Mortal

Mortal


Capítulo ocho

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Capítulo ocho

DOMINIC PASÓ DETRÁS DEL pesado escritorio en su oficina, mirando los estantes. Mirando sin ver. Debía consultar los textos. Los comentarios del Libro de las Órdenes. Necesitaba consejo. Necesitaba a Rowan.

Rowan, cuya cabeza casi había caído del cuello, lanzando sangre a chorros por el aire…

¿Qué abominación, qué acto depravado acababa de presenciar?

Meneó la cabeza, conteniendo su terrible miedo. No por Rowan sino por sí mismo ante el espectáculo de muerte.

La afirmación de Saric de que todos estaban muertos aún le resonaba en los oídos. Quizás las palabras más blasfemas dichas en la sala del senado.

Dominic miró por la ventana y quiso sentir algo diferente. Diferente al horror. Diferente al temor perverso que acababa de presenciar.

Pero no podía. Habían desaparecido los sentimientos de una era vil llamada Caos. La humanidad se había erguido sobre ellos y había reinado la paz.

Simplemente no era posible que un virus los hubiera cambiado genéticamente como había afirmado Saric.

Sabemos que el Creador existe para su Orden. Era la primera línea de la liturgia. El estatuto más fundamental del Orden. El Orden estaba en la mano del Creador. Cuestionar el Orden era cuestionar al Creador. Solo por eso Dominic sabía que las afirmaciones de Saric desde el estrado eran sacrílegas. Que toda sangre negra que fluyera por las venas de Saric era anatema.

Y sin embargo… él había devuelto la vida a su hermana.

Entonces… era posible regresar un cuerpo del letargo. No había un final para la alquimia. Megas había sido alquimista… ¿sería posible que hubiera elaborado un virus llamado Legión?

La idea pinchó la mente de Dominic. No. Solo había una verdad, dada por el Creador en la forma del Orden como lo escribieran los profetas. El temor que él sentía ahora había nacido de la justicia. Sabía sin investigar las afirmaciones de Saric que el hombre era más que malintencionado.

Era perverso.

Los nacidos una vez a la vida hemos sido bendecidos. Y si agradamos, naceremos en el más allá, dentro de la felicidad eterna.

El mayor temor de Dominic no era ahora por su propia vida. Era que al no actuar hoy pudo haber dejado inseguro su destino de alguna manera. O que al no actuar en el futuro podría conseguir lo mismo. No se atrevía a arriesgar la felicidad. Temía al infierno.

Se enderezó, con su objetivo claro. Ajustándose la túnica, se dirigió a la puerta de su oficina y la abrió de golpe.

La antesala de su oficina estaba llena de senadores, solo un poco menos pálidos que cuando presenciaran los horrores de solo una hora antes.

—Senadores —dijo, inclinando la cabeza.

—¿Qué tienes que decir? —indagó la senadora Compalla de Russe.

—¿No es obvio? —contestó Dominic, siguiendo adelante, decidido—. Feyn es nuestra soberana. Le serviremos sin cuestionar como servimos al Creador.

—¿Y Saric?

—Saric —opinó él, enfrentándola—. Es un blasfemo.

—¿Y las afirmaciones que hace?

—¿Te atreves a preguntar?

—No a preguntar —respondió ella, vacilando—. Solo deseo saber cuál es tu posición.

—¡Falsas! Todas ellas.

Estaban en las garras del miedo, prácticamente desfalleciendo allí mismo. Una nación no podía ser gobernada de este modo. Un mundo no podía ser regido por los débiles.

—He consultado el archivo. Él te llena los oídos con mentiras. Cuida tu mente para no poner en peligro tu futuro.

Eso no era cierto… no había ido al archivo, había pasado la última hora andando. Pero era la verdad. El Orden era infalible. Era mejor mentir una vez que mostrar tal falta de obediencia mientras seguía buscando prueba de que no lo era.

La prudencia de su decisión, de su propia obediencia, se evidenció de inmediato en leve pero muy real decisión en los rostros ante él.

—Sabemos que el Creador existe para el Orden —expresó—. Y por eso oye lo que digo ahora. Es necesario detener a Saric. A cualquier costo.

Él giró y se alejó de ellos.

—¿Y cómo lo detendrás?

Se detuvo en la puerta exterior y los miró.

—Yo no. La soberana lo hará.

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