Mortal

Mortal


Capítulo veintitrés

Página 26 de 49

Capítulo veintitrés

LOS AMOMIADOS MIRABAN A Jonathan y a Jordin mientras estos pasaban. Uno de ellos, una niña de no más de cinco años que llevaba puesto un abrigo rojo harapiento corrió algunos pasos hacia ellos, solo para detenerse súbitamente y mirar boquiabierta a Jonathan. Grandes ojos verdes, puestos en un rostro demasiado pálido. Sostenía una muñeca sucia.

Jonathan hizo una pausa y alargó la mano hacia ella, pero el guardia lo detuvo.

—Aún no hemos llegado. Los voy a poner en la quince. Vamos.

Jonathan no hizo ningún movimiento para seguir la orden. Jordin sintió entonces la angustia de él, desesperación que le brotaba dentro del pecho como un puño de hierro.

—¿Dónde se alojan los guardias? —indagó Jordin, tanto para darle a Jonathan un momento como para enterarse de más; rápidamente añadió—. Por si hay alguna dificultad.

—¿Dificultad? No hay peligro en el complejo.

—¿Nadie trata de escapar?

—¿Por qué lo harían? —objetó el hombre lanzándole una mirada extraña.

Era difícil recordar qué significaba ser un amomiado sin ninguna ambición, tristeza o esperanza. Ser guiado solo por temor. Vivían con miedo tanto de salir del complejo como de la muerte. Igual el guardia.

—Somos cuatro y vivimos fuera de los muros. Ustedes verán conserjes y empleados. Si hay alguna dificultad, repórtensela a uno de ellos. Pero no la habrá. Rápido, muchacho.

Jonathan alejó la mirada de la niña y siguió tras el guardia.

Solo entonces Jordin se dio cuenta que apenas se había dado cuenta del olor de la niña amomiada en la cercana proximidad de tantos condenados.

Ahora pudo ver los enormes y deteriorados números al final de cada edificio. La pintura blanca estaba pelada y se veía indefinida contra el suelo gris. Impares a la izquierda, pares a la derecha. Había treinta unidades de alojamiento en total, cada una en forma de largas edificaciones con pequeñas ventanas cuadradas intercaladas bajo los aleros de un techo industrial. Los cristales se veían sucios y tristes, como si los cubriera alguna clase de película.

Creador.

Ahora Jordin los vio de cerca, las cabezas negras, las manos sucias presionadas contra el vidrio. Pestañeó y tragó grueso.

Rostros, en las ventanas. Cuatro, cinco en cada una. Diez ventanas a lo largo del costado del edificio, espaciadas quizás tres metros.

Ella regresó a ver el camino por el que habían venido. Un anciano la miraba desde el último rincón del edificio cuatro, apoyándose en una muleta de madera, pues le faltaba la parte inferior de una pierna. Una mujer salió del alargado edificio al otro lado del perímetro, tal vez los cuartos de duchas, caminando como si la mitad de su cuerpo no funcionara de modo correcto, por lo que debía arrastrarlo hasta emparejarlo con el lado bueno. Un hombre con un vendaje alrededor de la cabeza y evidente parálisis la seguía. Víctima de un accidente, quizás.

Una afrenta. La alquimia, que mucho tiempo atrás había solucionado los secretos genéticos del cáncer, de enfermedades que consumen, de trastornos sanguíneos, de demencia y de padecimientos múltiples de la humanidad no podía soportar que le recordaran los males que no podía prevenir.

Jordin tragó saliva y bajó la mirada hacia los tacones de Jonathan frente a ella, hacia el suelo empedrado que era casi tan gris como el concreto. Como el humo que flotaba hacia el cielo. Intentó acostumbrar la respiración, que se hacía cada vez más irregular con cada paso que daba. Seguiría a su soberano a donde sea, incluso al infierno.

El guardia se volvió sobre el agrietado camino que llevaba a la puerta del edificio quince. El cielo volvió a resplandecer. Truenos en la distancia.

Ni los cielos podían soportarlo. Estas personas fueron creadas para estar vivas, no muertas. Vivas con carencias, no muertas por completo. Comprenderlo la sacudió como si le dieran un martillazo.

Jonathan había nacido para traer vida, no un nuevo orden. Caos, no perfección.

Ya veo, quería ella gritar. Ahora comprendo.

La joven giró hacia Jonathan, palabras a medio formar en los labios, pero al verlo se quedó sin aliento. Estaba frenético, tratando con salvajismo de abrir la puerta. Arañándola, golpeando la madera con lágrimas en las mejillas, jadeando incluso mientras el guardia intentaba abrirla.

—Hágase a un lado, muchacho, o no podré…

Jonathan empujó al hombre hacia un lado.

—¡Hey!

El guardia se le fue encima y Jordin lo alcanzó con un fulminante golpe del codo en la sien. El amomiado se derrumbó a un lado del pórtico, inconsciente.

Jonathan metió la llave en la cerradura, la abrió y luego le lanzó la argolla a Jordin.

—¡Debemos encontrarla! —exclamó él.

La joven no necesitaba preguntar a quién se refería el joven. Agarró en el aire la argolla de llaves, saltando sobre el inconsciente guardia y corriendo hacia el siguiente edificio en la fila. Trece.

Después de buscar a tientas la llave correcta, la muchacha abrió la puerta…

Miró al interior del dormitorio.

Cien rostros voltearon a verla. Algunos sentados en literas dispuestas como estanterías contra las paredes y otros en el suelo. Un jovencito agachado en el rincón. No había sillas, mesas, sofás, ni comodidades de ninguna clase. Jordin logró ver además que no había cobijas en las camas. La luz amarillenta de una sola lámpara eléctrica no solo iluminaba la suciedad de la negligencia, sino la total desesperanza de la muerte inminente.

—¿Está aquí una niña llamada Kaya? —gritó ella.

Nadie se movió. Una mujer de mediana edad comenzó a llorar. Un hombre, más viejo y endeble, tan flaco como un esqueleto, con una copia andrajosa del Libro de las Órdenes en la rodilla, meneó la cabeza.

Pasos apresurados detrás de ella. Y luego Jonathan llegó allí, llenando el umbral, revisando el interior del dormitorio por encima del hombro de Jordin.

—¿Está aquí?

—No.

El desesperado joven agarró la argolla de llaves y salió corriendo. La chica miró un momento más y luego corrió tras él.

—¡Kaya!

Jonathan salió del edificio doce y corrió hacia el once. Ella nunca antes lo había visto así. Frenético. Desesperado.

—¡Kaya! —gritó él antes de haber abierto.

—¡Dame acá! —dijo Jordin arrebatándole las llaves, hallando la correcta y abriendo la puerta de golpe.

—¡Kaya!

De nuevo las silenciosas miradas y los lloriqueos conmovedores. Un niñito se escondió debajo de una litera y miraba con ojos desorbitados. Una joven, no mayor que la misma Jordin, se puso de pie y gritó.

Edificio diez.

Kaya no estaba allí.

Nueve.

Entonces sonaron las sirenas. Un aullido, al principio suave como un rumor, desde la torre de observación, aumentando el tono hasta convertirse en un fuerte aullido. Hacia arriba, por encima de las paredes, resonando en los oídos. Filas de luces fulguraban en las esquinas del complejo, tan brillantes como un sol antinatural bajo el cielo agitado.

Jordin levantó la mirada, entornando los ojos contra la luz. La algarabía y los gritos venían desde el portón.

Solo entonces ella lo vio, cayendo a través de la inclemente luz eléctrica: un polvo tan fino como ceniza. Horrorizada miró hacia abajo y vio el polvo sobre la manga de su túnica. El mismo gris pálido parecía impregnar todo en este lugar.

La joven retrocedió y trató de sacudirse el polvo, pero había demasiado.

—¡Aprisa! —gritó Jonathan.

Levantó la mirada hacia Jonathan. La ceniza se le aferraba a las trenzas y las pestañas. Fue entonces cuando vio el afligido rostro que miraba desde la ventana más cercana detrás de él.

La niña.

—Kaya —expresó ella, respirando hondo.

Jonathan giró y vio a la niña. Buscó a tientas la cerradura, consiguió meter la llave en el primer intento y abrió la puerta de un empujón. Se abalanzó adentro justo a tiempo para alcanzar a Kaya cuando ella se le lanzaba en los brazos.

—No se lo dije a nadie —confesó la niña sollozándole en el hombro—. Estoy asustada. Jonathan, ¡no quiero morir!

Un chillido desde más allá de la parte trasera del edificio. Un gemido lejano y ahogado. Y contra todo eso, la sirena de fondo.

—No morirás. Yo estoy aquí —le aseguró Jonathan alejándola un poco y moviéndola levemente, con los ojos fijos en los de ella, mientras las lágrimas le asfixiaban las palabras—. ¿Me oyes? Te encontré. Te encontré y no te dejaré ir…

La pequeña se colgó de él, los brazos alrededor del cuello mientras su salvador hurgaba en el abrigo. Tan pronto como Jordin vio la endoprótesis supo lo que Jonathan pretendía hacer.

—¡No tenemos tiempo! Debemos irnos.

—Ella tiene que ser mortal… de no ser así la podrían enviar de vuelta —balbuceó él lanzándole una mirada atormentada—. Abre los dormitorios. Libéralos. ¡Por favor!

Las lágrimas bajaban por el rostro de Jonathan, dejándole sucias manchas grises en las mejillas. Creador, él era hermoso. Y sin embargo sus lágrimas la aterraron. La emoción que mostraba por esta niña le acarreaba un insondable peligro. Ella era consciente de que él haría lo mismo por cualquiera de ellos. Jonathan miraba por todos lados, a los rostros que abarrotaban la litera más baja, a los diez sentados sobre ellos. La mujer envejecida y el hombre al que le faltaba un brazo. Y Jordin supo al instante lo que él estaba pensando:

¿Cuántos? ¿Cuántos podría salvar? ¿Cuánto tiempo tenía?

Pero no era cuestión de tiempo. La joven sabía que él se quedaría y salvaría a tantos como pudiera antes de que se lo llevaran a la fuerza o lo mataran.

Por un momento, Jordin se quedó clavada al piso, temerosa de dejarlo, de que él le diera su sangre no solo a Kaya sino al hombre detrás de ella, a la mujer detrás de este, a la niña detrás de esta. Hasta que no le quedara más sangre. Se necesitaba una pinta para dar vida a un mortal. Jonathan se vaciaría sin reserva y sin pensar en su propia vida para salvarlos.

Y eso fue lo que más aterró a Jordin.

—¡Por favor!

Jonathan ya tenía la manga enrollada y se clavaba la dura aguja en la vena.

Con una mirada a la afligida cara de Kaya, Jordin salió disparada.

El pánico inundó las venas de Rom ante el ulular de la sirena. Por un instante se dijo que no había manera de saber de dónde exactamente venía ese sonido. Quizás se trataba de un incendio. Una emergencia en esta parte de la ciudad.

Entonces se prendieron las luces.

El líder de los mortales rodeó corriendo el último depósito del centro de basura, abriéndose paso directamente por el perímetro amurallado de la Autoridad de Transición.

Conocía el lugar. Siempre lo había conocido, lo había tenido presente desde el primer día en que Avra le pidiera ayuda después del accidente, muchos años atrás.

Ella había evitado esta institución, por lo que debió estar fuera del Orden toda la vida. Perdida, según todas las normas del Creador del Orden, para padecer en el infierno aun ahora en el más allá.

El corcel bajó la velocidad, levantando el cuello y doblándose por el esfuerzo de la carrera. El animal había tenido un nuevo y efímero arranque de vida bajo el peso más liviano de Rom, pero ahora cada paso resultaba más difícil que el anterior, como si viajaran a través de alquitrán.

Finalmente, Rom llegó al extremo del perímetro de hormigón. Condujo el corcel a lo largo de la pared de concreto más allá de los inquietantes rayos del halo de Sirin en su visión periférica.

Exactamente antes de la esquina noroeste del perímetro, el hombre se deslizó a tierra mientras el corcel trastabillaba sobre patas inestables.

Entonces Rom salió corriendo.

Edificio nueve. Abierto. Los habitantes se habían acurrucado lo más lejos posible de la puerta. Varios de ellos chillaban mientras el aullido total de la sirena invadía las sombras.

Edificio ocho. Abierto.

Jordin podía oír a los guardias gritando fuera del portón. El olor allí era mucho más fuerte de lo que esperaba en medio de un mar de amomiados como este. Estaban aterrados de entrar a este lugar de muerte, no acostumbrados a la turbación que les había invadido su mundo.

El cielo volvió a centellear en lo alto. Los truenos interrumpían el ulular de la sirena mientras las primeras gotas de lluvia caían entre las trenzas de la joven. Algo en la mente le susurraba más fuerte que la sirena en los oídos.

La mano del Creador.

Pero la mano del Creador era superstición. No existía.

Siete. Abierta.

La joven corrió hacia el centro del pasillo para ver si se acercaban los guardias, pero estos aún estaban en el portón. Señalando. Esperando. Eso solamente podía significar una cosa: llegarían refuerzos.

Quedaban seis edificios. No obstante, ¿de qué servía? Muy pocos de los condenados habían emergido de los edificios que Jordin abría, demasiado aterrados para salir de los confines de sus prisiones.

Pero ella sabía ahora que Jonathan los necesitaba tanto como ellos lo necesitaban a él. Este era el propósito de su amigo: salvar de sí mismos a los muertos.

La muchacha calculó la distancia de los techos de los edificios hasta la pared de hormigón. Demasiado alta para saltarla… y aunque lo hicieran, estaba cubierta con alambradas de púas. Un enredo, un resbalón, y Jonathan podría salir demasiado lastimado como para escapar. Jordin nunca saltaría.

Un movimiento a la derecha llamó la atención de la muchacha. Entonces se giró para ver a Jonathan encaramándose sobre el techo del dormitorio de Kaya, el viento levantándole las trenzas en la espalda y los pantalones pegándosele contra las piernas en medio del viento.

¿Qué estaba haciendo?

—¡He venido a darles vida! —gritaba Jonathan en tono tan potente que competía con el aullido de las sirenas.

Una luz intensa iluminaba cada una de las trenzas del intrépido joven con absoluta y vívida claridad a los ojos mortales de Jordin. Él se había quitado el abrigo, con una de las mangas aún enrollada. Del cuello abierto de la túnica le brotaban como cuerdas los tendones de la garganta.

—Les doy vida más allá de cualquiera que hayan conocido. Vida de mis venas —manifestó, alargando el brazo desnudo—. Vida de mi sangre. ¡Todos los que la tomen vivirán!

Jordin miraba fijamente, sin poder dejar de mirar.

Él es magnífico.

Y luego: Está loco.

El incandescente rayo se encendía a través de las nubes como un dedo torcido hacia la fila de luces de la esquina sur, las que salían en medio de una lluvia de chispas. Los gritos desgarraban el complejo.

—¡He venido a traerles un nuevo reino de vida! —exclamaba Jonathan señalando hacia aquellos que se aventuraban a salir con piernas temblorosas como muertos emergiendo de tumbas.

Pero Jordin sabía que ellos no serían liberados. No importaba que las puertas estuvieran abiertas, que los muros de seis metros se derrumbaran. Sus prisiones no estaban en el cemento ni en las alambradas de púas.

Un rugido lejano. La chica conocía ese sonido. El subterráneo. Refuerzos.

El nuevo hedor la sacudió como una locomotora, precipitándose por el complejo y llegando entre la ráfaga de una creciente tormenta.

La joven se volvió a tiempo para verlos llegar al portón.

Sangrenegras.

Rom tenía los cuchillos en sus manos cuando giró en la esquina del perímetro. Los olió antes de verlos: dos sangrenegras y dos guardias amomiados en el portón, armados con espadas. Los caballos de Jonathan y Jordin estaban atados a un riel a medio camino del perímetro y del portón mismo.

Un grito emergía del interior del complejo.

—¡He venido a traerles un nuevo reino de vida!

Un segundo vagón había entrado en el túnel del tren. Rom podía oírlo, más agudo que la sirena; con oídos mortales podía captar el golpe de las ruedas rechinando sobre los rieles.

Más sangrenegras…

El líder de los mortales chifló una vez, con la lengua curvada contra el labio superior mientras corría velozmente hacia los sangrenegras. Cuatro cabezas giraron en dirección a él. El joven lanzó los cuchillos en un vertiginoso y furtivo movimiento. El primero alcanzó de lleno a un sangrenegra entre los ojos. El segundo no llegó a su destino… el guerrero reaccionó demasiado rápido, agarrándolo en el aire y volviéndolo a lanzar antes de que su compañero tocara el suelo.

El mortal dobló las rodillas y se deslizó los últimos cinco metros mientras el cuchillo le zumbaba por encima. El sangrenegra ya se acercaba, corriendo a toda prisa. Rom agarró la empuñadura de su espada y la extrajo, pero el sangrenegra era demasiado veloz y puso el pie encima de la hoja, hundiéndola en el suelo mientras deslizaba su propia arma.

Rom rodó a sus pies. El sangrenegra arremetió hacia el frente haciendo oscilar la espada en medio de la lluvia. El mortal se lanzó hacia su derecha para evitar el golpe. Sintió el jalón en la camisa mientras la espada cortaba el material. Demasiado cerca…

Se abalanzó de cabeza, estrellándose contra el sangrenegra con tanta fuerza como para hacerlo retroceder tambaleándose.

El chasquido característico de metal hundiéndose en carne le llamó momentáneamente la atención hacia el portón, donde uno de los guardias reculaba bamboleándose contra las barras de hierro, con un cuchillo clavado en la yugular. Más allá, la visión borrosa de Jordin, quien había lanzado el cuchillo, deteniéndose bruscamente con las manos vacías, lo que solo podía significar una cosa: estaba desarmada.

El chirrido de chispeantes frenos cortó el aire mientras el vagón del subterráneo aparecía en la salida del túnel a cien metros de distancia. Seis formas adentro.

El líder mortal lo vio todo en una fracción de segundo, aun mientras el sangrenegra se recuperaba y volvía a arremeter, más mesurado esta vez, espada en ambas manos. Rom se agachó y sacó de la bota su último cuchillo, sabiéndose superado por el rival, que era más rápido y estaba armado con una hoja mucho más larga.

Los cielos se abrieron en serio.

A la izquierda, una forma corría desordenadamente a lo largo del perímetro de concreto hacia el sangrenegra. Triphon, quien al pasar al lado de los caballos asió la empuñadura de la espada de Jonathan y la extrajo sin perder el paso.

—¡Triphon!

La mirada del sangrenegra se dirigió hacia la nueva amenaza. Rom se movió entonces, mientras la atención del guerrero se dividía. Saltó hacia el guardia que quedaba en el portón, dejándole a Triphon el sangrenegra, a sabiendas de que su amigo quedaba con la espalda expuesta.

Alcanzó al guardia en cinco zancadas y le hundió el cuchillo en el cuello mientras el sonido de la mole de Triphon chocando con el sangrenegra se unía al del estruendo retumbante del cielo.

Rom giró para verlos caer al suelo. La lluvia era ahora tan intensa que por un momento no pudo ver quién era quién.

Un grito.

—¡Triphon!

Entonces giró para ver a Jordin en el portón, con ojos desorbitados. Señalando más allá de él. El hombre giró rápidamente. Triphon yacía sobre el sangrenegra, moviéndose apenas. Un escalofrío le corrió a Rom por el cuello.

Un grito seguía oyéndose en medio de la lluvia desde el interior del complejo.

—Les traigo vida nunca vista en este mundo. ¡Un nuevo reino!

Rom oyó cada palabra como si vinieran desde una aislada realidad desconectada. Vida. Pero la escena ante él susurraba muerte.

Triphon rodó de espaldas, llevándose los dedos al pecho. Hacia la espada que sobresalía de este. Los pulmones de Rom se paralizaron. El sangrenegra yacía aún con la espada de Triphon clavada en la garganta.

Su amigo tosió una vez. Por un instante pareció reír hacia el cielo. Luego la mano cayó a tierra. Inerte.

Los sangrenegras del tren saldrían en tropel en cualquier momento.

La joven se quedó inmóvil, mirando la forma de Triphon desplomándose al otro lado del portón.

—¡Jordin! —gritó Rom ya en la entrada, haciendo girar la llave—. ¡Ya vienen!

—¡Jonathan! —exclamó ella volviéndose hacia el complejo—. ¡Tenemos que irnos!

La cabeza de él se movió bruscamente hacia ella, trenzas empapadas, ropa pegada a los duros resguardos del pecho.

—¡Ahora! —gritó Jordin.

Jonathan bajó la cabeza, se deslizó por la pendiente del techo y apareció al final del edificio con Kaya, quien llevaba puesto el abrigo de él. Juntos bajaron el destrozado camino y pasaron a un grupo de amomiados con ojos desorbitados, sin desacelerar hasta llegar al portón, apenas abierto para dejar salir a los tres cuerpos de uno en uno.

Jonathan vaciló, mirando a Rom inclinado sobre la forma caída de Triphon, comprobando frenéticamente si mostraba señales de vida. Si Triphon hubiera sido amomiado, ellos habrían podido olfatear el olor a muerte. Puesto que era mortal, solamente lo sabrían por el pulso o la respiración.

No había lo uno ni lo otro.

Los sangrenegras comenzaron a salir en tropel del vagón de ferrocarril. Rom levantó la cabeza, titubeó por un instante y se puso de pie. No había tiempo de llevarse el cuerpo de Triphon mientras Jonathan estuviera en peligro.

—¡A los caballos! ¡Ya! —gritó, apurándolos con las manos.

—¡Corre! —exclamó Jordin arrastrando a Jonathan por el brazo.

El muchacho recogió a Kaya y corrió delante de la nómada. Saltaron a las sillas, Jordin detrás de Jonathan y Kaya, y Rom en el otro caballo.

Los gritos llegaban desde atrás. Un cuchillo pasó junto a la cabeza de la joven sin hacer daño.

Entonces salieron cabalgando a todo galope, ocultos tras un fuerte aguacero.

Ir a la siguiente página

Report Page