Mortal

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Capítulo cuarenta y cuatro

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Capítulo cuarenta y cuatro

LA CEREMONIA DE LA resurrección de Triphon llenó el valle con desenfrenados gritos de júbilo y alaridos de asombro y, demostrando estar en buena forma, al enterarse de lo que había sucedido, procedió a facilitarles la certeza de que en realidad estaba vivo. Primero con los puños en alto y gritos de victoria, luego con una torpe danza en el escalón superior.

Animado por las risas de los niños que brincaban alegres, en un mundo que de otra manera se tornaba deprimente, Triphon danzó una y otra vez, riendo y gritando con todos ellos.

—¡Estoy vivo! —gritaba—. ¡No estoy muerto!

—¡Está vivo! —pregonaban los niños—. ¡Triphon no está muerto!

Rom los observaba a todos, con el corazón rebosante de gratitud. El Libro seguía farfullando palabras de aprobación entre sacudidas de cabeza, exhibiendo la sonrisa de un hombre al menos décadas más joven. Jordin permanecía de pie a un lado, estoica como de costumbre, con los ojos resplandecientes. Después de todo, esta era obra de su Jonathan. Y la evidencia de la vida del niño en Triphon significaba solo una cosa: que el soberano vivía, a pesar de todo.

La resurrección de Triphon fue la primera señal de esperanza que los mortales habían visto en tres días y, después de tanto dolor, la mayoría acogió este hecho con asombro aunque también con incertidumbre.

¿Qué significaba esto? ¿Por qué la sangre de Jonathan no había devuelto la vida a Philip? Era evidente que el muchacho había escogido a Triphon como una señal del poder de su sangre.

¿Qué era ese poder? ¿Por qué los sentidos mortales se iban de quienes habían recibido la sangre resucitada de Jonathan?

Nada de esto se había perdido en los líderes de los nómadas, quienes al principio observaban con franco interés, algunos gritando junto con los niños, solo para dar paso a miradas sometidas cuando Roland mantuvo su actitud inconmovible.

El príncipe los dejó continuar durante diez minutos mientras muchos lanzaban preguntas y conjeturas sin respuestas claras. Solo entonces ascendió los tres primeros peldaños y se volvió para captar la atención.

Una vez más se hizo silencio en la congregación. La autoridad del príncipe era evidente, pensó Rom. Bien o mal, el hombre se había ganado su liderazgo, quizás más que él mismo.

—Así que todos hemos visto que Jonathan tenía gran poder y por eso lo reverenciaremos por siempre. Es un motivo para celebrar. Él nos dio vida a todos nosotros, ¿verdad que sí?

Voces de avenencia surgieron entre los mortales.

—Él nos dio emoción y percepción mortal, y con ella la inequívoca habilidad de distinguir la vida de la muerte.

—Así es… —contestaron ellos.

—Y antes de morir, Jonathan nos entregó un regalo de despedida para que recordáramos el poder que nos concedió a cada uno de nosotros —continuó Roland, y señaló hacia Triphon quien se hallaba en el peldaño más alto, aún medio desnudo, manchado con sangre seca—. ¡Triphon es ese regalo!

Se levantaron ovaciones en avenencia atronadora.

—Mientras vivió, Jonathan demostró su poder para dar órdenes a los mismos cielos. Creo que Triphon está vivo porque Jonathan le besó los pies y le otorgó una bendición especial. ¿No es así?

Nadie podía negar lo que estaba delante de ellos.

—Sin embargo, la sangre no le devolvió la vida a Philip —continuó Roland—. Ni lo hará a ninguno de los demás que yacen en sus tumbas. Estoy eternamente agradecido a Jonathan, como Triphon sin duda lo estará. Pero no podemos suponer el poder de su sangre por más tiempo. Él mismo está muerto. Su sangre murió antes de que Saric le quitara la vida. Me atrevería a decir que Rom ahora tiene menos vida que cualquiera de nosotros.

La expectativa se convirtió en confusión en los rostros de casi un millar. Las voces musitaban preguntas y objeciones, sin deseos de oír tan desoladora especulación.

Roland subió los escalones restantes hasta la plataforma y se dirigió a la asamblea como alguien acostumbrado a tener autoridad indiscutible.

—Jonathan engendró en todos nosotros la creación de una nueva raza, facultada con condiciones humanas que antes solo se pudieron haber soñado. Viviremos por siglos. Fuimos creados para gobernar esta tierra. Ese es el regalo más grande de todos. Esta es la señal del niño.

Entonces miró a Rom.

—Ahora vienen tres de los nuestros que han subido de la cripta insistiendo en que en ellos, no en nosotros, hay vida. Dejemos que lo demuestren. Examinemos su sangre. Si aún conservan los poderes que Jonathan nos concedió, hacemos caso. Si no es así… que cada uno tome su propia decisión. Pero sepan que yo no volveré a la tumba de la cual salí.

Roland metió la mano en su chaqueta, sacó un frasquito trasparente, el cual Rom reconoció de inmediato como perteneciente al custodio, y lo sostuvo en alto entre sus dedos pulgar e índice. Una onza o dos de líquido amarillento llenaba la mitad de la ampolla.

Así que la obsesión de Roland con la prolongación de la vida había estado activa. Necesitaría alquimia para controlar la vida entre los suyos, si ahora seguían caminos distintos.

—¿Dónde…? —comenzó a objetar el custodio con ojos desorbitados.

—¿No es verdad que al dejar caer una sola gota de sangre en este elixir tuyo puedes calcular, por el color que tome, cuánto tiempo podría vivir un hombre?

—No es elíxir.

—¿Que cuanto más oscuro se vuelva, más larga la vida?

El custodio musitó una respuesta llena con la jerga de la alquimia.

—Sé claro, anciano. ¿Es verdad o miento?

—En términos generales, por inexacta que sea una ciencia, sí —contestó el custodio después de vacilar, con tristeza en la boca.

—Bien.

Sin ceremonia, Roland sacó el cuchillo y se cortó en el pulgar. Abrió el frasquito, lanzó el corcho por las escaleras, levantó el líquido amarillento para que todos vieran, y escurrió dos gotas de su sangre en el líquido.

Las gotas rojas se hundieron hasta el fondo dejando rastros de sangre. Mientras todos observaban, el fluido amarillento oscurecía.

—Negro —informó Roland, mostrando a la multitud—. El custodio afirma que podríamos llegar a vivir hasta mil años con la sangre de nuestras venas. Aquí, entonces, está la prueba.

Rom lo oyó todo con un poco de aprensión. A pesar de este examen, el conocimiento vivía en él como un ser que respiraba. La luz había florecido en su mente como un sol candente. ¿Cómo iba a mostrar esa luz o con qué fin?, no lo sabía aún, pero estaba seguro de ello.

No obstante, Roland tendría su día. Sacó de su chaqueta una segunda ampolla idéntica, la descorchó y se aproximó a Rom.

—Muéstranos.

Rom miró a los ojos del príncipe y supo con certeza que este ya había decidido en su mente, cualquiera que fuera el resultado de la prueba. Le brindó a Roland un movimiento conciliador de cabeza y extendió la mano para agarrar el cuchillo.

Sin titubear, el líder de los mortales se cortó en el pulgar, derramando dos gotas de sangre en el frasquito.

La sangre se hundió lentamente hasta el fondo y se asentó para formar una delgada capa de color rojo. Esperaron el cambio.

No vino. El líquido permaneció amarillento, excepto por una delgada capa de sangre roja que se levantaba del fondo.

—¿Parece esta la sangre de un mortal? —preguntó Roland volviéndose hacia el custodio.

La única respuesta del anciano fue la repentina palidez de su expresión.

—No —se contestó Roland, y dejó caer el frasco sobre la piedra, donde se hizo añicos—. No lo creo. Tú, anciano, vivirás solamente unos cuantos años si tienes suerte.

—¡Eso no significa nada! —exclamó Jordin.

—¿No? Entonces probemos a cada uno de ustedes.

Sin demora, Roland extrajo otro frasquito y aplicó la misma prueba a la joven. De nuevo, el líquido se negó a oscurecerse.

Sostuvo en alto la ampolleta para mostrarla a todos.

—Ella solo tendrá una vida natural, si acaso —opinó, y sencillamente soltó el frasquito para que se rompiera sobre el piso de piedra.

Repitió el ejercicio con el Libro y luego con Triphon. Ambos con el mismo resultado.

Por último hizo la prueba a Seriph. Esta vez el líquido ámbar oscureció.

—¡Vida! —gritó Roland levantando la ampolleta oscura.

—¡Esto no significa nada! —cuestionó Jordin—. ¡Estamos vivos! Mortales.

—Quizás lo sean —expresó Roland pasándole el frasquito oscurecido a Seriph y mirando a la multitud—. Pero hoy es un nuevo día.

Roland levantó la voz una vez más.

—¡Hoy ya no me denomino mortal! Se trate de custodio o de nómada, este día declaro a todos los que celebran vida y juran protegerla… ¡inmortales!

La palabra resonó a través del valle.

Inmortales.

Así que Roland tendría su nueva raza.

—Todos los que me sigan, ¡partimos hoy! Vamos al norte, donde reconstruiremos y reclamaremos lo que es nuestro. Quienes somos inmortales heredaremos la tierra, ¡por poder, por espada y por cualquier medio que sea necesario!

Miró a Rom.

—En cuanto a quienes sigan a estos tres, diré lo que Jonathan mismo expresó antes de dejarnos: Que los muertos entierren a sus muertos.

Con eso, Roland bajó las gradas, pasó a toda prisa frente a la multitud, se montó en su silla, y descargó su ataque final para que todos oyeran.

—¡Escojan hoy su destino! —gritó—. Inmortalidad…

Entonces niveló un dedo señalado hacia Rom.

—… ¡o muerte!

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