Mortal

Mortal


Capítulo cinco

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Capítulo cinco

JORDIN SIRANA ATRAVESABA EL campamento como «aquella a la que no se le ve». Este era el nombre con que sus compañeros la llamaban cada vez más, por su habilidad de pasar prácticamente desapercibida.

Ella tenía una estructura más pequeña que los demás combatientes. En un campamento lleno de nómadas ricamente adornados, la vista no notaba lo rojizo de la túnica y las mallas marrones… hasta que veían las trenzas atadas con tanto rojo que parecían teñidas en sangre.

El padre de Jordin había sido un desertor del campamento nómada en la Europa del norte, alguien que cambió el desierto por el Orden, un estigma transmitido a ella y a su madre, quien había muerto en una cacería menos de un año antes. La tribu ya no quería a la hija sin madre de un desertor y ese año la habían ofrecido en la Concurrencia. Si Roland no hubiera aprobado la adopción, ella habría tenido que salir a sobrevivir por su cuenta o morir. Escasas posibilidades para una niña de seis años.

Lo que en otro tiempo se consideraban deficiencias hizo de la joven lo que era hoy día: una feroz guerrera reconocida por todos los ancianos, incluyendo al mismo Roland. Una joven mujer de carácter inflexible, cuyas numerosas jornadas solitarias de caza y preparación con oponentes más corpulentos le habían dado reputación de ser veloz y tener precisión mortal.

Ella no hablaba mucho. No contaba historias acerca de la caza ni se pavoneaba de sus habilidades como hacían los demás. No era la primera en desafiar a un oponente en los juegos, ni la más rápida en levantar el puño en victoria.

Una guerrera sin pretensiones estaba libre del peso de la distracción. Poco escapaba a la observación de la chica. Como el hecho de que los caballos de Roland y Michael no solo habían vuelto antes del amanecer, sino que estaban totalmente empapados de sudor. Como el hecho de que cuatro horas después el humo en el brasero de Adah, quien cocinaba para Rom, aún se enroscaba en espiral bastante tenue como para mantener ardiendo el fuego antes de cocinar los primeros alimentos del día.

Cualesquiera que fueran las noticias que hicieran regresar a Roland con tanta prisa le habían robado el apetito a Rom.

Y ahora estaban llamando frenéticamente a Jonathan. Jordin podía oír sus voces resonando por el campamento. Lo necesitaban con urgencia.

¿Por qué?

Triphon, mientras tanto, había acudido directamente a ella.

—¿Lo hallarás?

—Sí.

La joven era quien tácitamente velaba por él, quien siempre sabía dónde hallar al soberano del mundo.

Jordin atravesó el campamento en silencio, pasó la yurta de Rhoda el herrero, la vivienda del nómada.

Aquí, el amplio valle Seyala se angostaba entre los precipicios y las nacientes colinas. La muchacha levantó la mirada, distinguiendo la conocida imagen del explorador sobre la loma por encima del campamento. Desde allí el guardia podía ver cualquier señal de movimiento abajo en el valle y más allá de la meseta.

La chica bajó trotando hacia el brazo más pequeño del río que pasaba al otro lado del campamento. Varios hombres y mujeres estaban lavando ropa, utensilios, niños y a ellos mismos; sus canciones iban río abajo como espumas de jabón. Jordin vadeó el río y subió corriendo la colina opuesta a las ruinas, haciendo solo una pausa cuando llegó a la cima del enmalezado cerro. Desde allí tenía perfecta ventaja para distinguir la figura de Triphon atravesando el campamento en su propia búsqueda del joven soberano. Esfuerzo desperdiciado, pensó la joven, aunque a decir verdad nunca se podía estar seguro del todo con relación a Jonathan.

Ella sabía esto: el soberano casi nunca estaba donde muchos creían que debía estar. Y por lo general se hallaba donde nadie suponía que estuviera.

Detrás de la loma rocosa había un lugar donde la colina se nivelaba frente a la pared del precipicio naciente, donde a menudo los niños iban a jugar fuera de la vista de sus padres, y donde los amantes se reunían en la noche fuera del alcance de la luz de las fogatas.

Jordin trepó el borde de la colina y los vio. Cinco niños jugaban con figuras talladas en madera. Y con ellos se hallaba Jonathan, como ella había supuesto al haber oído más temprano los planes de juego de los chicos.

Jonathan estaba sentado con las piernas cruzadas sobre la hierba llena de matorrales, con polvo en pantalones y botas. Había cambiado mucho del niño con cojera que llegara hasta ellos nueve años atrás, cuando la misma Jordin casi tenía diez, poco después de la muerte de su madre. Ahora él era un joven alto y delgado, dos cabezas por encima de ella, con cuello fuerte y hombros anchos, y manos que tocaban la lira nómada con la misma facilidad con la que ellos manejaban una espada. Tenía el cuchillo fuera y acababa de soplar el polvo de una nueva pieza de juego tallada cuando vio a la chica y sonrió.

Jordin le devolvió la sonrisa y aceleró el paso, sin disimular fácilmente su alegría por haberlo hallado. Otra vez.

Jonathan. El hombre que la miraba de modo distinto que a otras mujeres. El hombre que asentía cuando llegaban a extraerle sangre como si fuera un aljibe. Ella deseaba llevárselo cada vez que el custodio lo buscaba.

—Jordin, ¡ven a jugar! —exclamó uno de los niños—. ¡Jonathan está haciendo un segundo juego!

—¿Ah, sí? —contestó ella sentándose en la tierra al lado de ellos.

—¿Qué crees? —inquirió Jonathan, pasándole la pieza, que era del tamaño de la mano de un hombre, de forma cilíndrica.

—Creo que se parece…

Jordin hizo una pausa, agarrando por el pelo la tosca talla y se echó hacia atrás. La figurilla estaba parada sobre una piedra para hacerla de la misma altura que las otras. Ella levantó la mirada hacia Jonathan.

—… a mí.

—¡Eres tú! —tarareó uno de los niños—. ¡Y aquí están Michael y Roland!

La chica soltó una débil risita mientras miraba a Jonathan, cuyas trenzas le caían al rostro.

—Me sorprende que no hayas hecho a Triphon.

—La pieza sería demasiado alta —objetó Jonathan con una sonrisa irónica.

—Te está llamando. El consejo te necesita. Parece que es urgente.

—¿Urgente? ¿No lo es siempre?

—Creo que esta vez es diferente.

Jonathan bajó la mirada al cuchillo en su mano, asintió una vez y se puso de pie, extendiendo la mano para ayudar a la muchacha.

—¡No se vayan! —exclamó uno de los niños.

—Volveré. Lo prometo.

Jonathan agarró la mano de Jordin y la alejó de los niños, luego la soltó y la ayudó a bajar un corto descenso. Él nunca había sido reservado respecto a mostrar afecto, pero últimamente había algo más en la forma en que la tomaba de la mano. La chica se había asombrado cada vez, temerosa de investigar las intenciones de él, temiendo que lo que pudiera esperar fuera aplastado con una sola palabra que tan solo demostrara amistad. ¿Podía el joven sentir el temblor en el pulso de la joven cuando le tocaba los dedos? ¿Podía oírle la respiración entrecortada?

No hablaron mientras descendían hacia el campamento. No había necesidad de llenar el grato silencio entre ellos; en esto se parecían mucho.

Quienes lavaban ropa y se bañaban se pusieron de pie cuando ambos cruzaron el riachuelo, varios de ellos se acercaron a saludar al muchacho, estrechándole la mano.

—Jonathan —susurraron, haciendo una reverencia.

Él se lo permitió. Siempre lo permitía, mientras le tomaban la mano le tocaban con los dedos la vena a lo largo de la muñeca… un reconocimiento de la vida que fluía a través de esa vena. Unos pocos, una mujer de más edad entre ellos, levantaron avejentados dedos para tocarle el cuello.

Luego Jonathan y Jordin siguieron adelante, bordeando el campamento, pues atravesarlo les llevaría demasiado tiempo. Se detuvieron otra vez cuando quienes trabajaban detrás de sus tiendas se acercaron para tocar al muchacho, susurrando su nombre. Incluso al verlo, algunos entraban corriendo a sus tiendas y salían con trozos de carne, una copa de vino o leche de yegua. Él tomó todo, bebiendo la leche y desgarrando la carne con un entusiasmo que provocaba asentimientos de aprobación, y arrojando el vino como se esperaba.

Nunca había sido un misterio para Jordin por qué él se quedaba fuera del campamento cuando podía. No era solo por su bien, porque Jonathan no haría otra cosa que aceptar con gracia cada uno de los regalos, por tedioso que esto fuera; sino que lo hacía por el bien de ellos, porque no podían verlo sin sentirse obligados a agradecerle el enorme regalo de vida mortal. Por la aguda percepción que les servía tan bien en cada cacería. Por la existencia natural que celebraban en todo lo que hacían, desde la explosión de color en sus ropas hasta el ritmo de los tambores y la fortaleza del vino durante la noche. Todo lo cual anhelaban y usaban con energía.

Todo lo cual Jonathan, y también Jordin, disfrutaban tanto dentro como fuera del campamento. Más.

Llegaron a las ruinas del templo por el costado. Sobre las escaleras de piedra, las antiguas columnas se abrían hacia el cielo. El techo abovedado que una vez los protegiera, hacía tiempo había cedido y había sido saqueado por carroñeros. En un tiempo fue una basílica, antes de la era del Orden, cuando los hombres conocían al Creador por otro nombre: Dios.

En la solitaria viga de piedra que apuntalaba las dos columnas frente al patio, Rom había cincelado el credo por el cual vivían los mortales: La gloria del Creador es el hombre totalmente vivo. Se afirmaba que este credo fue proclamado primero por un antiguo santo llamado Ireneo durante el segundo siglo del Caos, hace dos mil trescientos años.

Hoy día las esquinas de piedra estaban rotas, y diminutas plantas crecían en las grietas entre cada peldaño, pero cada vez que Jordin subía esos escalones se le erizaba la piel. En el santuario de este templo llamado Bahar, nombre que una vez le dijeron que significaba «fuente de la vida», la muchacha había entrado a la mortalidad en la elevada plataforma, sin padre ni madre que la recibieran abrazándola después.

Había sido Jonathan quien la besara y le diera la bienvenida a la vida aún con la endoprótesis vascular en el brazo.

Los jóvenes atravesaron el largo pasillo de columnas hasta el santuario interior en la parte trasera, abriendo juntos de un empujón las puertas dobles y entrando sin decir una palabra.

El olor asaltó sin previo aviso a Jordin, quien retrocedió. Jonathan titubeó, también.

Fetidez a amomiado.

O a algo más…

Diez cabezas se habían vuelto, Roland, Michael, Rom y el anciano custodio entre ellos. Sobre el amplio pasillo frente al altar, un enorme y pálido individuo derrumbado en una silla. ¿Era eso lo que ella olía? El sujeto parecía un amomiado. Era dos veces y media más alto que Jordin, y el cabello descuidado y enmarañado le colgaba como cuerdas de la cabeza. A la chica se le pusieron los pelos de punta al verlo.

Rom se les acercó a toda prisa mientras los demás se ponían de pie. Roland y Michael ya estaban parados.

—Jonathan —expresó Rom inclinando la cabeza.

—¿A quién estoy oliendo? —preguntó Jonathan.

—Es el amomiado que Roland y Michael trajeron anoche —contestó Rom, con la mandíbula apretada—. Necesitamos que tomes una decisión.

Jonathan miró al amomiado, cuya nuez se le balanceaba en la garganta al tragar.

—Por favor.

Rom guió a Jonathan hasta el frente de la sala.

Jordin se dirigió hacia la última fila de bancos de piedra en la parte trasera, y se quedó de pie al borde de una alfombra con flecos. Por la mirada de refilón de Siphus y los contactos visuales entre Zara, Roland y Rom era evidente que algo pasaba con el amomiado. También por la tensión en la mandíbula de Roland.

Detrás de la joven se abrieron las puertas y Triphon irrumpió en el salón. Una de las puertas se cerró de golpe en las antiguas bisagras. El vitral se estremeció en la ventana cercana. El amomiado de la silla se sobresaltó ante la conmoción.

—No puedo hallar a… —dijo Triphon y se detuvo—. Pero si aquí está Jonathan.

Arrugó la nariz, aparentemente reajustando el olor en el salón, y luego corrió por el pasillo hasta llegar al frente, haciendo a Jordin un leve asentimiento con la cabeza mientras pasaba a tomar su asiento.

—Este… amomiado que trajeron Roland y Michael —expresó Rom, gesticulando hacia el hombre que se revolvía en la silla—. Es distinto.

Jonathan asintió con la cabeza, mirando al sujeto; aún tenía la túnica polvorienta por haber estado sentado en la loma.

—Él afirma estar vivo. Que ha recibido vida… —continuó Rom e hizo una pausa, como si no estuviera seguro de lo que iba a decir—. De parte de Saric.

—¿Saric? —exclamó Jonathan, más bruscamente de lo que Jordin le había oído hablar alguna vez.

—Sí. Él afirma que Saric está vivo, y que ha formado tres mil guerreros más… sangrenegras, los llama, iguales que él. Pero hay algo más. Este…

—Siente —interrumpió Jonathan.

—Así lo creo.

—Siente emoción.

—Eso es lo que creemos.

—Imposible —murmuró Seriph.

—Sí, imposible —concordó Rom remarcando las palabras—. Pero parece que lo imposible nos ha llegado hoy aquí.

Jonathan miró con calma de Seriph a Rom y luego al amomiado.

—Él nos ha visto aquí —comentó Roland—. Ha oído demasiado. Yo aconsejaría matarlo.

Jonathan pareció evaluar a Roland antes de volver lentamente la mirada otra vez hacia el amomiado en la silla. Este acababa de levantar la cabeza y pestañeaba delante de ellos, moviendo lentamente la mandíbula, con una fuerte contusión a lo largo de la pálida piel del rostro y otra más reciente cerca de la sien.

Jonathan pasó a Roland, deteniéndose justo frente al amomiado, y alargando la mano.

—Jonathan… —vaciló Roland dando un paso adelante.

Rom estiró la mano para detener al príncipe. Los dos se quedaron atrás, en posición tensa, mientras Jonathan tocaba lentamente la cabeza del hombre, llegando a reposar los dedos en la rebelde maraña del cabello del sujeto.

Una cosa era que un guerrero tocara a un amomiado, pero el consejo había concordado en que nada inmundo debería tocar a Jonathan a menos que fuera para dar vida a ese amomiado… una rara ocurrencia este último año, tan cerca del reinado del muchacho. Simplemente, el riesgo era demasiado grande. Jonathan tenía que ser protegido a cualquier costo.

El amomiado levantó la cabeza para mirarlo, y Jordin se estremeció ante el helado destello de esos ojos negros.

—Mi amo verá muertos a todos ustedes —manifestó el amomiado.

—¡Silencio! —ordenó Rom—. ¡Es a tu soberano a quien le estás hablando!

—Mi soberano es mi creador. Y mi creador es Saric —objetó el hombre.

Jonathan lo miró un momento más y luego se alejó lentamente.

—¿Qué dices a esto, Jonathan? —inquirió Rom, con la línea de la boca tensa—. ¿Debería ser liberado, quedar prisionero o morir?

—¿Me estás pidiendo consejo o una decisión?

Rom titubeó, mirando con cautela hacia Roland. Todo aquel cercano a Jonathan sabía que él nunca expresaba interés en ejercer autoridad explícita para tomar decisiones específicas que afectaran la seguridad de los mortales.

—Tu decisión —contestó Rom.

—Ninguna de esas alternativas —declaró Jonathan mirando de Rom a Roland—. Hazlo mortal.

Por un momento nadie pudo responder. Ni un sonido, ni un movimiento.

Entonces Triphon y Seriph se pusieron de pie. La mirada de Roland se posó en Rom, su significado era inconfundible. Haz que entienda. El anciano custodio se irguió lentamente, pero no dijo nada.

—Jonathan… ¿estás seguro? —indagó Rom.

—Sí. Hazlo mortal. Dale mi sangre.

—No podemos desperdiciar tu sangre en nuevos amomiados —opinó el Libro con voz vacilante—. Decretamos una moratoria al respecto por una razón.

—Jonathan es nuestro soberano —manifestó Rom levantando la mano—. Él ha hablado. Haremos según sus deseos.

—Yo no quiero sangre de ustedes —objetó el hombre en la silla mirando confuso del uno al otro.

—Porque no la mereces —observó Seriph, escupiéndolo.

—¡Hazlo! —gritó Rom—. ¡Ahora!

El custodio se dirigió al altar y levantó el borde de la seda que lo cubría. Allí, en el altar, había una pesada argolla metálica. Tiró de ella y toda una parte de la piedra se deslizó con un chirrido. Luego hurgó dentro del cajón de piedra y sacó varios útiles: una endoprótesis vascular de casi veinte centímetros de largo, hueca y estrechada en cada extremo para insertar agujas puntiagudas, y un pedazo de paño. De color marrón, pensó ella… pero luego lo olió, aun desde aquí.

No. Manchado de sangre. Sangre de Jonathan.

Jonathan se hincó sobre una rodilla al lado del amomiado, se subió la manga y apoyó el antebrazo en el brazo de la silla como si este fuera solo otro día de sangrado. El amomiado en la silla miró frenéticamente hacia todos lados.

—¿Qué están haciendo? ¡Me van a matar! Por favor, ¡no hagan esto!

Nadie respondió.

El custodio se arrodilló frente a ellos, sacó su cuchillo y cortó la manga de la túnica que el amomiado llevaba debajo de la armadura blindada; luego le desinfectó rápidamente el brazo, así como la muñeca de Jonathan. Tirando la manga al suelo, se inclinó primero sobre Jonathan, obstaculizando la vista a Jordin, pero ella no necesitaba ver lo que estaba sucediendo ahora: un extremo de la endoprótesis deslizándose al interior de la funda corta y permanente insertada en la vena de la parte interior del brazo. Jonathan se volvió ligeramente, mientras el antiguo alquimista guiaba el otro extremo al interior de la vena en el brazo del amomiado. Este contrajo la cara.

Silencio en la cámara, excepto por la respiración del prisionero. Mientras el ambiente se hacía más pesado y penoso, Jordin no pudo dejar de pensar en el día de su propio renacimiento… el dolor ardiente que sintió, como ácido atravesándole las venas. La manera en que el ardor amainó y luego le provocó una calidez como de bebida alcohólica, pero más lánguida y eufórica, de modo que ella pudo sentir en los oídos las palpitaciones de su corazón demasiado fuertes, como si comenzara a latir por primera vez.

La euforia. La gratitud. La abrumadora sensación de extraña pérdida. La repentina urgencia o necesidad de llorar. La manera en que cayó en brazos del custodio sin poder alejar la mirada de Jonathan. Contemplándolo. La necesidad de agarrarse de alguna visión mental como la de un ancla contra la ola que amenazaba con derribar a la chica.

De pronto, el amomiado boqueó. Se tensó contra sus ataduras. El custodio retiró rápidamente la endoprótesis, primero de Jonathan, cuidando de secarle la sangre en la piel con el paño. Jordin pudo olerlo, incluso desde aquí, mucho más allá del hedor del amomiado, que de prisa… cambiaba.

El Libro dio un paso atrás, pero Jonathan permaneció arrodillado, mirando cómo el prisionero comenzaba a respirar profundamente, y luego a jadear, como con gran dolor. Luego arqueó la espalda con una súbita mueca. Entonces se le contrajo la expresión y en terror se le desorbitaron los ojos.

Se quedó así, paralizado.

Jonathan miró rápidamente al custodio, quien se inclinó a toda prisa, obstaculizando la visión de Jordin de ese horrible rostro, mientras el Libro abofeteaba al amomiado, ligeramente al principio, y después con un golpe categórico. La cabeza del hombre cayó a un lado.

El custodio se dio la vuelta. La mirada en su rostro era de asombro.

—Está muerto.

Jonathan estaba mirando entre ellos, al brazo del hombre y luego al suyo propio. Los miembros del consejo se estaban poniendo de pie, levantándose despacio por la impresión.

—Imposible —manifestó débilmente Rom.

—Está muerto —repitió el custodio.

—¿Cómo puede ser?

—No lo sé.

Jonathan se puso de pie, pálido.

Jordin acababa de salir de la fila de asientos para acercarse cuando una de las puertas dobles se abrió de golpe.

Olor a amomiado, verdadero y común, sopló con la ráfaga repentina de aire a través de las columnas del exterior. Un hombre, vestido con ropa de la ciudad.

Se trataba de Alban, un espía amomiado leal a Rowan y bien remunerado por los mortales para vigilar los acontecimientos en la Fortaleza y reportárselos cuando fuera necesario. Como tal, era leal al regente del Orden y también estaba decidido a permanecer amomiado hasta el momento en que el Orden permitiera su mortalidad.

Lo cual nunca sucedería.

—Perdónenme —expresó Alban, corriendo por el pasillo, exactamente hacia Rom.

—¿Qué pasa? —objetó Triphon, moviéndose hasta quedar frente a él.

—Traigo un mensaje de la Fortaleza —informó el amomiado, mirando de modo nervioso a su alrededor; positivamente olía a miedo.

—¿Ah, sí? —exclamó Rom pasando a Triphon—. ¿De qué se trata?

—Del cuerpo de Feyn —explicó el recién llegado, y carraspeó—. Ha desaparecido.

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