Mortal

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Capítulo veintiséis

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Capítulo veintiséis

FEYN CAMINABA POR EL pasillo de mármol del fortín de Saric, impresionada por el imponente arco del techo, el antiguo y emotivo arte que recubría las paredes, y los rojos cortinajes desde el techo hasta el suelo. Amplios candeleros ostentando velas de treinta centímetros de diámetro proyectaban a través del pasillo focos de luz ámbar en intervalos regulares. Candelabros de oro y cristal colgaban de largas cadenas a veinte pasos de distancia, su luz se extinguía por el momento a favor de velas que iluminaban el corredor como si fueran la senda oscura que atravesara un jardín de seda e ilusión. Tan sombríamente inmaculado. Fastuoso. Saric siempre había sido un hombre de gusto, y su atención al detalle no era la excepción aquí.

Habían llegado por Feyn al final de la tarde. Cuatro sangrenegras y Corban, el jefe de alquimistas de Saric. Le dijeron que su hermano quería verla, esta noche, en la fortaleza de las afueras de la ciudad. Ella debía hacer arreglos para estar fuera durante tres días.

Rápidamente había puesto las cosas en su lugar con sus funcionarios y con Dominic, quien explicaría la súbita partida como un tiempo para descansar y recuperarse… opción lógica en vista de lo que había sucedido en los últimos días.

—¿Estará su hermano con usted? —había preguntado Dominic.

—Es posible que me acompañe. ¿Te preocupa eso?

—Solo si eso le preocupa a usted, mi señora —contestó él bajando la cabeza.

—Entonces no temas, Dominic. Sirvo al Creador.

—Y yo le sirvo a usted, mi soberana —había asentido el hombre.

—Entonces Saric no es preocupación tuya.

Él no había respondido, pero su silencio expresaba suficientemente fuerte sus inseguridades al respecto.

—Di lo que hay en tu mente, Dominic.

—Hay rumores —había contestado el líder del senado diciendo exactamente lo que ella suponía—. Acerca de los guerreros que sirven a Saric y de su intención de usarlos como un medio de presión. La ley prohíbe estrictamente cualquier uso de fuerza o la formación de un ejército con cualquier propósito.

—Y sin embargo tenemos la guardia de la Fortaleza para protegernos.

—Sí… y Saric ha matado a más de uno de nuestros guardias. Estoy seguro de que usted oyó hablar del incidente de hoy en la Autoridad de Transición. Nos viene violencia con los sangrenegras de su hermano, y las palabras de él en el senado no han caído en oídos sordos. El miedo se ha apoderado de la sala.

—Entonces tranquilízalos, Dominic. El Orden provee una guardia personal para proteger a cualquier soberano que la solicite. Los sangrenegras me sirven de ese modo.

—Entonces Saric la sirve a usted.

—Todo el mundo sirve a la soberana tanto como yo sirvo al mundo.

—Y sin embargo Saric afirma que el mundo está muerto…

—Sí, bueno. Debes permitirle algunos de estos pensamientos. Mi hermano me dio vida en un modo que pocos logran entender. Puedes apreciar cómo eso podría afectarlo.

Dominic había asentido levemente con la cabeza.

—Es evidente que estoy viva. Y como soberana con vida espero que el senado acepte mi decisión de tener guardia. Saric está encargado de mi seguridad a menos que yo decida otra cosa. ¿Está claro?

—Sí, mi señora. Desde luego.

—Se aceptará su guardia como mía. Y cualquier cosa que se diga contra ellos se dice contra mí.

—Entiendo.

—Gracias, Dominic. Sírveme bien, y yo podría abrirte los ojos a una nueva vida.

—Como usted diga —había contestado el líder del senado haciendo otra inclinación de cabeza.

Feyn había salido de Bizancio con Corban y los sangrenegras, rumbo al norte, cabalgando ocho kilómetros en la oscuridad, hasta que el alquimista le pasó una capucha de seda para que se la pusiera a petición de Saric.

El primer impulso de resistirse a ser cegada se había doblegado rápidamente ante la sumisión. Saric era el creador de ella, y la petición de él solo era una invitación a obedecer. ¿Cómo iba a negarse?

Tres horas después, Corban le quitó la capucha, y Feyn fijó la mirada en el fortín de gran extensión que se levantaba en medio de la noche como un fantasma monolítico. Pero en el instante en que puso un pie adentro y la gruesa puerta de madera se cerró detrás de ella, la mente se le inundó de vida, no de muerte.

La vida de Saric.

—Por aquí, mi señora —anunció Corban, llegando a una puerta metálica colocada al fondo de la pared, a la cual tocó y luego abrió ante la invitación de Saric desde el interior.

La música llenaba el aire. Incitante, vibrante y sombría a la vez. Feyn entró a un espacioso santuario que podría ser la oficina de Saric o su lugar más sagrado de meditación. Quizás ambas cosas.

Su hermano estaba sentado detrás de un escritorio grande de ébano con patas talladas en un estilo bastante recargado. Feyn le echó un rápido vistazo al salón: las enormes pinturas enmarcadas de paisajes, los tapices de seda amontonados en cada rincón, las gruesas alfombras sobre el piso de mármol, el sarcófago de cristal con un hombre desnudo adentro a la izquierda de ella. Inmediatamente volvió la mirada hacia Saric.

—Mi señor —expresó, haciendo una reverencia.

—Mírame, hija mía.

Ella levantó la mirada hasta la de él. Por un momento se quedaron inmóviles.

—Corban —enunció Saric, mirándola aún—. ¿Todavía vive el prisionero que capturamos en la Autoridad de Transición?

—Sí, mi señor. Hemos reparado el daño que sufrieran sus pulmones, y se aferra a la vida con la ayuda de suplementos por vía intravenosa. El mortal es sorprendentemente fuerte. Uno más débil no habría reaccionado a la resucitación.

—Pero estaría muerto sin la vida que yo le doy. Asegúrate de que no sufra más daño. Solo me es útil si está vivo.

—Por supuesto, mi señor. Me encargaré personalmente. Cada hora se hace más fuerte.

—Gracias, Corban. Déjanos solos.

Feyn miró por encima de su hombro, notando que los dos sangrenegras aún estaban apoyados en una rodilla, pero que el jefe de alquimistas solo se había inclinado como era su costumbre. Ella debía aprender más de los hábitos de ellos, quienes ahora dictaminaban las costumbres que debían seguirse.

Corban cerró la puerta detrás de la soberana.

Los ojos de Saric centelleaban. Parecía complacido de verla, pensó ella. Comprenderlo la llenó de gratitud. Él llevaba puesta una chaqueta negra sobre una camisa blanca abierta que dejaba ver el pálido pecho. Una gruesa cadena de plata con un pendiente de un fénix serpentino le colgaba del pecho.

Con sus largos dedos, Saric tamborileó sobre lo alto del ébano. Feyn notó luego que él se había ennegrecido las uñas.

—Gracias por venir en tan poco tiempo, mi amor.

Ella caminó hasta el centro del salón, sintiéndose mal vestida con sus pantalones de montar y su chaqueta de cuero.

—Vine tan pronto como pude.

—¿No te alegras de verme? —inquirió él.

El deseo de agradarlo sorprendía aun ahora a Feyn, pero había más. Una fragancia en el salón que la llamaba como el aroma del mar.

—Más de lo que puedes saber.

—En realidad, lo sé muy bien. Estás ligada a mí, hermana. Lo que aún no sabes es que no puedes vivir sin mí.

Saric rodeó el escritorio, la examinó con aprobación y levantó la mano. Feyn se arrodilló, le tomó la mano entre las suyas y le besó los dedos. Pero esta vez el olor de la piel masculina despertó una oleada repentina de urgencia dentro de ella. Los oídos le comenzaron a resonar y sintió la cabeza tan liviana que por un momento creyó que se iba a desmayar.

—El fuerte deseo, ¿verdad? —preguntó Saric riendo suavemente.

¿Fuerte deseo? Feyn levantó la mirada.

—¿Qué es?

—Vida, cariño. Mi vida. En el momento oportuno.

Saric retiró la mano y se dirigió hacia uno de los dos sillones grandes con respaldo en forma de ala, delante de una mesa circular que parecía haber sido tallada en una sola pieza de granito amarillo. Sobre una bandeja de plata había una botella de vino tinto y dos copas de cristal.

—Siéntate conmigo, Feyn.

Ella lo siguió y se sentó en el sillón en ángulo con el de él. El sarcófago cilíndrico de cristal estaba directamente al otro lado del salón, mostrando abiertamente a su inerte ocupante. La vista, superficial en principio, la dejó helada en esta ocasión.

—Pravus —informó Saric—. Mi creador.

—¿Está muerto?

—Vive ahora en mí. Qué hermosa criatura, ¿no estás de acuerdo?

Ella no estaba segura de cómo se sentía respecto al pálido cuerpo, pero rápidamente venció su confusión y adoptó el punto de vista de Saric.

—Sí —opinó—. Bastante.

—Así es.

Saric miró el sarcófago con ojos tiernos que sugerían más que simple aprecio. Luego agarró la botella de vino, arrancó el corcho con sus fuertes dedos y llenó cada copa hasta la mitad. Volvió a poner el corcho en la botella, la bajó de nuevo y le pasó a ella una de las copas.

—Por la vida que conquista a la muerte —declaró levantando la copa, mirándola fijamente.

—Por la vida —repitió Feyn, y tomó un trago.

El sabor tanino y fermentado de uvas le perduró en la boca y se le deslizó por la garganta como ardor. La soberana sintió casi al instante el efecto del vino; no le había pasado la debilidad que casi la subyuga al oler la piel de Saric.

¿Era esto lo que debía desear… vivir a través de la vida de otro?

De ser así, se preguntó qué clase de vida podría demandar la muerte. Saric había vuelto a la vida por intermedio de Pravus, y sin embargo le había quitado la vida a su creador. Era difícil imaginar tal despreciable acto de rebelión, a menos que el mismo amo lo hubiera exigido. Entonces, ¿había pedido Pravus a Saric que lo matara?

Y si alguna vez él le exigiera eso, ¿sería ella capaz de tal cosa? ¡No! Quizás. No, imposible. El mero pensamiento estaba saturado de profunda ofensa.

—Hay ocasiones en que se debe quitar la vida —comentó Saric, como si le hubiera leído los pensamientos en la cara—. Pero solo cuando esa vida está en conflicto directo con la vida superior. ¿Comprendes esto?

—Sí, mi señor.

—Dime.

Así es como últimamente él la dirigía con preguntas, a fin de atraerla con suavidad de modo que ella pudiera servirle mejor. De modo que pudiera cumplir su propósito como alguien hecha a imagen de él.

—Le quitaste la vida porque era más débil que la tuya. Obstaculizaba una vida superior. La tuya.

—La vida, Feyn. Es lo único que importa en este mundo muerto. Quienes vivimos someteremos este planeta y gobernaremos a los muertos como mejor nos parezca. Y me pareció mejor hacer que mis súbditos dependan de mí en una forma que Pravus no hizo. Por eso deseas mi sangre.

—¿Mi señor?

Saric levantó el dorso de la mano hasta el rostro de ella. El olor de la piel masculina inundó otra vez las fosas nasales de la soberana, más fuerte que la primera vez.

—Todos mis hijos me necesitan —afirmó él retirando la mano—. Pero de diferente manera. Los nacidos de sus cámaras necesitan obedecerme. Su lealtad está asegurada por medio de la alquimia. Pero tú, Feyn, recibiste vida a través de mi propia sangre. Sangre que necesitas para vivir.

—Por tanto… sin tu sangre… ¿moriré?

—Así es —replicó Saric sonriendo—. Si yo muriera, tú también morirías. En realidad somos uno, tú y yo.

Primero frío y después calor recorrió la espalda de Feyn. ¿Necesitaba la sangre de Saric para vivir? ¡Sin duda él estaba hablando en términos metafóricos, no físicos!

—¿Cómo? —exclamó Feyn.

—Se te debe inyectar de vez en cuando una porción de mi sangre o de lo contrario mueres. Ya han pasado tres días desde que te traje a la vida. Ahora te sientes débil, ¿verdad? Tienes unas ansias que no puedes comprender.

Ella tragó grueso. Le temblaban los dedos y los apretó para que él no notara la ansiedad que le produjo el pensamiento.

—No temas, mi amor —dijo él pasándole una mano por la cabeza y bajándola por el cabello a fin de acomodárselo—. Mientras yo viva y tú tomes mi sangre cada tres días, tendrás una larga vida de belleza y poder. Esta noche Corban te ayudará a nutrirte.

Feyn lo odió por breves instantes. ¡Su propia vida estaba aprisionada! No bastaba que él tuviera los servicios y la lealtad de ella, ¿también decidiría en su propia supervivencia?

Luego el pensamiento desapareció y ella permitió que otras ideas más constructivas le bañaran la mente. Estaba viva a causa de Saric. ¿No dependían de sus creadores todas las criaturas? Entonces ella solo debía sentir gratitud por la vida que Saric le había dado, independientemente de lo que debiera hacer para conservarla. ¿No sucedía lo mismo con el Creador de todo? Por tanto, quien aceptaba las condiciones de Saric no tendría que estar condenado a la muerte eterna.

—Pero esa no es la única razón de que enviara por ti —explicó el hombre alejando de ella la mano; luego bajó la copa, se echó para atrás en el sillón y cruzó la pierna sobre la otra—. Necesito que hagas algo por nosotros. Los nómadas se me han acercado con una solicitud. Han accedido a darme al muchacho a cambio de una nueva ley que les dé derecho pleno como gobierno autónomo fuera del Orden.

El interés en la sangre de Saric desapareció por un momento ante este nuevo giro.

¿Entregarían ellos al muchacho? Pero eso significaba que este moriría. ¡Seguramente sabían eso!

¿Por qué entonces Rom accedería a eso?

—¿Lo traicionaría Rom?

—Roland, el príncipe nómada.

¿Actuando sin el conocimiento de Rom?

—¿Y tú accederías a esto?

—No. Ni tampoco soy tan estúpido para creer que entregarían al muchacho. Pero además han exigido tenerte con ellos hasta que se apruebe la ley. Exigen a la soberana como garantía —anunció Saric, entonces la miró y cruzó las piernas—. ¿Qué aconsejarías?

Feyn caviló en la pregunta, sabiendo que su hermano ya tenía una respuesta específica en mente. Así actuaba él, haciendo preguntas. Y ella ya conocía la respuesta.

—Ellos no conocen las profundidades de mi lealtad hacia ti —respondió la soberana—. Pero tú sí. Concédeles lo que piden.

—¿Con qué propósito, mi amor? —inquirió él con una ceja arqueada.

—Para que yo pueda enterarme de lo que necesitas saber acerca de nuestros enemigos.

—Podría ser peligroso —advirtió Saric con una sonrisa en los labios.

—Ellos saben que, si me matan, tú te convertirías en soberano.

—¿Estás insinuando que te preferirían como soberana antes que a mí?

—Yo les ayudaría a creer eso. Esto no solo garantiza mi seguridad sino que los motivará a confiar.

Saric la examinó por varios segundos. Cuando habló, su tono había cambiado. El amable creador se había ido. Aquí estaba el amo que exigía absoluta obediencia.

—Mañana irás con el único objetivo de enterarte de sus fortalezas, su cantidad real y dónde se ocultan. Si es posible, te ganarás la confianza del muchacho. Regresarás en tres días. Si no lo haces, morirás. Ellos deben comprender esto.

—¿Qué hay de lo que piden respecto a una autonomía, mi señor?

—No, de ninguna manera —reiteró él gesticulando con la mano—. Si lo crees necesario, diles que está en proceso.

—¿Y si intentan cambiarme?

—No pueden. Como tú misma me dijiste, la sangre del muchacho es letal para los de nuestra clase.

Feyn asintió. Otra ligera ola de aturdimiento le oscureció la vista. Se había sentido muy bien otra vez hasta hace un momento, y entonces la debilidad se apoderó de ella como un torrente. Tendría que recordar la rapidez con que la vida se le iba del cuerpo.

Saric estaba hablando de nuevo… Feyn no había oído sus primeras palabras.

—… rápidamente. Muy rápidamente. Dentro de una hora estarás muerta —advirtió él tocándole las manos.

—Ven conmigo. Te alimentaré.

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