Mortal

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Capítulo veintinueve

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Capítulo veintinueve

CONVENCER AL CONSEJO DE que dejara entrar a Feyn al campamento requirió de un acto del Creador, y aun después de que aceptaran, las agudas miradas de desconfianza que habían sido el único recibimiento que le dieran a la mujer se transformaban en preguntas silenciosas cuando se volvían hacia Rom. Tener aun entre ellos el hedor a amomiada, peor incluso, a sangrenegra, mientras celebraban su liberación de la muerte, era blasfemia. Hasta Rom se preguntaba si no había cometido una terrible equivocación.

Pero no veía otra alternativa. La ascensión de Jonathan dependía de la voluntad expresa de Feyn de colocarlo en el poder. Para que eso sucediera ella debía ver la vida como lo que esta era. Y Rom no podía pensar en mejor demostración de vida que la que estaba a punto de realizarse aquí esta noche.

El consejo solo había aceptado con varias condiciones. Feyn tendría que permanecer bajo vigilancia continua en una yurta al norte del campamento, donde la dominante brisa llevaría la fetidez de la mujer a las tierras más allá del estrecho cañón. Ella debía quedarse allí hasta la Concurrencia y salir solamente al amparo de la oscuridad y después de que los hombres de Roland y Rom hubieran hecho saber que entre ellos había una sangrenegra prisionera. No compartirían ninguna otra información. No debía reconocerse a la soberana, y por tanto esta debía permanecer velada. Solo a miembros del consejo se les permitiría hablarle. El guerrero que había venido con Feyn, Janus, debía permanecer bajo vigilancia en una yurta apartada y no debía entrar al campamento bajo ninguna circunstancia.

Además, Roland había insistido en que él estaría cerca de Feyn durante la celebración esa noche, sin ningún otro miembro del consejo. El príncipe la mantendría contra el viento del grueso principal de personas. Si Jonathan quería hablar con ella, lo haría más allá de las miradas indiscretas.

Roland había expresado su claro disgusto en toda la situación.

—Feyn tiene en su interior un remanente de la sangre del custodio —había insistido Rom.

—No es posible que creas que baste con mitigarle la sangre negra en las venas —había comentado Roland.

—La conocí mientras estuvo viva. Y te estoy diciendo que su corazón lo recuerda.

—¿Su corazón? ¿O tu corazón?

—Mi corazón es solo para Jonathan.

—¿Crees que no veo tus ojos cuando hablas de ella?

—Mi corazón y mi vida son para Jonathan. Eso es todo lo que debes saber —dijo Rom, y se alejó antes de que el nómada pudiera responder.

Sí, había al menos una medida de verdad en la sospecha de Roland. Pero él se negaba a ver que ese mismo vínculo forjado entre Rom y Feyn toda una vida antes fue lo que hizo posible hallar a Jonathan en primera instancia. Los mortales estaban vivos hoy día debido a ese vínculo entre Rom y la soberana. ¿No fue este el modo en que se hizo la historia?

¿Y no fue el amor, en todas sus formas, la piedra angular de la vida que Jonathan les había traído?

Rápidamente se había extendido la voz respecto a la sangrenegra cerca del campamento. Rom se daba cuenta por las prolongadas miradas, los persistentes movimientos de cabeza en lugar de saludos, inclementes como el olor a carne cocida proveniente de los fosos. Hasta Adah lo había recibido con preguntas silenciosas cuando Rom recogió una canasta de carne seca y fruta que le había pedido a ella que preparara. Pero aunque Adah sospechaba que la comida era para la sangrenegra, no dijo nada.

Rom había visto a Feyn solo una vez durante el día, y entonces solamente en compañía de la guardia mortal. Ella le había exigido saber cuánto tiempo pretendían mantenerla encerrada, sin molestarse en tocar la comida que él le había llevado. Entonces Rom deseó mostrarle el campamento a la luz del día para que ella pudiera ver los ojos de quienes vivían y también la palpable anticipación de la próxima celebración. Pero se habían acordado las condiciones, y él ya había presionado a Roland y a sus radicales más de lo que se atrevía a intentarlo por ahora.

—Pronto —prometió él.

Durante toda la tarde, el campamento pareció vibrar con extraña y creciente energía. Rebeldía. Los sonidos de flauta se elevaban hacia los farallones al anochecer. El toque de bombos se oía desde las ruinas como si tambores de todo tamaño, casi cien de ellos, se alinearan sobre los peldaños que llevaban a la basílica al aire libre. Las risas resonaban por todo el campamento, el sonido de las cuales estallaba al unísono de las innumerables hogueras encendidas fuera de las yurtas y sobre los farallones, iluminando las negras figuras de guardias contra el menguante día.

Los tambores iniciaban su salva mientras el último resplandor del crepúsculo se desvanecía a lo largo del borde occidental del despeñadero, y cuando las primeras estrellas aparecían en un increíble cielo sin nubes. Un grito sonó desde el borde del campamento, seguido por otro más fuerte que el primero. Luego un aullido estridente, seguido por otro como un eco. En cuestión de segundos, un coro de gritos se levantó desde el valle, subiendo hacia los farallones, reverberando desde la cara de piedra caliza.

Los guerreros llegaron, gritando, rasgándose las túnicas mientras se abrían paso hacia los peldaños de las ruinas. Tenían los rostros marcados: negro por habilidad, rojo por vida. Sus pechos estaban pintados con ocre, y las cenizas del fuego del último año los manchaban desde los inicios del día. Algunos tenían los pezones recién perforados con gruesas agujas metálicas, cuyos extremos estaban adornados con plumas. Las mujeres usaban pintura a lo largo de sus frentes y estómagos; las embarazadas resaltaban el volumen de sus abdómenes con un ancho círculo rojo, algunas de ellas en espiral hacia el ombligo. Las trenzas tanto de hombres como de mujeres eran igualmente engrosadas con plumas, como si las hubieran transformado en gigantescas crestas de aves arrastrándose hasta la cintura. Cada nómada había sacado sus mejores joyas: pendientes y brazaletes, cinturones de cuentas colgaban sobre caderas ya despojadas de ropa más incómoda.

Los gritos subieron de tono hasta convertirse en sonidos ensordecedores, mientras guerreros con el pecho desnudo y mujeres vestidas con sarong se golpeaban el pecho con los puños. Niños desnudos se lanzaban por la cada vez más gruesa masa de adultos frenéticos que aumentaba alrededor de los peldaños de las ruinas. Todo el campamento se había transformado en un mar de almas animadamente convocadas.

Rom se hallaba encima de las gradas, el pulso acelerado ante la vista del grueso conjunto de humanidad lleno de emotiva celebración. A su lado, Roland inhalaba como si fuera a respirar el fervor colectivo… esa voz unánime que no era de hombres ni de mujeres, viejos o jóvenes, sino que estaba simple y excepcionalmente viva.

A cada lado de los escalones de las ruinas había pilas de madera, cada una del tamaño de un hombre. Detrás de Rom se habían levantado tres gruesos postes de madera que habían amarrado en lo alto para formar un trípode rígido en que se apoyaba un combado recipiente de lona.

Con una mirada y un asentimiento hacia Roland, Rom dio un paso adelante hasta el borde del escalón más alto y levantó el puño hacia el cielo.

—¡Vida!

¡Vida! —repitió todo el campamento.

—¡Libertad! —gritó Roland a su lado.

¡Libertad! —sonó el reverberante clamor.

Rom y Roland agarraron cada uno una antorcha de las más cercanas columnas antiguas. Bajaron corriendo los peldaños y lanzaron las teas al interior de las pilas de madera empapadas en resina. Con un silbido, llamas gemelas saltaron hacia el aire. Aullantes voces traspasaron la noche. Cien tambores resonaron al unísono.

Rom volvió a subir los peldaños de las ruinas, con los puños extendidos hacia lo alto, gritando su aprobación mientras el valle se inundaba con el disonante rugido de triunfo sin restricciones. Por algunos minutos dejó de pensar en Feyn.

La celebración de la Concurrencia llenó el valle Seyala.

Saltó al suelo, entró a la circundante masa, y agarró en sus brazos a una joven con cabello rubio trenzado. Ella echó la cabeza hacia atrás y miró el cielo nocturno con brillantes ojos mortales resaltados por grandes círculos rojos. La hizo girar, la atrajo hacia sí y la besó.

La soltó, ambos sin aliento, y entonces la joven se fue, la masa emplumada de trenzas perdiéndose en la multitud.

Rom se lanzó hacia delante, palmoteando espaldas de custodios y nómadas. Con un rugido, Roland ingresó a un círculo de guerreros que se le lanzaron hacia él como cachorros que brincan sobre un león.

—¡Más! —gritaba Rom girando y agitando los brazos en alto, instando a aumentar la intensidad.

Ellos le dieron más. El rugido de tambores y alaridos estremecía la tierra debajo de las ruinas, ahogando los gritos de Rom. Entonces ingresó otra vez al desorden, danzando y avanzando con el mar de mortales.

Los nómadas tenían tendencia a la celebración, pero nada comparable con esa escena surrealista delante de las ruinas. Entre el par de intensas fogatas, los mil doscientos mortales que habían hallado vida en un mundo muerto celebraban su humanidad en extravagante abandono.

La celebración no dio señales de menguar durante una hora. Rom perdió la noción del tiempo. De esos cuerpos presionados contra el suyo; de los besos dados y recibidos como vino.

Pero aún no habían probado el vino, ni habían tocado la comida. La noche acabaría y concluiría con baile. Con mortalidad, salvaje y libre de ataduras. Con la absoluta razón por la que bailaban.

Jonathan.

Solo entonces Rom se dio cuenta de que no lo había visto. El soberano había permanecido solo en las colinas al occidente del río la mayor parte del día, había informado Jordin.

¿Dónde estaba el muchacho?

Entonces Rom salió de entre los bailarines, subió los escalones de piedra y miró por la celebración, buscándolo. Con tanta gente era prácticamente imposible distinguir a una sola persona. Allí estaba Michael, con los muslos adheridos al pecho de un guerrero que la sostenía en alto mientras ella alargaba la mano hacia el cielo. Tenía lágrimas en el rostro, que le manchaban las rayas negras en la mejilla. El hombre la lanzó hacia arriba y luego la agarró entre los brazos.

Ninguna señal de Jordin, pero ella era demasiado pequeña para sobresalir en la multitud. Sin duda, estaba aquí en alguna parte. Jonathan estaría con ella.

La mirada de Rom se posó en dos figuras paradas que se hallaban lejos a su derecha, más allá del cuerpo principal de mortales. Roland, ya no con el pecho desnudo, sino con una túnica negra. Una figura con velo estaba a su lado, alta en medio de la oscuridad, sin adornos, vestida de cuero.

Feyn.

Entonces, permitámosle ver. Rom asintió con la cabeza, preguntándose si ellos habían captado la señal de aprobación.

Era hora.

Rom levantó los brazos y soltó un grito que resonó por encima del estruendo.

—¡Mortales!

Los tambores cesaron al unísono. La danza se detuvo; se hizo silencio. Los rostros se volvieron para mirarlo con expectativa.

—¡Hemos venido para celebrar la vida! Hoy ha llegado la liberación. ¡Que la tierra sepa que estamos vivos!

Un rugido atronador de consentimiento.

—Esta noche honramos la sangre de nuestras venas. La de Jonathan, nuestro dador de vida. Nuestro soberano, ¡quien trae un nuevo reino de vida sin límite!

Un reverberante eco de mil doscientas gargantas colmó el aire.

Pero Jonathan no estaba a la vista.

El líder levantó la mano pidiendo silencio, y habló solamente cuando la noche quedó en silencio absoluto. A cada lado de las ruinas, las recién encendidas fogatas crepitaban y enviaban llamas a lo alto hacia el cielo de zafiro.

—Esta noche honramos la sangre de los caídos —anunció, ahora en tono más bajo—. De todos los que han muerto, vivos.

Lo miraban con ojos bien abiertos, cada uno recordando a aquellos mortales que habían muerto por enfermedad o accidente. De este modo, en cada Concurrencia reverenciaban las vidas mortales pasadas, oyendo cada uno de los nombres mientras permanecían en silencio.

Pronunció entonces los nombres de aquellas personas, siete en total desde la última reunión: una niña de apenas dos años, Serena, a quien los cascos de un caballo le aporrearan la cabeza y la mataran. No era costumbre nómada llorar lamentándose, excepto en privado. Toda vida era sagrada. Todo nombre era pronunciado. Pero al final todos ellos celebrarían, no llorarían.

Llegó a los últimos dos nombres, caminando delante del gentío.

—El guerrero Pasha.

Silencio, ni un solo sonido.

—El custodio y tercer nacido, ¡Triphon!

Rom dejó que el nombre perdurara en el aire, sabiendo que estos dos últimos aún estaban frescos en las mentes y los corazones de todos.

—Los recordamos a todos con honor, sabiendo que todavía viven.

Las palabras resonaron en medio de la asamblea por unos largos segundos mientras la tensión aumentaba. Todos sabían lo que venía a continuación.

Avra.

Lentamente, Rom inclinó una vez la cabeza, luego se volvió y miró el recipiente de lona suspendido en el trípode de madera.

La multitud se conmovió.

Cada año, un estremecimiento le recorría el cuerpo cuando llegaba la hora… no por el recuerdo del asesinato de Avra o por el cuerpo sin vida que él había enterrado, sino por el sacrificio que ella había hecho para que él pudiera vivir.

Levantó la mano derecha y la mantuvo firme, con la palma abierta. Cien tambores comenzaron a sonar al unísono a ritmo constante. Por el rabillo del ojo vio a Zara la concejala subiendo las escalinatas, con un bulto envuelto en las manos. Debió haber sido Triphon, como había sido habitualmente.

Ella le puso el atado en la mano y la cadencia del golpeteo de tambores aumentó. Zara desató el paquete, y por entre los dedos de Rom comenzó a gotear sangre que salpicaba sobre la piedra caliza; entonces la mujer abrió del todo la bolsa antes de bajar las escaleras.

—Y a continuación, está la primera mártir —expresó Rom.

Luego metió la mano en el recipiente y agarró el órgano en el interior. Un corazón equino, cortado justamente esa mañana de uno de los caballos, cuya carne habían descuartizado en los asaderos. Esta era la clase más sagrada de corazón que conocían los nómadas, reemplazando ahora al de Avra, conservado como reliquia en el santuario interior.

Rom levantó el corazón fresco y crudo.

Un resonante rugido surgió de la muchedumbre que se hallaba abajo.

—Esta noche honramos a la primera mártir. ¡Quien renunció a la verdadera vida para dar paso a la esperanza que tenemos ahora ante nosotros!

Los tambores se silenciaron.

—¡Por el corazón de Avra!

Los mortales estallaron en un grito ensordecedor.

Un escalofrío recorrió lentamente los brazos de Feyn mientras todo el campamento prorrumpía en fresca celebración, y los tambores amenazaban con reordenarle las palpitaciones. Ellos lloraban la muerte de Triphon, sin saber que Saric ya había hallado la forma de transferirle vida a partir de sí mismo.

El corazón de Avra fue lo que más la fascinó. Una vez había puesto la mirada en la mujer fuera de la Fortaleza, en esa otra vida. Esta mujer a quien Rom había amado.

—¿Murió ella? —inquirió Feyn, mirando a Roland.

—El día antes de que tú murieras —respondió el nómada sin que las líneas del rostro expresaran empatía alguna por la referencia a la muerte de la soberana, a manos del mismísimo custodio que precisamente ahora se abría paso deslizándose por detrás de los celebrantes reunidos.

¿Sabría él que aquí se hallaba ella, a quien él tajara brutalmente y luego preservara con tanto cuidado? Y si Feyn y él se toparan cara a cara, ¿qué se dirían?

—¿Y Triphon? —preguntó ella pensando en la cicatriz que tenía en su torso, en el que sintió picazón.

—Lo mataron los sangrenegras de tu hermano hace unos días.

A Triphon también lo había visto una vez, aunque solo brevemente.

El príncipe volvió su atención a las ruinas, con lo cual le dejaba en claro que no esperaba ninguna clase de respuesta.

Él había ido antes por Feyn, haciéndola salir de la yurta para decirle que era hora. Le había dicho que Janus tendría que quedarse atrás. La soberana no podía malinterpretar las líneas de desconfianza y desagrado grabadas en el rostro del nómada mientras lo seguía al interior del campamento. Feyn no necesitó que le dijeran que fue la orden de Rom lo que le garantizaba alguna clase de seguridad aquí.

Ahora ambos observaban cómo Rom atravesaba las elevadas ruinas hasta el trípode y con mucho cuidado colocaba el corazón dentro del suave recipiente de lona suspendido entre los soportes de madera. Qué extraño armonizar al ingenuo e impetuoso varón que ella había conocido con el líder que infundía tal respeto entre estos salvajes mortales. El Rom que Feyn conoció era poeta y artesano que cantaba en funerales… la clase de menos valía en el mundo del Orden.

El hombre en lo alto de las escaleras era un líder de guerreros, majestuoso a su manera.

Un hombre que la había besado… que la había saboreado…

También era el enemigo del creador de Feyn y, por tanto, también de ella.

Rom se volvió hacia la muchedumbre.

—Recordamos a quienes hemos perdido —manifestó sacando un cuchillo de la funda en su cintura—. Recordamos a aquellos que han muerto. Y celebramos, ¡demostrando con nuestras vidas que su sangre no fue derramada en vano!

Con sus últimas palabras cortó el fondo del recipiente de lona. Un torrente de sangre comenzó a fluir hacia el suelo.

Los cuerpos se pusieron en movimiento una vez más, clamando al cielo, y gritando hacia las estrellas los nombres de Avra, Triphon y Pasha. Eran fervientes estos mortales, ella le haría constar eso a Rom. Fervientes… apasionados…

Y como tales, más peligrosos de lo que la soberana habría imaginado.

Feyn miró hacia las yurtas a su derecha, cada una iluminada desde dentro, con hogueras que ardían afuera en hoyos. Los muchachos salían disparados de vivienda en vivienda, agarrando alimentos de las hogueras antes de salir corriendo hacia los hoyos de cocción al borde del campamento.

¿Dónde estaba el muchacho? No lo había visto en ninguna parte entre la multitud ni en los escalones de las ruinas. Después de todo, era a él a quien había venido a ver.

La soberana inspeccionó a los mortales reunidos. ¿Solo eran… mil? ¿Un poco más? Pero no había visto los rostros de los guerreros ni les había notado su celo, en marcado contraste con la férrea disciplina de los sangrenegras de Saric.

—Puedo oler tus conjeturas —informó Roland.

—No sé a qué te refieres.

—Huelen a curiosidad. Ambición. E interés —explicó él volviéndose hacia ella.

Feyn le analizó las altas y duras líneas del pómulo. La amplia frente, las gruesas y largas trenzas con sus ricas cuentas. El tatuaje pintado en la sien. Quizás lo dibujó el dedo de una mujer, pensó la soberana. Se preguntó qué clase de mujer mantendría el interés de un hombre como este. Una que era tan magnífica como terrible era él.

—¿Qué estás contando…? ¿quinientos, seiscientos? —indagó él inclinándose hacia ella como para estar en la misma línea de visión—. Hay setecientos. Y en total somos mil doscientos. Muchos menos que el ejército de tu hermano; dile eso. Pero no te equivoques.

Entonces Roland la miró, con la mirada tanto cansada como sensual.

—Si vienen contra nosotros los derrotaremos.

Un grito brotó de los frenéticos danzarines y resonó a través de la multitud como un trueno ensordecedor. Feyn se volvió y vio la causa.

Jonathan. Subiendo los peldaños de las ruinas.

Solo llevaba puesto un taparrabos.

Tenía el rostro desprovisto de la pintura que usaban los otros guerreros, y el cabello tal vez era el menos adornado que el de cualquiera de los nómadas presentes, pero eso no parecía importarle a nadie. Los gritos de la muchedumbre aumentaron esta noche hasta convertirse en un incomparable rugido.

Rom abrazó al joven, luego retrocedió y extendió los brazos.

—¡He aquí su soberano! —gritó.

Los mortales rugieron, un grito tan enérgico, tan repleto de esperanza y emoción que Feyn sintió que le brotaban lágrimas de los ojos. ¿Qué poder en este muchacho evocaba tan poderosa expresión, devoción y lealtad de otros?

El rugido se fusionó en un coro: ¡Soberano! ¡Soberano! ¡Soberano! Parecía que Rom estaba esperando que los gritos amainaran lo suficiente para hablar, pero estos continuaron, incesantes, aumentando de manera irresistible. El nómada junto a Feyn permaneció en un silencio sepulcral.

Jonathan también se quedó callado, sin pretensiones, sin hacer ninguna señal de estar aceptando la alabanza ni de que la anhelara. Solo cuando Rom levantó la mano disminuyeron los últimos coros. Miró a Jonathan y asintió.

El joven los enfrentó, callado por unos segundos. Y entonces habló.

—¿Celebran ustedes a los mártires?

Gritos de asentimiento.

—Ustedes celebran la sangre de ellos, derramada a causa de mí. Por el nuevo reino, por los soberanos del nuevo reino venidero. Ustedes celebran mi sangre, que les fue entregada.

Rugidos de conformidad entre los mortales.

—Entonces no solo celebran la vida, sino la muerte.

Esta vez una respuesta confusa. Ellos esperaron, anticipando más. Y el joven les dio más.

—Porque esa muerte produce vida —expresó él golpeándose el pecho con un puño; apoyándose ahora en sus palabras, levantando más la voz, casi acusadora—. ¿Quieren sangre?

Gritos frenéticos desde la asamblea. Al lado de Feyn, Roland frunció ligeramente el ceño. Rom apartó la mirada, aparentemente inseguro.

De repente, el muchacho giró y dio tres pasos largos hacia el recipiente de lona que contenía el corazón de Avra. Metió las manos y con ellas sacó un remanente de sangre. Luego se la salpicó en el pecho y se la untó en el rostro, en el cabello y el torso.

El toque de tambores dejó de fluir lentamente como si sus responsables olvidaran tocarlos.

Jonathan giró y levantó ambos puños en desafío.

—¡Muerte, por vida! —exclamó, con los dientes y los ojos brillando con un blanco macabro detrás de la máscara de sangre.

La multitud cayó en un silencio sepulcral.

Pero su soberano no había terminado. Agarró la vasija de lona y la inclinó de tal modo que un fresco torrente de sangre le cayó sobre el cabello y el pecho, ennegreciéndole el lino del taparrabos hasta igualarle el resto del cuerpo.

Aun desde donde estaba, Feyn veía la mueca de estupor en el rostro de Rom. Este se dirigió hacia el muchacho, luego se detuvo, perplejo.

Jonathan volvió a meter la mano en el recipiente de lienzo, sacó un puño sangrante, y se miró los dedos. Le sobresalía en la mano el corazón que Rom había puesto con tanta solemnidad en el recipiente.

Ahora los reunidos soltaron gemidos. Feyn miraba, sorprendida. Era evidente que la celebración había tomado un giro inesperado. Los de la multitud lanzaban miradas furtivas mientras un extraño silencio se asentaba sobre ellos.

¿Estaba borracho el joven? ¿Loco?

—Está trastornado —susurró Roland al lado de Feyn.

—Por ahora… —masculló Jonathan tambaleándose hacia delante, con el corazón en alto, el cual, al abrir la mano, cayó al suelo con un ruido sordo y repugnantemente húmedo—. Dejemos que los muertos entierren a los muertos.

Rom se quedó mirando, a cinco pasos de distancia. El último de los tambores se calló. Toda la celebración se había paralizado.

Rom puso una mano en el hombro del muchacho, pero este la apartó. Cuando volvió a hablar, lo hizo en voz baja.

—Ustedes no conocerán la verdadera vida a menos que prueben la sangre.

Como desesperado por encontrar algo digno de celebración, alguien lanzó un grito de consentimiento.

—¡Ustedes vinieron por vida! ¡Yo se la daré! ¡Traeré un nuevo reino soberano!

Se elevó un grito, al que de inmediato se unieron otros más. Los tambores volvieron a repicar como aliviados, como lo hace un corazón balbuceante al revivir después de sufrir un paro.

—¡Vida! —gritó el joven—. ¡Vida!

Entonces abrió los brazos y comenzó a danzar. Sus movimientos eran salvajes, sacudiéndose como si fuera sangre brotando de una arteria.

A la multitud no pareció importarle, aliviada de volver a su celebración de manera más febril que antes. Los bailarines danzaron hacia el cielo otra vez, sosteniendo en alto a otros como si fueran a bajar las estrellas.

Una figura subió corriendo las escaleras de dos en dos. Una jovencita en la cúspide de la femineidad, vestida solo con sarong, gruesas trenzas al aire.

—Kaya —musitó Roland—. Ella es la niña que él sacó de la Autoridad de Transición.

La chica subió el último peldaño, poniendo impulsivamente las manos en la sangre a sus pies y untándosela en la cara y el pecho. Apretó los puños, inclinó la cabeza hacia el cielo, y comenzó a danzar como Jonathan, pisoteando con pies descalzos la sangre mientras esta le salpicaba las piernas.

Jonathan le agarró la mano y juntos bajaron las gradas hasta donde no menos de dos docenas de niños estaban reunidos… mientras casi cien más corrían para unírseles en su frenética danza. Saltaron y giraron como uno solo, con brazos en alto, riendo mientras los tambores hacían resonar su aprobación. La vista de tal éxtasis llenó a Feyn de un extraño deseo de volver a ser niña, esta vez con la total emoción con que ellos celebraban.

La mujer levantó entonces la mirada, los ojos como prismas de fuego.

Arriba en el escenario, Rom miraba el corazón caído, casi pisoteado por completo.

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