Mortal

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Capítulo treinta y nueve

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Capítulo treinta y nueve

—¡MICHAEL, EL CUCHILLO!

Roland se acercó a su hermana a todo galope, atropellando por su costado izquierdo mientras ella sacaba el cuchillo de la cintura y lo lanzaba por encima de su espalda… todo sin volverse de los dos sangrenegras que se le abalanzaban con rápidas cuchilladas. Sus sentidos mortales podrían ser desafiados en un campo de batalla tan congestionado, pero su oído agudo podía identificar fácilmente direcciones y distancias en todos lados.

Un sangrenegra a caballo, de los pocos que quedaban, encaminado a galope mortal, ojos fijos en Michael. El cuchillo de la chica voló perezosamente por el aire al fácil alcance de Roland mientras este pasaba como un trueno. Lo agarró por la empuñadura y, en un movimiento único y continuo, lo arrojó hacia el jinete que se aproximaba.

Dio en el blanco. El cuchillo se clavó en el cuello del sangrenegra montado con tanta fuerza como para cortar limpiamente hasta las vértebras. El jinete quedó inerte; el caballo continuó sin rumbo mientras el sangrenegra se deslizaba lentamente a un costado y caía pesadamente a tierra.

Excepto unos pocos, toda la caballería de Saric ahora estaba muerta.

Michael sacó ventaja de la distracción momentánea, hundió la espada bajo la barbilla de uno de los sangrenegras, luego giró en cuclillas con una amplia cuchillada que cortó profundamente la cadera del otro. Una arremetida más sacó de su miseria al guerrero.

Roland se impulsó con rapidez y quedó inmóvil para que Michael pudiera oscilar por detrás de él.

—Gracias —dijo ella jadeando.

—No me agradezcas todavía.

Era lo único que se debía decir; la batalla estaba lejos de finalizar.

Los acontecimientos de la última hora y media pasaron por la mente de Roland.

Sus arqueros habían lanzado cinco mil flechas antes de prender fuego a las trincheras y retirarse detrás de un muro de llamas y humo. En ese primer golpe habían eliminado dos terceras partes de la caballería de sangrenegras.

Saric había montado rápidamente un contraataque usando la fuerza de todo su ejército, matando casi a cien mortales en su primera barrida implacable a través de la meseta, quedando tan solo trescientos nómadas para defender el terreno alto mientras los trescientos de reserva en el sur esperaban la señal de iniciar la tercera fase del combate.

Durante la media hora siguiente habían batallado a caballo contra una infantería que era rápida y fuerte, pero que no contendía con nómadas a caballo. Saric había permanecido en el extremo sur de la meseta, rodeado por mil guerreros.

Entonces los mortales comenzaron a caer. Uno por uno, y solo después de derribar cada uno más de su cuota de sangrenegras, el enorme desequilibrio de hombres comenzó a cobrar su inevitable factura. Para el final de la primera hora, el terreno estaba lleno de cadáveres, lo que dificultaba el movimiento.

Casi ciento cincuenta de sus guerreros habían caído antes de que los exploradores reportaran la maniobra de Saric por los flancos desde el oeste, al menos una división completa y otros trescientos de caballería. Los nómadas habían almacenado doscientos arcos y tres mil saetas en previsión de una segunda oleada de caballería, y esta vez todos los combatientes aptos se habían juntado a los arqueros y soltado una descarga de proyectiles chillantes que había derribado la mitad de la precipitada caballería antes de poder dispersarse.

Roland había puesto en claro su situación: descenderían hasta el valle para ejecutar la tercera fase solo cuando hubieran reducido al ejército de sangrenegras a una tercera parte, o cuando los mortales hubieran sufrido más de doscientas pérdidas.

En la última media hora, Roland había perdido otros cincuenta combatientes.

Doscientos muertos. El pensamiento le acortó la respiración.

Para empeorar las cosas, unas nubes negras se habían apiñado a un ritmo alarmante, cubriendo el cielo con una gruesa capa gris como una tapa. El viento estaba empezando a fortalecerse y pondría en peligro el trabajo de sus arqueros. Una tormenta no les auguraría nada bueno.

Roland hizo subir su corcel a la elevación y giró hacia donde esperaba el caballo de Michael. Ella desmontó y saltó a su propia silla. Rom cabalgaba aprisa hacia el oeste, el alborotado cabello azotado por el viento.

—¡Son demasiados! —exclamó, frenando bruscamente su montura—. ¡Tenemos que irnos ahora!

La atención de Roland estaba puesta en el sur, donde la guardia de Saric se defendía contra una docena de nómadas que disparaban contra las líneas de sangrenegras desde sus caballos en veloz carrera. Cada minuto caían veinte o treinta de los guerreros de Saric, quien ya había perdido cuatro mil hombres, quedándole apenas ocho mil, pero la cuota de mortales crecía. Solo ciento cincuenta seguían peleando en la meseta, esperando que se llamara a los trescientos en reserva a la tercera fase de la batalla.

Probabilidades improbables.

—Lo ha dicho el mensajero —expuso Rom, respirando con dificultad—. Ellos esperan tu señal. Los sangrenegras están cortados a la mitad, quizás más. Debemos irnos ahora.

—Transmite el mensaje —asintió Roland—. Pasemos al valle. Sígueme de cerca.

Rom giró, silbó y luego arrancó, inclinado sobre su montura, cortando el aire con otro silbido, el cual fue detectado por otro guerrero, y después por otro. El sonido sería detectado aun desde esta distancia por el oído mortal, pero Roland quería asegurarse de que los que estaban en el fragor de la batalla no confundieran el llamado como fue planificado.

Observó cuando los combatientes interrumpían el ataque y corrían hacia el norte atravesando la meseta.

—Envía la señal hacia las reservas.

Michael sacó un delgado silbato metálico que emitía tonos agudos normalmente solo oyen los perros y otros animales con amplios rangos auditivos. Los mortales podían detectar fácilmente la destacada nota desde una distancia significativa. Un mensajero a poco menos de un kilómetro al sur captaría el sonido y enviaría otro. En segundos la señal llegaría a las reservas que esperaban al sur, y ellos se moverían hacia el valle Seyala a toda velocidad.

La arquera se presionó el silbato a los labios y sopló tres largas notas.

—Aun con las reservas, solo seremos quinientos para seis mil de ellos —advirtió Michael, volviendo a meter el silbato en la bolsa—. Solo nos queda un puñado de flechas. Una vez que entremos al cañón estaremos enjaulados. Si no nos siguen…

—Conozco el riesgo —interrumpió Roland con los dientes apretados.

—Aún podríamos desprendernos y escapar hacia el norte. Podríamos regresar después con tácticas de guerrillas.

—Saric se repondrá rápidamente y vendrá con el doble de cautela. Ahora conoce nuestras fortalezas. No. Peleemos hasta el final. Si no nos siguen, nos retiramos hacia el norte.

—No es la retirada lo que me preocupa, sino la batalla en el valle. ¿Cuántos más perderemos, teniéndolos tan cerca?

—¿Quieres dirigir? Sabíamos que el precio de la libertad vendría con un gran riesgo. ¡No olvides que las vidas de quienes han muerto hoy están sobre mi cabeza!

—Perdóname.

—Hoy surge una nueva raza, Michael —añadió Roland alejando la mirada hacia los nómadas que se les acababan de unir a lo largo de la suave cuesta—. Todo el tiempo nuestro pueblo supuso que la victoria llegaría bajo el gobierno de Jonathan. Nos equivocamos. Tú y yo, no Jonathan, guiaremos a nuestra gente hacia la victoria. El mundo nunca ha sido reestructurado sin derramamiento de sangre. Hoy es nuestro turno de derramar la que sea necesaria para asegurar el lugar de nuestra especie en los siglos venideros. Vivimos o morimos por el bien de esta raza. Por el bien de estos inmortales.

—¿Inmortales?

—El término de los radicales. El custodio dice que el poder que hay en nuestra sangre se está fortaleciendo, incluso mientras el de Jonathan se debilita.

—¿El de Jonathan? —preguntó ella abriendo los ojos de par en par.

—Ahora su sangre casi está muerta. Se ha revertido hasta ser igual a la de un amomiado.

Michael pestañeó, aterrorizada.

—No comentes esto a nadie, hermana.

El príncipe hizo girar el caballo y cabalgó por la línea de mortales reunidos a lo largo de la pequeña elevación. Un torrente de sangrenegras ya se acercaba rápidamente.

—¡Sigan mi guía! —gritó—. ¡Correremos hacia el oeste! Esperaremos en el valle hasta que nos persigan. Conserven las líneas más allá de las ruinas hasta que yo les avise. Hoy prevaleceremos. ¡Hoy nos levantaremos!

Sin volverse a mirar, Roland giró hacia el occidente, inclinado sobre el cuello de su montura, y la espoleó a todo galope.

El primer trueno retumbó en lo alto.

¡Están huyendo!

Saric giró ante el grito de Varus, quien había permanecido cerca a su requerimiento. Casi mil de sus ocho mil hijos restantes habían formado un grueso muro de protección alrededor de él, escudándolo de los ataques mientras el enemigo le desgarraba el ejército con la furia de un león atacando… solo para retirarse y volver a arremeter.

Como él sabía, el desgaste había sido la perdición de los mortales. Había podido cortarles la mitad de sus fuerzas en la última hora, aunque sufriendo enormes pérdidas propias, pero estas se podían pagar por el bien de la victoria que tenía ante él. Su ejército aún era de ocho mil hombres.

Mientras tanto, Brack había caído en la batalla superado por la espada de Rom Sebastian. El ingenuo artesano que frustrara a Saric nueve años atrás había encontrado carácter, y habilidad para mantenerlo intacto.

Saric siguió la línea de visión de Varus a tiempo para ver al príncipe nómada inclinado sobre la montura, guiando un creciente contingente de guerreros que se dirigían al sur a lo largo del borde occidental de la meseta.

—¡Están huyendo! —gritó Varus.

O están reagrupándose, pensó Saric, mientras Roland se precipitaba hacia el borde sur y bajaba la colina hacia el valle. Sus hombres lo seguían sin vacilar, pasando a toda prisa entre las formaciones de sangrenegras, superándolas por la velocidad de los caballos.

—Al interior del valle —murmuró él, entrecerrando los ojos.

—Intentan meternos en la trampa de Feyn.

Saric consideró el significado del repentino cambio en el plan de Roland. Que Feyn pretendía traicionarlo estaba claro. La precisión de los preparativos mortales solo podía significar que habían esperado que Saric llegara y atacara como y cuando lo había hecho. Esto era algo más que conjetura, o que alguna persona les hubiera informado. Lo habían hostigado y atacado con brutal eficiencia.

Pero él había prevalecido.

—El valle solamente les limitará los movimientos —comentó—. Una trampa incluiría algo más.

—Los desfiladeros más lejos —explicó Varus, calmando su nerviosa montura.

—Sí, los desfiladeros.

La mirada de Saric recorrió el valle vacío a su derecha. Las ruinas, con su patio ensangrentado, estaban desocupadas a lo largo del risco oriental cerca de la entrada del valle. El piso se estrechaba a medida que se extendía hacia el norte, terminando en la boca de una garganta que llevaba a un desfiladero con un río a un costado. El recodo arenoso proveía un amplio espacio por el que podían pasar diez caballos de frente. Quizás veinte.

Según sus cálculos, los mortales habían llevado inicialmente cuatrocientos guerreros para presionar en la meseta, reemplazándolos a medida que se les agotaban las fuerzas. Pero eran menos de los setecientos que Feyn había reportado, lo cual significaba que los demás o se habían ido con los mortales que no podían pelear o los tenían en reserva.

—Si entran, nos mantendremos a distancia —opinó Saric.

—Vienen más —informó Varus—. Reservas.

Polvo a kilómetro y medio hacia el sur.

—Intentan entrar a los desfiladeros sabiendo que estaremos ansiosos por perseguirlos —conjeturó Saric.

—Y por eso debemos quedarnos aquí.

—No. Ellos avanzarán lentamente para atraernos al interior. Así que les daremos batalla en el valle, pero conservaremos las ruinas y los menguaremos. La paciencia ganará esta guerra. Da la señal. Descenderemos en persecución total.

Varus titubeó solo por un momento, luego giró y emitió la orden. Un cuerno sonó y los sangrenegras que atravesaban la meseta salieron corriendo hacia sus posiciones mientras el general sangrenegra lanzaba una serie de órdenes que rápidamente se transmitían a los estandartes. Entonces hizo girar el ejército hacia el sur a ritmo rápido mientras los de la retaguardia formaban línea. Como un río negro, su enorme ejército se desplegó por la colina y se encaminó hacia el valle.

Las nubes en lo alto habían ocultado el sol. Saric examinó los cielos, momentáneamente sorprendido por el movimiento de las nubes, que como fantasmas corrían a contestar un llamado no atendido. Una tormenta se avecinaba a asombrosa velocidad, activada por un viento cada vez más fuerte. Los arqueros mortales se verían comprometidos. La lluvia ralentizaría a los caballos.

El cambio repentino era un buen presagio.

El polvo se levantaba hacia el sur, detrás de una línea visible de caballos apurados por llegar a la amplia entrada del valle antes de que los sangrenegras de Saric les pudieran bloquear la entrada. Si lograban dividir a los mortales, la mitad de sus hijos podrían hacerse cargo de los que quedaran atrapados en el valle mientras el resto del ejército combatiría adentro a los nómadas. Era menos probable que el príncipe nómada huyera por los desfiladeros mientras algunos de los suyos permanecieran afuera.

—Varus, ¡lleva una división a toda prisa! —exclamó Saric irguiéndose en los estribos cuando su general se lanzaba colina abajo; extendió el brazo hacia el frente—. ¡Bloquéalos!

Varus rugió la orden a uno de sus comandantes de división. Sus hombres rápidamente salieron del cuerpo principal. Como racimo de avispones negros, bajaron pululando la colina, atravesando el río como si estuviera hecho de niebla. Se estaban moviendo solamente a la mitad de la velocidad de los nómadas montados, pero también tenían la mitad de la distancia por recorrer.

Por delante de ellos, Roland volteó a mirar a los sangrenegras en persecución, haciendo señas de que se apuraran a los mortales que se aproximaban.

Muy cerrado.

Entonces llegaron las flechas de los jinetes, disparadas contra la división de Saric. No en oleadas masivas como los primeros ataques de los nómadas sobre la meseta, ni con la misma precisión frente al viento. Varios de sus sangrenegras cayeron, obligando a los que venían detrás a saltar sobre sus cuerpos. Pero la multitud no flaqueó ni bajó el paso.

—¡Varus! ¡El resto! ¡A toda velocidad!

Se gritó la orden. Se levantaron estandartes. El resto de su ejército triplicó el ritmo e inundó la tierra baja.

Saric tranquilizó a su caballo mientras los dos ejércitos se dirigían hacia la entrada del valle a vertiginosa velocidad, cada uno pugnando por la primera posición. La sangre de Saric se enfrió mientras una tensa ansiedad le inundaba las venas.

Sus sangrenegras iban a llegar primero al valle.

Y así fue, atravesando la entrada del valle en una larga y gruesa línea. Los jinetes mortales viraron entonces hacia el este mientras más del ejército sangrenegra se agolpaba detrás de las filas ya estacionadas.

La montura de Saric saltó dentro del río, salpicando el agua y saliendo a la otra orilla, apenas bajando el ritmo. Se dirigió hacia el norte a lo largo del río, clavando los talones en los costados del corcel. Una pequeña colina se levantaba a cien pasos al frente.

—¡A la elevación!

Varus y quinientos de los sangrenegras viraron y se dirigieron al montículo.

Saric tiró de las riendas para detener bruscamente el caballo en la cima de la loma y hacerlo girar para tener una visión total del valle.

Lo que vio abajo lo llenó de siniestra satisfacción.

Triphon, el mortal asesinado, desde su poste, solo ante las ruinas del templo, la cabeza con la flacidez de la muerte, presagiando el destino de todos los que habían celebrado con él la supuesta vida. Roland se hallaba sobre su montura a cien zancadas del mortal muerto, junto con doscientos de sus combatientes, la mirada fija en el combate que estallaba más allá de la entrada del valle.

Saric había dividido las fuerzas nómadas.

Él había tenido razón: el príncipe no se retiraría a los desfiladeros antes de que el resto de sus guerreros se abriera paso luchando a través de los sangrenegras para unírsele.

Más allá de las ruinas, un empinado despeñadero cortaba cualquier esperanza de escapar hacia el este. Las colinas detrás de él se levantaban hacia más barrancos, bloqueando cualquier ascenso hacia el oeste. Solo había dos salidas del valle: pasar al ejército estacionado ahora en la entrada o entrar a los desfiladeros por el extremo lejano.

Por primera vez, la batalla había tomado un giro resuelto a favor de Saric. El estruendo del combate aumentaba a medida que los jinetes resistían las líneas frontales en un intento desesperado por ponerse a salvo. Acero chocaba contra acero; los cascos pisoteaban el suelo. Exclamaciones y gritos de advertencia…

Gemidos de muerte.

En los oídos de Saric, el sonido era nada menos que un canto de sirena que invitaba a todos a seguir a un nuevo amo: Saric, quien marcaría el inicio de una nueva vida y la protegería con puño de hierro.

—La mitad, ¡a fondo tras el príncipe! —gritó Saric.

Varus dio la orden y su mensajero emitió la señal. Dos estandartes señalaban hacia los mortales en el valle.

Tres mil sangrenegras giraron, levantaron líneas, y comenzaron a marchar hacia los doscientos nómadas de Roland que ahora precisamente avanzaban para atacar. Se enfrentaron al norte de las ruinas, esta vez más de cerca que arriba en la meseta.

Ahora la batalla se peleaba en dos frentes distintos: uno en la entrada del valle y otro en el valle mismo. Si los mortales hubieran sido menos decididos, habrían tenido la sensatez de interrumpir el asalto y huir. Pero Saric sabía que huir no estaba en la sangre de Roland.

Más allá de las ruinas, un jinete mortal corría detrás de la batalla principal, agitando frenéticamente los brazos, gritando que se batieran en retirada. A Saric le tomó solo un momento reconocer al hombre como Rom Sebastian.

Dos líderes con dos mentalidades. Uno vociferaba retirada, el otro ordenaba arremetida.

Ahora Saric lo supo: solo el tiempo se interponía entre él y la victoria total. La batalla le pertenecía. Si su ejército no aniquilaba toda la fuerza mortal, quedarían solo suficientes para huir y contar después la historia.

Feyn moriría por su traición.

No habría ejército para hacer entrar a Jonathan como soberano.

Saric gobernaría sin desafíos.

Rom salió de la línea detrás de los mortales que peleaban en el valle, el corazón martillándole de pánico. El plan de Roland se estaba desmoronando. Con cada minuto, más nómadas desesperados por romper las pesadas filas de sangrenegras recibían lanzas en sus pechos y caían. Rom no lograba ver la magnitud de lo que sucedía en el extremo opuesto, pero imaginaba que la tasa de bajas no era menor.

Pero, hasta el último hombre, los combatientes bajo el liderazgo de Roland estaban decididos a manifestar el grito nómada de victoria.

El cuerpo ensangrentado de Triphon colgaba del poste en la amplia franja de terreno abierto entre los dos frentes de batalla. Su amigo había pagado con la vida el error de Rom. Ahora los demás seguirían esa muerte y dejarían a Jonathan sin esperanza.

—¡Michael! —gritó—. ¡Son demasiados!

Ella se agachó para evitar una lanza arrojada y giró hacia el sangrenegra que la había lanzado. Si oyó a Rom, no dio señales de ello.

—¡Roland! —exclamó Rom volviendo la cabeza hacia la izquierda.

El grito cayó en oídos sordos.

Habían comenzado el día con setecientos mortales, preparados para cambiar el mundo. Cayó casi una tercera parte en la meseta. Aquí en el valle podrían caer muchos más… ¡Seguramente Roland aceptaría la derrota para pelear otro día!

Pero no. Los nómadas habían perdido el juicio por su propia necesidad de supremacía.

Más allá del alcance de los sangrenegras, Roland se paseaba, sin atreverse a acercarse. Con la mente inundada de ira, Rom espoleó su caballo precipitadamente hacia Roland.

Lo atropellaría si era necesario.

Había recorrido la mitad del camino hacia el príncipe nómada cuando le llegó el solitario grito, inconfundible para los oídos mortales. Volteó a mirar hacia atrás, hacia el oeste.

Allí, en una lejana colina, azotados por el viento cada vez más fuerte, había dos jinetes. Uno sobre un caballo claro, el otro sobre uno oscuro. Un joven vestido como un nómada… una mujer envuelta en gris pálido sobre blanco real a quien él habría reconocido en cualquier parte.

Jonathan. Feyn.

Habían venido.

Rom sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. Por un instante olvidó que su caballo iba a toda velocidad hacia Roland. Jaló las riendas y paró en seco su montura.

No estaba seguro si había sido Jonathan o Feyn quien anunciara la llegada, pero el efecto se extendió por las amontonadas fuerzas como una ola. Los sonidos de batalla en el valle perdieron algo de su urgencia.

Hacia la colina a la derecha de Rom, Saric se había vuelto sobre su caballo, un brazo aún levantado hacia su ejército. Pero su atención estaba en la pareja. Roland chifló y se retiró, unido inmediatamente por los mortales que peleaban a su lado.

La batalla decayó, de modo misterioso, antes de paralizarse.

Un trueno resonó en lo alto. El cielo oscuro se agitó.

El valle estaba ahora dividido por dos amplias líneas del ejército de Saric, una a cada lado de las ruinas, dejando una ancha franja de terreno abierto que llevaba directamente a las gradas de las ruinas. Los mortales retrocedieron hacia el norte y sur de los sangrenegras.

Feyn arrancó primero, espoleando su caballo hacia delante a paso lento. Jonathan siguió levemente detrás a la derecha de ella. Bajaron la colina, luego atravesaron el río y subieron la orilla hacia las ruinas del templo. Una imagen de resolución estoica.

El primer pensamiento de Rom estuvo lleno de alivio y júbilo. Por improbable que fuera, Jonathan había llegado a un acuerdo con Feyn que le daría el poder sin más derramamiento de sangre.

Y entonces llorarían el costo de la que ya se había derramado, más de la que habían permitido en los cinco siglos anteriores.

Feyn y Jonathan se acercaron, mirando a derecha o a izquierda. Se detuvieron solo cuando llegaron a la colina de Saric.

Jonathan miró el cadáver de Triphon colgando ante las gradas de las ruinas. Feyn volvió poco a poco la cabeza, observó a Saric y le sostuvo firmemente la mirada. El creador de sangrenegras finalmente le hizo un leve gesto y luego espoleó el caballo hacia el frente. Colina abajo, paso a paso.

Antes de que Saric llegara hasta ellos, Feyn hizo avanzar su montura hacia delante con Jonathan a su lado, sin dejar de mirar las ruinas del templo. Saric bajó la colina y los siguió.

Solo entonces se le vino la idea a Rom de que Saric y Feyn estaban ahora en posesión del muchacho, aislado por un ejército de sangrenegras a cada lado. Ellos estaban separados de todos los mortales que habían jurado defender a Jonathan.

Rom dio la vuelta, vio que Roland estaba bloqueado en su lugar, totalmente inmóvil mientras los demás lanzaban miradas furtivas entre él y la procesión hacia el templo. Estaban esperando órdenes.

No llegó ninguna.

—¡Jonathan! —resonó la voz de Rom a través del valle—. ¡Mi soberano!

Jonathan no se volvió ni levantó la mano, ni siquiera en reconocimiento. En vez de eso cabalgó lentamente al lado de Feyn, al parecer con solo una cosa en mente: las ruinas por delante de él.

Otro estruendo de trueno retumbó en el cielo. El viento se hizo más fuerte.

El terror desgarró la mente de Rom.

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