Mortal

Mortal


Capítulo once

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Capítulo once

NUEVE AÑOS ANTES, EL mundo había hallado esperanza a través de la muerte de una mujer. Hoy, esa esperanza se había hecho añicos al regresar ella de la tumba.

Feyn, la soberana del mundo, una vez de corazón puro, rehecha por una fuerza siniestra empeñada en aplastar a Jonathan. La mujer a quien él había amado.

Y ahora ella misma traicionaba su voluntad para con una simple orden hacer permanente ese empeño.

Estos pensamientos saltaban por la mente de Rom Sebastian mientras su realidad se derrumbaba alrededor de él, amenazándolo con debilitarlo frente a la única tarea que hacía discutibles todas las demás.

Salvar a Jonathan.

El grito aún estaba en la garganta de la soberana cuando Rom se movió, viendo todo a una velocidad solo conocida por los mortales: el mundo desacelerándose lentamente alrededor de él.

—¡Roland!

Rom atravesó la recámara en tres zancadas gigantescas, cerrando de golpe la puerta. El nómada estaba allí, empujando la peinadora de Feyn, el mueble más cercano, frente a él.

Unos nudillos tocaron la puerta del dormitorio.

—¿Mi señora?

Feyn asimiló todo esto con ojos desorbitados, pero no volvió a gritar.

—¡Mi señora!

Esta vez más urgente.

Rom chasqueó los dedos a Jonathan y le gesticuló hacia la escalera cubierta por la cortina.

—¡Aprisa!

Los toques de nudillos se convirtieron en golpes de puño.

Rom hizo a Roland una señal de seguir a Jonathan y estaba en medio de la habitación cuando el puño sobre la puerta volvió a golpear, astillando esta vez el panel de madera. La facilidad con que el guardia rompió la puerta detuvo a Rom por una fracción de segundo. Él sabía que los sangrenegras eran fuertes; sin embargo, ¿qué fuerza haría añicos con tal facilidad una gruesa puerta?

Pudo oír a Roland y Jonathan subiendo por la estrecha escalera. Con una última mirada atrás hacia Feyn, quien aún se hallaba anclada al suelo, Rom apartó a un lado la cortina y subió tras ellos.

—Izquierda —ordenó, deslizándose por delante de sus compañeros—. Mantente detrás de Jonathan.

Los tres corrieron por el pasillo, atravesaron una puerta al fondo y bajaron volando otra escalera que iba a parar a un salón oscuro.

Rom giró hacia atrás, respirando de manera densa. Podía oír pisadas corriendo por el corredor… cortándoles la dirección por la que venían. Miró a Roland. Él también las había oído.

—Salgamos a la superficie —ordenó rápidamente Rom en voz baja—. A través de la calle.

Se puso la capucha y se dirigió a Jonathan.

—Sígueme y no te detengas por ningún motivo. Diez cuadras hasta la basílica… no puedes dejar de ver las torres en medio de esta luz de luna. Las más altas que veas. Si algo pasa, sigue adelante.

Entonces se dirigió a Roland:

—Elimina cualquier amenaza. Si debemos separarnos, nos encontraremos allá.

Rom corrió hacia la puerta que salía al pasillo exterior y la abrió, agrietándola. Miró hacia afuera por un instante antes de deslizarse por ella y salir corriendo hacia la entrada principal del palacio, girando en la siguiente esquina. Había estado a la fuerza en la Fortaleza con demasiada frecuencia para su gusto, pero ahora daba gracias por haber memorizado su trazado.

Jonathan estaba cerca detrás de él. Como todos los mortales, había aprendido a maximizar su habilidad de ver en medio de una pelea, lo cual le daba gran ventaja contra cualquier amomiado. Los sangrenegras eran un asunto diferente, pero Roland había matado a cuatro de ellos con bastante facilidad. Si se topaban con lo peor, Jonathan podría ser capaz de defenderse por sí mismo hasta que Rom o Roland pudieran intervenir.

Sin embargo, se habían topado con lo peor. Mientras corrían, Rom se avergonzó de la insensatez de arriesgarse a poner en peligro a Jonathan.

Se detuvo en la esquina, echó una mirada al callejón, encontrándolo vacío, y los guió hacia delante. Caminaron a pasos uniformes, directo hacia la entrada principal.

Resonaban pisadas y un grito de alarma por un pasaje lateral desde la dirección del apartamento de Feyn.

Rom se detuvo ante las puertas con la mano en la barra y se volvió rápidamente a Jonathan.

—No dejes nuestras espaldas. Por ningún motivo.

El aún por ser soberano le devolvió una seca inclinación de cabeza. Soberano, porque debía haber una manera.

El líder miró a Roland. Protégelo con la vida. Las palabras no necesitaban expresarse.

Abrió la puerta de un empujón. Deslizándose por ella en medio de la noche, revisando con la mirada la oscuridad.

Seis amplios escalones de mármol descendían delante de ellos hasta la pasarela de hormigón, blanca a la luz de la luna. Más allá, césped cuidado, altos arbustos contra el muro de diez metros de alto de la Fortaleza, y los herrajes decorativos de la puerta lateral. Dos guardias en la caseta.

La amplia calle más allá del portón de hierro corría perpendicular al perímetro de la Fortaleza. Al final del camino un callejón cortaba hacia el norte antes de entrar a un laberinto de calles que los llevaría a la Basílica de Torrecillas, donde Jordin los esperaba con dos caballos.

Oyó que Roland desenvainaba sus cuchillos, entonces Rom señaló al guerrero hacia adelante con un movimiento de cabeza, agarrándole la manga a Jonathan.

—¡Mantente cerca! —susurró.

Antes de que Rom diera su primer paso, Roland lo pasó. Dos largos saltos hasta el fondo de los escalones. El príncipe nómada travesó corriendo la grama, directo hacia el portón de entrada. No había lugar para la moderación; haría lo que debía hacer, dado lo que estaba en juego.

Detrás de ellos, los sonidos de persecución se hacían más fuertes. Veloces. Multitudinarios. Cerca… demasiado cerca. Él podía olerlos.

Sangrenegras.

Rom agarró a Jonathan por el brazo, instándolo a continuar, más rápido. Hasta el fondo de los peldaños, a través del césped en las pisadas de Roland.

Pero entonces Roland cambió repentinamente el curso, la mano levantada, señal de advertencia y ahora Rom supo la razón: la penetrante fetidez de una ciudad llena de amomiados había ocultado por momentos el hedor a sangrenegras.

Viraron hacia el portón, comprometidos, muros de diez metros a cada lado. O era a través del portón o por ninguna otra parte.

Con una simple mirada sobre el hombro, Rom soltó a Jonathan y extrajo sus dos cuchillos de lanzar. Roland se deslizó contra la pared de la caseta de guardias, frente a ellos, una pequeña pausa, girando luego a través de la puerta.

Un gemido. Dos. Nada más.

Se detuvieron contra la caseta mientras Roland salía, hojas chorreando sangre en los puños. En otro lugar y tiempo, Rom habría exigido perdonar a amomiados inocentes, pero ahora no era ni el momento ni el lugar. Sencillamente no había tiempo para conjeturas.

El guerrero metió una llave en la cerradura, retorció con fuerza, pateó la ancha parrilla de hierro, manteniéndose firme, pies en tierra, a fin de enfrentar a los sangrenegras que corrían hacia él desde el perímetro exterior.

El sigilo ya no era un lujo o una ventaja con que contaran.

Sí lo era el hecho de ver.

Rom vio cada movimiento con intensa precisión, increíblemente lento, como el batir de alas de un murciélago.

La acometida de dos sangrenegras que se aproximaban al príncipe, quien se hallaba con las piernas extendidas y los músculos tensos, cuchillos en las caderas, cabeza inclinada hacia abajo, impávido.

Se acercaban a él. Una veloz zancada…

Dos…

Tres…

Ante la vista de Rom, cada movimiento prolongado de estos sangrenegras sucedía más rápido que con cualquier amomiado o mortal que alguna vez hubiera visto.

Sacaron hacia atrás las espadas.

Fue entonces, con sus flancos expuestos, cuando las armas de Roland brillaron, como serpientes abalanzándose.

Pero el príncipe era demasiado lento.

Rom lo vio todo en un instante alargado: Roland comprometido, ambos cuchillos soltándosele de las yemas de los dedos. Volando.

El primer cuchillo se le incrustó a uno de los sangrenegras en la garganta, corte profundo.

Pero el sangrenegra a la derecha de Roland se movió justo a tiempo para evitar el impacto del arma voladora hacia él. Se había movido más rápido de lo que el nómada pudo haberlo hecho. ¡Una velocidad que armonizaba con la fuerza increíble que tenían!

En vez de eso, el segundo cuchillo cortó a lo largo de la clavícula del sangrenegra… una punzante cuchillada que reduciría la velocidad a un hombre más débil, pero que no hizo nada para detener la espada de este hombre, arqueada hacia la cabeza de Roland.

El nómada se lanzó hacia atrás, justo a tiempo para evitar la hoja del sangrenegra; la ventaja de Roland iba acompañada de sus cuchillos. El sangrenegra no permitió que el impulso de su movimiento le comprometiera el equilibrio, sino que lo usó girando para acometer de nuevo.

Rom, absorto aún en las consecuencias de la velocidad de los siniestros guerreros de Saric, no reaccionó a tiempo.

Tampoco pensó en detener a Jonathan, quien pasó volando a su lado y se estrelló por detrás contra las piernas de Roland, haciendo que se combaran; la espada del sangrenegra le pasó silbando sobre la cabeza sin causarle ningún daño.

Las manos de Rom brillaron al encajar en las empuñaduras talladas de sus cuchillos. Se lanzó hacia delante, encorvando la parte superior del cuerpo al extender las muñecas que se movieron a toda prisa hacia delante desde las caderas, palmas abajo, sin molestarse en afinar la puntería. El blanco era demasiado difícil para fallar.

Todo sucedió en desacelerados instantes, haciendo que la elasticidad del tiempo olvidara lo relativo a la tensión: Jonathan, aterrizando sobre el hombro cuando Roland empezaba a levantarse, con los labios distorsionados en un gruñido.

Las hojas de Rom golpearon el pecho del sangrenegra, separadas solamente unos quince centímetros.

Jonathan rodando a sus pies.

Moviéndose con flexibilidad, el muchacho se barrió por debajo, los dedos cerrados alrededor de la empuñadura de la espada del sangrenegra exactamente cuando el compañero de este, aturdido por los cuchillos de Rom, reanudaba el ataque de manera increíble, arma en mano hacia atrás.

Con un grito salvaje, Jonathan giró trescientos sesenta grados, espada extendida en un arco mortal. La pesada hoja cortó el brazo del sangrenegra exactamente sobre la muñeca, mano y espada volaron dando vueltas, por encima de la cabeza.

Roland se estiró hacia el arma, la enganchó en el aire con ambas manos, una en la empuñadura y la otra en los dedos que aún la agarraban, e hizo oscilar la hoja con un rugido que suavizó el eco del grito de Jonathan.

La espada se deslizó nítidamente por el cuello del sangrenegra. El cuerpo decapitado se tambaleó por un buen rato y luego cayó de espaldas sobre el asfalto.

Rom, Roland y Jonathan permanecieron agazapados por un instante más prolongado y suspenso.

Más sangrenegras venían, bajando pesadamente por los escalones de piedra del palacio. La alarma se extendió como un incendio a través de Rom.

—¡Jonathan! ¡La espada!

El muchacho le arrojó la espada. Fue bueno ver que el futuro soberano podía controlarse en pelea real, pero la mirada en el rostro de Jonathan traicionaba un horror que Rom temió que lo comprometiera la próxima vez. La violencia más allá de los torneos no era su naturaleza.

¿O sí?

—¡Aprisa! —exclamó Rom abalanzándose hacia Jonathan, tirando de él al pasar—. ¡Roland, atrás!

El nómada giró justo a tiempo para atacar a dos sangrenegras que corrían hacia la puerta, otros tres detrás de ellos.

Rom se esforzó por mantener el paso de su defendido, quien en numerosas ocasiones había demostrado estar entre los tres corredores más veloces del campamento.

—Adelante… al callejón a la izquierda.

—¿Roland? —exclamó Jonathan lanzando una mirada por encima del hombro.

—Puede manejarse solo. Nos está dando tiempo.

El líder de los mortales giró hacia atrás para ver la espada de Roland en pleno apogeo, cortando a uno de los sangrenegras con la precisión con que Rom había llegado a contar. Habiendo calculado mal una vez la velocidad de sus adversarios, con casi fatales resultados, Rom sabía que no volverían a agarrar desprevenido a Roland. Ninguna de las creaciones de Saric podía igualar la habilidad del guerrero. Él estaba seguro de ello.

Pero Rom tenía otro problema: ese hedor más oscuro de muerte, tan opacado por los amomiados de la ciudad, que venía de más adelante.

Casi habían llegado al callejón cuando una forma oscura les salió al encuentro, cerrándoles el paso. Más allá de él, dos sangrenegras más atravesaban corriendo la calle. ¡El lugar estaba abarrotado de ellos!

Haciendo caso omiso de una punzada de pánico, Rom se volvió hacia Jonathan, quien él sabía que estaba desarmado. El escape del muchacho era lo único que importaba ahora.

—Corre por ese callejón hacia la Basílica de las Torrecillas. Llega hasta donde Jordin. No pares por ningún motivo. Los encontraremos fuera de la ciudad.

Sin esperar respuesta, Rom viró hacia su derecha, directo hacia el primer sangrenegra.

—¡Roland! —exclamó, su grito resonó en la calle—. ¡Vienen más!

Entonces hizo oscilar la espada cuando el sangrenegra más cercano se movía para bloquearle el paso a Jonathan. Con un solo golpe enterró la pesada hoja en el pecho del sujeto.

—¡Corre! —le gritó—. ¡Ahora!

Jonathan esquivó el cuerpo que se desplomaba y dobló en la esquina a toda velocidad. Iba solo y a toda prisa. Con dinamismo.

El Creador lo ayudaría.

Rom estaba tan distraído con la idea de este último riesgo que casi no evitó una hoja que venía. La bloqueó en el último instante, entrando a saltos en la calle, lejos del callejón. Lejos del sendero por donde huía Jonathan.

Esta noche habría sangre en esta calle, pero al menos no sería la de Jonathan.

Los dos sangrenegras se le vinieron encima a la vez.

—¡Roland!

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