Mortal

Mortal


Capítulo treinta

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Capítulo treinta

FEYN CERRÓ LOS OJOS, tratando de apartar el sonido de los tambores que le resonaban en la cabeza, mientras afuera la celebración continuaba sin descanso. El abismo en su mente nunca había sido más profundo, nunca la oscuridad tan insondable, nunca su confusión tan grande.

No podía escapar a la certeza de estar aferrada a un delgadísimo alambre mientras rugían vientos tormentosos que amenazaban con hacer que se le abrieran los dedos. Caería, ¿pero dentro de qué? ¿Más oscuridad… o libertad?

La única verdadera libertad que había hallado desde su regreso a la vida había venido de esas horas de absoluta sumisión a Saric. Y sin embargo otro creador la llamaba ahora. Un niño que una vez le había pedido que muriera para que él pudiera llegar al poder. Sucumbir ahora al llamado del mortal terminaría en otra muerte, ella estaba segura de ello.

La habían devuelto a la yurta un par de horas atrás cuando el intenso dolor por el sonido de los tambores en las sienes se había vuelto insoportable. Un guardia permanecía afuera… ella podía oírlo llamando de vez en cuando a otros en el campamento principal, claramente contrariado porque lo sacaran del cuerpo principal. Si la última hora fuera alguna indicación, finalmente lo relevarían reemplazándolo por otro de modo que ningún guardia se fuera sin reemplazo.

Feyn había pensado en abrirse camino por detrás de la yurta y salir corriendo. No sabía dónde estaba este valle, solo que era mucho más al norte de la ciudad. Si se dirigía al sur se toparía finalmente con una carretera, un río u otra señal, sin duda. Pero solo sería cuestión de poco tiempo que descubrieran que se había ido y la recapturaran. Si lo que se decía con relación a los nómadas era cierto, y hasta aquí todo lo había sido, eran expertos rastreadores.

Pero aunque pudiera escapar, no estaba segura de querer hacerlo. Algo más la invitaba a quedarse.

Las imágenes del salvaje muchacho gritando fuera de las ruinas le bombardeaban los pensamientos mientras se hallaba sentada sobre la gruesa estera que formaba su único mobiliario, mirando la única lámpara que iluminaba su prisión. Las palabras de él habían agitado más terror y misterio que ofensa, no solo en la mente de Feyn sino en las de quienes lo llamaban soberano. Ella había visto eso en sus rostros, y lo había oído en medio del silencio antes de que la duda hubiera dado paso a la influencia más persuasiva del jolgorio.

No había tenido oportunidad de hablar con el joven, pero ahora no estaba segura de qué se conseguiría con tal conversación.

La repentina imagen de Saric la hizo dejar de pensar en el extraño muchacho, invitándola a volver a entrar en razón. Esto le constaba: La sangre de Saric le había dado vida, haciéndola soberana, y llenándola de paz en la medida en que ella abrazara esa vida. Desviarse de Saric, del cargo, o de la existencia a través de él solamente le traía confusión… la cual sentía profundamente ahora, en el campamento de los mortales.

Feyn se tumbó sobre la estera, mirando el marco de la yurta. El eterno idealismo de Rom le había doblegado la mente más de lo que ella había creído posible. Recuerdos de él la habían agitado como un remolino que enturbia las aguas de un río. Y sin embargo, hasta la nostalgia palidecía al lado del llamado de sirena de Saric.

Él era su creador. No Rom. No Jonathan.

De repente, la puerta se abrió bruscamente y Feyn se sobresaltó sobre la estera. Allí, en la abertura, estaba Jonathan, vestido solo con taparrabos, el pecho subiéndole y bajándole mientras contenía la respiración como si hubiera corrido todo este camino. El taparrabos se le pegaba, húmedo y aún manchado, aunque él mismo parecía haberse lavado, como si hubiera saltado al río que había en el borde del campamento. A juzgar por el aspecto húmedo de las plumas en sus trenzas, eso era exactamente lo que acababa de hacer.

—Mi soberana —manifestó él con fuego en los ojos, entrando mientras la puerta se cerraba sobre su propio marco de madera por detrás del muchacho.

Feyn se puso de pie, insegura de qué decir.

—Me dijeron que habías venido a verme —continuó y abrió los brazos—. Dime, ¿te parezco un soberano?

Ella miró al joven salvaje, a este muchacho que sería soberano, mientras las palabras se negaban a formársele en la mente, mucho menos en la boca.

—Por otra parte, ¿cómo debería lucir un soberano? La realidad es que ninguno de nosotros somos lo que parecemos. Tú estuviste en una tumba durante nueve años, sumida en la muerte. Y yo era un niño, luchando por vivir. ¿Quién es quién, entonces, Feyn? ¿Quién vivirá y quién morirá? ¿No es esa la pregunta en la mente de todo el mundo?

¡Chico misterioso! Era evidente que estaba loco.

Pero hablaba la verdad.

¿La verdad de quién, no obstante?

—Es un honor para mí volver a verte, soberana —expresó él dando un paso adelante, tomándole la mano, apoyándose en una rodilla y besándole el dorso.

El momento en que esos labios tocaron la piel de Feyn, algo dentro de ella vaciló y la desequilibró. La oscuridad amenazó con envolverla. La mujer jadeó y se echó hacia atrás, sorprendida por su propia reacción visceral. Por aquello que acababa de amenazarla con tragársela por completo.

Jonathan continuó como si no hubiera pasado nada. Pero desde luego que no había pasado nada. Ella estaba cansada y no había comido suficiente hoy, eso era todo.

De repente, Feyn comprendió que en realidad no había dicho nada desde el impetuoso ingreso de él.

—Perdóname… —balbució al fin—. Me agarraste sin que estuviera preparada.

—Pero tú estás preparada, Feyn. La pregunta es: ¿lo estoy yo?

El muchacho se paseó como un cachorro de león, pasándose una mano por entre las trenzas, mirando de lado a lado. Feyn difícilmente podía armonizar a este joven frenético con el tranquilo sujeto que apenas días atrás apareciera con Rom en las habitaciones de ella.

—Entonces, ¿qué dices?

—Lo siento… ¿Qué digo a qué?

—¿Qué vamos a hacer?

—No lo sé.

Jonathan dejó de caminar y la miró. Se le formó una sonrisa en el rostro.

—Está bien. Yo sí sé.

—Tú sí.

—Sí. Pero repito que el asunto es si estoy preparado o no. ¿Qué dirías tú, Feyn? Has estudiado el papel de soberana toda tu vida. Entonces, ¿lo estoy?

—¿Preparado?

—Sí.

—Yo misma creía estar preparada. Descubrí que en realidad apenas lo estoy —contestó ella con extraña sinceridad.

—Pero sabes que estás destinada a ser soberana.

—Sí.

—Y sin embargo, sé que yo también lo estoy. Y por eso estamos aquí. Un trono de poder, dos soberanos. Esto es un dilema, ¿verdad?

—Así parece.

Jonathan volvió a deambular de un lado al otro.

—Supongo que no tienes ninguna intención de renunciar a tu soberanía a favor de mí —expresó él como si le hablara tanto a las lonas como a ella.

Así de directo. Muy enigmático. Qué joven más exótico era este. Tan cordialmente entrañable. ¡Cuán poderoso podría llegar a ser!

Y cuán peligroso.

Feyn se había recuperado lo suficiente para elegir con cuidado sus próximas palabras.

—¿Debería yo hacerlo?

—Tú sabrás qué hacer cuando llegue el momento —opinó él mirándola—. Esta noche solo deseo que sepas quién soy yo.

—Creo saberlo.

—Entonces sabes que seré soberano —decretó Jonathan—. Sabes que esta noche me jurarás lealtad.

—En serio —objetó ella, pensando en que la audacia del joven no tenía límites—. Tú lo sabes.

Jonathan se detuvo y la miró directo a los ojos. La calma se le asentó como un manto. Cuando habló a continuación, su voz era razonada y llena de seguridad.

—Sé que andas buscando el amor, Feyn. Sé que solamente la muerte te dará la vida que buscas. Que quien te esclaviza ahora morirá delante de ti. Que el amor, no el Orden ni código alguno, ganará los corazones de los muertos.

¿Saric… morirá? A menos que su hermano levantara su propia mano para intentar matarse, el joven no podía saber eso.

Jonathan le examinó los ojos y ella súbitamente se sintió incapaz de alejar la mirada.

—Conozco tus anhelos, Feyn —continuó él—. Cuán desesperadamente buscas el amor. Por eso es que un día diste tu vida por mí. Nunca lo olvidaré.

Ella solo hizo un ligerísimo movimiento de cabeza.

—Repararé la deuda. Gobernaremos el mundo, Feyn… tú y yo. No como ellos esperan, pero gobernaremos, recuerda mis palabras. Este mundo no puede ser esclavizado por ningún Orden diseñado para apaciguar a un creador exigente. Llegaremos a un acuerdo, tú y yo.

Feyn no estaba segura de qué contestar.

—Si hay problemas cuando yo cumpla la edad dentro de dos días, tú y yo deberemos representar nuestros papeles de manera uniforme. ¿Sabes dónde está el antiguo puesto de avanzada en Corvus Point?

—No exactamente, no.

—A ocho kilómetros al noroeste de aquí. Hay una carretera antigua… tienes que buscarla porque se ha perdido completamente en algunos lugares.

—La Fortaleza debe tener registros de tal carretera.

—Ocho kilómetros al noroeste —contestó él asintiendo con la cabeza—. Encuéntrame allí, sola, dentro de dos días. Llegaremos a un acuerdo, tú y yo. ¿Puedes hacer eso?

—Tal vez.

—Contaré contigo —expresó Jonathan sonriendo—. Pero esta noche solo pediré tu lealtad.

—Perdóname, Jonathan, pero…

—¿Te gustaría ver la verdad?

—¿La verdad?

Feyn observó, confundida, cómo él se escupía las palmas. Luego, antes de que ella pudiera retroceder asustada o en protesta, el muchacho cerró la brecha entre ellos en dos raudos pasos y le cubrió los ojos con las manos.

El mundo de Feyn se oscureció cuando esas palmas le obstaculizaron la luz. Pero al instante siguiente la noche se la tragó por completo, un torbellino que se la llevaba hacia el abismo… el lugar que ella reconoció inmediatamente como aquel en que estuvo solo un minuto antes cuando él le besara la mano.

Feyn lo empujó con un grito.

—¿Qué estás haciendo?

Pero cuando él quitó las manos del rostro de ella, la oscuridad permaneció, más negra que el alquitrán.

—Mírate, Feyn —oyó ella que él le decía—. La sangre está en ti.

El terror se apoderó de la soberana, atravesándole el suave brote de horror que le inundaba las venas. Más que ver la oscuridad, la sentía: una boca negra viviente que quería succionarla, como hacia el interior de la profundidad de la misma muerte.

—¿Es ese el camino que deseas seguir?

Feyn oyó la pregunta, como una invitación desde un lejano horizonte, pero la mente se le cerró en abrumador pánico. Tambaleó, temblando, tratando de orientarse a tientas, pero no había arriba ni abajo, derecha ni izquierda. Solo existía la sofocante certeza de la muerte.

El único instinto que le quedaba era gritar, pero los pulmones se le negaron a empujar suficiente aire hacia la garganta para producir algún sonido. El espacio se llenó con un terrible quejido… el suyo propio.

¡Libérame!

—Cuando llegue el momento entregarás nueva vida al mundo, Feyn. Libérate de Saric. Nosotros gobernaremos, tú y yo.

Una mano le tocó la mejilla y ella instintivamente la apartó. La oscuridad retrocedió, como absorbida por sí misma. La habitación se llenó de luz.

Feyn se puso de pie, temblando, mirando los sombríos ojos color avellana de Jonathan. La lámpara aún ardía, aparentemente más brillante que antes. Tambores lejanos todavía llevaban la celebración de la noche. Ella aún estaba viva.

Los pulmones se le expandieron al volverle la respiración, pero con esta vino una tristeza tan enervante como el terror que la había precedido.

—Lo siento —expresó Jonathan—. Tuve que ayudarte a entender.

Las lágrimas inundaron los ojos de la soberana y le rodaron por el rostro. Se estiró hacia él y cayó de rodillas. Le agarró las manos y las atrajo hacia ella.

Allí, con la cara presionada contra los dedos de él, Feyn lloró.

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