Mortal

Mortal


Capítulo tres

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Capítulo tres

OCULTOS EN LO PROFUNDO del valle Seyala mil doscientos mortales comenzaban sus rutinas después de una noche de juerga. Un ritmo diario de reunirse, cazar, alimentar caballos y consumir la vida con avidez ligados en la inminente promesa del venidero reinado del muchacho. Después de quinientos años de opresión y muerte, ya no sería todo el mundo gobernado no por los estatutos del Orden sino por la vida.

Por Jonathan.

Sin embargo, esas mil doscientas almas vivas eran ajenas al giro de acontecimientos que había traído nueva muerte entre ellos en medio de la oscuridad de la noche.

Roland y Michael habían regresado al campamento antes del amanecer. Ahora, seis horas después, el Consejo de Doce se hallaba reunido en las ruinas del templo construido en el escarpado precipicio. Aquí, en el santuario interior, las ventanas antiguas aún contaban con una gama de vitrales, los únicos vidrios todavía intactos.

Como a treinta pasos de profundidad, estaba la cámara, más allá del patio exterior. Alfombras tejidas suntuosamente cubrían el punteado piso de mármol y se extendían más allá de los bancos de piedra subiendo tres peldaños hasta una pequeña plataforma. Había un altar antiguo en el centro, envuelto en seda color poso de vino bordada con el emblema del corazón de Avra. Avra, la primera mártir mortal. En lo alto del altar había un sencillo volumen apoyado en un soporte de madera. El Libro de los Mortales. En el interior de este se encontraban registrados los nombres de cada mortal y la fecha de su renacimiento, así como una traducción exacta del antiguo pergamino de los custodios que pusiera en marcha todos los acontecimientos que hicieron posible tal clase de vida.

Las antorchas que iluminaban la nublada mañana irradiaban cálida luz sobre la piedra expuesta de las seis columnas del salón que se erguían como centinelas a todo lo largo de la cámara. Pero hacían poco por dar color a la fantasmal palidez del amomiado que se hallaba amordazado y atado a una silla al pie de la plataforma.

Rom Sebastian, custodio, líder primogénito de los mortales, y protector de Jonathan, se hallaba de pie ante el amomiado, considerando cuidadosamente lo que podría significar este giro inesperado de los hechos.

Habían pasado nueve años desde que Rom bebiera del antiguo frasco de sangre que le dio vida y lo pusiera a tratar de encontrar al niño predicho por Talus.

Talus, el hombre que creó a Legión, el virus que despojó al mundo de su humanidad cinco siglos atrás, y quien había jurado deshacer su grave falta.

Talus, el genetista que calculó la llegada de un niño en cuya sangre se revertiría ese virus.

Talus, el profeta que estableció la Orden de los Custodios a fin de proteger un simple frasco de sangre, suficiente para despertar de la muerte a cinco personas y proteger al niño contra las fuerzas que intentarían asesinarlo.

Talus, quien escribió el pergamino antiguo con el que Rom halló al niño.

Rom levantó la mirada hacia el consejo reunido. Jonathan estaba visiblemente ausente, como siempre, pues prefería estar con el pueblo en lugar de decidir formulismos. Ninguna clase de persuasión había cambiado eso en él. Y, por tanto, el Consejo de Doce en realidad era un consejo de once: siete nómadas, incluyendo a Roland y Michael, quienes se negaron a sentarse, y cuatro custodios, incluyendo al primer amomiado convertido, una mujer llamada Resia, y aquellos dos que se unieran al principio a Rom hace nueve años: Triphon y el Libro.

El Libro, como llamaban al avejentado custodio, llevaba la barba blanca desatada de una manera que fascinaba a los nómadas, quienes todo lo trenzaban, incluso las crines y las colas de sus caballos. Sin embargo, el personaje había adoptado las pieles largas y negras de los nómadas, lo que le daba una sorprendente apariencia juvenil a pesar de la nívea blancura de cada cabello de la cabeza y la barbilla. Es más, el hombre parecía mejorar en el desierto, aunque Rom sabía que esto tenía menos que ver con el estilo de vida nómada y más con la nueva clase de sangre que al anciano le fluía por las venas después de haber experimentado, al fin, lo que esperara toda la vida: la verdadera vida de la sangre de Jonathan.

Triphon, sentado al lado del Libro, en los últimos años se había dejado crecer tanto la barba como el cabello, y llevaba la una y el otro trenzados y atados con los hilos del guerrero. Rojo, por matar amomiados; negro, por sus proezas en los juegos. Rara vez usaba los abrigos largos de los nómadas, pues nunca tuvo la paciencia para realizar el elaborado y prolongado trabajo con agujas para poner cuentas sobre el cuero, con las cuales se distinguía cada guerrero. Él había adoptado las simples polainas y túnicas con capucha que eran útiles a todos los nómadas, particularmente en combate.

Michael mostraba señales de fatiga, aunque solo en las arrugas que se le hacían en la comisura de los labios. Las medidas del consejo eran bien conocidas por tratar con la paciencia de ella, así como con las miradas fulminantes de Triphon.

Rom volvió la atención hacia Roland. El nómada permanecía con los brazos cruzados al lado de su hermana. Nadie habría imaginado por sus gestos que había pasado casi tres días durmiendo muy poco. O que, con su riqueza de perlas en el cabello y su gran debilidad por el arte, el príncipe fuera un guerrero tan brutal como ninguno que Rom hubiera visto.

El jefe nómada lo miró fijamente.

—¿Dices que eran cuatro? —quiso saber Rom.

—Cinco.

—¿Todos tan fuertes?

—Excepto el que estaba detrás de la barra.

—Y ahora están muertos.

—Siempre estuvieron muertos. Ahora son cenizas.

Así que Roland los había quemado a la costumbre nómada. Si dependiera de ellos, todo amomiado en el planeta estaría mejor reducido a cenizas que vuelto a la vida, un sentimiento que Rom apenas lograba entender.

—¿Armas?

—Espadas, hachas, cuchillos. De acero pesado —informó el nómada sacando de su espalda un cuchillo de monte de treinta centímetros y lanzándoselo a Rom, quien lo agarró en el aire.

La empuñadura del arma era de acero negro, igual que la hoja, pulida de tal modo que brillaba como el aceite a la luz de las antorchas.

—¿Has visto alguna vez un cuchillo como este? —inquirió Rom pasando el dedo por el filo de la hermosa arma.

—He visto demasiadas hojas para contarlas, pero ninguna como esta.

Rom analizó al amomiado, quien le devolvió la mirada con ojos negros como el carbón, inmutables. La armadura le cubría el torso, los muslos y los brazos con solapas superpuestas que le permitían moverse. Cuero negro, de más de medio centímetro de grosor, diseñado para detener un cuchillo. Las botas le llegaban a las rodillas, con puntas de acero y suelas de casi tres centímetros de espesor. Llevaba el cabello largo y grueso, retorcido en hileras de rizos enmarañados; tenía la mandíbula obviamente hinchada, pero por lo demás sus rasgos eran bastante refinados, a pesar del tamaño del sujeto. Este no era un simple matón.

Los mortales se habían topado antes con guardias élite: grupos disidentes cuyas raíces no se habían podido rastrear hacia una sola fuente. Siempre habían sabido que se levantarían fuerzas contra ellos para desafiar la soberanía de Jonathan. Pero, aunque el guerrero frente a ellos estaba obviamente entrenado en batalla y se trataba de un espécimen tan bueno en potencia y fuerza como ninguno que Rom hubiera visto, Roland solo había encontrado a cinco de ellos. ¿Dónde estaban los demás?

Luego estaba la pregunta respecto a qué era el guerrero. El extraño aroma que el tipo emanaba producía un ligero estremecimiento en los nervios de Rom.

—¿Qué piensas de él? —preguntó Rom mirando a Roland.

Todos ellos sabían a qué se estaba refiriendo.

—No tengo certeza alguna.

—Es emoción —terció Triphon.

—Imposible —objetó uno de los nómadas de rango llamado Seriph—. Si el sujeto fuera mortal no podríamos olerlo.

—Quizás no sea mortal, pero no huele como cualquier amomiado con que me haya topado —expresó Triphon—. ¿Cómo puede ser amomiado con ese olor?

—O es amomiado o es mortal. No hay término medio.

—Sabemos a qué huelen los amomiados. No sabemos cómo huelen los mortales.

—¿Estás sugiriendo que olemos así? ¿A muerte y a estos otros hedores mezclados en esa… repugnante fragancia?

—Estoy diciendo que no lo sabemos.

—Basta —decretó Rom levantando la mano; entonces se volvió hacia Roland—. ¿Cuál es tu mejor conjetura?

—Pregunta al alquimista. Esto es obra de un brujo.

A Roland nunca le había interesado la alquimia, prefería la manera natural de destilar pureza a través de las generaciones. Los nómadas, una vez homogéneos por necesidad, se consideraban especialmente puros ahora que estaban ligados por la sangre de Jonathan. Esto en contraste con los custodios, que eran de varias descendencias, excepto por lo único que tenían en común: que fueron cambiados de amomiados a mortales mediante la misma sangre.

—Te estoy preguntando a ti —presionó Rom—. Tú los viste, peleaste contra ellos, los mataste. Tú tienes los más agudos instintos aquí.

—Esto es lo único que sé —manifestó Roland en voz baja lanzando una mirada helada al prisionero—. Él es un enemigo que se llevó a uno de mis hombres. Su hedor a muerte es mucho más profundo que el de cualquier amomiado. Si esta nueva hediondez es vida, entonces es la obra de un mago alquimista. La verdadera pregunta es cuántos de ellos hay y bajo qué autoridad.

—¿Qué dices tú, Libro? —indagó Rom, asintiendo.

—Yo diría que tienes razón —expresó el anciano custodio cambiando la mirada desde el prisionero hacia el príncipe nómada; luego bajó la cabeza—. Roland tiene buena intuición.

El anciano se había vuelto muy firme este año a medida que Jonathan se acercaba a su madurez, y estaba dedicado sobre todo a la tarea de supervisar el cambio constante en la sangre del niño y a asesorar al consejo como un padre de pocas palabras. Lo único que le importaba era que Jonathan cumpliera la promesa de los custodios que llegaron antes que él: que la sangre del niño cambiara al mundo. Este era el destino de Jonathan, y verlo cumplido era el del anciano.

Rom compartía hasta el fin la determinación del custodio.

—Quítale la mordaza —pidió asintiendo hacia Roland.

El nómada se puso detrás del prisionero, desanudó la tela y soltó la mordaza.

El amomiado escupió sangre en el suelo, no tanto en aparente disgusto sino más bien para limpiarse la boca. Un diente salió saltando por la piedra polvorienta, yendo a parar cerca de los pies de Triphon, quien miró a Rom y luego se inclinó y lo recogió. Lo olió, y lo lanzó de vuelta hacia el prisionero con un movimiento del pulgar.

—Vainilla —manifestó.

—¿Vainilla?

—A eso me huele —expresó Triphon encogiendo los hombros—. Pudín de vainilla. Hay mucha mezcla de muerte, pero me viene a la mente vainilla.

Rom contuvo una leve sonrisa. Triphon, el hombre de palabras enfáticas y sin malicia, querido por todos. Excepto quizás por Michael.

—Es de pasta de vainilla —dijo el prisionero.

Esas palabras robaron el sonido del salón. Era asombroso que el hombre pudiera hablar tan bien a través de su mandíbula hinchada, y obviamente rota. Rom no estaba seguro de cómo reaccionar ante esa afirmación. Las pastas de vainilla eran comunes en estos lugares, masticadas para limpiar los dientes y refrescar el aliento. Pero oír esta primera confesión de un amomiado con ojos negros que portaba un cuchillo del tamaño del antebrazo de Rom le pareció extraño.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó.

El prisionero miró sin responder.

Los mortales podían ser muy persuasivos y fascinantes, rasgos que se había desarrollado con sus habilidades de percibir a otros en maneras únicas. La persuasión comenzaba con entender necesidades, temores y anhelos en otros. La sangre que Jonathan les había proporcionado les aumentaba la percepción de todo eso.

Del prisionero manaron nuevos olores, mitigados por uno mucho más conocido: temor. Respeto motivado por miedo. Honor, ligado al mismo temor. Evidentemente, el hombre era leal. Sería difícil doblegarlo.

—Estás en una posición difícil —formuló Rom en tono suave—. Reconozco que hay muchas cosas que no eres libre de decirme. Pero algunas otras sí, y yo las sabría. Quiero que sepas que nuestra intención no es torturarte, porque ya sabemos que no te doblegarás.

De inmediato, el prisionero comenzó a atenuar el aroma del miedo, no así la fetidez a muerte.

—Sabemos que estás muerto. ¿Sabes eso, amigo?

El hombre tragó saliva una vez, abrió la boca como para decir algo, la cerró, y entonces habló.

—Los amomiados están muertos —explicó—. No soy un amomiado.

—¿Estás afirmando que eres un mortal? —preguntó Rom después de hacer una pausa—. Porque apestas a muerto.

—No soy mortal, ni soy amomiado.

—¿Qué eres entonces?

—Soy humano, hecho por mi señor. Vivo.

—¿De veras? ¿Y quién es tu señor?

—Saric.

El nombre quedó como suspendido en el aire.

—Saric está muerto —declaró Triphon con voz fuerte.

—Saric… está vivo —objetó el amomiado—. Es un sangrenegra. Mi creador. Totalmente vivo, como yo estoy totalmente vivo.

Un escalofrío le erizó los brazos a Rom. Imposible. Miró al anciano custodio, cuyos ojos estaban desorbitados por la impresión.

—¿Te hizo Saric? —inquirió Rom volviéndose hacia el prisionero—. No. Quieres decir que él te cambió con alquimia.

—Magos —musitó Roland.

—Saric me dio vida, como se la ha dado a todos los sangrenegras.

—¿Los sangrenegras?

—Aquellos que estamos hechos a su imagen, resucitados de la muerte para conocer la vida plena.

—¡Sacrilegio! —exclamó Zara, uno de los ancianos nómadas—. Solo Jonathan puede dar vida.

Incluso mortales que llevaban vida a amomiados con la sangre de sus venas, un descubrimiento de los últimos seis meses, podían hacerlo debido solo a que su propia sangre provenía de Jonathan. A menos que Saric hubiera tomado sangre de Jonathan… Pero eso no era posible. Esta era una clase de vida totalmente distinta.

—¿A cuántos les ha dado «vida» Saric? —preguntó Rom con cautela.

—A tres mil —contestó el sangrenegra asintiendo una vez, con mirada firme.

Un débil pero colectivo grito ahogado llenó el arruinado salón.

—¿Tres mil? —exclamó Triphon—. ¿Todos como él?

—Más o menos —opinó el sangrenegra—. Y otros que no son guerreros como yo.

—¡Él está mintiendo! —profirió Triphon poniéndose de pie.

—¡Siéntate! —ordenó Rom.

La mano de Roland se posó en la muñeca de Michael, que se había dirigido a su espada.

Triphon volvió lentamente a su asiento.

Así que por fin aparecía la amenaza que ellos habían temido siempre. Pero Rom se negó a permitir que el temor se afianzara entre su consejo. Durante nueve años habían protegido a Jonathan con comunicación regular de parte de Rowan, regente de Jonathan y soberano interino. Ni una sola vez Rowan había hablado de alguna amenaza verdadera. Y Rom no toleraría ahora ninguna amenaza hacia Jonathan, quien dentro de ocho días reclamaría el cargo de soberano.

Cualquier otra cosa era impensable.

—Tres mil —declaró volviéndose hacia Roland—. ¿Es un problema?

—Sería mucho menos problemático si hubiéramos sabido y actuado antes —contestó deliberadamente el príncipe nómada.

—Eso no contesta mi pregunta.

—Si estás preguntando si podemos encargarnos de tres mil de ellos en confrontación directa, la respuesta es sí. Pero sería tonto de nuestra parte creer que la amenaza no sea aun mayor en el Orden.

—Si hubiera una amenaza en el Orden, Rowan lo sabría.

—Quizás.

Rom no insistió. En vez de eso se volvió hacia el sangrenegra.

—¿Dónde está Saric ahora?

—Donde no puede ser hallado.

—¿Cómo te llamas?

—No te lo puedo decir.

—¿Sientes miedo?

El amomiado encogió los hombros.

—¿Y odio?

—Todos los hombres odian a sus enemigos.

Y, sin embargo, los amomiados no sienten odio, solo temor.

—¿Tristeza?

—Cuando es apropiado.

—¿Es apropiada ahora?

—Mi compañera llorará cuando yo no regrese.

Rom sintió un extraño pinchazo de piedad por el hombre. Odio y tristeza, después. Estos eran dos de los nuevos olores que se olían. Cuál era cuál, no estaba seguro.

—¿Alegría? —indagó el Libro desde el otro lado del salón.

—Ninguna hoy.

—Eso es mentira —expresó Seriph—. Solamente los mortales sienten esas emociones que él está imitando.

—Cierra la boca, Seriph.

—¿Sería posible que Saric reviviera esas emociones?

—¿Cuáles son tus órdenes?

—Buscar a todos los que representen peligro para nuestro creador.

—¿Con qué propósito?

—Destruirlos —contestó el sangrenegra.

—Y ahora que nos has visto en acción, ¿crees poder destruirnos?

Una pausa.

—Sí.

—¿Sabes cuántos somos?

—No.

—Y sin embargo crees que puedes destruirnos. ¿Por qué?

—Porque solamente Saric puede prevalecer.

—¡Jonathan ya ha prevalecido! —exclamó Zara.

Sin previo aviso, Roland se acercó al prisionero y le propinó un puñetazo en la sien. El sangrenegra se desplomó en su asiento, inconsciente.

Silencio.

Lanzó a Zara una mirada iracunda y se volvió hacia Rom.

—Ya ha oído demasiado.

—Sacarlo del salón era más fácil —objetó Rom.

—Matarlo era más fácil.

—No matamos amomiados sin pensarlo dos veces.

—Matamos a cualquier enemigo que se interponga en el camino de Jonathan. Y este enemigo nos ha dado toda la información posible.

—No he consentido en matarlo.

—Él es repugnante, lleno de muerte. No tenemos más remedio que matarlo antes de arriesgarnos a que haga daño a Jonathan. Nada impuro entre nosotros, ¿no es ese tu propio edicto?

—Lo es, ¡pero eso no quiere decir que acabemos matándolo!

—¿Y qué propones? ¿Conservarlo encadenado para siempre?

Rom ya había pensado en el asunto y no se le ocurrió una respuesta. Nunca habían permitido que un amomiado permaneciera entre ellos, salvo los que recibían vida. Separación de los amomiados a toda costa era una ley dura y expresa que él mismo había defendido a medida que se acercaba la ascensión de Jonathan.

—Matándolo o no, tenemos que reconocer que si Saric está realmente vivo y logró crear a tres mil de estos, tenemos un problema —advirtió Triphon levantándose.

Rom se alejó, agarró el odre que yacía en el peldaño del altar, lo destapó y bebió profundamente.

Saric… vivo. ¿Sería incluso posible? Y si lo fuera, ¿pudo él haber concebido un ejército de amomiados otorgándoles alguna clase de vida… y suficientes como para tomar por la fuerza a la Fortaleza?

Ocho días. No entraría en conflicto directo con Saric estando el final tan cerca.

Le pasó el odre a Triphon y enfrentó al consejo.

—Esto no cambia nada. No alteramos el curso de las cosas. Permanecemos aislados aquí y mandamos a Jonathan a la Fortaleza el día de su toma de posesión. Si somos desafiados aceptaremos ese desafío, pero no iremos a buscarlo. No debemos exponernos al peligro antes de que Jonathan asuma el poder.

—¿Qué pasará después?

—Después él decidirá qué hacer con Saric.

—¿Que Jonathan decida? —masculló Seriph—. El muchacho es portador de vida y el legítimo soberano, pero no te equivoques. No es un líder.

—¡Silencio! —resolló Rom iracundo; su voz resonó en la cámara—. ¡Pronuncia una palabra más y yo mismo te encadenaré una semana!

Seriph alejó la mirada en deferencia.

—Seriph ha hablado inapropiadamente —opinó Roland dando un paso a la derecha—. Pero no podemos hacer caso omiso del clamor popular por una manera más proactiva de llevar al poder a Jonathan… y a los mortales.

—Si te refieres a los radicales, no quiero saber nada de eso —determinó Rom.

—Debes saber que su número está creciendo. Y que cada vez están más convencidos.

—¿De qué?

—De que Jonathan fue siempre una figura decorativa, no un líder. Que comenzará el nuevo reino como está profetizado, pero que no necesariamente lo gobernará.

—Siempre será soberano —expresó Rom—. Y los soberanos gobiernan.

—Sí, lo sé.

—No me digas que les das algún crédito a los radicales.

—Sirvo a la vida mortal con la mía propia, y a Jonathan con la vida de cada nómada. Sin embargo, es peligroso desestimar los sentimientos de otros mortales que han jurado proteger a Jonathan. Él nos ha dado vida y debemos protegerlo a cualquier costo.

—Lo protegeremos. Como nuestro soberano.

—Sí, desde luego. Mientras tanto, un enfoque más proactivo para eliminar cualquier amenaza presentada por Saric y esos sangrenegras…

Roland hizo sobresalir la barbilla hacia el desplomado prisionero.

—… podría ser la mejor manera de asegurar que el muchacho se convierta en soberano. Al menos ahora deberíamos considerar la opción, mientras la tengamos.

—¿Cómo? ¿Entrando en Bizancio y tomando la Fortaleza por la fuerza?

—Lo que sea necesario para asegurar la ascensión de Jonathan —indicó Roland encogiendo los hombros.

—No bañaremos en sangre su ascensión al poder a menos que nuestra mano se vea obligada —aclaró Rom.

—No, por supuesto que no —concordó Roland con una profunda inclinación de cabeza; siempre el guerrero y el estadista—. Mientras tanto, espero que matemos a este sangrenegra.

Rom contempló al prisionero, luego miró a cada uno de los miembros del consejo, reposando por último la mirada en su más fiel amigo.

—Triphon —dijo—. Busca a Jonathan. Él es nuestro soberano. Dejemos que decida.

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