Mortal

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Capítulo treinta y ocho

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Capítulo treinta y ocho

YA HACÍA BASTANTE TIEMPO que Jonathan y Feyn se habían ido a la cima en el perímetro del claro para hablar de asuntos de soberanos. Jordin se quedó atrás, volviendo a trenzar la crin de su corcel, aunque fuera solo para mantener ocupados los dedos mientras cumplía la promesa de no dejar de vigilar a Jonathan.

Ella vio la manera en que ambos se paraban juntos a ver por encima de las colinas orientales, hablando en tonos que la chica no captaba ni siquiera con sus oídos mortales. Estaban llegando a acuerdos, sin duda. La primera de muchas discusiones de las que ella no participaría.

Jordin observó el modo en que él miraba sobre las colinas como con nuevos ojos, la mirada de un soberano, examinando todo lo que gobernaría. Feyn asentía de vez en cuando con la cabeza, como haciendo lo mismo, aunque la joven veía la forma en que la soberana lo miraba de reojo mientras él hablaba.

Jonathan podía ver más en los ojos de ella, pero, para Jordin, Feyn parecía fría y lejana. Calculadora. Quizás así solían ser los soberanos.

¿Iba entonces esta a ser la vida de Jordin? ¿Mantenerse al margen mientras él estaba al lado de Feyn? No importaría, Jonathan la amaba como mujer. Nada más importaba.

Él tendría la lealtad de ella para siempre. Y por el compasivo corazón y los hábitos excéntricos del muchacho, también tendría el corazón de la muchacha. Jonathan era todo lo que ella había conocido como hermoso y correcto…

Lo único realmente hermoso en este mundo.

Y por eso se mantendría al margen y lo protegería sin importar el costo para sí misma, llena de fascinación por haber oído esas palabras. Te amo. La revelación de que él no se podía casar con ella no cambiaba nada.

Jordin levantó la vista y vio que él regresaba caminando, al parecer dejando a Feyn con sus propios pensamientos en la cima. La joven se irguió, consciente de los nervios que la embargaban. Estaba lista para los días venideros, sin importar los cambios que trajeran. Para mudarse a la Fortaleza, reforzada ya contra la penetrante pestilencia a amomiado que había en la ciudad.

Jordin le brindó una pequeña sonrisa mientras él se acercaba a los caballos, pero la mente del joven aún estaba absorta en la discusión con Feyn, o distraída por cualquier tarea que yaciera por delante.

—Nunca subestimes el costo de la soberanía, Jordin —dijo en voz baja abriendo una de las alforjas de su caballo.

Jonathan expresó aquello como quien se había echado sobre los hombros un gran peso. La misma mirada que la chica veía muy a menudo en el rostro de Rom. También en el de Roland. Y ellos solo eran colíderes de mil doscientos. ¿En qué se convertiría Jonathan el día en que el mundo cayera sobre sus hombros?

—Jonathan… —balbuceó Jordin rodeando el caballo y viendo que él había sacado unas viejas riendas de cuero—. En lo que te pueda servir, te serviré. Estaré allí. Nunca te dejaré.

Cuando él levantó la mirada, el dolor le consumía el rostro.

—Aseguraste que me seguirías siempre —declaró.

—Sí. Siempre. ¿Qué pasa?

—¿Incluso si es difícil entender a dónde voy?

—¡Sí!

—Entonces átate a tu palabra —pidió Jonathan examinándola por un momento, luego se envolvió la cuerda de cuero en la mano—. Únete a mí.

El corazón de la joven se conmovió. Esta era la manera en que los nómadas se unían uno al otro el día en que se comprometían y tomaban compañeros.

—¿Unirme a ti? ¿Ahora?

—Estira las manos —expresó dulcemente.

Jordin levantó las manos frente a Jonathan, las muñecas juntas. Él no era dado a convencionalismos, era el hijo de lo inesperado. Ese era uno de los aspectos que más le gustaba a ella acerca del muchacho, confiando en que él tenía un propósito hasta en sus más erráticas acciones.

La chica observó cómo el joven cruzaba la cuerda y lazaba dos veces un extremo, luego el otro, dos veces más. Pero le estaba atando los brazos a Jordin, sin atarse a ella. Riendo de modo suave y confuso, la muchacha levantó la mirada hacia él.

Pero esta vez Jonathan tenía el rostro retorcido de emoción, los labios presionados en un esfuerzo por controlarlos. La muchacha lo había visto llorar muchas veces, sin que muchos se dieran cuenta, y conocía bien la expresión.

—¿Jonathan?

Una lágrima le bajaba a él por la mejilla mientras terminaba con la cuerda, atándola en un fuerte nudo.

—¿Qué estás haciendo?

Las lágrimas humedecían el rostro masculino, la tomó por el cuello, la inclinó y la besó.

—Te amo, Jordin —susurró, y luego puso los brazos alrededor de ella y la levantó en vilo.

¿Era posible que él hubiera cambiado de opinión? ¿Era de esto de lo que él y Feyn habían hablado? ¿Era posible que Jonathan hubiera regresado a Feyn para discutir condiciones, para decir que la amaba y que no se podía casar con ninguna otra?

—¿Jonathan?

La llevó hasta uno de los árboles más cercanos, un olivo encorvado y retorcido. La bajó sobre el tronco, el cual había crecido poco más de sesenta centímetros de circunferencia. Presionándole los brazos en algo sobre la cabeza y contra el árbol, el joven agarró otro trozo de cuerda y comenzó a atar a Jordin al tronco.

El primer impulso de la chica fue retorcerse, pero no podía contravenir a Jonathan, quien tenía su propósito; ella simplemente confiaría en él. ¿No le acababa de jurar que lo seguiría a donde la llevara? Entonces esto era una prueba…

Por el rabillo del ojo, la chica vio que Feyn volvía de la cima y los miraba. Una señal de alarma intentó sacudir su determinación. ¿Qué estaba sucediendo?

—Jonathan… por favor.

Él parecía no oírla. Ella comenzó a retorcerse, a tratar de soltarse las manos, pero se hallaban firmemente atadas por la primera cuerda.

—Basta, Jonathan. ¡Por favor!

Pero el muchacho estaba obsesionado, obrando rápidamente con la cuerda hasta que las manos estuvieron atadas en espiral al tronco del árbol encima de la chica.

Él dio un paso atrás, rogándole con los ojos que comprendiera.

—Te amo, Jordin. Pronto entenderás, te lo prometo. Sígueme siempre.

—Es hora —dijo Feyn deteniéndose al lado de Jonathan.

Entonces Jordin supo…

¡La estaban abandonando!

Presa del pánico, se agitó contra la cuerda, pero estaba atada muy firmemente.

—¡Jonathan!

Él le lanzó una última mirada, con ojos llenos de nostalgia y tristeza, y luego dio media vuelta.

—¡Jonathan! —gritó Jordin, sintiendo que las venas de las sienes le vibraban por el esfuerzo.

Observó impotente cómo Feyn desataba el corcel negro y se subía a la silla. Cuando Jonathan regresó a su caballo hizo lo mismo.

La dejaron atada al árbol, con solamente las lágrimas de Jonathan como consuelo.

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