Mortal

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Capítulo cuarenta y tres

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Capítulo cuarenta y tres

ROM SE PUSO EN pie en los escalones del patio con Jordin y el custodio, frente a mil mortales que habían acudido a las ruinas al correrse la voz de que Jonathan vivía. Tres horas habían pasado desde que primero Rom, luego Jordin, y después el Libro tomaran la sangre de Jonathan e ingresaran a la abrumadora luz del nuevo reino soberano.

Padres y madres, hijos e hijas, nómadas y custodios por igual habían escuchado con fija atención durante treinta minutos mientras Rom hacía su apasionada súplica de que todos ellos murieran y resucitaran de nuevo para hallar una nueva vida que nunca habían conocido. El consejo se puso al corriente en la parte inferior de las gradas, observando con una mezcla de curiosidad, esperanza y escepticismo. Pero fue la inexpresividad de Roland lo que llamó la atención de Rom.

El príncipe había oído el ferviente llamado de Rom a una vida con interés, pero mientras el líder de los mortales intentaba explicar cómo se sentía esta nueva vida, una sombra había descendido sobre los ojos del jefe nómada.

¿Cómo expresar la certeza de vida con la convicción de aquello que no se ve, a un pueblo que había aceptado la esperanza mortal? Rom no tenía nuevas habilidades que se supieran, al menos no por ahora. Seguramente vendrían, como ya había ocurrido antes, en impresionante despliegue que haría insignificantes a sus antiguas vidas. Pero por ahora, ni Rom ni Jordin ni el custodio podían provocar una tormenta como hiciera Jonathan, o chasquear los dedos y partir los escalones de mármol de las ruinas.

De todos modos, Rom no podía confundir la abrumadora urgencia de vida que lo había sacado de la oscuridad y lo había llenado de luz y conocimiento explosivos. Un nuevo poder había surgido en su mente y en su corazón, no superados por nada de lo que hasta ahora él había comprendido.

Él sabía.

Como un maestro que veía las obras de todo lo que ha realizado, él sabía.

Sin embargo, los mortales que lo miraban con rostros inexpresivos no sabían. No podían saber.

—Yo los veo a ustedes, no como lo hacía ayer, sino de una nueva manera. Veo el amor y las dudas que sienten. Sus mentes y sus corazones.

Caminó hacia la derecha y miró a la multitud.

—El primer custodio supo que un niño traería nueva vida al mundo, y sus palabras resultaron ciertas. Pero Talus no podía saber cómo nos cambiaría esa vida. No dijo nada de nuestro sentido mortal o de cuántos años viviríamos. Él supuso que llegaría el cambio a través de medios políticos… por la fuerza, si fuera necesario. Pero Jonathan afirmó que traería un nuevo mundo por medio de su muerte. Un régimen de soberanos.

Las palabras que Rom manifestaría a continuación no serían tan bien recibidas, pero esto importaba poco ahora. Cada mortal, igual que él, debía tomar su propia decisión: morir y vivir, o vivir y morir.

—Quienes hemos recibido la sangre de Jonathan estamos ante ustedes como los tres primeros mortales que somos soberanos.

Miradas y susurros. Roland permanecía como una piedra.

—Como mortales de un reino soberano, repleto de una vida superior a cualquiera que hayamos probado.

—¿Superior? —objetó el radical Seriph—. Pero pareces el mismo.

—Superior —replicó Rom al escéptico nómada.

—Demuéstranos.

—¿Estamos vivos? —le preguntó Jordin, dando un paso al frente—. ¿Te parezco muerta?

—¿Parece muerto un amomiado? —replicó Seriph.

—¿Cómo te atreves a cuestionar lo que Jonathan nos ha dado? —gritó ella—. Tú, que someterías al mundo con tu espada y vivirías mil años sin conocer la verdadera vida… ¿te corresponde cuestionar la autoridad del soberano?

Seriph extendió los brazos y miró alrededor. Salió de la línea y enfrentó a la asamblea con una mirada inquisidora.

—¿La autoridad de quién? ¿De Jonathan? Si él vive, déjenlo hablar. Que nos diga que debemos morir y convertirnos en diminutos soberanos sin propósito.

—¡Él vive! —exclamó Jordin, golpeándose el pecho, con la cara roja—. ¡Aquí!

Entonces se palmoteó la cabeza.

—¡Aquí!

Luego señaló con el dedo hacia el santuario interior.

—Reciban su sangre y conózcanlo por ustedes mismos —concluyó.

—Tranquila —susurró Rom en voz baja—. No entienden.

—No —coincidió la chica también en voz baja, mirándolo con extraña revelación—. No pueden oír.

—Ellos dicen que no podemos oír —objetó Seriph con poca cortesía, el rostro contraído por el desprecio—. Esta tontería de una ridícula amante tan loca como aquel del que ella ha tomado la sangre. Insisto en que les dejen mostrarnos exactamente cuán sordos somos.

Jordin estaba a punto de volver a hablar, pero Rom levantó una mano e hizo que mantuviera la boca cerrada.

—Les mostraremos —expresó—. Pero podría tardar algún tiempo.

—¿Tiempo? ¿Mientras Saric reúne a sus sangrenegras para volver a tomar varias vidas? Muéstrame cómo acabar con la muerte y gustosamente recibiré tu sangre.

—¿Qué sangre? —terció Roland mirando a Rom—. ¿Sigues siendo un creador?

Rom no había considerado la pregunta.

—¿No? —continuó el príncipe para que todos lo oyeran—. ¿Y cuánta sangre queda en los frascos?

Rom se quedó callado. Solo quedaban dos.

—Dime, Rom, ¿ves aún con sentido mortal?

Rom sintió acelerársele el pulso. Miró rápido por todos lados comenzando a comprender. Había estado tan inmerso en este cambio que no lo había notado. ¿Parecía más lejano el risco distante? ¿Le llegaba el sonido de los cuervos menos vibrante que antes?

Seriph levantó las cejas y miró a Roland con tanta rapidez que Rom casi no lo nota.

Entonces lo supo. La percepción a la que tanto se había habituado… había desaparecido.

Miró a Jordin y al custodio, cuya audacia parecía haberse sacudido.

—¿Y bien?

—Como dije, no conocemos la magnitud de los cambios —contestó Rom volviéndose hacia Roland—. Solo que sabemos más.

—¿Más de qué? ¿De mi mente? ¿Puedes oler los caballos? ¿El hedor a sangre en el suelo? ¿Puedes oír como solías hacerlo?

Ahora Rom tenía la clara certeza de que no podía.

—No —cuestionó Roland—. No creo que puedas. Pero eso no debería sorprenderte. Después de todo, bebiste la sangre de un amomiado.

—¿Te atreves a llamar «amomiado» a quien te dio vida?

—No necesito hacerlo —respondió el príncipe—. El custodio puede resolver el caso.

Entonces cambió la mirada hacia el Libro.

—Díselo, anciano.

El custodio parpadeó.

—Diles el secreto de la sangre de Jonathan en sus últimos días. Diles que Rom insistió en que lo ocultáramos al pueblo.

—¿De qué se trata? —exigió saber la concejala Zara.

Como el anciano permaneció callado, Roland subió los tres primeros peldaños del arruinado templo. No muy lejos de su pie se hallaba una negra hendedura que no había estado allí solo días atrás.

—¿No es verdad que en sus últimos días la sangre de Jonathan se revirtió a la de un amomiado? ¿Qué, cuando murió, su sangre había perdido todos los poderes mortales que nosotros aún poseemos? ¿Qué, según tus propias pruebas, en verdad Jonathan se había convertido en amomiado? ¡Díselo, anciano!

Murmullos interrumpidos por gritos de indignación se extendieron entre la multitud.

—No lo sabemos —declaró el custodio.

—¿No lo sabes? Pero tus pruebas eran claras… tú mismo lo afirmaste —acusó Roland, y se volvió otra vez hacia la asamblea—. La sangre de Jonathan se había revertido.

—Nuestras pruebas no pueden…

—Y, sin embargo, afirmas tener más conocimiento que yo. Jonathan murió como amomiado. Y ahora la pregunta que yo haría es: ¿son ustedes también amomiados? ¿Nos piden de manera descuidada, tal vez maliciosa, que nos unamos a ustedes en la muerte como podrían hacerlo nuestros enemigos?

—¿Cómo te atreves a decir esto a tu líder? —cuestionó el Libro con voz ronca—. ¿Te olemos a amomiados?

Roland hizo caso omiso del ataque.

—¡Entonces prueben esta nueva vida que tienen! —gritó, lanzando el desafío como un guante.

—¿Probar cómo? —discutió el Libro—. Rom ha clarificado el punto, todavía no sabemos qué nuevos poderes podríamos tener o no. ¡El hecho de que cada uno de nosotros se encuentra cambiado ante ustedes es prueba suficiente!

—Hablas por desesperación —gruñó Roland—. Ustedes han perdido la vida eterna que tienen todos los mortales. ¿Esperan que muramos por esta esperanza?

Sanath, una mujer de unos cincuenta años, avanzó entre la multitud empujando una carretilla cargada con el cuerpo de su esposo, Philip, un arquero nómada a quien habían acuchillado en el pecho durante la batalla y que había luchado por aferrarse a la vida.

Mirando a Rom con ojos llenos de lágrimas, llevó el cuerpo al pie de las gradas. Con una mirada a la inmóvil forma de Philip, Rom supo que el hombre había muerto durante las primeras horas de la mañana.

—¿Ofreces vida? —inquirió Sanath con voz entrecortada—. ¡Por favor! Dale esa vida a mi marido.

—Sanath, no creo… —balbuceó Rom sintiendo que se le formaba un nudo en la garganta.

—¡Tú ofreces vida! —gritó Sanath, señalando hacia Rom con el dedo—. ¡Entonces trae de vuelta a mi esposo!

—Una petición razonable —comentó Seriph—. Tráelo de vuelta para que todos veamos. ¿O has perdido tu convicción?

Sin preguntar, el anciano custodio giró y se dirigió de nuevo hacia el santuario interior.

Seriph permaneció con la barbilla triunfalmente levantada. Rom comprendía el motivo.

El Libro regresó un momento después portando una endoprótesis vascular y el frasco con la sangre de Jonathan. Bajó corriendo las gradas, con la mandíbula firme. Sin hacer ningún intento de ofrecer explicaciones y sin contemplaciones introdujo el dispositivo en el brazo derecho de Philip, abriendo la válvula.

Todos ellos habían visto escenas parecidas un centenar de veces. La preciosa sangre se filtró en el cuerpo sin vida durante diez segundos. No podían saber si para traer vida o para desperdiciarla, pero había muy poca sangre como para usarla a la ligera.

—Suficiente —dijo Jordin, que era evidente que sentía las mismas preocupaciones de Rom.

Volteando a mirarla hacia atrás, el custodio extrajo la endoprótesis, se la metió en el bolsillo, y volvió a subir los escalones, escondiendo el preciado frasco de sangre debajo de su capa.

Todas las miradas estaban fijas en el cuerpo inerte de Philip. Pasaron diez segundos. Un niño le preguntó a su madre qué estaba pasando, solo para ser acallado.

—¿Cuánto tiempo se necesita? —exigió saber Sanath, el rostro tenso por la ansiedad.

—Dale más tiempo —pidió Rom asintiendo con la cabeza hacia ella.

Pero más tiempo no iba a ayudar. Con cada segundo que pasaba aumentaba la certeza de Rom de que habían desperdiciado una sangre valiosa.

—¿No está funcionando? —preguntó la mujer, con frescas lágrimas humedeciéndole las mejillas—. Oh, mi Philip.

—No, Sanath —objetó Roland, yendo hacia ella y poniéndole una mano en el brazo—. Honraremos a Philip como un gran hombre entre todos los nómadas.

Luego se dirigió a Rom, con una amarga mirada.

—Lo honraremos durante mil años.

Sanath cayó de rodillas, bajó la cabeza al nivel del pecho de su marido, y comenzó a gemir. Roland hizo señas a varias personas cerca para que la ayudaran. Estas la levantaron por los brazos y se la llevaron, la carretilla atrás muy cerca. La muerte era una fea escena.

Los mortales reunidos miraban ahora con ojos ausentes a Rom, quien estaba a punto de ofrecer la explicación posible en cuanto a que rescatar de la muerte verdadera no era lo que Jonathan tuvo en mente, cuando Jordin se acercó.

—¡Triphon! —susurró ella.

Él la miró.

Triphon. Comprensión súbita. ¿Podía Jonathan haber deseado esto? ¿Tenían suficiente sangre para intentarlo?

—Tráelo —musitó él.

Jordin se alejó aprisa, pidiendo a otros más que la ayudaran. Después de algún titubeo y de mirar hacia atrás, la siguieron hacia el costado donde habían movido el cuerpo de Triphon.

—Está claro que no se suponía que la sangre de Jonathan diera vida a los finados, ahora sabemos eso —expresó Rom enfrentando a los mortales—. Pero esto no le quita a la sangre el poder que he conocido. Muchos de ustedes vieron morir a Triphon, los demás han visto su cuerpo colgando como exigió Jonathan…

—Esto es absurdo —opinó Roland—. ¿Profanarás a un segundo guerrero por la desesperación?

—¡Triphon no es un nómada! —prorrumpió Rom—. Él era mi amigo, y murió por salvar a Jonathan. Él no objetaría.

Entonces se dirigió a la multitud.

—¿Alguien se opone?

Nadie habló.

—Entonces démosle sangre de Jonathan.

Jordin y los otros daban vuelta a la esquina llevando el cuerpo rígido y bañado en sangre de su amigo. Se abrieron paso con cuidado hasta las gradas, depositándolo en el peldaño más elevado.

—Hazlo —pidió Rom mirando al custodio y asintiendo con la cabeza.

Haciendo una inclinación, el Libro volvió a insertar el dispositivo en una vena, abriendo de nuevo la válvula. Otra vez la sangre de Jonathan fluía dentro de un cuerpo sin vida, este llevaba tres días muerto.

Una vez más, el custodio retrocedió, el frasco mucho más liviano en sus manos que antes. Esta vez hubo gruñidos de protesta cuando el cuerpo de Triphon no dio ninguna señal de vida después de diez segundos completos.

El corazón de Rom comenzó a abatirse.

—¡Denle más tiempo! —susurró Jordin.

Pasaron quince segundos. Otros diez. Roland se volvió hacia Rom con mirada desafiante.

—¿Más tiempo? ¿Cuánto tiempo requiere esta sangre para obrar su magia? ¿Una hora? ¿Un día? ¿Un mes? ¿Debemos morir todos en la espera?

Rom abrió la boca para responder, pero se detuvo ante los gritos ahogados de los mortales reunidos. Las miradas no estaban puestas en él, sino en el escalón.

El cuerpo de Triphon había comenzado a agitarse. Gritos salieron de su torso, que de repente se levantó arqueándose desde la piedra del piso.

Rom bajó de un salto al peldaño y agarró la temblorosa pierna de Triphon para evitarle rodar por los viejos escalones. La boca de su amigo se abrió y comenzó a gritar. El ronco grito hizo que los que estaban más cerca se echaran para atrás, con otros presionando hacia delante.

Luego la boca de Triphon se cerró y su cuerpo cayó hacia atrás sobre el escalón. Se quedó quieto.

—¿Sigue estando muerto? —preguntó alguien.

Como en respuesta, Triphon se sentó, los ojos bien abiertos.

Silencio. Pero el corazón de Rom estaba palpitando tan fuertemente en su pecho como sin duda el de Triphon también lo estaba en el suyo propio.

Con una mirada de desconcierto, su amigo volvió la cabeza y miró a la multitud. Ellos lo miraron, espantados.

Triphon puso los pies en un peldaño más abajo, se incorporó y sacudió la cabeza.

—Acabo de tener el sueño más extraño.

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