Mortal

Mortal


Capítulo dieciocho

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Capítulo dieciocho

SARIC RECORRÍA EL PASILLO central de la vacía sala del senado, brazos cruzados a la espalda, túnica negra ribeteada de rojo cayéndole suavemente alrededor de los pies. Sus ojos se levantaron sobre los majestuosos tapices en las paredes hacia la enorme llama siempre viva del Orden. Feyn caminaba a su lado, a medio paso detrás.

Hoy él la había vestido de blanco.

Un día, él reasumiría el cargo de soberano que antes ostentara por poco tiempo, y ella volvería a estar en la tumba. O quizás él la conservaría en letargo. Aún no lo había decidido.

—¿Hermana?

—¿Sí, hermano?

—¿Es ese quien soy yo? —preguntó mirándola por encima del hombro mientras caminaban.

—Tú eres mi creador —respondió ella mirándolo una vez, y volviendo a mirar al frente.

—No lo vuelvas a olvidar, por favor.

—No, creador.

—También me puedes llamar maestro.

—Como gustes.

—Maestro.

—Maestro.

Saric la guió por el pasillo y la subió al estrado. Hacia la blanca mesa de mármol en el centro. Miró alrededor y enfrentó la gran cámara, con los brazos aún cruzados a la espalda.

—Aquí es donde te formé —anunció.

Ella examinó la mesa con ojos oscuros. Tenía el rostro empolvado, lo que le hacía la piel pálida aun más clara que cuando estaba desnuda, las venas negras por debajo como delgadas garras extendiéndosele hacia el cuello, listas para estrangularla ante la orden de su hermano.

—Aquí es donde te di el regalo de vida —repitió Saric volviéndose y pasando ligeramente la mano por la superficie de la mesa—. Fue aquí donde te ordené vivir. ¿Cómo te hace sentir esto?

—Eternamente agradecida —contestó ella titubeando.

—Y sabes que quien da vida también puede quitarla. Porque aquellos que conocen la forma más pura y plena de vida comprenden que ese poder es la expresión más grandiosa. De este modo la vida que ofrezco es mucho más fabulosa que cualquiera que puedan conocer los mortales. Yo sirvo a esa verdad. ¿Entiendes?

—Sí.

—Si alguna vez llego a encontrar una vida superior la abrazaría con vigor igualmente mayor.

—Sí, te creo.

—Bien —enunció Saric levantando la mano y volviendo a pasar el dedo índice por la mejilla de Feyn—. Hoy tengo un regalo muy especial para ti, querida. Al principio podría ser doloroso, pero te aseguro que te lo doy únicamente por tu bien. ¿Cómo te hace sentir eso?

—Te serviré como mejor te parezca y para que estés complacido.

—Entonces aceptarás este regalo con mucho agradecimiento, como hiciste al aceptar mi vida. Insisto.

Ella agachó la cabeza.

—Bien —continuó él alejándose de la mesa y volviendo a juntar las manos—. Tus exploradores fueron más eficaces de lo que yo esperaba. Te elogio por eso.

—¿Tuvieron éxito?

Saric miró hacia la entrada lateral, donde uno de sus hijos esperaba su orden, y asintió. El guerrero inclinó la cabeza y desapareció detrás de la cortina.

—Dos de ellos identificaron y reportaron a uno de estos mortales al norte de la ciudad. Pudieron enviar noticias y matarle el caballo antes de que el hombre lograra escapar. Mis hombres lo capturaron esta mañana en un desfiladero.

Feyn no demostró emoción. Bien.

La cortina se dividió y emergieron dos sangrenegras, sosteniendo una forma combada y casi desnuda entre ellos. Los seguía Corban, deslizándose con inquietante paso detrás de ellos.

El explorador mortal estaba demasiado débil para mover los pies o sostener la cabeza en alto, pero Saric se había asegurado de que estuviera consciente. El mortal gimoteó ahora mientras lo arrastraban sobre el estrado y lanzaban su apaleado cuerpo sobre la mesa de mármol.

Los guardias se apoyaron cada uno en una rodilla, inclinaron las cabezas, y retrocedieron rápidamente un paso.

Saric prestaba atención mientras Feyn observaba el cuerpo, con expresión carente de emoción. Solo dos días, antes el cuerpo sobre el altar había sido el suyo, inerte antes de que él le diera su sangre. Ahora había otro ser luchando por respirar sobre esa helada superficie, el cuerpo sangrante del mortal, con los ojos casi cerrados por la hinchazón, los dedos de pies y manos aún asolados por las abrazaderas que le habían puesto.

Saric caminó hasta el borde de la mesa en que se hallaba el supuesto mortal, bajando la mirada hacia un tajo en la caja torácica del hombre. La sangre no parecía distinta de la de cualquier otro humano. Y sin embargo, contenía la sangre de Jonathan.

—¿Su nombre?

—Pasha —contestó Corban.

—Pasha.

Por un instante, Saric sintió una punzada de empatía por este individuo herido que yacía delante de él.

Sin duda, el hombre tenía esposa y seres queridos. Solo estaba haciendo lo que se le pidió, igual que los propios hijos de Saric, el sujeto estaba subordinado a su propio creador, Jonathan. El niño que había nacido con vida en su sangre. Una vida que algunos creían más fuerte que la del mismo Saric. No era a este hombre delante de él, sino a Jonathan, a quien aborrecía por la promesa de una mortalidad que estaba en conflicto con la suya propia.

La empatía por la frágil forma se hundió debajo de una negra oleada de furia. Pero Saric ya no era un hombre dominado por la emoción. Respiró firmemente.

—¿Te ha dicho lo que necesitamos saber?

—No, mi señor. Pero ha accedido a contarnos. Esperamos como usted ordenó.

—Bien. Despiértalo.

Corban sacó una jeringa de su bolsa, se acercó a la mesa, e inyectó al mortal en el cuello. El hombre se quedó quieto por un momento… antes de que la boca se le abriera y los ojos también intentaran abrirse en lo que habría sido una mirada abierta del todo de no haber estado tan golpeados. Por decirlo de algún modo, esos ojos se las arreglaron para abrir solo un poquito los párpados.

—El tipo debería estar bastante dispuesto —anunció Corban retrocediendo, satisfecho.

Saric se volvió hacia Feyn, quien ya observaba al mortal con aparente falta de pasión.

—Él está vivo, Feyn. Donde una vez estuviste muerta, este hombre yace vivo.

—Sí, maestro.

Entonces rodeó la mesa, pasando un dedo a lo largo del hombro del individuo y sobre el cabello hasta llegar a su otro lado, opuesto a Feyn. Sintió la mirada de ella constante sobre él.

—Pasha —dijo Saric inclinándose hacia delante—. ¿Puedes oírme?

El hombre movió una vez la cabeza, ligeramente.

—Te voy a hacer algunas preguntas. Si las contestas sin la más leve vacilación te enviaré de vuelta hacia tu gente como advertencia. Si titubeas aunque sea una sola vez, supondré que me estás resistiendo y te mataré allí donde estás. ¿Entendiste?

Otra vez el leve asentimiento. Un temblor en la mano del hombre sobre el borde de la mesa, igual a parálisis.

—¿Sabes quién soy? Háblame.

El mortal intentó hablar, medio aclarando la garganta, luego emitió una sola palabra rasposa.

—Sí.

—Además estás familiarizado con mis hijos. Comprendo que pueden ser bastante crueles. Pero al menos sabes que queremos conseguir lo que decimos. Así que cuando afirmo que te mataré, lo digo en serio.

Él hombre asintió con la cabeza.

—Dilo.

—Sí —articuló el mortal temblando.

—Bien. Dime, Pasha, ¿cómo se hacen llamar ustedes?

—Mortales.

—Así es, mortales. ¿Y creen estar vivos los mortales?

—Lo estamos.

—Dime cómo llegaste a tener esta vida.

—Me… dieron la sangre —balbuceó el hombre apenas más fuerte que un susurro.

—¿Sangre de quién?

—De Jonathan.

—Dime qué evidencia tienes de estar vivo —ordenó Saric levantando la mirada hasta toparse con la de Feyn—. ¿Qué cambió cuando recibiste su sangre?

—Vi… vine a la vida. Sentí nuevas emociones. Vi nuevas cosas. Comprendí.

—¿Y comprendes que Jonathan no puede ser soberano? ¿Que Feyn Cerelia es soberana, y que si ella muere entonces yo, no Jonathan, sería soberano?

El mortal pareció confundido.

—No, no lo creo —continuó Saric—. Pero ahora comprendes que no temo a ningún mortal, incluyendo a Jonathan, quien no es soberano sino súbdito de Feyn. Entiende también que aseguraré la paz entre todos aquellos que viven, dentro o fuera del Orden. ¿Puedes aceptar eso, Pasha?

—Un asentimiento con la cabeza.

—Dilo, por favor.

—Sí.

—Sí. Parece que no querías someterte antes a esa paz. Siento mucho que hayan tenido que persuadirte como lo hicieron, pero estas heridas sanarán. Ahora estás demostrando tu disposición de trabajar hacia una paz duradera al ser confiable. ¿Comprendes?

—Sí.

—Bien. ¿A cuántos mortales de tu clase les ha dado Jonathan su sangre?

—A más de mil.

—¿Solo a mil? ¿Cuántos pueden pelear?

—Setecientos.

—Solo setecientos. ¿Tan pocos? ¿Por qué?

—Hay… una moratoria… en cuanto a hacer nuevos mortales.

La confesión era curiosa. ¿Por qué? Saric creía que según cualquier razonamiento lógico sentiría la necesidad de levantar un ejército.

—Bien entonces, parece que ustedes los mortales no tienen intención alguna de hacer daño. Puedes entender por qué el secreto de ustedes pudo habernos hecho creer lo contrario.

Saric volvió a mirar el tajo en las costillas del hombre, aún supurando sangre. ¿Era posible que pudiera haber un poder más grande que el suyo propio en el rojo vital? La idea era intolerable, ofensiva. Alejó la mirada.

—¿Dónde está tu gente?

Esta vez el mortal titubeó.

—Cualquier sujeto que oculta información demuestra hostilidad. ¿Debería suponer que eres enemigo de la soberana?

—No.

—Entonces dime.

—En el valle Seyala —confesó el mortal, cuya mirada pareció ir hacia Feyn y regresar dentro de sus cuencas heridas.

—Nunca lo había oído. ¿Dónde está?

—A un día a caballo hacia el noroeste, donde el río Lucrine recorre los páramos.

Saric conocía el valle por otro nombre. ¿Se movían entonces estos mortales por su propio mapa?

—¿Cuántos están allí? ¿Todos?

—¿Me soltará usted?

—Te he dado mi palabra.

El hombre volvió a titubear, luego asintió.

—Bien —declaró Saric volviéndose hacia Brack, capitán de la guardia élite—. Devuelve el mensaje a Varus. Reúne al ejército para marchar al anochecer.

—Sí, mi señor —respondió el capitán haciendo una reverencia—. ¿Cuántas divisiones deberíamos…?

—¡Todas ellas! Diles que yo dirigiré y que me esperen.

—Sí, mi señor.

El sangrenegra giró sobre sus talones y salió a un ritmo rápido.

Saric volvió su atención hacia Feyn, quien aún miraba al mortal.

—Quiero que mates a este hombre, cariño. Deseo que le abras el pecho y le saques el corazón.

Los ojos oscuros de ella se elevaron, desorbitados.

Saric la analizó. La lealtad casi siempre se podía ver en los ojos, pero la acción siempre expresaba toda la verdad.

—Corban, dale el cuchillo.

El alquimista sacó de una vaina de debajo de la túnica una larga hoja de sierra y colocó la empuñadura en la mano de Feyn. Ella la agarró sin titubear.

—Por favor… —balbuceó ahora el mortal, con el pecho jadeante en necesidad de aire, la voz ronca y demasiado alta—. Se lo ruego… envíeme como una advertencia, lo que sea…

Feyn no se movió.

—¿Recuerdas quién te dio vida sobre este altar? Dime.

—Tú, maestro —contestó ella con voz frágil.

—Y quien da vida también la puede quitar. Este hombre sirve al mortal que te quitaría el trono y que ofrece vida en mi lugar. ¿Lo sirves a él o a mí?

—Te sirvo a ti.

—Entonces haz como digo, cariño.

El pecho de Feyn subía y bajaba rápidamente. El sudor le perlaba la frente. Un temblor le sacudió el dobladillo de las blancas mangas.

—¿Matarlo? —inquirió ella.

—Por mí, amor mío.

—¿Ahora?

—Ahora.

La soberana asintió levemente con la cabeza, fue hasta la mesa y levantó la hoja por encima de la cabeza. Con los ojos fijos en Saric gritó y clavó el cuchillo con ambas manos en el pecho del mortal debajo de ella.

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