Mortal

Mortal


Capítulo cuatro

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Capítulo cuatro

LA FORTALEZA. CORAZÓN DE Bizancio. Salón del trono del soberano. Sede del poder mundial.

Lugar de susurros. Zona de secretos.

Había pasado un día desde que el mundo de Saric cambiara otra vez. Ahora entró al vestíbulo exterior de la Cámara del Senado mientras sus pasos sobre el suelo de mármol resonaban a través del techo de la sala abovedada. Apenas era vagamente consciente de los dos guardias de la Fortaleza en uno y otro lado, acobardados al paso del hombre.

Saric respiró hondo.

Todo volvió precipitadamente en un instante: el caos de estos salones antiguos. Se filtraba desde las mismísimas piedras como sudor desde las paredes subterráneas. Revoloteaba a través de los pasillos como los fantasmas de una época anterior, susurrando cánticos de pasión. Ira. Amor.

Poder.

¿Tenían aquellos sentados dentro de la sala del senado alguna idea de cuán equivocados estaban? ¿De cuán débil y defectuosa era la base sobre la que habían construido sus aburridas e indiferentes leyes?

No.

Hoy lo sabrían. Hoy les enseñaría.

Saric se alisó la manga de su túnica negra y se dirigió hacia las enormes puertas que llevaban al interior de la cámara del senado. En su vida anterior había tenido muchas túnicas finísimas, pero ninguna podía igualar la que usaba ahora, que brillaba con aspecto de ónix y granate en el cuello y la bocamanga, bien entallada en los hombros que de los años de la metamorfosis del hombre habían emergido más anchos y musculosos que antes. Corban mismo se había recogido atrás el cabello, envolviéndolo en un trozo de la seda más fina que poseía. Un adorable tributo a su creador, lo que Saric había aceptado con pleno afecto frente a tal adoración.

Dos guardias se encontraban apostados en las puertas gemelas mientras él se acercaba. Uno de ellos palideció, el color del rostro le desapareció al reconocerlo. Así debía ser… Saric era un verdadero fantasma que volvía de los muertos. Una Parca que venía a tomar lo que era suyo.

—Mi señor —susurró uno, haciéndose a un lado.

El otro miró fijamente a su compañero, pero se mantuvo firme sin que la vara ceremonial a su lado temblara una sola vez.

—El Senado está en sesión —advirtió—. No está permitida la entrada.

Saric cerró lentamente la distancia entre ellos, hasta quedar a un brazo de distancia, le pasaba con toda la cabeza. La mirada del hombre se dirigió rápidamente hacia los dos guardias detrás del recién aparecido y luego otra vez a este bajándole por el cuello, donde la línea negra de las venas le desaparecía debajo del escote.

—¿Sabes quién soy yo? —inquirió Saric.

—No —respondió el guardia con la mano temblándole en la vara.

—Entonces es hora de que lo sepas.

Saric se inclinó, como para susurrar entre ellos.

El guardia miró hacia arriba y después de un momento de vacilación inclinó la cabeza hacia Saric, quien levantó los largos y pálidos dedos hacia la cabeza del sujeto acercándosele más, de modo que los labios le tocaron la oreja.

—Me podrías llamar muerte —susurró.

Entonces retorció la cabeza del guardia. Un sonido seco… y luego silencio.

El hombre se desplomó sobre el suelo de mármol mientras la vara caía estrepitosamente a su lado.

El guardia en la otra puerta retrocedió otro paso y luego se quedó helado, pálido como un fantasma.

Sin pronunciar palabra, Saric pasó de largo, mientras el borde negro de su túnica rozaba la bota del hombre muerto. Entonces colocó las manos contra las pesadas puertas dobles, las abrió de un lento empujón, y entró a la gran cámara del senado.

La sala no había cambiado en nueve años. Muy poco cambiaba entre los muertos. La gran antorcha ardía sobre el estrado, alimentada constantemente por un suministro de gas… la llama del Orden, recolectada desde todos los rincones del mundo, y que nunca debía extinguirse. Su humo había ennegrecido casi del todo a la antigua pintura del techo, borrándola.

Había un debate en pleno curso… a Saric no le importó de qué trataba. Ahora no importaba ninguna de las baladíes inquietudes de ellos. Solo importaba él.

La algarabía de voces comenzó a desvanecerse a medida que quienes se hallaban más cerca de la puerta del teatro de la cámara reaccionaban al verlo parado en el hueco abierto de la gran entrada. Los cuellos se volvieron. Gritos ahogados, sibilantes como oraciones para los oídos de él. Uno o dos de los senadores se levantaron a medias de sus asientos, cayéndoseles papeles de los regazos.

Saric soltó las puertas y recorrió el gran pasillo central, a través de las sillas del medio dispuestas en gradas, más sintiendo que viendo los cien rostros jadeantes a cada lado de él. Acogió el asombrado silencio como se toma el sol, o el poder de una tormenta que se avecina. En la parte trasera de la sala, las pesadas puertas se cerraron con un ruido sordo y hueco.

Allí en la redondeada plataforma que sobresalía dentro de la cámara estaba Rowan, el soberano regente. Por primera vez en su vida, Saric consideró con renovada curiosidad al individuo que conocía desde hacía tanto tiempo.

El hombre de piel oscura que una vez había servido al padre de Saric como líder del senado estaba aparentemente intacto, como el Orden mismo. Usaba la misma túnica negra de antes, el cabello recogido atrás en la misma forma que Saric recordaba vívidamente. Tan solo las leves rayas de gris en el cabello y las escasas arrugas debajo de los ojos traicionaban su envejecimiento. Por lo demás, era exactamente como había sido. Esto le pareció desilusionador a Saric.

El regente estaba sentado cerca de una mesa de mármol, tras la cual se ocultaba perfectamente la silla de soberano, significando la simbólica presencia del legítimo soberano, aún sin la edad requerida. En el otro lado de la mesa se hallaba un hombre con pelo canoso, nariz en forma de pico, manos agarradas de los brazos de la silla, y ojos fijos en Saric. Este entonces debía ser Dominic, el nuevo líder del senado.

—¡Orden! —gritó Rowan agarrando el martillo, golpeándolo dos veces sobre el grueso trozo de mármol; el viejo tonto aún no lo había reconocido—. ¿Qué significa esta interrup…?

Entonces Saric vio una mirada de reconocimiento en los ojos del regente: la colisión de lo imposible y lo inexplicable a la vez. El modo en que esos ojos lo recorrieron, deteniéndose en la cambiada estructura del cuerpo, y volviendo al rostro de extrema palidez.

El martillo se le deslizó de los dedos y quedó recostado en la mesa. Rowan dio un paso atrás.

Saric subió lentamente los peldaños hasta la plataforma. Se acercó a la mesa, sin dejar de mirar ni una vez al hombre.

—Saric… Creíamos que estaba muerto…

El auditorio detrás de Saric estaba en total silencio.

—Siéntate —ordenó.

El regente miró a Dominic y luego hacia la sala mayor del senado. Inclinó la cabeza y lentamente regresó a su silla. Se sentó como alguien inseguro de su propio movimiento.

Saric levantó el martillo, se golpeó una vez la palma de la mano, y se volvió hacia el público. Cien senadores lo miraban con expresiones variadas de confusión. No sabían cuán pronto sería apropiado aquel sentimiento.

—Estimados senadores. He regresado ante ustedes. Yo, Saric, quien una vez fui su soberano.

Murmullos entre los que se encontraban en la sala.

—Me he alejado de ustedes durante muchos años. Sin duda ustedes, igual que su regente, me creían… muerto —balbuceó y emitió una leve sonrisa—. Como pueden ver, estoy muy vivo.

Miró al líder del senado, sentado a la izquierda.

—Dominic, supongo.

—Correcto —contestó el líder sosteniéndole la mirada, firme.

El hombre era fuerte. Inconmovible. Eso era bueno.

—Tú sirves al Orden. Lo sirves fielmente como una forma de conservar la vida, dada como el regalo de Sirin después de la era del Caos. Dime si esto es verdad.

—Hemos comprometido nuestras vidas a ello.

—En efecto. Sus vidas —expresó Saric, se volvió hacia la asamblea y siguió hablando con clara y perfecta autoridad—. Fue Sirin quien primero predicó la negación de las emociones en una filosofía nueva diseñada para evitar las grandes pasiones que llevaron a las guerras hace cinco siglos. Y así la humanidad aprendió a controlar sus pasiones y más viles sentimientos. Las cosas viejas pasaron y nos convertimos en seres nuevos y evolucionados más allá de esos instintos más viles que una vez nos guiaron solo a la muerte y la destrucción.

Saric movió la cabeza y se dirigió al líder del senado.

—Esto también es verdad, ¿o no?

—Sí —concordó Dominic mientras se oía un murmullo de asentimiento en la sala.

Saric asintió con la cabeza y sonrió.

—Sí —continuó, dando un paso a la derecha, revisando el auditorio y manteniéndolo en silencio por un largo instante.

—Por desgracia, esa no es la verdad.

Miradas entre los senadores. En la periferia de Saric, Rowan se inclinó hacia adelante. El recién llegado le detuvo con una mirada.

—A ustedes les han dado de comer una mentira. Ustedes son producto no de filosofía, sino de traición… y alquimia.

Una oleada confusa de voces en toda la sala.

—La verdad es que ustedes no han evolucionado. Al contrario, los han despojado de las emociones que no sean necesarias para controlarlos. Concretamente, toda emoción menos el miedo. Todo a través de un virus llamado Legión.

—¡Insensatez! —exclamó Dominic, levantándose de la silla, pálido.

—Lo cierto es que Megas asesinó a Sirin cuando este se negó a infectar al mundo con Legión, sabiendo que el virus despojaría de humanidad al género humano. La verdad es que después de matar a Sirin, Megas liberó a Legión en el mundo, matando todo menos el temor requerido para crear marionetas del Orden. La realidad es que ustedes no han evolucionado… es más, han retrocedido.

—¡Absurdo! ¡Total herejía!

—¿Lo es? Pregúntense: ¿es lealtad lo que les obliga a ponerse de pie en este instante? Amor, ¿por el Orden?

—Sí —reconoció Dominic, enderezándose.

—¿Estás tan seguro? ¿O es solamente tu temor a perder la felicidad en la próxima vida si no te levantas y defiendes el camino del Orden? ¿Del mismo modo en que actúas de día en día cuidando solamente de no ser atrapado en transgresión y de que tus delitos no se multipliquen, para que el día en que la vida te corte arbitrariamente del mundo no vayas a parar al temor eterno?

El líder del senado se quedó totalmente callado, no enojado, porque los amomiados eran incapaces de tal emoción, sino aterrado. Rowan también se había puesto de pie.

—El temor nos guía, como debe ser —expresó Dominic.

—¿Como debe ser? La verdad es que eres incapaz de sentir todo menos miedo porque genéticamente te han despojado de esos sentimientos. O de lo que te hace humano. Lo cierto es, mis queridos Dominic, Rowan… estimados miembros del senado… que todos ustedes en realidad están bastante muertos.

Se quedaron mirándolo como si estuviera loco. Con estas palabras, el hombre acababa de matar toda credibilidad en los ojos de ellos, naturalmente. Pero se lo esperaba. ¿Qué persona a la que le dijeran que estaba muerta podría creer al portador de tan desquiciada noticia?

Saric esperó un momento, considerando brevemente el martillo en sus manos, antes de colocarlo con cuidado sobre la mesa de mármol, y moviéndose luego hacia el borde del estrado, donde encaró a Rowan.

—¿No soy su antiguo soberano? ¿El último soberano en funciones que se paró en esta sala?

—Sí —concordó el regente—. Pero…

—¿No he tenido acceso a todo archivo en los salones debajo de esta sala? —continuó Saric.

Miró hacia la puerta más allá del estrado. Era obvio que la habían sellado por los bordes, y que no tenía pomo ni tranca. Pero todo el que conocía la Fortaleza había al menos oído rumores del laberinto subterráneo de secretos debajo de este lugar.

—Sí.

—¿Vengo de la línea real de alquimistas?

—Sí —convino Rowan con la boca tensa.

—¿Y estoy muerto como tú y todos los demás aquí supusieron una vez?

—Evidentemente, no —contestó el regente después de titubear.

—Díganme —manifestó Saric caminando a lo largo de la tarima, abriendo de par en par la parte superior de la túnica donde se le fijaba al cuello.

Se volvió entonces hacia los miembros de la asamblea. Estos vieron el negro esqueleto de venas a manera de árbol debajo de la pálida piel, mucho más oscuras que las codiciadas venas azules de los nobles… tan alabadas que por años los miembros de la nobleza les habían resaltado el color con talco azul. El cuerpo de Saric mostraba una armoniosa musculatura y era más fuerte que cualquier otro que ellos pudieran haber visto.

—¡Esto es vida! Lo sé porque una vez estuve muerto —exclamó él, y se soltó la túnica—. Díganme, ¿cuándo fue la última vez que lloraron al ver el cielo? ¿Ante la devoción de sus electores? ¿Cuándo fue la última vez que ansiaron una comida con algo más que beber para sus cuerpos… que anhelaron cada experiencia solo por el bien de llevar dentro de sí mismos cada gota de vida?

Ellos se quedaron mirando, sin entender. Eso también era de esperar.

—Pero tal vez ustedes no puedan hacer ninguna de estas cosas. ¿Saben por qué? ¡Porque les falta la capacidad para algo así!

Esta vez hubo un conato de protesta, pero él levantó la mano pidiendo silencio.

—Hace nueve años el maestro alquimista Pravus me inyectó un suero que me encendió las venas con emoción de la clase que ustedes nunca han imaginado. Ira. ¡Lujuria! Celos. Me convertí en algo salvaje. El caos me gobernó el corazón. Sí, sé que esto es blasfemia contra el Orden. ¡Pero les aseguro hoy que su Orden es una blasfemia contra la vida misma!

A un lado, Rowan lo miraba con extrañeza, como con una nueva revelación propia.

—En esos días… —balbuceó Rowan en voz baja—. Antes de la toma de posesión… cuando usted quería convertirse en líder del senado…

—Sí. Así que ya lo sabes. No pude contener tan virulenta emoción, y Pravus me reclamó. Pasé ocho años en letargo. Hasta el día en que él me sacó como quien vuelve a emerger de la matriz. Esta vez, perfeccionado. Pravus pasó meses conmigo, enseñándome. Instruyéndome en esta nueva humanidad reformada.

Se le quebró la voz.

—Él era mi padre.

—Esto es… esto es abominación —susurró Rowan.

Por eso, el hombre iba a morir.

—Hoy día solo hay un hombre vivo en esta sala —continuó Saric haciendo caso omiso del regente y extendiendo los brazos como si fuera el padre de ellos—. ¡Vean y sepan ahora que yo soy esa persona!

Durante un largo instante nadie habló. Los muertos no podían rebajarse a desafiar tan absurda afirmación. Así había sido, y así sería…

Al menos por unos minutos más. Y luego todo el mundo les cambiaría delante de sus mismísimos ojos.

—Mi señor —declaró Dominic en tono ensayado y conciliador—. Sin duda investigaremos la veracidad de lo que usted afirma. Esto es toda una… revelación.

Esa no era la palabra que el líder del senado quería usar, pues constituía blasfemia para él, y Saric lo sabía. Así como el Orden era blasfemia para Saric.

—Lo veneramos a usted por su servicio al mundo… en un tiempo tal como el de la muerte abrupta de su padre, aunque no lo crea. Y puesto que el Orden es dado por el Creador, la ley no es el Creador. No es perfecta. Pero debemos seguir los dictados de la ley hasta que esta sea cambiada. Estas afirmaciones son serias, y darlas a conocer lanzaría al mundo nada menos que al pánico. No podemos permitir tal alboroto, y si se demuestra que esas afirmaciones son verídicas, deberemos proceder con sumo cuidado.

La ira surgió dentro de Saric como bilis. ¿Creía realmente el hombre que a él lo aplacaría una necedad tan sobreprotectora?

—Hasta el día en que sus afirmaciones sean probadas y el senado establezca lo contrario, se debe mantener el Orden. Nuestro Libro de las Órdenes es infalible, no creado por Sirin o por Megas, quien escribió ese libro sagrado, sino por el Creador que inspiró su escrito. Y hasta que llegue el día en que se pruebe que el libro está equivocado serviremos tanto al Orden como al Creador por obediencia a los estatutos escritos.

Murmullos de asentimiento.

Saric inclinó la cabeza. Todo muy previsible. De alguna manera, él había esperado más de esto.

En lo alto, la llama del senado ardía directa y continuamente, lanzando su tenue humo hacia la negrura del techo. Saric pensó que Dominic luciría muy apuesto en un sarcófago de cristal.

—Sí. Perdóname —expresó, inclinando la cabeza—. Tu memoria es infalible. Has dicho que estos asuntos serán investigados por el senado. La veracidad de ellos será revisada, y el senado actuará en consecuencia, aunque esto signifique alterar la historia del Orden mismo, la cual es la historia del mundo, y del Creador.

—Sí —afirmó Dominic después de titubear, y obviamente inseguro de esto último—. Si se prueba que tal revelación es verdadera.

—Hasta entonces, me inclino a tu sabiduría.

—Gracias, mi señor. Ahora, si podemos…

—Así como tú te inclinas ante la autoridad del senado. Así, solamente el senado podría decidir estos asuntos de acuerdo con el soberano.

—Sí. Así es como se hace —declaró Dominic inclinando la cabeza.

—Y ante la autoridad del soberano, que tiene todo el dominio sobre el senado.

—Sí, del soberano. Eso es verdad.

—Pero el soberano no está aquí… —expuso Saric, volviéndose y mirando alrededor.

—Pronto llegará a la mayoría de edad. Hasta entonces, está Rowan…

—Y si tu soberano estuviera aquí… el escogido por el ciclo, como lo dictamina el Orden… nacido el día séptimo del mes séptimo, el más cercano a la hora séptima, ¿te inclinarías?

—¿Mi señor?

Rowan estaba sentado adelante, con el ceño fruncido. Afuera en la sala del senado, los senadores habían regresado a sus asientos, la mayoría de ellos, ya suavizada la alarma anterior en una calma extraña, excepto para unos pocos, aún pálidos, obviamente deshechos por las afirmaciones de Saric.

—Servirías primero a tu soberano, antes que al senado —afirmó Saric, con las cejas levantadas.

—Por supuesto. Sirvo primero al soberano en todas las cosas. Como hacemos todos.

—Y no podrías hacerlo de otra manera —dijo Saric mirándolo de soslayo.

—Por supuesto que no.

—Bueno. Yo también me inclino ante la total autoridad del soberano.

Saric miró al hombre encubierto que se había deslizado en la parte trasera después de él, esperando sus órdenes. Corban. Luego levantó lentamente una mano para dar una señal clara a su jefe de alquimistas.

Corban se volvió, agarró las grandes puertas por las manijas y las abrió de par en par, haciéndose a un lado.

Dos sangrenegras atravesaron las dobles puertas llevando entre ellos la inconfundible figura de un cuerpo envuelto en seda blanca sobre un paño mortuorio. La vista de sus sangrenegras destacándose majestuosamente sobre los frágiles cuerpos de los reunidos inundó a Saric de un orgullo paternal. Ahora verían.

Pronto se inclinarían.

Pero, primero, los senadores cercanos a la puerta se pusieron de pie y retrocedieron, deslizándose como cangrejos. ¿Cuándo fue la última vez que alguno de ellos había visto un cuerpo sin vida?

Los cáusticos recordatorios de la muerte no estaban permitidos, ni siquiera en funerales.

—¿Qué significa esto? —preguntó Rowan poniéndose en pie cerca del estrado.

Los sangrenegras cargaron el paño mortuorio por el pasillo, subieron los escalones del estrado y depositaron el cuerpo envuelto sobre la mesa de piedra.

Ni un alma se movió. El aliento había huido de la sala. Un cuerpo muerto en la cámara del senado… solo con eso el Orden ya había sido hecho trizas hoy.

A cada lado del altar, los sangrenegras miraron hacia Saric, se hincaron en una rodilla e inclinaron las cabezas.

El hombre caminó hasta el lado del cuerpo, con la cadera casi rozando contra la silla de soberano. Pasó un dedo por el borde de la figura inmóvil, arrastrándolo hacia la cabeza. Agarró la tela de seda con las yemas de cuatro dedos y, con un rápido tirón, apartó la tela, quedando al descubierto el cuerpo desnudo de una mujer con los ojos muertos enfocados en el techo.

Rowan se quedó helado, los ojos desorbitados al reconocer el rostro pálido como la seda sobre el suelo. La sala estaba en total silencio.

Y entonces ese único nombre, susurrado por Rowan para que todos oyeran en perfecto silencio.

¡Feyn!

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