Mortal

Mortal


Capítulo uno

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Capítulo uno

ROLAND AKARA, PRÍNCIPE DE los nómadas, y segundo después de Rom Sebastian entre todos los mortales, se hallaba impávido sobre su montura, explorando el valle con la mirada de alguien que ha visto demasiado como para alterarse o contentarse fácilmente. Él era un guerrero, amado sin medida por todos sus seguidores, un líder descendiente de generaciones de gobernantes, un hombre dado a la determinación sin una pizca de transigencia.

Y esa determinación nunca había sido más clara: marcar el inicio del reinado de Jonathan a cualquier precio, en desafío total a la muerte.

Sobre el semental negro al lado del de Roland estaba su propia hermana Michael, de veintisiete años, tres menos que él. Un complejo arco le colgaba en la espalda, como al guerrero. La larga solapa del abrigo le cubría la espada curva que llevaba en la cadera. Ellos eran dos mortales, vestidos de negro, mirando su reino desde lo alto.

Pero este no era el reino de ellos, sino un valle de muerte. Se extendía hacia el oeste y el este, una enorme tierra yerma intermitentemente interrumpida solo por un parche de retorcidos matorrales. Cualquier cosa que alguna vez fluyera a través de este seco cauce se había envenenado por completo. Aún ahora, cientos de años después de las guerras que arruinaran enormes extensiones de campiña, incluyendo los viñedos que una vez caracterizaran esta región, solamente sobrevivía una nueva y resistente vegetación.

—Está allí —pronunció Michael en voz baja y con la mandíbula apretada.

Una ligera brisa levantó un mechón de cabello negro del torrente de trenzas que le llegaban a la joven por debajo de los hombros, atadas con cordones de color oscuro, y cada una de ellas contando una historia de dignidad, victoria o conquista de modo que de una mirada alguien pudiera leer todo el volumen. Solamente las greñas de su hermano, combinadas con plumas, ónice y cuentas de piedras, eran más elaboradas.

El semental de Roland resopló, dio un pequeño tirón y cambió de posición en el rocoso precipicio. El guerrero le ordenó calmarse con una sacudida de las riendas. El animal se aquietó, haciendo temblar por una vez el abrigo negro del jinete. La pareja había rastreado la muerte hasta este valle, exigiendo hasta el límite a sus monturas durante la noche de luna menguante y la mejor parte del día. Ninguna criatura tenía el mismo sentido de olfato que un mortal, y los dos hermanos habían captado el aroma desde lejos.

Muerte. Olor a amomiados, a esos que años atrás apodaron cadáveres. El aroma era común, en particular cerca de las ciudades y los pueblos en que vivían los millones de habitantes del mundo: humanos en apariencia, muertos en realidad.

Pero el olor que Roland y su segunda al mando, Michael, habían seguido durante la noche era diferente del aroma de simples amomiados. Más profundo. Mordaz y metálico. La fragancia del infierno mismo. El pútrido olor se elevaba desde el solitario puesto de avanzada sobre el resquebrajado fondo del valle casi un kilómetro delante de ellos, y los hería cada vez que respiraban.

Fuera lo que fuera lo que había captado Maro, aquel nómada impetuoso que en los últimos tiempos se relacionaba con los radicales, en ningún modo se trataba de un amomiado ni de alguna clase nueva de estos.

Y eso era lo que Roland necesitaba saber.

Había habido rumores de un nuevo tipo de asamblea de muerte para aplastar a Jonathan, el creador de todos los mortales, antes de su toma de posesión dentro de nueve días. Roland había oído demasiados rumores como para prestarles mucha atención, y eran tan frecuentes como la tradición popular de «la mano del Creador»: la mística participación de un Creador divino. Pero Roland no había visto evidencia del airado dios del Orden al que, siguiendo las reglas absurdas de los amomiados, clamaban para apaciguarlo.

Pero ahora, con el nuevo y denso olor en las fosas nasales del príncipe, ganaba credibilidad la convicción de una fuerza enemiga en compañía de otras varias historias odiosas: caballos. Cuatro frente a la taberna. Dos más en la parte trasera. Tierra fresca revuelta por cascos, agua con orina de caballos en los bebederos. La madera de pino del edificio mismo. Maro. Roland no había olido la muerte del hombre, lo cual solo podía significar que estaba vivo.

—¿Cómo omitieron los exploradores esto? —preguntó Roland.

—Está más allá de nuestro perímetro habitual —respondió Michael estudiando el valle por unos instantes—. ¿Ideas?

—Muchas —expresó él sombríamente.

—¿Alguna de la que te gustaría hablar?

—Solamente la que importa.

—¿Y cuál es?

—Él vive o morimos.

—¿Y cómo deberíamos ayudar a vivir a ese insolente radical al que llamamos primo? —manifestó ella, asintiendo con la cabeza.

Roland había ido tras Maro después de oír que este había dejado que su boca borracha hablara de llevar el cuero cabelludo de un amomiado al valle Seyala, morada durante el último año de todos los mil doscientos mortales que esperaban el gobierno de Jonathan. Michael había alcanzado a Roland en medio de la noche y él había permitido la compañía de su hermana, esperando que no se produjera un verdadero problema aparte del fastidio que sentía por el rescate del primo.

Hasta que hallaron el caballo de Maro a ocho kilómetros al sur del valle, muerto y cubierto con el nuevo olor a muerte que los había conducido hasta aquí.

Roland habría regresado por más guerreros, pero no podía correr el riesgo de perder el rastro del nuevo aroma, o la oportunidad de saber si la nueva muerte que se rumoraba era real. Con la toma de posesión de Jonathan dentro de pocos días no podían arriesgarse.

Más allá de eso, Roland sentía una responsabilidad personal por el exaltado radical. Si salvaban la vida de su primo, el príncipe en persona se aseguraría de que el hombre pasara el resto de la vida dolorosamente consciente de su locura.

—Matamos al resto —declaró Roland.

—¿Cómo?

—Lo sabré una vez que esté dentro.

—Querrás decir «que estemos». Una vez que estemos dentro.

—No, Michael. Tú no.

La hermana de Roland estaba en su mejor momento como guerrera, muy hábil en el manejo de la espada y el arco. El año pasado él la había visto encargarse de cuatro hombres en los juegos, poniéndolos de rodillas… tres con marcas de espada suficientemente profundas en sus gargantas como para quitar cualquier vestigio de duda en cuanto al dominio y precisión de la chica.

Roland la había ascendido entonces como su segunda, no porque fuera su hermana y portara la misma sangre antigua de los gobernantes, sino porque no la podían igualar en batalla. Y cada uno de ellos sabía que vendría la batalla.

Michael volvió hacia él sus ojos color avellana, que habían sido marrones antes de su mortalidad, igual que los de él. Los mortales no podían oler las emociones ni las naturalezas de otros mortales, pero Roland estaba seguro de que, si pudieran hacerlo, el aroma de la lealtad se le filtraría a su hermana por todos los poros. Ella moriría por él, no como su hermano, sino como su príncipe… así como habían jurado hacer todos los nómadas.

Razón por la cual él no debía darle la oportunidad.

—¿Puedo preguntar por qué?

—Porque te necesito para arrasar esa cabaña en caso de que yo falle.

—Rom es el líder de los mortales. Tanto de los custodios como de los nómadas.

—Rom es fuerte y le servimos —objetó Roland nivelando la mirada con la de ella—. Pero servimos primero a Jonathan y a nuestra gente. Nunca olvides eso. Uno de nosotros debe vivir.

—Entonces permíteme ir primero —pidió ella.

—¿Cuándo algún líder nómada no ha sido el primero en ir? —inquirió él debiendo esforzarse para quitar una leve sonrisa en la comisura de los labios—. No. Iré primero. Solo.

—Mi príncipe —asintió ella con una inclinación de cabeza.

—Ponte la capucha. Apenas yo entre, degüella todos los caballos, menos uno. Si las cosas salen mal, regresa a donde Rom, dale un informe completo y guía a nuestra gente. ¿Me hago entender?

La mandíbula de la joven se puso tan tiesa como su asentimiento de cabeza.

Roland hizo dar la vuelta al alazán y comenzó a bajar el terraplén, muy consciente de que Michael estaba a un caballo de distancia de él.

Era cierto lo que él había dicho. La única idea que importaba ahora era si ellos vivirían o morirían intentando preservar la vida que Jonathan había dado a todos los mortales. El muchacho estaba a nueve días de su toma de posesión. Y entonces todo cambiaría.

También era cierto que los pensamientos de Roland eran más complejos de lo que le importaba expresar, incluso para Michael.

El guerrero había dirigido a los nómadas durante doce años desde la muerte del padre de él y Michael, quien fue el que los guió en su rebelión contra el Orden viviendo en el desierto de Europa, al norte de Bizancio, aquella ciudad antiguamente llamada Roma en la era del Caos siglos antes.

Los súbditos de Roland se habían aferrado tenazmente a la resistencia por temor a ser controlados por los estatutos de la religión estatal… una religión que todavía reclamaba grandes bajas entre los nómadas, ya que la mayoría había cedido ante el mayor temor del creador del Orden. Y ante reglas con consecuencias eternas.

Los nómadas que permanecieron fieles eran los más puros de la humanidad, un pueblo extremadamente autónomo que llevaba su lucha y sus habilidades de supervivencia como una insignia de honor sin igual. Se conservaron solos, vagabundos con una larga tradición de forjar vivencias difíciles en áreas remotas, soñando con el momento en que derrotarían al Orden.

Dos años después de que Roland se convirtiera en el príncipe gobernante se había extendido el rumor de que a un niño al que habían conocido, a quien acogieran brevemente siendo bebé, lo habían confirmado como heredero legítimo del trono soberano. Se llamaba Jonathan.

Jonathan, el príncipe de vida. Había vuelto a ellos con Rom Sebastian y el guerrero Triphon, dos hombres cambiados por un frasco de sangre obtenido por la antigua secta de custodios en previsión del día en que la sangre de Jonathan comenzaría un nuevo reino.

Mortales, así se llamaban a sí mismos.

Roland había ofrecido su total apoyo. No necesariamente porque creyera en lo que se decía del muchacho o de la historia de amistad de los custodios con los nómadas, sino porque todo rebelde que se oponía al Orden era un amigo. Así que había dado la bienvenida a los mortales y les había enseñado las formas nómadas de supervivencia y lucha.

Rom Sebastian demostró habilidades superiores como líder. Hablaba con extraña pasión acerca de nuevas emociones desatadas por la sangre que había ingerido, y de una época venidera en que todos saborearían la vida como él la había probado.

Y entonces había llegado el día, cinco años antes, en que la sangre del muchacho cambió. El anciano que había venido con Rom, el último miembro sobreviviente de los custodios, la había proclamado lista para llevar vida a otros. En el mundo de nómadas hubo gran algarabía. ¿Podría ser así? Para asegurarse de que no se engañara a su pueblo, Roland había aceptado en sí mismo la sangre del joven.

Ese día, inyectado con una endoprótesis vascular directamente de la vena de Jonathan, el mundo de Roland había cambiado para siempre. La vida había llegado como una marejada, barriendo una muerte que él no sabía que existiera. Por primera vez había sentido la misteriosa emoción de la alegría, el éxtasis y el amor. Había rabiado por el campamento, delirante. También había hallado las emociones más siniestras: celos, tristeza, ambición, y había llorado como nunca, arañándose el rostro y maldiciendo su propia existencia. Cualesquiera que fueran los desafíos que le produjera esta mezcla de emociones, le hicieron sentir totalmente hermoso y también deplorable en sentidos que nunca había sondeado.

Pletórico de vida nueva y liberada, Roland había exigido a todos los nómadas que recibieran la sangre de Jonathan y también que le sirvieran en una nueva misión como la última esperanza para un mundo muerto. En los meses y semanas siguientes, más o menos novecientos nómadas llegaron a la vida. En los años posteriores se les unieron otros trescientos amomiados comunes, aprobado cada uno por quórum del concilio, antes de que este exigiera una moratoria hasta la total madurez de la sangre de Jonathan.

En el lapso de un año, los primeros mortales nacidos de la sangre de Jonathan comenzaron a observar nuevos cambios en sus sentidos. Podían oler las fragancias más leves con mayor sensibilidad que los animales. Podían percibir movimientos rápidos con gran detalle, todo a la vez, de modo que el mundo parecía detenerse con relación a ellos, dándoles gran ventaja en combate. Todos sus sentidos de tacto, gusto y oído aumentaron, y siguieron aumentando, casi hasta el punto de la insaciabilidad.

Pero quizás el cambio físico más fabuloso para cualquier mortal fue la promesa de vida extensa. Cuando los alquimistas de entre ellos —sobre todo el mismo custodio viejo— observaron en primer lugar el cambio en el metabolismo de las personas, fue el anciano quien calculó una nueva vida mortal mínima de cien años.

Eran una nueva especie, totalmente merecedora del nombre mortales. Eran un pueblo escogido y poderoso esperando fuera de control y con terrible anhelo el día en que Jonathan reclamaría el reino mortal para siempre.

Una nueva época se cernía sobre ellos. Esto era lo único que importaba.

Sin embargo, hoy estaba la necedad de Maro y este nuevo olor con el cual contender, esta muerte que emanaba de la cantina en el antiguo cauce a menos de doscientos pasos más allá.

Roland y Michael hicieron caminar sus caballos uno al lado del otro, con las miradas fijas y los brazos relajados. La fetidez era ahora tan repulsiva que esto era lo único que él podía hacer para no cubrirse la nariz.

—Ve a la derecha, hacia la parte posterior —anunció Roland—. Lentamente. Todos los caballos menos uno. Y hazme caso.

—Hermano, me niego a perder hoy a mi príncipe.

—Tu príncipe vivirá mil años.

—¿Y si esto fuera más de lo que esperabas?

—Si es así, Rom deberá saberlo. Hazme caso. Haz como te pido. Ve.

La joven espoleó el caballo hacia adelante, pasando frente a él y dirigiéndose hacia la parte trasera de la taberna.

La estructura de madera era poco más que una choza, construida a toda prisa y en malas condiciones. Aun desde donde se encontraba, Roland podía ver huecos entre las tablas de las paredes. Se asentó la capucha sobre la cabeza a medida que el viento arreciaba, enviando remolinos de polvo sobre los cascos de los caballos. Los amomiados no siempre los reconocían al instante a los mortales que cabalgaban más allá de su hogar en el valle Seyala, pues no sabían buscarles el exclusivo color avellana de los ojos. Pero Roland sentía que quienes capturaron a Maro sabrían exactamente qué habían tomado.

El guerrero podía sentir debajo del abrigo el peso de los cuchillos de lanzar, ató dos a un lado del cinturón cuando se detuvo en la cantina y luego se deslizó de la silla de montar. Enrolló las riendas alrededor de la barandilla con un firme tirón y miró los otros caballos.

Llevaban espadas de hoja recta enfundadas de las sillas; eran cortas, quizás cada hoja medía solo sesenta centímetros, un arma para arremeter y cortar, no para degollar desde el lomo del caballo. Roland nunca antes había visto espadas como estas, y sin embargo las empuñaduras estaban gastadas y obviamente usadas. Al menos, el hecho de que las armas estuvieran aquí significaba que los amomiados de adentro no esperaban ningún problema.

Roland volvió la mirada hacia la puerta e inhaló.

Alguien hablaba adentro. Una risita. Otra voz. Licor vertiéndose en una copa. Vino. Cerveza. Pan. Sal. Sudor. El tenue y agrio olor del miedo. Muy tenue. Mucho menos que el temor que emanaba de la mayoría de amomiados, generado por la única emoción que los llevaba engañosamente a creer que eran humanos.

Roland acababa de poner la bota en el primer peldaño cuando otro aroma le atacó los pulmones, filtrándosele en la conciencia. Era un olor que nunca antes había percibido. Penetrante. Fuerte, pero no ofensivo. Al contrario, agradable.

Algo distinto a muerte o miedo.

El corazón se le agitó, y deseó aplacarlo. Los mortales no podían oler las emociones de otros mortales vivos del modo en que podían oler el temor de los amomiados. Si él no podía oler a los mortales, entonces el aroma no era de Maro. Y no obstante aquello agitó algo nuevo en él, tanto que el corazón se le volvió a sobresaltar como un potro.

Roland pensó por un instante en retirarse para considerar la situación, pero este era un asunto que debía averiguar solamente por experiencia.

Subió los escalones y se detuvo en el rellano. Echó la chaqueta por detrás de sus hojas, enganchando el costado en el cinturón, despejando el camino hacia sus cuchillos. Sacó dos, uno en cada mano. Los sostuvo con firmeza a nivel de la cintura. Inclinó la cabeza y fijó la mirada en la grieta negra en la parte inferior de la puerta, y se calmó. No simplemente sus pensamientos o su valor… como hace cualquier hombre o mujer antes de atacar a un enemigo. Ahora había mucho más por deducir.

Los mortales llamaban a esto ver, y técnicamente lo era. Pero por ver querían decir entender totalmente cada elemento de esa visión de tal modo que el mundo parecía más lento, que llenaba de información cada instante, cada respiración y cada latido del corazón. Una ventaja superior, un gran regalo de la sangre extraordinaria que les fluía por las venas.

El viento sopló entre sus trenzas y le pasó rápidamente por la nuca. Él sintió eso, y mucho más. El corazón le palpitaba como los tambores encubiertos de los nómadas. Más allá del aroma que le engullía la nariz había más… más que las texturas, el olor y el sonido del mundo que tenía justo delante.

El tiempo pareció desacelerarse a su alrededor. Allí estaba la tranca de la puerta, rayada y desgastada prematuramente. Trabada, a través del espesor de la puerta misma de madera. Estaba la distancia entre él y esa puerta, el viento que discurría entre ellos y las ráfagas de partículas de polvo.

Roland mantuvo esa postura, esa visión, el aroma en sus fosas nasales, por un alargado segundo hasta que, como alguien que entraba a otro mundo, se volvió parte de ello.

Entonces avanzó, plenamente comprometido, sabiendo que contaba con una gran ventaja sobre cualquier cosa que lo esperara adentro.

Estrelló el hombro contra la puerta, astillando la madera alrededor de la cerradura. Esta voló haciendo gran ruido, y todos los detalles del salón encajaron en su lugar a la vez.

Bar: a lo largo del fondo del salón, coronado con gran variedad de botellas. Tres de ellas abiertas, una apestando a alcohol de cien grados. Doce jarras. Tres sucias. Taburetes: nueve, alineados frente al bar, sin respaldos. A derecha e izquierda: siete mesas. Redondas. Madera oscura, tratada con creosota. Pared del costado: una puerta cerrada. Un salón trasero a continuación.

Cuatro enormes guerreros vestidos de extraña armadura con paneles de cuero, grandes cuchillos en sus cinturones, apoyados en la barra. Dos con jarras de cerveza en los puños. Los tipos eran más grandes y más fuertes que cualquier amomiado que Roland hubiera visto: cuellos musculosos y veloces ojos negros, ya enfocados en el revuelo causado por él.

Detrás del bar un amomiado común y corriente con un delantal. Ninguna señal de Maro.

Roland vio todo esto a la vez antes de que su bota se asentara en las tablas del piso.

El salón pareció paralizarse, el aroma de cerveza recién vertida le cubría las fosas nasales. Un latido de corazón. La mitad de otro… el de ellos. No de él.

Entonces las manos de Roland brillaron con la velocidad de las víboras. Arrojó los cuchillos ocultos con suficiente fuerza para enviarlos directo y sin desviarse a una distancia de treinta pasos.

Las hojas centellearon hacia sus objetivos, uno en cada extremo de la barra. Muerte girando por el aire. Cabezas volviéndose, demasiado lentas, ojos nublados por el licor. Músculos faciales encogiéndose, demasiado tarde.

Las hojas alcanzaron a un tipo en el ojo derecho y al otro en la frente, clavándose hasta las empuñaduras en rápida sucesión.

Entonces a Roland le llegó el aroma, como una pared. Un olor de emociones que nunca antes había encontrado en ningún amomiado. La comprensión le tajó la mente como una lanza.

Pero no era vida. Imposible.

Las manos de él ya estaban en el segundo par de cuchillos, consciente de que estos hombres no estaban vivos. Que eran enemigos que lo matarían sin pensarlo dos veces. Giró a su derecha, ganando impulso para una segunda descarga.

Cuando volvió a girar se dio cuenta de la rapidez con que habían girado los otros dos. Tan rápido como había visto en cualquier luchador. Quizás mucho más.

Uno de ellos había extraído su cuchillo y estaba a medio camino de lanzarlo. El otro estaba empujando a su vecino que se desplomaba.

Roland se encargó del primero que lanzó el cuchillo… en el rostro, sin estar seguro de que la hoja atravesaría la pesada armadura de cuero sobre los corazones de ellos. Sin esperar a observar si el cuchillo había alcanzado su objetivo, el príncipe se lanzó hacia delante con todo su peso contra el último hombre.

Cabeza inclinada, tres zancadas de carrera de velocidad, golpeando la mandíbula del hombre como un ariete.

Los nómadas solían coser coronas de cuero en sus capuchas para ese fin. Había unas pocas partes del cuerpo que no se podían usar en combate sin la protección adecuada, la cabeza principalmente entre ellas. Ningún movimiento perdido, ningún arma desperdiciada, ningún momento malgastado.

Roland sintió que la corona de su cabeza se estrellaba contra la mandíbula del hombre. Oyó rotura de dientes y chasquido de huesos. El individuo se arqueó violentamente sobre la barra, en instantes inconsciente y flácido.

Mientras el cuerpo se desplomaba sobre la barra, Roland vio que su tercer cuchillo había dado en el blanco, quedando solamente el tipo que servía detrás del bar, con los ojos desorbitados y tratando de agarrar una espada apoyada en la pared detrás de él.

Con la paciencia consumida, Roland lanzó su último cuchillo contra la nuca del hombre. El amomiado cayó como un saco de heno.

El príncipe retrocedió y se quitó la capucha. El aire estaba en calma, lleno de podredumbre. Cuatro ya estaban muertos y no volverían a sentir. El quinto estaba inconsciente, incapaz de sentir nada por el momento.

Pronto se enteraría de todo lo que aquel sabía.

Pero, en primer lugar, Roland corrió hacia la puerta que llevaba al salón trasero y la abrió de par en par. En el interior de la pequeña despensa se hallaba el cuerpo atado de pies y manos de su primo Maro, amordazado y con ojos desorbitados.

Roland le lanzó una larga mirada y volvió a cerrar la puerta. Un grito sofocado sonó en el interior.

—¡Michael!

Ella ya estaba en la puerta, examinando su trabajo como quien lee la página de un libro. Volvió la mirada hacia su hermano.

—¿Maro?

—En la despensa.

—¿Vivo?

—Hasta que yo me acerque.

Los ojos de la joven se posaron en la forma desplomada de espaldas sobre la barra. Sacó un cuchillo y empezó a avanzar para rematar al sujeto.

—Déjalo vivo —decretó Roland.

Michael se detuvo a mitad de camino, lanzándole una mirada a su hermano.

—Desata a Maro. Usa la cuerda para asegurar a este hombre a su caballo. Lo llevaremos con nosotros —manifestó él dirigiéndose hacia la puerta.

—¿Y los otros? —preguntó ella.

—Se quedarán en su pira funeraria —contestó Roland sin regresar a mirar—. Arrasemos con fuego esta choza y orinemos sobre la ceniza.

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