Mortal

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Capítulo cuarenta y dos

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Capítulo cuarenta y dos

DURANTE DOS JORNADAS, EL valle Seyala permaneció bajo la melancolía de la esperanza destruida y los sueños rotos. Bajo las órdenes de Rom habían limpiado de sangre el patio de piedra de las ruinas y vaciaron el santuario interior. Habían levantado algunas de las yurtas, pero muchos de ellos dormían en refugios temporales hechos de colgajos de lona. En la noche ardían hogueras, pero los cánticos y las danzas que una vez llenaran el valle ya no se oían ni se veían, excepto en el extremo norte, donde algunos de los nómadas rabiaban por sus hazañas en la guerra y hablaban de días venideros de gloria.

El cuerpo muerto de Triphon servía como un recordatorio constante y macabro de la derrota. Rom rechazó dudas en cuanto a la sensatez de dejar un cadáver expuesto, desafiando una creciente presión para dar a Triphon una sepultura apropiada. En vez de eso, asintió a mover el poste con el cadáver hacia un lado de las ruinas donde no fuera visible de manera tan flagrante.

La pregunta más trascendental que todos confrontaban era mucho más urgente: ¿qué iba a pasar con aquellos que aún vivían?

No había soberano mortal que tomara la silla del poder. Ningún nuevo reino para despertar al mundo a la vida. Ningún niño milagroso y fanático que inspirara esperanza. Ninguna promesa de vida más allá de la que ya corría, desenfrenada pero sin propósito, en las propias venas de la gente.

Solo un valle abatido con ruinas bañadas en el recuerdo de la sangre.

Nada tenía sentido.

El consejo se había reunido dos veces en un intento por hallar consenso, pero no se pudo acordar ningún sendero claro. Rom y los custodios estaban demasiado angustiados con la injusticia de la muerte de Jonathan como para considerar alguna dirección, y menos aún el futuro. ¿Cómo pudo aquel que les prometió un nuevo reino haber eliminado esa posibilidad al ofrendar su propia vida? En su masacre de sangrenegras había demostrado más habilidad y fortaleza de la que cualquier mortal podía haber esperado de él. ¿Por qué entonces se había desnudado el pecho y le había entregado la espada a Saric? ¿Por qué?

El cielo se podría haber aclarado, pero el valle estaba cubierto por la espesa niebla de la confusión y el dolor.

Incluso Roland, tan firme en su resolución de ver a su nueva raza de nómadas subir al poder, ofrecía pocos particulares en cuanto a cómo debían proceder.

Al norte, sí. Con vida plena, sí. ¿Pero y qué de la expectativa de libertad y autonomía adoptada por su pueblo durante la vida de Jonathan? ¿Qué pasaría ahora?

A Jordin casi no se la veía en el valle, y prefería la compañía de la tumba de Jonathan. Rom había ido a la meseta la víspera de la segunda noche y la había encontrado acurrucada al lado de la tierra recién removida, dormida. Se había sentado a observar el firme vaivén de la respiración de la chica, tratando por centésima vez de encontrarle sentido a las preguntas que le inundaban la mente.

Él nunca había sabido que Jonathan hablara falsedades o indujera al error. ¿Qué entonces había querido decir el día de su muerte al afirmar que estaba trayendo un nuevo reino de soberanía? ¿Y cómo podía hacerlo si su sangre había perdido su potencia?

¿Era posible que Jonathan simplemente sucumbiera a la presión de la expectativa de que cumpliría a todos lo prometido? ¿A los años de estar sangrando, visto cada vez menos como un niño y más como un recipiente de poder?

¿Era culpa de ellos haber presionado a un frágil niño a convertirse en un líder sin que tuviera la fortaleza de llegar a serlo?

¿Qué significaba seguirlo como había recomendado en sus últimos días? ¿Cómo se podía seguir a los muertos?

¿Qué de la tormenta y el terremoto? Algunos los llamaban la mano del Creador. Otros afirmaban que no se trató más que de una terrible tormenta.

A propósito, ¿existía siquiera el Creador? Algunos decían que no… ¿cómo podía existir, dado todo lo que había sucedido? Que lo ocurrido en la sangre de Jonathan fue cuestión de genética, de ciencia, y no un misterio. Dos días antes, Rom los habría ridiculizado como ciegos y desagradecidos; sin embargo, ¿cómo podía hacerlo hoy? ¿Por qué un Creador permitiría que muriera una fuente de vida verdadera?

Todo lo que había creído se había puesto en duda.

Y Feyn… ¿qué de ella? ¿Qué habían acordado en la cumbre? ¿Por qué había huido después de entregarlo a Saric, sin voltear a mirar ni una sola vez?

En cuanto a Saric… Haber asesinado a Jonathan fue claramente una victoria, ¿pero y su aparente quebrantamiento delante de Jonathan? ¿Y a dónde había ido?

Las preguntas se negaban a esfumarse cuando regresó al campamento, dejando a Jordin entregada a su exhausto sueño mientras el día se convertía en noche, y la noche en día.

El atardecer anterior, Roland anunció que él y veinte inmortales viajarían al norte al día siguiente. Hallarían un nuevo valle en el cual reconstruir. Ya no había motivo para permanecer tan cerca de la ciudad. El hombre no tenía dirección más clara que esa, solo que era hora de que su pueblo abrazara su nueva vida y considerara los siglos que tenían por delante.

Esto significaría una división entre los custodios y nómadas que deseaban quedarse con Rom cerca de Bizancio y los que rechazaban cualquier idea de llevar vida a la capital del mundo.

Esa noche, el sueño llegó con dificultad, y solo en segmentos confusos. Rom daba vueltas, acosado con las mismas preguntas, reviviendo una y otra vez cada encuentro con Jonathan los últimos días de su vida hasta que los sueños se convirtieron en una confusa mezcolanza.

—¿Jonathan? —susurró una vez, en medio de la oscuridad.

Sintiéndose ridículo, cerró los ojos. Finalmente se durmió.

Rom.

Un susurro en el éter del sueño.

Rom.

Conozco el camino.

Pero no había camino. Él lo había conocido una vez con la garantía de cada una de sus convicciones, y le había fallado.

Rom.

Algo le dio un tirón.

No, algo no, alguien.

—Rom. ¡Rom!

Los ojos se le abrieron y vio un rostro en la oscuridad. Ojos redondos lo miraban desde un rostro grisáceo y manchado por las lágrimas. Ella tenía el cabello hecho un desastre.

—¿Jordin? —exclamó Rom sentándose.

La chica permaneció con los brazos sueltos a los costados, mirando medio enloquecida.

Así que eso era contagioso.

—Jordin. ¿Qué pasa?

¿Había regresado Saric? ¿Feyn? ¿Estaba Roland saliendo al amparo de la noche?

—Sé lo que él quiso decir —susurró ella—. Sé lo que debemos hacer.

—¿Qué quiso decir quién, Jordin?

—Jonathan nos pidió que lo siguiéramos. Me lo dijo. Hizo que se lo prometiera. Sé lo que quiso decir.

La pobre chica estaba quebrantada, deshecha por el dolor y por no querer comer.

—Por favor, Jordin… —balbuceó Rom pasándose la mano por el cabello enredado—. Tienes que descansar un poco.

—Sé cómo seguirlo —insistió ella.

—¡Está muerto, Jordin! Tienes que aceptar eso.

Ella simplemente lo miró.

—Está bien. Dime —aceptó él después de suspirar, cerrar los ojos y luego volver a abrirlos, y hacer acopio de paciencia—. Dime cómo seguir a un hombre muerto.

—Debemos tomar su sangre.

Rom le devolvió la mirada, sin estar seguro de si horrorizarse o reírse de la chica.

—Ya tenemos su sangre.

—Tenemos su vieja sangre.

—¡Tenemos la sangre que nos dio cuando estaba vivo!

—Se halla en su sangre —declaró la joven como si fuera obvio, así de simple.

—Jordin. Él está enterrado. Su sangre es la de un cadáver… literalmente.

—Se halla en la sangre. Hay tres frascos con sangre en su tumba.

—¿Qué estás insinuando? ¿Que lo desenterremos y bebamos la sangre de un cadáver? —objetó Rom mientras el pensamiento le revolvía el estómago.

—No, la inyectamos en nuestras venas, como hicimos antes.

—¡Jordin, está muerto! Es probable que la sangre ya esté coagulada.

—Entonces nos morimos, también, con su sangre en nuestras venas. Él dijo que lo siguiéramos. Me lo dijo, te lo dijo, nos lo dijo a todos. Debemos desenterrar su cuerpo y tomar su sangre. Tenemos que seguirlo.

—No puedes hablar en serio —opinó él recostándose sobre un codo.

—¿Me ayudarás?

Las palabras que Jonathan había gritado por igual a amomiados y mortales desde las gradas del templo le susurraron a Rom a través de la mente: ¡Encuentren la vida y sepan que el reino de los soberanos está sobre ustedes!

La petición lo había obsesionado. ¿Qué pudo querer decir con encontrar? No dijo que ya han encontrado, sino encuentren.

En todo caso, Jonathan seguramente no había querido decir que le cavaran la tumba.

—Jordin, por favor… El custodio examinó la sangre de Jonathan y no halló propiedades de…

—Él pidió que lo siguiéramos.

—¡Sí, pero no muriendo!

—Él dijo que estaba derramando su sangre por el mundo.

Derrama mi sangre y drénala por el bien de este mundo. Rom había tomado las palabras como el grito desesperado de alguien a punto de morir.

—Sí. Jonathan dijo eso. Pero si quería que desenterráramos su cuerpo y tomáramos su sangre, lo hubiera clarificado.

—Él siempre ocultó la verdad para aquellos que la hallarían —mencionó Jordin—. Yo voy a hacerlo, me ayudes o no.

La chica en realidad estaba dispuesta a hacerlo.

¿Y si ella tuviera razón?

Rom se levantó y anduvo de un lado a otro, cautivado repentinamente por la idea, aunque improbable. ¿Por qué supusieron que la sangre de Jonathan maduraría convirtiéndose en una versión más fuerte de lo que había sido y no en algo totalmente nuevo? Y sin embargo, suponiendo que el muchacho lo supiera, ¿por qué no había dicho nada al respecto?

¿O lo había hecho?

—Voy a conseguir una pala —manifestó Jordin, girando para salir.

—¡Espera!

La chica se volvió.

—Espera. ¡No podemos profanar así no más la tumba y desenterrar el cuerpo! ¡Esta es reverenciada por mil mortales!

—Por mí más que por cualquiera de ellos —objetó la muchacha—. Voy a conseguir una pala.

—¿Y luego qué?

—Luego lo seguiré en su muerte. Tomaré la sangre que él derramó al morir. Eso es lo que él quiso decir. Eso es lo que yo haré.

—Deberíamos preguntarle al custodio.

—No. Si no me ayudas, iré sola.

El líder de los mortales meditó por un momento más, luego agarró las botas y se las puso.

—Dejamos su cuerpo en la tierra.

—Por supuesto. ¿Te parezco una salvaje?

Sí.

—Busquemos la pala —pidió él agarrando su chaqueta.

Rom y Jordin tardaron veinte minutos en conseguir una pala y cabalgar hasta la tumba de Jonathan. La noche estaba tranquila, mucho después de la hora del canto de los insectos… dos buenas horas antes de que los primeros pájaros despertaran. Delante de ellos, el montículo de tierra levemente redondeado parecía tan dormido y sin vida como el cuerpo enterrado debajo.

A la derecha de Rom yacía el largo montículo de esos otros custodios, una cicatriz levantada sobre la superficie del suelo. Aún olía a tierra, fresca como pasto revuelto y como lluvia sobre la carne en descomposición debajo. Un monumento sagrado de muerte para quienes debían recordar la vida.

Y ahora ellos estaban a punto de profanar el monumento apreciado por la mayoría. Por un instante, Rom cedió ante la desconfianza.

—Estamos haciendo esto basados en puras conjeturas —expresó.

—Estamos haciendo esto porque lo vi en sus ojos.

—Los ojos se malinterpretan con facilidad, Jordin.

—Sus ojos me prometieron amor. ¿Mata el amor a la esperanza?

Rom miró a la luna redonda, un faro brillante en los cielos moteados de estrellas, que desde la muerte de Jonathan habían estado sin nubes; extraño, aunque no imposible. Por otro lado, la tormenta que había acompañado la muerte del muchacho había sido singular.

La mano del Creador. Si era verdad, si era posible, que esa mano se había inclinado hacia la tierra en ese momento, ¿seguía existiendo aún su toque?

Rom consideró a Jordin, quien lo miraba con expectativa, la última pregunta de la muchacha persistiendo aún en el aire. Entonces levantó la pala y la presionó en la tierra. Segundos después lanzó a un lado el primer montón.

Se turnaron con la pala, amontonando cuidadosamente la tierra a un lado para poder reemplazarla con facilidad cuando la tumba se abriera poco a poco debajo de ellos.

Ya está. El primer vistazo de una sucia mortaja.

Sudando por el esfuerzo, con las manos ardiéndole igual que las emociones, Rom lanzó la pala detrás de él. Saltó al interior de la tumba y con sumo cuidado retiró con las manos la tierra que quedaba en lo alto del cuerpo, sin poder contener la imagen de esa espada centelleando de modo insoportable debajo del cielo oscurecido. Dos veces Rom volvió el rostro hacia su brazo, aparentemente ante el olor del cadáver, ya descomponiéndose, pero sobre todo por el recuerdo de Jonathan cayendo sobre las gradas del templo.

Luego siguió con esmero quitando la tierra de los tres frascos de cerámica colocados alrededor de la cabeza. Rojo. El color del ocre, la tierra y la sangre.

Miró a Jordin, quien se veía tan pálida como un fantasma a la luz de la luna, los ojos bien abiertos, fijos en el cuerpo. Las lágrimas le brillaban en los ojos y le bajaban por la mejilla. Pero no apartó la mirada.

La chica se puso de rodillas, estiró la mano hacia cada frasco a medida que él se los pasaba, agarrándolos con cautela como si estuvieran hechos de cáscaras de huevo.

—Cúbrelo —expresó la chica, casi como si hiciera una súplica.

Rom se salió de la tumba, agarró la pala y comenzó a rellenarla. Veinte minutos después le habían devuelto la apariencia de su forma original, lanzando flores del campo sobre la tierra. Pero hasta un amomiado sabría que la tierra había sido removida recientemente. Y sin duda cualquier mortal con su sentido perceptivo agudo lo sabría de inmediato.

Rom casi podía oír la indignación.

Ya no importaba. El razonamiento de Jordin se había afirmado en la mente de él a medida que cavaba, motivándolo a una firme determinación. Si ella tenía razón… Creador. El mundo entero cambiaría.

Las demás declaraciones de Jonathan, gritadas como un demente en la Concurrencia, proliferaban en la mente de Rom. Traeré un reino nuevo y soberano… La muerte produce vida… No conocerán verdadera vida a menos que prueben sangre. Había dicho todo ello mientras el corazón de Avra escurría sangre en las manos del muchacho.

Pero muy bien podría haber estado hablando de la suya propia.

Jordin envolvió los frascos en su abrigo, los puso con cuidado en las alforjas y saltó sobre su caballo.

Cabalgaron desde la meseta uno al lado del otro, hablando solo cuando se acercaban al campamento.

—Lleva la sangre al santuario interior —pidió Rom; ya habían acordado realizar el ritual con el instrumento del custodio, para lo cual no tenían más alternativa que involucrarlo—. Yo despertaré al Libro.

El santuario interior estaba iluminado por tres velas recogidas a toda prisa por el custodio. En menos de media hora la luz de la mañana se filtraría dentro del valle, y Roland y su grupo madrugarían para hacer los preparativos de su viaje al norte. Debían apurarse; Rom no tenía deseos de explicarse ante ningún mortal que, en el mejor de los casos, podría juzgar escandalosas, y profanas en el peor, las acciones de ellos dos.

Rom había forzado al anciano custodio a despertar, insistiendo en que habían descubierto algo que podía probar que todas las predicciones de este eran ciertas. No se lo habían tenido que decir hasta que el viejo entró corriendo a las ruinas y se detuvo en seco, con los ojos fijos en los frascos de cerámica.

—¿Qué han hecho ustedes? —preguntó el custodio—. ¡Está muerto!

—Y deseamos seguirlo en su muerte —contestó Rom, oyendo lo absurdo del eco de sus propias palabras.

—¿Te refieres a morir? —inquirió el anciano girándose para mirarlo fijamente.

—No, me refiero a seguir sus pasos. La sangre de esos frascos. ¿Me matará?

—Depende —declaró el custodio después de titubear.

—¿De qué?

—De qué haya en la sangre.

—¿Puedes decirlo?

—No sé lo que estoy buscando…

Rom supo que algo comenzaba a suceder en la cabeza del hombre.

A los pocos minutos, el custodio había puesto la endoprótesis vascular sobre una sencilla tela blanca y anunciaba que el sello de todos los frascos estaba intacto; la sangre no se había coagulado. Pero luego pareció titubear.

—Esto podría ser una blasfemia —afirmó, tensionándose el cabello blanco hacia la parte trasera de la cabeza en una forma que lo hacía parecer más despeinado que antes—. Siglos de proteger el secreto de esta sangre, y ahora abrir las vasijas sagradas…

—Entonces te debes a los siglos y a quienes llegaron antes de ti para conocer la verdad —interrumpió Rom, que ya se había subido la manga.

—¿Seguro que estás dispuesto a arriesgarte a esto? —preguntó el custodio.

—¿Cuándo seguir a Jonathan no involucró riesgo?

—No —terció Jordin poniéndole la mano en el antebrazo—. Yo voy primero.

—Fui yo el destinado para encontrar a Jonathan cuando él era niño —declaró Rom.

—Sí, pero… —objetó ella frunciendo el ceño.

—¿Quién trajo a Jonathan a este valle?

—Tú.

—¿Y a quién aceptó Jonathan como cabecilla de los custodios?

—Está bien. Pero quiero que sepas que ya sea que vivas o mueras, yo tomaré la sangre.

Había algo descabellado en los ojos de la joven, y Rom supo con seguridad que ella pronto moriría sin Jonathan, que la posibilidad de morir era en sí una ganancia. Él no podía culparla.

Rom asintió. Y luego se subió más la manga por encima del codo de la mano derecha, se sentó en el borde del altar y se recostó.

—¿Estás seguro de esto? —indagó el custodio, recogiendo la endoprótesis de acero.

—¿Querrías hacerlo?

El anciano custodio consideró la pregunta solo por un instante, luego inclinó la cabeza.

—Lo haría.

—Entonces hazlo.

—¿Cuánta?

—Tanta como sea necesario.

Rom cerró los ojos y esperó el copo de desinfectante frío sobre la piel. El ardor de la aguja. Un escalofrío le recorrió el cuello cuando el líquido llegó, como la picadura de un escorpión, helado en las venas. El ritmo cardíaco aumentó, expectante.

Luego nada más que el firme vaivén de su propia respiración.

Rom no sabía qué debía anticipar: quizás un rayo de energía o calambres en el intestino como estirones bruscos, parecidos a los de la primera vez que consumiera la sangre antigua muchos años atrás.

—¿Pasa algo? —susurró Jordin.

Mantuvo los ojos cerrados y meneó la cabeza.

—Quédate quieto —ordenó el anciano custodio.

Rom permaneció inmóvil, esperando alguna señal inesperada de que la sangre que le fluía dentro de las venas contuviera poder.

Nada.

—Suficiente —declaró el custodio, retirando la endoprótesis y presionando un copo de algodón en la herida del pinchazo—. Un poco más y…

—Necesito más.

—Ya te he dado el doble de la cantidad que Jonathan proveía para dar vida a los amomiados.

—Dame más.

—Rom, no sabemos qué efecto…

—¡Más! ¡Hazlo!

El anciano meneó finalmente la cabeza y luego reinsertó la prótesis. Un momento después, la fría sangre volvía a inundar las venas de Rom, quien apretó la mano y cerró otra vez los ojos. La mente le vagó detrás de la oscuridad de los ojos cerrados, un mar de tinieblas tachonado con puntos de luz. El recuerdo de estrellas en el cielo cuando exhumaron la tumba. Pero nada más. No sintió aumento de poder, ningún oleaje de emoción, ni dolor ni asombro, ni siquiera el mínimo cosquilleo más allá de la temperatura más fría de la sangre misma.

Nada.

Una gran tristeza se apoderó de él como un manto asfixiante. Jordin se había equivocado. La sangre de Jonathan no tenía potencia. El reino soberano del niño no existía más que él mismo ahora. No había esperanza más allá de la tumba en un mundo aún esclavizado por la muerte.

Todo aquello que Rom había protegido en la vida se había esfumado.

Los diminutos puntos de luz flotaban a través de la oscuridad, cayendo hacia un horizonte negro como estrellas fugaces, apagándose.

Lo estaba alimentando la sangre de un cadáver. ¿Y si ese fluido deshiciera el poder de la sangre viva de Jonathan dentro de él? ¿Y si, en su búsqueda desesperada por el sueño de un soberano mortal, hubiera renunciado a la misma vida en sus venas y hubiera pasado de mortal a amomiado como tan seguramente ocurrió con Jonathan?

Un súbito pánico le recorrió el cuerpo, expulsando sudor por los poros. ¡Basta! ¡Arranca la endoprótesis antes de que sea demasiado tarde!

Quiso hacerlo. En su imaginación ya estaba extendiendo el brazo por el cuerpo, agarrando el dispositivo y destrozándolo con un grito de indignación.

El organismo le comenzó a temblar.

A la mente le saltaron imágenes de Jonathan danzando con los niños. De la niñita que habían rescatado de la Autoridad de Transición, Kaya, sonriendo cuando había levantado los brazos hacia él. De mil mortales saltando de arriba abajo mientras sus rugidos asediaban a quien sería el soberano de ellos, y quien estaba con los brazos abiertos sobre las gradas de las ruinas.

Imágenes de la espada de Jonathan matando a través de la línea de sangrenegras, de su dedo señalando a los mortales mientras lanzaba palabras de acusación. De sangre salpicándole el cuerpo desnudo como si estuviera purificándose.

Los últimos guiños de luz se desvanecieron. Oscuridad, más profunda que cualquiera que hubiera experimentado, le bordeó la psiquis como una pesada niebla negra. Sintió que la respiración se le espesaba, el pulso le disminuía, y el cuerpo se le enfriaba.

Te estás muriendo, Rom.

Cuando la comprensión lo impactó, ya era demasiado tarde. Trató de abrir la boca y gritar, pero los músculos no le respondieron. Los brazos permanecían a su costado, temblando con los últimos vestigios de vida.

Unas voces sonaban con angustia desde los confines de su conciencia. Voces, pero no distinguía las palabras.

Otra imagen se le metió en sus languidecientes pensamientos: del sangrenegra que habían inyectado con la sangre de Jonathan, echando espuma por la boca antes de desplomarse sin pulso. Rom había profanado la tumba de Jonathan, había tomado su sangre, y ahora pagaría el mismo precio.

Sintió que le arrancaban la endoprótesis. Manos en el cuerpo, sacudiéndolo. Palabras de horror desde la voz áspera del anciano.

Y luego no sintió nada.

Solo perfecta paz.

Oscuridad.

Silencio.

Muerte.

Jordin estaba parada viendo por encima el cuerpo inactivo de Rom, llena de un miedo paralizador. El sudor en el rostro y en los brazos de él brillaba a la luz de la luna: un bautismo de muerte. Los ojos de Rom, que solo un momento antes se movían debajo de las pestañas, ahora estaban quietos. Las fosas nasales habían lanzado un último y prolongado aliento, y luego el pecho se había aquietado.

Creador. ¿Era posible?

La sangre de Jonathan le había quitado la vida a Rom.

Por un largo instante, ella le miró el pálido rostro. Estaba blanco como si le hubieran drenado la sangre. El anciano custodio buscaba frenéticamente el pulso de Rom.

—¡Está muerto! —exclamó, mirando hacia el techo.

¡No! Él no podía estar muerto.

—Bendito Creador. ¡Lo hemos matado! —añadió el custodio, agarrándose la cabeza.

La respiración de Jordin se aceleró, el pulso se le espesó, como si el poder de robar la vida que se había extendido a través de Rom en sus momentos finales se le hubiera colado a ella entre los poros.

Jonathan la había abandonado. La había amado y elegido, solo para ser arrastrado por la locura, por una creencia de que con su muerte podía salvarlos a todos. Durante dos días ella se había aferrado a ese amor agonizante, negándose a creer que el muchacho podía invitar a su propia muerte y dejarla huérfana, para nunca conocer el amor de nuevo. Porque no habría ningún otro después de Jonathan. Él se le había llevado el corazón a la tumba.

Y ahora Rom se unía al muchacho.

La chica retrocedió un paso tambaleante, la mente adormecida, jadeos frenéticos que resonaban por el salón interior. El pánico se apoderó de ella como un viento ártico, cortándola hasta los huesos.

Lo que Jordin hizo a continuación no provino de ningún razonamiento lógico, sino de la intuitiva desesperación de una mujer rápidamente lanzada a la oscuridad para morir sin una palabra de despedida de su amo.

Saltó hacia delante con un gruñido y golpeó con el puño el pecho inerte de Rom.

—¡No!

Igual que una bestia arañando para salir del hoyo, la joven clavó los dedos en la ropa de él, sacudiéndolo hacia adelante y atrás.

—¡No! ¡No te atrevas a irte! ¡No te atrevas!

—Por favor, Jordin… —balbuceó el custodio a su lado, poniéndole la mano en el brazo, trayéndola suavemente hacia atrás.

—¡Despierta! —gritaba ella, golpeándole el pecho—. ¡Despierta!

—Jordin…

La joven abofeteó a Rom, con tanta fuerza que le dejó la cabeza colgando hacia un lado.

—¡Despierta! —gritó, abofeteándolo otra vez.

El rostro de él estaba frío. No despertó.

El carácter definitivo de la muerte de Rom cayó sobre Jordin como una ola golpeando desde la profundidad. Y con ello, absoluta resignación a la asfixiante condición de la esperanza perdida. Las piernas se le doblaron. La chica cayó sobre el cuerpo sin vida, con la cabeza en el pecho masculino y los brazos colgándole sobre el costado del altar.

Los sollozos se le hicieron más lentos al principio, filtrándosele como desde sus mismas entrañas. Y luego se le desbordaron con respiraciones irregulares hasta convertirse finalmente en un lúgubre lamento.

Jordin estaba vagamente consciente de la mano del custodio en su hombro. De que él le estaba susurrando algo, de que intentaba ayudarla a levantarse.

Ella se aferró al cuerpo de Rom, el cuerpo lleno con la sangre de Jonathan.

—Por favor, Jordin, la luz del día está por llegar. Vamos a tener que explicarnos ante los demás.

Las palabras del anciano la cortaron como un cuchillo en la espalda. La chica no podía explicarse ante los demás, porque hasta en esta última acción le había fallado a Jonathan. Ella, no Rom ni el custodio, aceptaría toda la culpa. La mujer a la que Jonathan amara mientras vivió, había hecho una burla de él en su muerte.

Lentamente, se soltó y cayó al suelo, acurrucada llorando.

El suave ruido de su propio corazón se burló de ella, el ritmo palpitante de un corazón presionado hasta el límite. ¿Y por qué no? La muerte se le había tragado la esperanza, abandonándola en el infierno. Jordin ya no tenía motivo para vivir. El ruido era demasiado fuerte, cada vez más intenso, como un caballo aumentando la velocidad hasta galopar, como desesperado por escapar de la muerte misma.

El ritmo aumentó hasta convertirse en fuertes latidos. Pero no venían de ella.

Jordin oyó la súbita inhalación del custodio. Abrió bruscamente los ojos. Levantó la cabeza del suelo.

El sonido venía del altar encima de ella.

La joven se puso de rodillas y giró hacia Rom, cuyo cuerpo estaba arqueado de manera inverosímil, sacudiéndose con violentos temblores como una hoja en una tormenta.

La chica se colocó por detrás del custodio, quien estiró un brazo protector frente a ella.

¿Qué es oscuridad? ¿Qué es luz cuando solo hay oscuridad? ¿Cómo procesa la mente la vida cuando solo hay muerte?

Estos eran los fundamentos del inadmisible dilema de Rom cuando la luz salió de la vacía oscuridad que fue su inexistencia mientras yacía muerto e inconsciente.

La luz no entró a su conciencia ni se desarrolló a partir de una chispa inicial; explotó con un cálido y claro destello. No le cambió el mundo, sino que creó uno nuevo. Hágase la vida. No había nada y entonces hubo todo.

Cada fibra de su ser estaba súbitamente gritando con vida, inundado de calidez, asfixiado por un amor alucinante, sacudiéndose con más placer del que su mente podía contener.

Rom estaba apenas consciente de que tenía un cuerpo que reaccionaba al estallido en su interior, distorsionado más allá de lo que ocurría de forma natural, porque en el momento nada era natural. Todo era nuevo.

El mismo aire era puro placer, y lo respiraba como una droga que forzaba la sinapsis hasta el punto álgido. Una sensación estimulante y magnífica, demasiado poderosa para resistir.

—¿Sientes mi vida, Rom?

El susurro de Jonathan le resonó en su nuevo mundo, suave pero cargado tanto de poder como de luz.

—¿Ves cuán grande es mi amor?

Y con esas palabras susurradas llegó un grito lejano. El suyo propio, sin palabras pero con un significado singular.

—Sí… ¡Sí!

—Desintegra la oscuridad con mi vida, Rom. Vive…

Rom se estaba sacudiendo con violencia, llorando de manera incontrolada con la boca totalmente abierta, y la mente explotándole de felicidad. Deseaba decir: Lo haré. Desintegraré la oscuridad. Viviré. Pero solo pudo gritar.

No supo cuánto tiempo duró esa primera explosión… un momento. Una hora. Una vida… de llorar de gratitud. Suplicando perdón por dudar. Jurando amor eterno.

Entonces la luz se desvaneció en el horizonte de su mente, dejándolo totalmente vivo. Liberado, sintió que su cuerpo caía pesadamente a la superficie pétrea debajo de él.

Era alguien nuevo.

Vivo.

Rom abrió los ojos.

Jordin observó que el cuerpo de Rom permanecía doblado de manera inverosímil por varios segundos interminables antes de volver a caer sobre la superficie de piedra del altar y quedar inerte. El grito que él lanzó había roto el silencio del salón, pero a Jordin ni se le ocurrió que los que había en el campamento podían oírlo. Ahora la boca de Rom se cerró y yacía recostado con lágrimas pasando por sus sienes.

Respira, debió recordarse la chica, mientras tranquilidad absoluta se asentaba sobre el santuario. A lo lejos, un gallo cantó.

Los párpados de Rom se abrieron de golpe. Se incorporó y de inmediato se entregó a un largo y desesperado resuello que retumbó a través del salón.

Jordin observó en atónito silencio mientras él miraba alrededor, perdido por un momento, como reconociendo el mundo por primera vez. El hombre levantó las manos para mirárselas, se puso una palma en el pecho para sentir su propia respiración, parpadeando para aclarar la visión.

La chica presenciaba todo esto con anhelo tembloroso y envidia desesperada.

Rom volvió la cabeza y los miró… primero al custodio, luego a Jordin. Detuvo la mirada en ella.

—Jordin —dijo con voz áspera.

—Es… estás vivo.

—¿He estado muerto? —inquirió él, luego respondió su propia pregunta—. Me morí…

—¡Estás vivo! —exclamó la joven.

—Vivo —confirmó Rom, mientras ella se lanzaba hacia delante y lo abrazaba, llorando.

—Estás vivo —sollozó Jordin.

—Más vivo de lo que puedes imaginar —afirmó él.

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