Mortal

Mortal


Capítulo doce

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Capítulo doce

HABÍA PASADO UNA HORA desde que los otros entraran a esta ciudad de muerte. Una hora que Jordin había pasado combatiendo su propia batalla: concretamente, el terrible temor al daño que pudiera sufrir Jonathan.

¿Y si los sangrenegras ya estuvieran en la Fortaleza? ¿Y si fueran más formidables de lo que Roland describió? ¿Y si allí hubiera cientos de ellos?

¿Y si, y si, y si?

Debió recordarse que Jonathan estaba con Rom y Roland, quienes podían abrirse paso en la más difícil de las situaciones. También, que el mismo Jonathan era rápido y sorprendentemente habilidoso. Pero la verdad es que ella no estaba segura de que, llegado el momento de matar, él pudiera hacerlo.

¿Y si Jonathan resultaba herido o prisionero? ¿O si simplemente no quisiera usar la espada?

¡Ella debió haber ido!

Con los nervios de punta, Jordin se había apresurado por la ciudad, con la capucha calada sobre la frente, recorriendo tantos callejones como podía hallar con los dos caballos, evitando el penetrante olor a muerte dondequiera que este era más fuerte. Sin embargo, toda preocupación por ser descubierta se había opacado por completo una hora antes debido a la necesidad de volver a ver a Jonathan a su lado, ileso y hermoso.

La joven había atado los caballos a un poste de electricidad oculto detrás de la basílica para luego trepar la escalera de incendios hacia el techo. Desde allí había subido con facilidad a la escalinata exterior de la torrecilla más elevada y columpiado por debajo de la barandilla de la estrecha pasarela cerca de la parte superior.

Bizancio, ciudad de los muertos, se extendía delante de ella, sus edificaciones de piedra y ladrillo le parecían nada menos que un mausoleo. Desde aquí podía ver la Fortaleza exactamente hacia el sur, el ancho muro que la rodeaba, las raras y débiles luces eléctricas exteriores de sus terrenos. Durante media hora, la chica había escudriñado las puertas y las calles que llevaban a la entrada más lejana, buscando cualquier movimiento de mortal más allá del camión o carretón ocasional, o de peatones muertos deambulando por ahí. Con cada minuto que pasaba, la angustia de la joven le retorcía el estómago cada vez con más fuerza.

Un sonido de cascos le llamó la atención hacia una calle lateral cerca de la intersección de la vía principal. Allí un cubierto carretón tirado por caballos se bamboleaba a la luz de la luna, solitario. Desde donde estaba, ella podía oler el contenido humano.

Amomiados, amomiados, en todas partes.

Demasiado extraño, pensar que, de no ser por la sangre, Jordin podría ser inconsciente del olor de la muerte. Pensar que ella veía antes en Bizancio un mundo tan vivo como el campamento nómada. Pensar que aparte de los factores externos de hábitos y vestimenta, la joven no encontraba diferencia entre nómadas y quienes pertenecían al Orden.

Eso fue antes de la llegada de Jonathan, cuando habían celebrado la vida sin tenerla.

Sin conocerla.

La joven analizó las calles buscando a los otros. Su visión se había agudizado en los últimos años en que la sangre de Jonathan madurara en las venas de ella. Pero ninguna clase de visión mortal podía hacer aparecer entre las sombras al muchacho.

Quiso calmarse para dominar el frío que se le filtraba en las yemas de los dedos, a fin de prolongar la respiración.

Hasta esta noche su mayor preocupación en cuanto a Jonathan había sido que él fuera incomprendido. Que personas guiadas por un código de vigilante fortaleza y vida disipada vieran como debilidad la incertidumbre y la ternura en la mirada del joven.

Jordin sabía mejor quizás que hasta el anciano custodio que Jonathan llevaba una terrible carga… carga que ella dudaba que él pudiera llevar indefinidamente a solas.

La sangre en las venas lo había escogido, no al revés. Él no había pedido redimir a la humanidad de la muerte, sangrar por el mundo, una porción de sangre para cada uno.

¿Veían los demás la tortura en los ojos de Jonathan? ¿Los interrogantes que lo acosaban como aves de rapiña? ¿Yacían despiertos en medio de la noche rogando al Creador que le facilitara el camino al salvador de ellos, como ella lo hacía? ¿Les preocupaba tanto la vida del muchacho como su sangre?

¿O era Jonathan solamente esa vasija seleccionada por los siglos para llevar a cabo la voluntad del Creador?

Jonathan, ¿dónde estás?

La guerrera sería quien estuviera al lado de él, no alguien a quien solamente le importara esa promesa que el niño podía traer, sino una mujer que lo conocía y lo amaba por los secretos de ese corazón de hombre.

En el instante en que lo pensó, se reprendió. Él era el soberano y salvador del mundo. Ella era una huérfana que había recibido salvación por medio de la sangre del niño. Su obligación era protegerlo y amarlo, la de él era enderezar ese mundo.

De aquí en adelante se comprometería a mantener la mente en su adecuada…

La serie de pensamientos fue interrumpida por un movimiento en el borde de su visión: un hombre, precipitándose desde un callejón al interior de una calle a doscientos pasos al occidente desde aquí.

El corazón de Jordin le golpeó contra las costillas, y la adrenalina le fluyó por las venas. Ella conocía de alguna parte esa manera de correr, esa cabeza inclinada en la noche, la longitud de esas zancadas, las trenzas ondeándole por detrás.

Jonathan, solo, corría hacia el frente de la basílica.

Y después no tan solo. Una forma alta dobló corriendo la esquina, treinta pasos detrás del muchacho. Un sangrenegra. En la calle lateral el carretón tirado por caballos iba directo hacia la intersección por donde huía Jonathan.

No había señal de Rom o de Roland.

Algo había salido mal.

Jordin levantó la mano para agarrar el arco sobre su hombro y luego se detuvo. La distancia era demasiado grande, un intento con pocas posibilidades que solamente retardaría que ella llegara hasta él. Debía acercarse.

La muchacha saltó, a lo felino, sobre la corta barandilla que cercaba de lado a lado el techo de baldosas de cerámica, a siete pasos de la escalera de incendios de la parte trasera de la basílica. Brincó sobre la barandilla de la escalera y se dejó deslizar, quemándose las palmas por la fricción de acero corroído en la piel.

Dos pisos abajo. Tres. Saltó de la escalera de incendios, cayendo cinco metros a tierra sobre pies ágiles. Luego salió corriendo antes de que sus pensamientos tuvieran tiempo de apresarla, concentrada en una sola cosa: alcanzar a Jonathan antes de que lo hiciera el sangrenegra.

Corrió a lo largo de la pared oriental de la basílica, a toda velocidad, exigiéndole a las piernas volar más rápido.

Dio vuelta en la esquina, agarrándose del tubo de drenaje al girar.

Mano sobre el hombro, liberando el arco.

La calle principal apareció a la vista.

Jordin se paró en seco, flecha ensartada, viendo la escena ante ella: Jonathan corriendo a todo tren, aún a cien pasos de distancia. El sangrenegra acercándose, no tan rápido, pero lo suficiente como para que ella lo alcanzara a tiempo.

La joven hincó una rodilla, calculó la distancia y apuntó a sesenta centímetros por encima de la cabeza del guerrero. Acercó a la oreja la cuerda templada del arco, contuvo el aliento para afirmar la puntería y liberó la flecha. Esta voló casi dos segundos antes de golpear en la pechera al hombre, quien se sacudió con fuerza agarrado desprevenido por el flechazo salido de la nada. Pero el golpe solamente le desaceleró el paso antes de que el sujeto continuara su arremetida.

Jordin ya había ensartado su segunda flecha. La echó hacia atrás, la dejó volar.

Esta vez el sangrenegra estaba preparado para el proyectil, lo vio venir y se apartó del camino con asombrosa velocidad. Siguió corriendo. Rápido.

Demasiado rápido.

¡Ella nunca alcanzaría a Jonathan a tiempo!

El traqueteo del carretón tirado por caballos se movía de manera gradual hacia la calle directamente frente a ella, el conductor se hallaba sentado tranquilo en la cabina, con las riendas en la mano.

Arrojando el arco por encima del hombro, Jordin se irguió de golpe y corrió hacia el caballo. Solo había una manera de alcanzar a Jonathan antes de que lo hiciera el sangrenegra.

Un solo caballo empujaba esa carreta. Ella lo necesitaba. Sin advertir al conductor o al animal, la chica se lanzó sobre el jamelgo, cayendo sobre el lomo como un fantasma vestido de negro. Agarró al animal por el cuello y le arrebató las riendas al guía.

El asombrado alazán resopló y se resistió, pero Jordin había cabalgado caballos más fuertes y más salvajes que este animalito doméstico, y se aferró hundiéndole los talones en los flancos.

El noble bruto se desbocó, aterrorizado. La joven le dio un feroz latigazo con las riendas al cuarto trasero derecho. Los cascos azotaban la calle de adoquines a medida que el animal aceleraba y el carromato cubierto constituía una distracción olvidada.

El conductor gritó, pero cuando ella miró hacia atrás él ya no se veía, habiendo caído o saltado de su asiento.

Diez metros.

—¡Corre, Jonathan! —exclamó la nómada; su grito resonó en la calle—. ¡Corre!

Él corrió directo hacia ella, con el rostro brillante por la rauda carrera.

De algún modo, el sangrenegra había acelerado el paso. Llevaba la espada en la mano. ¡Iba a cortar a Jonathan!

Jordin rastrilló los talones en los flancos del caballo, moviéndolo hacia la derecha a fin de evitar a Jonathan.

—¡Corre!

Pero en el momento en que ella lo pasó, el muchacho desaceleró, siguiéndola con la mirada.

—¡Hacia atrás! —gritó Jordin mientras lanzaba el animal hacia la izquierda, directamente hacia el sangrenegra que venía en dirección contraria.

La joven lo vio todo en un mosaico instantáneo: El susto en la cara del hombre. El desenfrenado carretón liberándose de su enganche. El caballo echando la cabeza hacia atrás al ver al sangrenegra aproximándose.

La carreta se desvió hacia la izquierda y se estrelló contra un poste de luz eléctrica.

Luego ellos cayeron encima del guerrero.

Él era demasiado ágil, y los evitó de nuevo en el último instante, pero fue agarrado por sorpresa.

Desequilíbralo.

El simple pensamiento le brotó a Jordin en la conciencia incluso mientras actuaba por instinto.

El animal ya galopaba tras el sangrenegra, quien se hallaba de espaldas a la chica. Ella se lanzó del caballo, con los pies por delante, sacando el cuchillo de la vaina en medio del aire y girando de tal modo que quedara detrás del sangrenegra.

La nómada aterrizó en medio de la carrera, apresurándose en silencio hacia la expuesta espalda del hombre… a cuatro pasos de distancia. Ella era la mitad del tamaño del hombre y este era rápido, pero la joven ahora tenía total ventaja, y no podía darse el lujo de desperdiciarla.

El sangrenegra comenzó a girar cuando ella se le abalanzó.

La chica le cayó en la espalda.

Lo envolvió con ambas piernas alrededor del estómago.

Le echó las trenzas hacia atrás con la mano izquierda.

Con la hoja que tenía en la derecha le desagarró la garganta expuesta, lanzando un agudo grito.

Nadie se atreve a amenazar a Jonathan.

La sangre brotó hacia el suelo mientras el degollado se tambaleaba hacia delante. Ella lo ayudó a caer, respirando con dificultad. El cuerpo del sangrenegra se retorció una vez debajo de la joven, y luego cayó muerto.

La ira agarró desprevenida a Jordin. Pero por supuesto que era ira. Eliminaría a cien como él si se atrevían a tocar al soberano. A su soberano.

La joven levantó la cabeza. Jonathan estaba a veinte pasos de distancia, mirando no hacia ella, sino a través de las barras en la parte trasera del carromato cubierto que se había estrellado contra el poste de energía eléctrica. Finalmente, las letras que había en el costado se organizaron por primera vez en tres palabras coherentes.

Autoridad de Transición.

Entonces este era uno de los transportes que llevaban amomiados débiles o defectuosos hacia sus tumbas vivientes… como la mujer y la niña que habían visto al entrar en la ciudad unas cuantas horas antes.

El pensamiento se le deslizó a Jordin por la mente como un pedazo de basura llevado por el viento, aquí, y luego se disipó ante la presión de asuntos más urgentes. Donde había un sangrenegra podría haber más. Tenían que salir de la ciudad. ¿Y dónde estaban Rom y Roland?

La guerrera miró hacia atrás. Despejado… excepto por la sombra de dos siluetas que corrían hacia ellos, aún casi a cuatrocientos metros de distancia. Mortales. Rom y Roland.

Jordin se sintió aliviada. Lo lograrían. Jonathan estaba a salvo, y ella fue quien lo salvó.

La joven albergaba una cantidad serena y pequeña de orgullo, sabiendo aquello.

Sin embargo, Jonathan estaba absorto en el carretón.

—¿Jonathan? —exclamó ella, yendo hacia él—. ¿Estás herido? ¿Qué sucedió?

El joven se acercó al vehículo, mirando por la puerta de barras en la parte trasera. No solo observando. Estaba absolutamente fascinado. Absorto por completo en lo que veía. Jordin se apresuró hacia él, fortaleciéndose mentalmente contra el olor a amomiado.

Ella se le puso al lado y miró adentro. Dos bancas, una en cada lado. Encadenada a una de ellas había una joven niña, quizás de diez u once años de edad, que llevaba puesto un vestido gris destrozado que le colgaba del delgado cuerpo como un costal. Parecía como si al largo cabello negro no lo hubiera tocado un peine en una semana; tenía también el rostro sucio como si no lo hubieran jabonado en un mes. Aun así, se trataba de una chiquilla hermosa, pensó Jordin, incluso sucia y mirándolos con ojos grandes y sin pestañear. Ojos casi tan resignados como si estuvieran carentes de temor.

Casi.

Jordin vio la razón de por qué habían capturado a la pequeña: tenía lisiado el brazo derecho, torcido en el codo. La mano debajo de este solo tenía tres dedos. ¿Cuántos años había ocultado tal condición, lejos de otros que la reportarían por temor a sus propias vidas… y a la otra vida?

—¿Cómo te llamas? —preguntó Jonathan en voz baja.

—Jonathan —objetó Jordin, mirando por encima—. No tenemos tiempo…

Él dio un paso adelante, haciéndole casi omiso. La niña retrocedió algunos centímetros, con la cara redondeada por la ansiedad.

—No… —balbuceó él alcanzando las barras—. No temas.

La voz se le tensó.

—No te voy a lastimar. Por favor… ¿cómo te llamas?

La niña aún no respondió. La fetidez del temor era tan fuerte que Jordin se sintió obligada a levantar la mano para taparse la nariz, pero inmediatamente se sintió ofendida ante su propia debilidad. Esta jovencita podría haber sido ella no mucho tiempo atrás…

—Me llamo Jonathan —informó él tranquilamente—. Nací con una pierna torcida. También nací para dar vida y esperanza a los muertos. Ellos llevan mi sangre.

Hizo una pausa.

—Eso me duele —concluyó.

Jordin lo miró. Había lágrimas en las mejillas del joven, pero eso no fue lo que le oprimió la respiración en los pulmones. Nunca había oído tan valiente afirmación de dolor de parte de él, y oírla ahora, manifestada a una amomiada que quizás no podía entender, la sofocó de alguna manera.

Ella se dijo que el muchacho solo podía confesar el asunto a alguien a quien él no pudiera lastimar; que le importaba demasiado como para cargar a los recipientes de su sangre con la verdad de su sufrimiento. Y sin embargo…

Jonathan había dicho esto, sabiendo que ella, Jordin, oiría y comprendería.

La nómada se quedó enraizada a la calle, petrificada por un profundo y terrible amor hacia el joven. Desesperada de repente por volver a pagarle con la vida el amor que él demostraba.

Con el amor de ella… por la vida de él.

—Eres una niña hermosa —declaró él—. Por favor, dime tu nombre para que yo pueda recordarte siempre.

La chiquilla solo podía sentir miedo, pero el hedor de este se suavizó. Rom y Roland casi estaban aquí, a dos cuadras del sangrenegra caído. Detrás de ellos, precisamente entrando a la calle desde el callejón, otros cuatro los perseguían a toda velocidad.

—Hay otros viniendo —informó Jordin tocando el hombro de Jonathan.

—Dime cómo te llamas, por favor —pidió él haciéndole caso omiso.

—Kaya —susurró la niña.

—Kaya —repitió Jonathan—. Un nombre hermoso. ¿A dónde te están llevando, Kaya?

—A la muerte —murmuró ella mientras lágrimas le inundaban los ojos y le bajaban por la cara.

—Mi sangre te puede dar vida —enunció Jonathan comenzando a sacudir las heladas barras metálicas.

—Debo tener valor —afirmó ella.

Jonathan bajó la mirada hacia la pesada cerradura en la puerta. No había cómo romperla.

El joven volvió a levantar la mirada.

—Entonces juntos debemos tener valor, Kaya. Yo también tengo miedo —reconoció él alargando una mano hacia ella a través de las barras—. Tenemos que ser valientes juntos. Agarra mi mano.

Las lágrimas le bajaban al joven serpenteando desde la boca hasta la mandíbula.

—¡Hacia los caballos! ¡Rápido, Jordin! —gritaba ahora Rom, corriendo hacia ellos.

—¡Jonathan, debemos irnos!

—Agarra mi mano. ¡Por favor! —pidió él.

En ese instante, Jordin no estaba segura de por quién hacía eso Jonathan… por la niña, o por él mismo.

La chiquilla miró a Jonathan y después la mano extendida y a continuación la agarró lentamente, tocándole las yemas de los dedos. Él se estiró, tomándole los frágiles dedos entre los suyos, y agarrándole la mano.

El mundo pareció detenerse. La vista se le puso borrosa a Jordin, distorsionada, ya sea por las lágrimas que la nublaban o por la vívida comprensión de su mortalidad mientras se acercaba el peligro, ella no lo sabía. Solo supo que algo cambió en ese momento al observar el intercambio entre Jonathan y la predestinada niña.

—¡Corran! —gritó Rom, pasando ahora a la carrera al sangrenegra caído—. ¡Muévanse, rápido!

—Te hallaré, Kaya —indicó Jonathan—. Recuérdame, ¡cuando yo traiga mi nuevo reino!

La niña asintió con la cabeza, apretándole duro la mano con las dos manitas de ella.

—¡Ahora! —gritó Rom.

—Jonathan, por favor —suplicó Jordin, tocándole el codo.

Él soltó las manos de la niña como quien se desgarra a sí mismo. Se volvió hacia Jordin.

—No le digas a nadie lo que viste.

—Yo…

—A nadie.

—No lo diré —susurró ella.

—¿Dónde están los caballos?

—Sígueme —dijo la nómada tragándose el nudo de gran emoción que tenía en la garganta.

Salieron corriendo hacia la parte trasera de la basílica, Rom y Roland junto a ellos.

Ahora Jonathan estaba a salvo.

Pero Jordin también sabía que él nunca estaría verdaderamente a salvo.

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