Mortal

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Capítulo cuarenta y uno

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Capítulo cuarenta y uno

EL BORDE OCCIDENTAL DEL valle Seyala lo inundaba la luz solar de media mañana. Arriba, los estorninos salían de los árboles en la cima del risco oriental, sorprendentemente vivo sobre las ruinas allá abajo.

Bahar, así se llamó a las ruinas. Fuente de Vida. Estaban quebrantados, envueltos por espesas tinieblas, de modo que nadie que los mirara pudiera pensar que la vida se había otorgado aquí.

Y tomado.

Rom observó los primeros movimientos de un campamento que se levantaba de una noche de luto. Aquellos incapaces de pelear habían regresado y unos pocos habían levantado yurtas, la mayoría de ellas en el mismo lugar en que estuvieran antes, quizás buscando consuelo en la familiaridad. Pero lo que todo esto hacía era llamar la atención de cualquiera que veía los enormes parches de tierra en el medio; tierra cubierta no solo por las moradas de los vivos, sino por los cuerpos de aquellos vestidos ahora de muerte.

A pesar de las objeciones de más de unos cuantos, Rom había insistido en dejar el cadáver de Triphon en el poste, resguardado a fin de mantener alejadas a alimañas y aves. La demanda que hiciera Jonathan antes de morir tenía poco sentido aun para Rom, pero ellos estaban ahora más allá de la razón. Cuando abandonaran el valle, la naturaleza consumiría la carne de Triphon y dejaría solamente un esqueleto como monumento, homenaje a la muerte en este lugar en que una vez reinara la vida.

Doscientos treinta y nueve mortales habían perecido en la batalla de ayer. Ciento setenta y ocho nómadas, sesenta y un custodios. Los nómadas caídos yacían juntos en filas, dejando espacio para que los vivos se movieran entre ellos, bañándolos y vistiéndolos, y envolviendo a los desfigurados en sudarios improvisados de ropa de cama y lienzos. Los custodios estaban aparte, rostros envueltos. Filas de guerreros muertos, ya no alineados en formación de batalla como una raza, sino separados ahora por linaje en la muerte. Nómadas, a la pira. Custodios, a la tierra.

Pero no era la línea de muertos lo que llamaba la atención de Rom una y otra vez, sino el solitario cuerpo envuelto en muselina en lo alto de una tarima construida con mucho cuidado cerca de los peldaños de las ruinas.

Jonathan.

Las muchachas jóvenes habían bajado de las colinas con los brazos llenos de frágiles anémonas. Los niños más pequeños se les apiñaban a su alrededor… niños que Rom reconoció como aquellos con quienes Jonathan se había escapado a menudo para tallarles juguetes mientras se echaban a reír en las colinas occidentales. Habían cubierto su cadáver con flores.

Demasiado rojo. Muy parecido a la sangre que cuidadosamente habían recogido de los escalones de las ruinas y sellado en frascos de cerámica provistos solemnemente por el custodio. Habían tachado las iniciales en ellos. El custodio los tenía guardados para su propio funeral, a fin de que los pusieran al lado del cuerpo en reconocimiento del día en que este volvería a nacer… el ritual de todos los custodios.

Un día que nunca habría de llegar.

Jonathan había muerto en su decimoctavo cumpleaños.

Rom desvió la mirada.

La noche anterior los exploradores reportaron que los cadáveres de los sangrenegras caídos en la meseta habían sido recogidos por sus compañeros. No se sabía nada de Saric. Ni de Feyn.

El custodio había acudido a Rom para informarle que había hecho una última prueba a la sangre de Jonathan. Muerta, manifestó. Agotadas todas sus extraordinarias propiedades.

Nueve años de esperanza. Perdidos.

Ahora, a medida que el sol se deslizaba hacia el cuerpo que yacía al pie de los peldaños de las ruinas, Rom podía sentir las miradas de los mortales sobre él. Mientras cargaban los cadáveres de los caídos en los cajones tirados por caballos, el campamento se llenaba de los sonoros gemidos de madres, amantes e hijos. Los radicales estaban más insensibles de lo normal, y no recitaban los nombres o las historias de quienes se levantaban sobre sus caballos, como era la costumbre. Todos se hallaban agotados y tensos, mirando a menudo a los centinelas en los riscos, atentos al grito de que el ejército de sangrenegras había regresado. Pero no llegaría ningún ataque. Saric obtuvo lo que quería.

Ni Rom ni Roland hablaron cuando se reunieron a cada lado del cuerpo de Jonathan, puesto en la carreta y cubierto de flores, y con los frascos de cerámica con su sangre a su lado. No podían apartar a Jordin, quien tenía los ojos hinchados por llorar, como si debiera cumplir para siempre el encargo que Rom le diera ayer de no dejar de vigilar al muchacho. Incluso cuando Rom montó a caballo y dio la señal de iniciar la procesión, la chica se aferró de la barandilla de la carreta, estirando a menudo la mano para tocar el pie cubierto de Jonathan.

Desde el extremo sur de la superficie del valle serpentearon por las estribaciones occidentales hacia la meseta. El momento en que subieron la última colina, Rom casi esperó ver aves de carroña picoteando ojos y heridas de cadáveres esparcidos a través del campo de batalla. Pero no había cadáveres en el campo, y solo persistía el olor a sangre, que saturaba por igual la tierra y el aire.

Un cuervo a la derecha de Rom se limpiaba las plumas. En el lejano borde del campo de batalla habían levantado filas de piras funerarias utilizando caballerizas desmanteladas, marcos de yurtas de aquellos que habían caído, y madera del bosque. Las piras se extendían a través del campo como un puente hacia el más allá.

Al lado de las piras funerarias habían cavado una larga tumba para los custodios caídos. Un túnel hacia el mismo destino, dondequiera que se hallara.

Y allí, frente a todo, una simple y solitaria tumba, hacia la cual Rom dirigió la procesión a paso triste.

Al llegar, miró el foso, consciente de las miradas de los demás posadas en él.

¿Qué debía decir? Que no habría soberano. Ni reino. Jonathan no solo había fallado en entregar lo que les había prometido, había destruido todo.

Se volvió lentamente en la silla para mirar a los mortales congregados. A Jordin, con la cara acongojada ante la vista de la tumba. A Adah, secándose las lágrimas con la manga. A los radicales, que miraban fijamente como si lo hicieran a través de él. Al custodio, pálido, con aterrada expresión debida a su total incertidumbre. A Roland, a su lado, rostro cincelado en piedra.

Aclaró la garganta, pero esto no ayudó. Su voz estaba inconfundiblemente ronca.

—Lloramos la pérdida de nuestro soberano —declaró, y volvió a carraspear—. Lo lloramos como el verdadero soberano. El único que debía ser. Dimos nuestras vidas por él. Lo hicimos con alegría, porque él fue el primero en darnos vida.

No podía mirarlos a los ojos. No podía encontrar las duras miradas de los radicales con sus mandíbulas apretadas debajo del brillante sol. La mirada perdida del custodio.

—Lo lloramos, y lo celebramos. Hacemos ambas cosas, porque él hizo lo que vino a hacer, aunque no en un modo que logramos comprender. Nos enseñó qué era vivir. No por una idea o por un Orden, sino por el bien de la vida misma. Nos enseñó a amar. Y ahora su legado vive en nuestras venas. Recordaremos siempre a Jonathan, no como un niño o como un hombre que derramó su sangre, sino como nuestro verdadero soberano. Lo recordaremos y lo honraremos por siempre como la encarnación de la vida, del amor, de la belleza.

Rom titubeó, pero no había más palabras. Ya no podía decirles más, porque no había nada más que él supiera.

¿Por qué, Jonathan?

Nueve años. Muchas vidas. Mucha esperanza.

Asintió con la cabeza hacia Roland, montado a su lado. El príncipe levantó la barbilla.

—¡Hoy nos levantamos como un linaje de vivientes! —exclamó, y su voz se extendió por todo el campo—. Estamos diezmados en número, pero victoriosos. Una raza que vivirá eternamente.

Unos pocos gestos de asentimiento entre los radicales.

—¡Viviremos! Celosamente protegeremos nuestra vida de los muertos. Nunca volverá a venir ningún daño a los de sangre pura. Hoy enviamos al cielo los cuerpos de quienes han caído. Hoy, quienes aún vivimos nos levantaremos, decididos a nunca más cortejar a los muertos. A todos aquellos que nos privan de la vida les digo: «Mueran en su propia tumba. ¡Nuestra sangre no conoce fin!».

Rom le miró las líneas rígidas del rostro, tan duras y resueltas como sus palabras. Él le devolvió la mirada sin una pizca de conciliación. Rom dudó alguna vez volver a ver de la misma manera a los ojos de Roland.

Que así sea.

Se bajaron de los caballos. Juntos levantaron el cuerpo de Jonathan de la carreta. Jordin permaneció inmóvil, sosteniendo junto a su pecho los frascos de cerámica que contenían la sangre de Jonathan.

Bajaron el cuerpo al suelo. Demasiado pálido, demasiado claro, vaciado de su sangre. Demasiado inerte para ser el niño que Rom había conocido. El custodio mismo bajó a la tumba, agarró los frascos uno por uno de manos de Jordin y los puso en un lecho de paja al lado del cadáver. Cuando intentó subir, de pronto le fallaron las fuerzas y Roland debió ayudarlo.

Rom levantó un puñado de tierra, deseando que los dedos se le abrieran para soltarla en la tumba.

Anatema. Blasfemia, verla caer sobre ese cuerpo en pasividad.

Soltó la tierra sobre el dorso de Jonathan, luego se hizo a un lado. Roland pasó adelante e hizo lo mismo. Jordin depositó solamente un montón de flores encima de los puñados de tierra, sollozando todo el tiempo. Uno por uno se acercaron los demás de la procesión, los niños después de todos y lanzando anémonas a la tumba. Luego los custodios estuvieron allí con sus palas.

Rom se volvió, mirando hacia el oeste, entrecerrando los ojos hacia el sol.

Enterraron al resto de los custodios en la cavidad más allá de la tumba de Jonathan.

Para cuando hubieron colocado a los nómadas sobre las piras y encendido el fuego, el sol había comenzado a ponerse en el horizonte en espléndido color amarillo pardo.

El fuego rugió y crepitó, iluminando el cielo norteño.

No hubo canciones. Ni historias de hazañas de los caídos. Nada de la celebración podía hallar apoyo entre las llamas de tantos cuerpos ardiendo.

El multitudinario funeral consumió el día. Los familiares revolotearon sobre tumbas y piras humeantes hasta el anochecer, algunos alimentando a niños debajo de las primeras estrellas, otros rechazando alimento o incapaces de comer. Las brasas seguirían ardiendo entrada la noche y por la mañana.

Rom se quedó mirando el fuego menguante, consciente solo de la tumba solitaria aislada de las demás. Jonathan siempre había estado aparte, solo. Pero allí estaba Jordin, al lado de él incluso ahora en la penumbra, regando la tumba con sus lágrimas.

Una terrible soledad se apoderó de Rom. Se sintió totalmente perdido. Abandonado en medio del campo de batalla donde… ¿donde qué? ¿Se había ganado una victoria? ¿Se había cambiado la historia? ¿Había conquistado el amor?

¿Fue esto una victoria o el desarrollo de la historia? ¿Esto era el amor?

Un paso a su costado. No había notado la cercanía de Roland hasta que el príncipe estuvo a su lado. Por un momento ninguno habló.

—¿Y ahora? —inquirió Rom, sin volverse.

—Seguimos como lo hemos hecho por siglos —respondió el nómada exhalando tranquilamente.

—¿Con qué fin?

—Sé que este es un día difícil para ti, pero debes recordar que el muchacho nos dejó —dijo el príncipe volviéndose al fin hacia él en medio de la oscuridad—. Vivimos como mortales, llenos de la vida de él. Este fue su propósito.

—¿Morir? No puedo creerlo.

—Cree lo que quieras. En cuanto a mí, creo que él vivió para dar vida, y cuando esa vida abandonó su sangre, murió de buena gana. Ahora mi pueblo tomará el poder que él nos dio y cumpliremos nuestro destino. Nosotros, no Jonathan, gobernaremos el mundo. Quizás así debió ser siempre.

¿Podía Rom haberse equivocado tanto? Si Roland tenía razón, este solo era el comienzo. Sin embargo, ellos no gobernarían. Y ahora había menos mortales vivos que antes. Pero aun mientras las inquietudes batallaban dentro de él, supo con seguridad una cosa.

—Honraremos su muerte por siempre.

—Honraremos su muerte viviendo por siempre —corrigió Roland, volviéndose hacia las humeantes piras.

Esta nueva preocupación parecía tallada dentro del príncipe. Tal como había fusionado a su pueblo con su identidad como nómadas, ahora los involucraría en su nueva misión: vivir como una raza superior que no reconociera a nadie más que a su príncipe.

¿De qué modo era eso diferente de la misión de los sangrenegras?

—¿Qué harás?

—Llevaré a mi pueblo hacia el norte. Nos reagruparemos y nos fortaleceremos. Cuando llegue el día haremos lo que sea necesario.

—¿Qué día?

—El día en que venceremos toda opresión y gobernaremos.

¿Gobernar cómo? Rom quiso preguntar. Pero solamente asintió con la cabeza.

Roland inclinó la cabeza y se alejó.

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