Mortal

Mortal


Capítulo treinta y uno

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Capítulo treinta y uno

LA MAÑANA SIGUIENTE A las Concurrencias anteriores, Roland solía despertar con un martilleo en el cráneo y un agotamiento en los miembros mientras rodaba para acunar el cuerpo que había a su lado, sin llegar a saber hasta más tarde si era el de su esposa, una concubina u otra mujer. Tal desorientación era para él sinónimo de esa festividad, la única conclusión posible para la insolente purificación de la noche anterior. No obstante, esta mañana despertó tenso, demasiado lúcido, y solo.

Lo que lo había despertado se repitió una vez más: la inconfundible voz de Michael, llamándolo a gritos.

Roland saltó de la estera donde había intentado un ligero sueño irregular tres escasas horas antes, se apresuró hacia la entrada de su yurta, y entrecerró los ojos ante la luz de la nueva mañana.

Michael corrió hacia él, totalmente vestida, con el arco sobre el hombro.

—Ella se ha ido.

Ella…

Roland tardó un instante en reorientarse e identificar quién podría ser «ella». Se le hilvanaron en la mente imágenes de la Concurrencia. La danza, la comida, el corazón de Avra, el comportamiento maniático de Jonathan, Feyn…

—¿Qué quieres decir? —inquirió mirando fijamente hacia el norte, en dirección a la yurta donde había tenido a la soberana bajo vigilancia.

Michael cerró la brecha entre los dos, redujo la marcha a pasos largos y urgentes, y resopló.

—La sangrenegra. Se ha ido.

—¿Qué quieres decir con que se ha ido?

—Se fue. Escapó. Con su guardia.

—¿Qué guardia? ¿De los nuestros?

—Con el nauseabundo sangrenegra que vino con ella. Te dije desde el principio que era un error. ¡Era demasiado peligroso!

Con una maldición, Roland entró a la yurta, se puso las botas, metió un cuchillo en el talle de los pantalones y agarró su espada y la túnica que había tirado anoche. Luego salió de la yurta tras Michael, quien ya atravesaba corriendo el campamento durmiente hacia las caballerizas. Allí estaba uno de los nómadas que reconoció de la última guardia, quien a toda prisa ayudó a ensillar el corcel de Michael mientras ella ensillaba el de Roland.

—¿Quién estaba de guardia? —exigió saber el príncipe, ciñéndose la espada.

—Narus y Aron —contestó Michael—. Aron entró esta mañana al campamento. Los sangrenegras se llevaron los caballos. Narus aún está allá.

Roland se puso la túnica, hizo a un lado al hombre y encinchó él mismo el caballo. Luego él y Michael salieron del establo y se alejaron del campamento. Hacia el norte.

A veinte pasos de las dos yurtas temporales ya pudo sentir que había desaparecido el inconfundible olor a sangrenegra.

—Se abrieron paso cortando la parte trasera —informó Narus corriendo a encontrarlos cuando el príncipe y su hermana desmontaban a diez metros de la yurta más grande—. Ninguno de nosotros oyó nada…

De un solo paso, Roland se acercó y le propinó al hombre un puñetazo en la mandíbula. Narus retrocedió y cayó al suelo, duro. Se dispuso a levantarse, pero Roland lo golpeó de nuevo. El guardia cayó de espaldas y rodó hacia un lado, escupiendo sangre, que le brotaba de boca y nariz y que caía en una mata de hierba.

—¡Roland! —susurró Michael.

El nómada levantó la mirada, con la mano en el cuello del hombre y el puño hacia atrás para volver a golpear. Dejó caer al guardia al suelo, pateó sobre el rostro de Narus una ramita que había en el suelo y le pasó por encima.

Michael miró mientras él pasaba a su lado, pero no dijo nada.

El príncipe abrió la puerta y entró a la yurta. Una mirada al preciso corte en la gruesa lona describía claramente la historia.

Escupió a un lado.

—No sabemos dónde consiguió un cuchillo —informó Michael parándose detrás de Roland—. Los revisamos a ambos por si tenían armas cuando llegaron. La mejor conjetura es que la obtuvo en alguna parte entre la Concurrencia y cuando Jonathan la vino a ver.

—¿Vino Jonathan? ¿Aquí?

—Eso es lo que ellos aseguran. A hablar con ella.

¿Pudo el joven haber sido tan descuidado como para traer consigo un arma? Él estaba perdiendo el sentido común junto con su potencia. Incluso si llegara a ser soberano habría que cuidarlo todo el tiempo. Pensándolo bien, la ascensión de Jonathan era ahora lo más alejado del reino de la verdadera posibilidad.

Feyn había escapado para volver de inmediato a Saric. No solo no tenía intención de abdicar ninguna parte de su soberanía a favor de Jonathan, sino que ahora sabía la ubicación del valle Seyala y de todos los mortales que vivían allí dentro.

Se tendrían que ir del campamento. Podrían movilizarse en horas. Pero entonces se le ocurrió una opción final.

Roland giró alrededor, pasó a Michael y salió por la puerta de la yurta.

—Tenemos que reunir al consejo —estaba diciendo la joven.

Pero el consejo significaba demora.

—Nada de consejo.

Corrió hacia su caballo, Michael lo siguió.

—¿Cuánto hace que se fueron?

—Según Aron, no más de dos horas —informó ella, e hizo una pausa—. Vas a matarla.

Esa no era una pregunta.

—Haré lo que debí haber hecho hace dos días.

—Entonces estoy contigo.

—No. Te necesito aquí.

—No esta vez, hermano. Haz que otros hagan los preparativos —objetó Michael montando al vuelo y girando—. Esta vez lo veré por mí misma.

Roland estaba a punto de hacer cumplir su orden, pero luego lo pensó mejor. Eliminar la amenaza que representaba Feyn no pondría fin a la que encarnaba Saric para todos los mortales. Él se convertiría en soberano después de ella… con los doce mil sangrenegras a sus órdenes. También Saric tenía que morir hoy. Cómo, Roland no lo sabía aún, pero para esto Michael le sería útil.

—Ve a avisarle a Seriph. Dile que guarde silencio. Encuéntrame en el costado sur en el recodo del río —anunció el príncipe espoleando el caballo—. Apúrate, Michael.

Rom había dormido el sueño de aquel para quien el mundo prometía tomar un mejor rumbo.

Feyn había venido, y había experimentado los apetitos de la vida, la verdadera vida. No esa existencia fabricada que venía de la obra de los alquimistas de Saric, sino la que salió directamente de las venas de Jonathan. Más importante, a pesar de la conducta demente de Jonathan en los escalones de las ruinas, había acordado verla. Los guardias informaron que el muchacho había salido de muy buen humor de la yurta de ella.

Rom oró porque esa fuera una buena señal. Había visto cómo Jonathan la había mirado la primera noche que entraran al apartamento de Feyn en la Fortaleza, exactamente después de la resurrección de ella. Tal vez los modales regios y la desenvoltura de la mujer lo habían impresionado más que él a la soberana. Pero Rom esperaba por encima de todo lo demás que la habilidad de Jonathan para hacer ver a quienes estaban cerca afectara a la mujer, y profundamente. Tan profundamente, quizás, como lo había afectado a él una vez.

Habían pasado nueve años desde que Jonathan abriera los ojos de Rom a una visión de Avra en paz. Ese día, el niño lisiado que tenía la tendencia de soñar el segundo plano de la realidad había sido un instrumento de la mano del Creador. No como un individuo errático, una sangre salvadora, o una fuente viva de mortalidad, sino como alguien que ayudaba a otros a ver de una manera no alcanzada por ningún mortal hasta la fecha.

Sin duda, también podía ayudarle a ver a Feyn.

Y podía ayudarle a Rom a recordar.

Todas las promesas de Jonathan hasta la fecha se habían cumplido. Todas. Incluso en medio de la potencia menguante del muchacho y de la extraña y firme lealtad de Feyn hacia Saric, ese pensamiento consoló a Rom. La promesa relacionada con el niño tampoco fallaría esta vez. Dentro de algunos años, cuando la mortalidad rigiera la tierra, el extraño comportamiento de Jonathan, el enigma de su sangre menguante, los crecientes bandos dentro de los mortales —incluso la muerte de Triphon— se verían como pruebas más que como derrotas.

Rom cerró los ojos y se sumió en un mediano sueño, pensando otra vez en Avra. Pero esta vez ella tenía el rostro estirado y la piel pálida. Su cabello, tan cobrizo en vida, oscurecido casi hasta lucir negro. Igual que los ojos. Hasta que el rostro no era para nada el de Avra… sino el de Feyn.

La soberana, quien no había participado en los salvajes ritos de la Concurrencia y que incluso ahora debía de estar despierta en su yurta al borde del campamento.

Rom se sentó. ¿Se habrían suavizado las impasibles líneas de las mejillas de Feyn? Él no se atrevía a esperar eso.

Pero lo hacía.

Se vistió y salió al campamento, que estaba lleno de evidencias de la celebración. Tazas esparcidas y platos vacíos de comida en general terminada. Ropa, una bota por aquí y otra por allá, abandonadas donde cayeran. Rescoldos de fogatas humeando afuera de las yurtas, ollas encima abiertas para cualquiera que quisiera comer. Los tambores, aún alineados en los peldaños, desde hace rato sin músicos…

El trípode y el acuchillado recipiente de sangre colgando como una cáscara vacía sobre una mancha macabra de sangre sobre el estrado.

Rom se volvió, dirigiéndose hacia la yurta de Adah, probablemente vacía, pues era sabido que ella tenía un amante al otro lado del campamento; pero él sabía que al menos hallaría suficiente comida para Feyn. Había recorrido solamente la mitad del camino cuando vio al guardia acercándose caminando. El rostro del hombre mostró alivio y se echó a correr.

Uno de los nómadas. Levantado temprano. Demasiado.

—¿Qué pasa? —exigió saber Rom.

—¿No lo encontró Suri a usted?

—¿Para qué?

—Envié a Suri a buscarlo… —balbuceó el hombre parpadeando.

—¿Por qué?

—Él fue a su yurta hace solo un minuto. Yo…

—Es evidente que no estoy en mi yurta. ¿De qué se trata? —preguntó Rom, aguantando la necesidad de tomar al hombre por los hombros y sacudirlo; hace días que se le había agotado la paciencia.

—Seriph afirma que los sangrenegras han escapado. La mujer y el hombre, ellos…

¿Qué?

Retrocedió medio paso.

¿Por qué escaparía Feyn? ¡Ella debía hablar con Jonathan! ¡Ella había visto!

Pero entonces un pensamiento distinto lo asaltó.

—¿Dónde está Roland?

—Se fue tras ella.

En ese momento, Rom supo dos cosas. La primera era que Feyn los había traicionado. O ella había jugado desde el principio con él, o Jonathan finalmente se había desmoronado deshaciendo todo aquello por lo que Rom había trabajado.

Lo segundo era que Roland iba a matar a la soberana.

—¿Cuándo?

—Hace media hora —contestó el hombre encogiéndose de hombros.

—¡Mi caballo! —exclamó bruscamente Rom, girando hacia su yurta—. ¡Ahora!

Roland y Michael habían rastreado a Feyn y su guardia hacia el sur; el hedor a sangrenegra se aferraba como telaraña a las hojas y ramas del camino.

También estaban las señales más rutinarias: ramitas rotas, hierba triturada, marcas de cascos en rocas, pisadas de caballos sobre tierra blanda.

Cabalgaban a toda velocidad, casi sin hablar, excepto para afirmar lo que el otro ya había visto. Dos horas, había informado el guardia. Avanzando incluso al doble de velocidad de los sangrenegras necesitarían dos horas para alcanzarlos. Cualquier avance más lento haría que Feyn llegara a la ciudad antes de que pudieran detenerla.

El sol estaba alto cuando escalaron la cima de una colina y avistaron por primera vez a los sangrenegras dando de beber a sus caballos junto a un arroyo.

Con un chasquido de la lengua, Roland indicó que se detuvieran y bajó de su montura. Dejando que Michael se encargara de los animales, soltó las riendas y se agazapó detrás de una roca.

Feyn estaba junto a su caballo, mirando hacia el sur. Su acompañante se apoyaba en una rodilla, inspeccionando el casco derecho de su montura.

Michael se colocó al lado de Roland, respirando firmemente. Por un instante ninguno de los dos habló. No los habían visto y el viento les daba en el rostro, llenándoles las narices con la fetidez de los muertos. Roland nunca había esperado recibir con beneplácito tan pútrido olor.

—A menos de cien pasos —susurró Michael.

—Debo hablar con la mujer —advirtió Roland—. Ellos son rápidos, recuérdalo. No esperes una segunda oportunidad. El viento…

—Yo ya le estaba disparando al viento cuando tenía cinco años, hermano —expresó la muchacha con el arco en las manos, alistando su primera flecha—. Solo para que quede claro, quieres muerto al guerrero…

—… y el caballo de Feyn. Podríamos necesitar el otro.

Michael le hizo un gesto, levantó el arco, echó la cuerda hacia atrás hasta la mejilla y suspiró. Respiró hondo, adaptándose tanto al viento como a la distancia, y entonces soltó los dedos.

Se oyó un suave tañido, y la flecha salió volando a vertiginosa velocidad. Un solo un instante después se clavó en el oído del sangrenegra con un golpe sordo. El guerrero se zarandeó y luego cayó a un lado como apaleado. En el momento en que lo hizo, el caballo retrocedió del arroyo.

—¡El corcel de ella! —gritó Roland, lanzándose hacia delante, sobre la cima, y bajando la colina.

Feyn estaba girando, buscando frenéticamente el origen del ataque hasta que lo vio acercándose, quedando paralizada, con los ojos desorbitados.

La segunda flecha de Michael voló por encima, pasando muy cerca de la soberana, y se hundió en el cuello del garañón, exactamente detrás de la quijada. El animal se desbocó dentro del arroyo, relinchando mientras huía hacia los arbustos más allá, dejando a Feyn abandonada y derrotada.

—¡Corre y la próxima saeta es para ti! —advirtió Michael.

Feyn levantó la mirada, vio que no tenía cómo escapar y se quedó inmóvil. Roland disminuyó el paso al final de la colina, ahora a solo diez pasos de ella.

—Así que nos volvemos a ver —manifestó.

Aunque el rostro de la soberana era admirable, su hedor tenía un aroma ofensivo, una extraña mezcla de desafío, ansiedad… y dolor. Quizás dolor más que todo.

Ella le tenía cariño al guerrero, comprendió Roland con sorpresa, echándole un vistazo al cuerpo caído del sangrenegra.

Se detuvo ante la mujer, cuya piel blanca tan poco natural parecía más pálida que incluso un momento antes.

—Huir fue tu perdición —advirtió Roland—. Ahora todos sabrán la verdad.

Los labios de la soberana se apretaron sobre los dientes. Tenía el cabello desgreñado, suelto de sus sencillas trenzas.

—Tú no comprendes.

—Te comprendo, mi señora, muy bien.

—No entiendes nada sobre mí ni sobre mis lealtades.

—¿Es eso a lo que llamas lealtad ciega hacia tu hermano?

—Estoy hablando del muchacho.

Roland soltó una carcajada.

—¿Entiendes algo de la delgada línea en la que he caminado desde que desperté de el letargo? —exigió saber ella—. ¿Esperabas que saliera corriendo a proclamar mi lealtad al muchacho?

—Después de traicionarnos en la Fortaleza, ¿alegas lealtad al muchacho? No. Pudo haber sido hace nueve años, pero ya no.

—Cierto. Todo falló. No ha pasado nada de lo que debía suceder. Y por mucho que Rom crea que puedo hacer un milagro en el senado, mis manos estaban atadas en el momento en que fui sacada del letargo, antes de que Jonathan reclamara la mayoría de edad.

—Tú solo eres leal a Saric. ¿O solo a ti misma?

—Morí una vez, ¿y qué gané? Muere, y verás cómo cambia tu perspectiva de la vida. No. Esta vez quiero hacer las cosas a mi manera.

—Quizás deberías intentar morir dos veces —amenazó él sacando el cuchillo de la funda, poniéndose en cuclillas con una pierna por delante, y haciendo girar la hoja en la mano—. Eso ayudaría a mi perspectiva.

—Mátame y perderás a la más poderosa aliada del muchacho —advirtió Feyn con las fosas nasales ensanchándosele.

Roland captó olor a indignación, ira, temor. Y a algo más que no pudo identificar.

—¿Aliada? Lo único que debes admitir es que no tienes lealtad hacia nadie.

—Es verdad, yo cuestionaba. Pero eso fue antes de lo que vi anoche.

—¿Y qué viste anoche? ¿Un muchacho loco embadurnándose de sangre?

—Vi algo que comprendo —susurró ella—. Mejor incluso que tú, príncipe.

—¿Y qué fue eso? —objetó Roland apoyando los codos en las rodillas, el cuchillo girando lentamente entre sus dedos—. ¿Que fue cierto lo que dije? ¿Que aplastaríamos al ejército de tu hermano, por fuerte que fuera? ¿Que debías huir para advertirle?

Feyn respiró hondo y levantó la mirada hacia Michael, quien llegaba detrás de él con los caballos.

—Vi que nunca confiarías en mí —afirmó la soberana volviendo a mirar al nómada—. Ahora lo demuestras.

—Tienes razón. Y ahora tú demuestras que no puedo confiar en ti.

—No sabes nada acerca de mis intenciones.

—¿Y Rom sí? Te debiste haber revolcado bastante con él en la pradera.

—No lo conoces tan bien como crees —declaró ella entrecerrando los ojos—. Pero tienes razón. Él no me conoce. Ya no soy una niña más de lo que él es un chiquillo ingenuo. Hay toda una maquinaria esperándome.

Entonces la mujer levantó la barbilla en dirección a Bizancio.

—Una maquinaria respaldada por mi hermano, a quien yo tengo que manejar. No sabes lo peligroso que él es.

—En eso te equivocas. Lo sé muy bien.

—Yo morí una vez por Jonathan —expresó Feyn entrecerrando los ojos—. ¿No significa eso nada para ti? ¿No comprendes todo lo que he hecho?

—Explícamelo —contestó él levantando las cejas y sonriendo.

—No solamente le debes a él la vida por la sangre de sus venas… sino también a mí.

—¿Por qué huiste?

—Yo sabía que no tenías intención de dejarme ir. Rom tal vez, pero tú no. Si no obtengo más sangre esta noche, me muero. Dependo de la sangre de Saric, ¿o no te lo dijo Rom? No importa. Ambos sabemos que no me dejarías salir por mi cuenta, al haber visto tu campamento.

—Y, sin embargo, al huir por tu cuenta sellas aun más tu destino.

—Por tanto, ahora me matarás. ¿Y qué ganas con eso?

—Todos los sangrenegras deben morir. Es la única manera de que mi especie sobreviva.

—¿Estás tan ciego? ¿O simplemente te niegas a ver que yo te puedo ayudar?

—Me puedes ayudar revelándome dónde tiene Saric sus fuerzas.

—¿Y perder toda mi influencia? —objetó Feyn soltando una risa frágil—. No. Yo soy tu clave para destruir a Saric.

—¿De veras? Muéstrame entonces tus intenciones. Dime dónde está la fortaleza de tu hermano.

—Aunque te lo dijera, no tienes ninguna posibilidad.

Roland se puso de pie y se acercó, rodeándola por la izquierda, con el cuchillo ajustado en la mano derecha.

—Mátala ahora y acaba de una vez —aconsejó Michael.

—Tú más que nadie sabes que la petición de Rom es imposible —enunció Feyn, ahora con voz tirante—. Poner a Jonathan en el poder con Saric vivo solo provocará una guerra en gran escala. Yo no formé este lío, sino que resucité dentro de él. Ahora tengo que solucionarlo. A mi manera.

—La única manera que estoy dispuesto a considerar es por medio de la muerte de todos los sangrenegras —opinó Roland, mirándola con el ceño fruncido y ojos entreabiertos.

—No puedes provocar una guerra. ¡Te superan numéricamente!

—No creo que entiendas cuán poderosos somos.

—Ah, claro que sí, te lo digo… no suficientemente poderosos.

—Entonces no hay motivo para prolongar lo inevitable —decretó el nómada haciendo girar el cuchillo.

El hombre se colocó detrás de ella y la agarró por el cabello. Le echó la cabeza hacia atrás, dejándole el cuello al descubierto.

—¿No negocias? ¿No ruegas por tu vida?

—No —susurró Feyn—. Ambos sabemos que nunca tuviste intención de dejarme viva.

—Tienes razón —manifestó Roland poniéndole el cuchillo en la garganta.

Él estaba a punto de expresar una rápida palabra final de consuelo… pues por mucho que odiara a los sangrenegras había algo noble en esta soberana que una vez diera la vida por Jonathan. Pero dos cosas le llamaron la atención: la primera fue el tamborileo de cascos de caballo, de un solo jinete acercándose rápidamente; la segunda fue que el jinete estaba contra el viento. No pudo determinar si se trataba de mortal, amomiado, sangrenegra o nómada. Si la mataba ahora podría perder una valiosa rehén y cualquier influencia que ella ofreciera.

Entonces lo supo. El líder de los custodios habría descubierto que habían salido, y los siguió. Rom, venía a salvar a su mujer.

El primer impulso de Roland fue atravesar el cuchillo por la garganta de Feyn y acabar con esto de una vez por todas. No estaba de humor para la debilidad, un rasgo que parecía inexorablemente arraigado en la psiquis de Rom. Pero ver las venas de Feyn bombeando su sangre negra hacia el suelo resultaría demasiado para el hombre.

Ahora no se podían permitir una división. Quizás en el intento de Feyn de escapar, Rom hubiera hallado una pizca de cordura.

—No te muevas. Ni digas una sola palabra.

Se dirigió a Michael.

—A mi derecha, ocúltate, el arco listo.

La joven corrió en cuclillas hacia un árbol, el viento en contra, se apoyó en una rodilla, el arco ya tensado.

Roland se mantuvo firme, observando la cima de la colina.

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