Mortal

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Capítulo veintiocho

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Capítulo veintiocho

LÉELO —PIDIÓ ROLAND—. NO quiero que lo recites. Deseo conocer las palabras exactas, traducidas del latín original.

El custodio sostenía el antiguo pergamino con dedos temblorosos debido tanto a la falta de sueño como al peso de las palabras en sus manos. Ya había recitado de memoria el pasaje, y todos lo habían oído un centenar de veces en torno a hogueras de la celebración a altas hora de la noche. Pero ahora la realidad había conspirado para desafiar todo lo que habían supuesto de esas valientes proclamaciones. Ellos debían saber la intención exacta de Talus, el primer custodio, que escribiera estas palabras casi quinientos años antes.

El anciano miró a los otros que se habían unido a Roland en el santuario interior de las ruinas del templo.

Presentes: Roland, quien convocara la reunión. Michael, su segunda. Seriph, cuyos puntos de vista recibían más aceptación entre los radicales con cada día que pasaba. Anthony, una voz de razón y cálculo que armonizaba con la opinión de Roland.

Asunto en debate: comprensión que el custodio tenía de la profecía de Talus. Permanecía incuestionable el papel de sabiduría del Libro tanto por ser el último custodio sobreviviente como el primero entre los nuevos custodios. La única manera que se le ocurría a Roland de evitar una enorme división entre los nómadas y los nuevos custodios (estos últimos mortales no nómadas) era a través de una común comprensión y aprobación de las palabras del primer custodio.

Por eso debieron acudir al hombre tan apropiadamente conocido como «el Libro».

La luz de las antorchas jugueteaba en los rostros reunidos alrededor del altar. Afuera, las preparaciones finales para la Concurrencia expedían risas intermitentes a través del campamento, interrumpidas por la afinación de instrumentos y el golpeteo de martillos. Pero, para Roland, el estruendo solo servía como un recordatorio constante de las intenciones fraudulentas que se cernían sobre todos ellos.

La Concurrencia más grande hasta la fecha… en celebración de un soberano menguante.

—Libro —expresó Roland—. No somos enemigos en esto. Pero debemos saber cuál fue la intención del primer custodio al escribir estas palabras. Además, debemos conocer tu mejor interpretación ahora.

El anciano puso el antiguo pergamino sobre el altar y abrió el Libro de los Mortales. El volumen encuadernado en cuero contenía los nombres y detalles de todo mortal vivo, siendo la última anotación la niña Kaya, a quien Jonathan había traído desde la Autoridad de Transición. Tan solo el último indicio del fracaso de Jonathan en entender su papel. Además de los nombres, los preceptos básicos por los cuales los mortales celebraban y ordenaban sus vidas llenaban una docena de páginas. En la parte trasera del libro: una traducción exacta del pergamino de Talus, que generaciones de custodios habían guardado durante siglos en espera de la venida de Jonathan.

La vacilante llama de una vela grande y blanca iluminaba la página a medida que el custodio movía un envejecido dedo a lo largo del pasaje en cuestión. Tosió una vez dentro del puño, luego leyó con voz alta y grave.

Las líneas de sangre deben converger para producir un niño, varón

Se saltó algunas palabras, encontró la sección pertinente y continuó.

Su sangre tendrá los medios para vencer a Legión en un nivel genético —siguió leyendo, y entonces carraspeó—. En este niño está nuestra esperanza. Es él quien recordará su humanidad, quien tendrá en sí la capacidad para la compasión y el amor. Y es quien por consiguiente debe liberarnos del Orden, cuyas estructuras se levantan como una prisión alrededor del corazón humano. Este niño será la única esperanza de la humanidad.

El anciano levantó la mirada.

—La única esperanza —repitió.

—La pregunta es si esa esperanza está en el niño o en su sangre —terció Seriph—. Su sangre tendrá los medios para vencer a Legión, como leíste. Para liberarnos del Orden. Refiriéndose a su sangre. Talus era científico, ¿verdad? ¿Alquimista?

—Más que eso —objetó el anciano—. Él es quien profetizó…

—Afirmas que Talus ha profetizado solo porque lo que predijo ha resultado ser verdad. ¡Pero sus hallazgos fueron hechos de cálculos! No hay evidencia de la mano del Creador, suponiendo que tal cosa exista.

—Tranquilo, Seriph —advirtió Roland—. Solo estamos buscando la verdad.

—La mano del Creador es evidente en el muchacho —declaró el custodio—. Nació en el año profetizado por Talus. Cálculos, sí, pero guiados por la mano del Creador.

—De cualquier modo —intervino Michael—. Creo que el argumento de Seriph es válido—. El pasaje parece querer decir que la única esperanza de la humanidad viene del niño a causa de su sangre.

—Hay más —informó el custodio.

—Pero no dice… —formuló Michael.

—Léenoslo, Libro —expresó Roland interrumpiéndola con una mirada.

El anciano volvió a toser, se limpió una salpicadura de saliva en el labio inferior, y luego leyó otra vez.

Estableceré una Orden de Custodios y juntos juraremos guardar esta sangre y mantener estos secretos para el día en que el niño venga. Les enseñaré a recordar cómo era conocer algo más que temor, así que nuestras mentes recordarán aun después de que nuestros cuerpos hayan olvidado. Aunque seguramente moriremos bajo la maldición que es Legión. Esperamos confiados, habiendo abandonado el Orden en anticipación de ese día.

—Yo diría que eso incluye a los nómadas —interrumpió Seriph.

—Déjalo terminar —manifestó bruscamente Roland.

El custodio miró a Seriph y después continuó.

Hasta entonces he preservado suficiente sangre para que cinco individuos vivan por un tiempo… Dejen que la sangre avive al remanente de cinco personas que deben hallar al niño y poner fin a esta muerte. Ustedes, quienes encuentren esto, quienes lo beban, son ese remanente. Beban y sepan que todo lo que he escrito es verídico. Encuentren al niño. Llévenlo al poder para que el mundo se pueda salvar, se lo suplico.

El anciano levantó la mirada.

—Esto último fue cumplido por Rom y quienes bebieron la sangre y encontraron al niño. Rom, cuya presencia sería muy bienvenida ahora.

Pero todos sabían por qué Rom no estaba con ellos. No solo debido a haberse ido a tratar de convencer a la soberana de que cediera el cargo a Jonathan, también porque todos sabían que Rom desautorizaría una abierta discusión en cuanto al propósito de Jonathan. Como el primogénito entre los mortales, amante de la primera mártir, Avra, y quien encontrara al niño, Rom veía a Jonathan como su único propósito en la vida. Su mente y su curso, ya estaban sellados.

Roland estaba decidido a descubrir si la mente y el curso del custodio también estaban sellados.

—Ahora hablas a los descendientes de esos nómadas que decidieron mantenerse separados del Orden desde el fin del Caos, a quienes se unieron a los custodios para apoyarles su misión hace siglos —declaró Roland—. Nosotros vimos la verdad mucho antes de que la viera Rom, recuerda eso.

—Eso podría ser así. Pero estas palabras no mienten. Encuentren al niño. Llévenlo al poder. El texto es claro.

—Si no les importa… —terció Anthony vuelto hacia el altar, con un brazo cruzado por delante apoyando al otro, y el dedo en la mejilla—. Teniendo en cuenta el contexto, y despojados de todo folclor que rodee este documento, yo diría que lo que el escritor está afirmando es bastante claro.

—Entonces al menos uno de ustedes tiene sentido común —exteriorizó el custodio.

—Yo diría que simplemente está hablando de las mutaciones genéticas que al final hicieron que Legión se revirtiera en la misma línea sanguínea de la cual se elaboró el virus. Después de todo, Talus fue responsable de Legión. Él lo creó…

—No con intención de usarlo.

—Sin embargo, provino de su sangre. Entonces Talus calculó y predijo que el virus se revertiría en un niño y concluye aquí que este niño nacido con esa sangre debe traer vida al mundo.

—Como soberano.

—Sí, en un mundo idealista. No obstante, ¿qué diría Talus si le hubieran dicho que el niño no podía llegar al poder?

Muchos considerarían sacrilegio hablar incluso de este modo, pero ahora no podían darse el lujo de adherirse a los límites de la superstición.

El custodio cerró el libro con más fuerza de la necesaria.

—¿Aseguras que el niño no puede llegar al poder? ¿Sabes a quién le estás hablando? —objetó el anciano, pinchándole el pecho con el dedo índice—. Los custodios nos aferramos a creer que ocurriría «lo que no podría suceder», mientras el resto del mundo seguía ciegamente al Orden por siglos. ¿Cómo te atreves a informarme ahora quién puede o no puede llegar al poder?

—Y te honramos por ello, custodio —expresó Roland—. Como príncipe te puedo asegurar que ustedes no fueron los únicos en guardar esa verdad durante siglos. Por favor, paremos la pelea de gallos.

El nómada hizo una pausa.

—Concluye tu idea —declaró entonces dirigiéndose a Anthony.

—Primero una pregunta —continuó el anciano nómada mirando entre ellos—. ¿Cuándo se decidió que estos escritos fueran inspirados por algo más que la mente aguda de un alquimista que, al darse cuenta de su error, quiso devolver la humanidad a un mundo muerto?

—¡Los escritos siempre han sido sagrados! —exclamó el custodio mirándolo con asombro.

—¿Aseguró Talus que sus escritos eran sagrados?

—Los custodios siempre han sabido que las palabras de Talus son las del Creador.

—Bien. Aun así, el significado no está claro. El muchacho es nuestra esperanza debido a su sangre. La vasija es secundaria a su contenido. La sangre es lo que aquí está en juego. Si él enfermara y muriera repentinamente, ¿se desperdiciaría su sangre solo porque él no está en el poder? Su propósito es rescatar al mundo con su sangre, no con ningún otro poder. A menos que me esté perdiendo algo.

El custodio miró a Roland, con el rostro pálido. ¿Se lo dijiste?

Él negó con la cabeza.

—¿Qué pasa? —objetó Seriph.

Roland sostuvo la mirada del custodio por un momento, entonces decidió que era hora.

—Jonathan está enfermo —expresó—. En cierto sentido. Su sangre se está revirtiendo, y en menos de una semana no será distinta de la sangre de cualquier amomiado.

El aire pareció marcharse del salón. Miradas aturdidas por todas partes.

—¿Amomiado? —balbuceó Michael.

—Diles —pidió Roland asintiendo con la cabeza hacia el custodio.

Después de una larga pausa, el anciano miró a su alrededor como si estuviera perdido, y luego suspiró. Les contó acerca de las pruebas en la sangre de Jonathan, añadiendo un detalle final que sorprendió incluso a Roland.

—A partir de la última extracción de esta misma mañana, la sangre de Jonathan ha perdido más de la mitad de su potencia, la que a este paso habrá desaparecido para cuando cumpla dieciocho años.

—¡Eso ocurrirá dentro de tres días! —prorrumpió Michael.

—Entonces… —comenzó a decir Seriph, con los ojos aterrados y abiertos de par en par mirando entre el custodio y Roland—. ¿Cómo salvará al mundo si llega al poder?

—Su sangre volverá a cambiar —declaró el custodio.

—¿Cambiará? ¿O podría cambiar?

No hubo respuesta.

—¡Eso es! —exclamó Seriph—. Está decidido. Nosotros somos la salvación del mundo, no el muchacho.

—¡Silencio! —gritó Roland—. ¡Nadie va a abandonar a Jonathan mientras yo sea príncipe! Y les atravesaré la garganta con mi espada si dicen una palabra de esto a alguien. ¡No despojaré a mi pueblo de la esperanza!

—Coincido contigo —asintió Anthony—. Eso sería desastroso.

—Por favor, no me digas que soy el único aquí que ve lo obvio —comentó Seriph.

—¡Lo obvio es que el Orden gobierna en un mundo que está muerto! —explicó el custodio—. No podemos pelear entre nosotros ni traicionar nuestra misión, la mismísima razón de vivir. La motivación por la que vivimos.

—Punto aclarado —medió Roland—. Quizás Seriph no tenga la más suave de las lenguas, pero no es más traidor que cualquiera de nosotros. Por favor, ciñámonos al asunto.

—No estoy segura de que el asunto esté claro —opinó Michael—. Por tanto, permítanme explicarlo.

Ella dio un paso al frente y colocó las yemas de los dedos en el altar. Sus manos eran las de un arquero: fuertes, bronceadas por horas de sol, las uñas del pulgar y el índice de la mano de lanzamiento pintadas de negro por su puntería, una de las veintitrés personas en toda la tribu a quienes se les concedían las mismas marcas.

—Estamos enfrentando la posible aniquilación de todos los mortales a manos de Saric y su Legión. La verdad es que solo es cuestión de tiempo que nos localicen. Como guerrera al mando de setecientos combatientes mortales yo sabría una cosa: ¿A cuántos sacrificaremos para salvar al muchacho?

Se estaba lanzando el desafío.

—¿A todos? —inquirió ella dando unos pasos, luego giró y extendió la mano en el aire—. En realidad, ¿por qué no dejamos que todos los mortales mueran? ¿Y quién entonces llevará vida al mundo? ¿Jonathan, con su sangre amomiada? ¡Él estará muerto!

Anthony se volvió hacia el custodio.

—¿Estás seguro que la sangre de Jonathan se está revirtiendo a niveles de amomiado? ¿Estás seguro de eso?

—No estoy seguro de nada, excepto de lo que veo en los exámenes.

—¿Y qué de nuestra sangre? —presionó Anthony.

—Tendremos vidas muy largas.

—¿Cuán largas?

—Mi cálculo más reciente es de más de setecientos años —expresó el custodio después de titubear.

Un suspiro colectivo.

—¿Tanto? ¿Se está fortaleciendo entonces nuestra sangre?

—Así parece.

Roland caminaba de un lado al otro, con las manos en las caderas. Risas lejanas venían de alguna parte afuera, voces de jocosidad de las que surgen únicamente de la cúspide de un nuevo comienzo, algo anticipado por mucho tiempo.

Si tan solo supieran.

—Libro, se nos está acabando el tiempo —declaró finalmente el príncipe—. Aunque Rom tenga éxito, no sabemos si podremos confiar en Feyn. Debemos tomar precauciones y no podemos permitir ninguna división. Así que debo saber. La vida de Jonathan fluye a través de nuestras venas. Si nuestra sangre continúa fortaleciéndose… ¿estás diciendo que podríamos llegar a ser inmortales?

El custodio frunció el ceño.

—Eso es una exageración —comentó, e hizo una pausa—. Pero sí, tenemos su vida. Y sí, se está prolongando dentro de nosotros.

Los que estaban alrededor del anciano se miraron unos a otros.

—Ustedes lo oyeron. Nuestra vida es más potente que nunca. ¿La vamos a tirar a la basura? No. Debemos protegerla.

—Nadie está sugiriendo…

—Sigue mi razonamiento. Coincides en que se debe proteger a los mortales a cualquier costo. ¿Estarías entonces de acuerdo conmigo en que la sangre que hay en nosotros se debe proteger por encima de cualquier vida individual?

El custodio se quedó en silencio, la boca cerrada en una terrible línea.

—Es un asunto sencillo. Sí o no. Dinos qué diría Jonathan.

—Él estaría de acuerdo —aceptó finalmente el custodio, con voz gangosa.

—Entonces tú, su siervo, ¿estarías también de acuerdo?

Los músculos de la mandíbula del custodio se tensaron, asintiendo de manera simple y renuente con la cabeza.

—Dilo.

—Sí. Suponiendo que tuviéramos ante nosotros una decisión.

—Ya la tenemos, amigo mío. Nuestro ejército está bien entrenado pero es pequeño. Y por tanto debemos encargarnos de nuestro objetivo principal, que ya no es llevar al muchacho al poder, sino proteger la sangre que él nos ha dado.

—Eso no es con lo que he dicho estar de acuerdo…

—¡Yo he visto el ejército de Saric! —exclamó Roland—. ¡Es de doce mil sangrenegras fuertes! Si viene contra nosotros, nos aplastará a menos que estemos totalmente preparados. Y emplearé cualquier medio a mi alcance para evitar una masacre.

—¡Jonathan llegará al poder en cuestión de días!

—¡La sangre de Jonathan está agonizando! ¡Él no será más que un amomiado! ¡Despierta, anciano!

Roland se arrepintió inmediatamente de su tono. Apartó la mirada y maldijo en voz baja.

—No quise faltarte el respeto —continuó luego—. Pero debes apreciar mi posición. Rom está en el campo lejano intentando una tarea imposible, y peligrosa, aunque la consiga. Saric es mucho más poderoso de lo que supusimos al principio.

Luego señaló hacia el exterior de la basílica.

—Mientras tanto, mil doscientos mortales se preparan para celebrar a su salvador en la Concurrencia, sin saber que él está muriendo. Todo lo que supusimos respecto a su ascensión ha llegado a un punto muerto. Pero una cosa sé: debo salvar a mi gente. Entiendo las palabras de Talus en el sentido que nada debe interponerse entre la sangre del muchacho y su poder para originar vida. Si estoy equivocado, dímelo ahora. De otra manera, lucharé por honrar el propósito de esas palabras. Los mortales deben sobrevivir por encima de la vida de cualquier alma.

Todas las miradas se volvieron hacia el custodio. Pero, antes de que este pudiera responder, las puertas del santuario interior se abrieron de par en par. Javan, uno de los hombres que acompañaban a Rom, se paró en la abertura, respirando con dificultad.

—Perdonen la intromisión.

—¿Qué pasa?

—Rom. Está viniendo.

—¿Llegó ella entonces?

El hombre asintió.

—¿Y? ¡Habla, amigo!

—Feyn está con él.

—¿Qué?

—Ella está aquí. Para la Concurrencia. Rom lo ha conseguido.

Roland sintió que la sangre se le drenaba del rostro. Ninguna victoria podría ser tan fácil. El pensamiento de que Feyn, una mismísima sangrenegra, venía al valle de ellos lo sacudió como un puñetazo al estómago. ¿Era tan ingenuo Rom como para confiar en ella sin pruebas? El acuerdo había sido que la soberana permaneciera bajo custodia lejos del valle hasta que se aprobara la nueva ley.

¿Ahora venía ella aquí al pueblo de él?

—Puedes irte.

Javan hizo una reverencia con la cabeza y dio media vuelta, cerrando las puertas al salir.

—Empieza inmediatamente los preparativos de los que estuvimos hablando —declaró Roland volviéndose hacia Michael, quien lo miraba esperando órdenes—. Di que se trata de un ejercicio de entrenamiento. Quiero que todo esté listo antes de la celebración de mañana por la noche.

Entonces se dirigió a la puerta.

—¿Preparativos para qué? —preguntó el custodio.

—Para lo que viene a continuación, anciano.

—¿Y qué es?

Roland se volvió en la puerta.

—La guerra.

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