con calma. Quien hable de que los presentimientos existen no dice más que tonterías. Yo contemplaba a Arabella desde el piano y me decía, como cada noche, que no era hermosa y que no sabía cantar, pero seguía con el mismo asombro y con la misma profunda tranquilidad su voz húmeda, que provocaba en mí tanta melancolía como si revolviera con diez dedos finos entre mis recuerdos y mis olvidos. Después de salir del teatro, ya tarde, nos fuimos dando un paseo por los muelles. Soplaba desde las montañas un viento atemporal, demasiado fuerte para una noche de verano, demasiado amistoso para una de otoño.

—Se debe de estar bien ahora arriba, en nuestra habitación —dijo Arabella, apoyada en la balaustrada que daba hacia el lago, agarrándose con fuerza a mi brazo.

Subimos lentamente las escaleras del hotel, demorando nuestros pasos porque sabíamos qué noche tan tierna nos esperaba, y en verdad nos amamos entonces sin prisa, atentos el uno al otro, con confianza en el instante que atesoraban aquellos abrazos y escuchando cómo crecían a nuestro alrededor, en la sombra, grandes círculos de silencio.

Creo que si entre nuestros cuerpos hubiera podido quedar hasta entonces la más ligera sombra de desacuerdo, aquella noche se consumió del todo. En la oscuridad, la sonrisa de Arabella era cálida, como un animalito somnoliento. Por ello quizá, por la mañana, no me sobresalté cuando, mientras la esperaba en el hall y la veía bajar las escaleras hacia mí, Arabella me hizo desde lejos un gesto para que me acercara y me preguntó con naturalidad, como si me preguntara qué hora era:

—Ştefan, ¿qué te parecería que me fuera con Beb?

—No lo sé, querida. Creo que va a ser complicado arreglarlo con el teatro. Tenemos un contrato…

—Yo lo arreglaría…

—Bien. ¡Entonces podemos intentarlo!

Después de comer la acompañé a la estación. Había cogido un equipaje de mano, una sola maleta. El resto iría tras ella. Hablamos de unas cuantas naderías hasta que llegó el tren. Nos dimos la mano, sin que hubiera nada heroico en ese gesto, con un infinito reconocimiento.

—Si refresca, Ştefan, ponte el abrigo por la noche. ¡Sobre todo por la zona del lago! ¡Hace frío!…

Eran las cinco de la tarde. Me fui caminando a la ciudad y me compré los periódicos para ver qué había sucedido por la mañana en la Sociedad de Naciones. Los debates habían sido tensos.

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