Mortal

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Capítulo treinta y tres

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Capítulo treinta y tres

SARIC SE HALLABA EN el extremo de la mesa de ébano, tenedor de plata al revés en la mano izquierda, y cuchillo en la derecha cortando como un cirujano la carne salada de venado, consciente de la precisión meditada que aplicaba a su tarea. La carne medio cruda se partió bajo la afilada hoja, filtrándose sangre por las fibras del nítido corte. Bajó el cuchillo, levantó el tenedor, se puso el cúbico bocado en los dientes delanteros y lo soltó de las púas del tenedor. Jugos cálidos le atiborraron la boca mientras mordía la carne.

El sabor lo inundó con una sensación de deleite… bienestar a pesar de la inquietud, aunque poca, que le roía desde la partida de Feyn.

Según los exploradores, ella había llegado a salvo, había pasado solamente una hora en el valle, y luego los mortales se la habían llevado. Los hombres de Saric los habían perdido en medio de los cañones. Él no había esperado menos… a los nómadas se les conocía por su habilidad para cubrir sus huellas y permanecer ocultos.

Durante dos días no se había sabido nada más, y Saric llegó a pensar en la posibilidad de que hubieran matado a la soberana. De ser así, él simplemente asumiría el cargo vacante. La perdida de ella sería decepcionante, pero de menor importancia; el único valor verdadero que Feyn representaba para Saric era que le cumpliera sus caprichos y cualquier participación que ella pudiera tener en hacer salir a los mortales de su guarida… roles que otras personas podrían representar a su debido tiempo.

Sin embargo, la preocupación le había importunado a Saric. Si los mortales tuvieran un modo de hacer volver tanto la sangre como la mente de Feyn, ella podría traicionarlo. Sin embargo, la soberana era subordinada, lo que había demostrado para satisfacción de él. Pero ella era una mujer fuerte, inteligente y calculadora por completo. ¿Podrían esas mismas características permitirle que se liberara del control de Saric?

No.

Exactamente cuando él acababa de cenar llegó la noticia: Feyn había regresado. La ansiedad le bajó por los hombros como una bata de seda. De inmediato ordenó a Corban que se asegurara de que ella estuviera adecuadamente aseada, empolvada y vestida de blanco antes de que se reuniera con Saric en la mesa. Esta noche su hermana debería alimentarse con más que comida.

Dos horas después, el salón estaba iluminado con velas, veinticuatro en total en seis candeleros, tres en cada pared adyacente a la mesa. Entonaciones clásicas de la era del Caos llenaban el ambiente con inquietantes notas. Un compositor llamado Mozart. Un réquiem para los muertos, pero en la mente de Saric el réquiem era para la muerte misma.

El hombre miró el antiguo reloj sobre la pared del fondo. Un minuto para las ocho. Pronto sabría qué regalo le había traído su hermana. Sin duda alguna, ella no lo desilusionaría. Ahora la mente le giró hacia Jonathan.

El poder político que el muchacho intentaba ejercer no le preocupaba. Tampoco la amenaza de los mortales que pudieran defenderlo. Ambos eran inconvenientes que pronto se aplastarían.

Sin embargo, el poder de la sangre del joven era un asunto diferente. Por avanzada que fuera ahora la alquimia de Corban, ya no podía negar la posibilidad de que la vida ofrecida por la sangre de Jonathan era más poderosa y por tanto más gratificante que la del mismo Saric.

El pensamiento le estrujó el estómago como un puño mientras dos obsesiones le bramaban en el interior: la necesidad de abrazar la vida superior en su más auténtica forma, y la necesidad de gobernar sobre esa vida como el único creador.

Si aplastaba a Jonathan y a los mortales no quedaría ninguna amenaza para la supremacía de Saric. Pero al hacerlo también eliminaría realmente la posibilidad de degustar él mismo esa vida.

¿Sentían los mortales más que él los placeres de la existencia? ¿Era la capacidad de amar y odiar en ellos más grande que la suya propia? ¿Estaban motivados por más ambición de la que él había experimentado?

No importaría, siempre y cuando el poder de Saric fuera sin igual. Y sin embargo, sí importaba. Lo inflamaba el deseo por tener más. Lo debilitaba.

Tenía que aniquilar a los mortales y a Jonathan con ellos. Solo podría haber un creador.

Un toque en la puerta le interrumpió los pensamientos.

—Adelante.

La puerta se abrió y Feyn entró al salón, sola. Tenía el cabello recogido hacia atrás en dos trenzas. Llevaba el vestido blanco que él había ordenado a Corban que le diera. Ella era una visión con ojos negros que expresaba sumisión silenciosa.

Saric le devolvió la mirada por un buen rato, esperando que ella hablara a destiempo. No lo hizo.

—Te ves hermosa, hermana.

—Gracias, mi señor.

—Siéntate, por favor —pidió él indicando con la cabeza la silla al extremo de la mesa.

El vestido largo de Feyn le ondeaba con elegancia alrededor de las piernas mientras se dirigía a la mesa y se sentaba. Venado fresco, verduras y cubiertos inmaculados la esperaban. Saric llegó a inclinarse sobre ella para cortar y poner en el plato un grueso trozo de venado.

—En honor a tu regreso te serviré esta noche, cariño. ¿Te complace esto?

—Si te agrada, mi señor.

—¿Te serviría si no me agradara? —inquirió él levantando la mirada y bajando el cuchillo.

—No, mi señor.

—No.

Saric se levantó, llevó el plato hasta el asiento de Feyn y colocó la porción entre los utensilios frente a ella.

—Imagino que estás muriendo de hambre.

—Sí, mi señor.

—De algo más que de carne.

—Sí —asintió ella mirándolo fijamente.

—Come —expresó Saric—. Acábalo todo.

Sin esperar más instrucción, Feyn agarró los cubiertos y cortó la carne.

Comió en silencio durante varios minutos, con la mirada baja, observándolo de vez en cuando y solo por breves instantes, como él le había enseñado. Ella era hermosa.

Saric se recostó en el asiento donde había cenado antes, con los codos en los brazos del sillón y los dedos entrelazados.

—¿Te ganaste la confianza de ellos como te instruí?

—Sí —contestó ella después de tragar el último bocado.

—Cuéntame.

—Rom Sebastian, no el nómada, llegó por mí. Habló de vida y del niño, y me rogó que llevara a los mortales al poder bajo mi autoridad.

—Yo no esperaba menos. ¿Aceptaste?

—Finalmente, sí. Creí que lo mejor era que vieran mi oposición antes de brindarles algún interés en su causa.

—Bien. ¿Te llevaron a su campamento?

—Sí.

—Entonces sabes dónde está.

—Me encapucharon. Pero sí. Sé dónde está.

—¿Cómo es posible eso, a menos que tu salida hubiera sido en realidad una fuga? —objetó Saric entrecerrando levemente los ojos—. Después de que te dije expresamente que no despertaras sospechas. Mírame.

—No. No escapé —contestó Feyn levantando la mirada hacia él—. Me volvieron a sacar encapuchada. Y conservaron a Janus como garantía.

—Si te devolvieron encapuchada, ¿cómo entonces sabes dónde está el campamento?

—Mi señor, podía oír el río. El sol había salido y calentaba desde el oriente. Tengo un impecable sentido de orientación —informó ella brindándole una sonrisa, como insegura de que se lo permitiera—. Si me lo pidieras, yo podría encontrar ahora tu fortaleza. Y también me trajeron encapuchada hasta aquí.

¿Era posible eso? Saric la examinó, la forma en que ella volvió a bajar la mirada.

—He hablado con Corban y he revisado los mapas con él. Tenía la esperanza de que estuvieras satisfecho.

Algo inquietaba. Y sin embargo, ella era la imagen de la sumisión conciliatoria.

—Si has hecho algo para levantar sospechas me lo tendrás que decir ahora. Si ellos recelan algún juego sucio abandonarán el valle antes de que podamos llevar nuestras fuerzas.

—No. No lo harán. Son individuos muy cautos, pero no lo harán.

—¿No? ¿Por qué?

—Porque creen que he puesto mi lealtad a favor del muchacho.

Él la examinó, escudriñando cualquier señal de engaño.

—Ya veo. Pero has dicho que son muy cautos.

—Solo porque no se les debe subestimar.

—¿Pero no sospechan un ataque?

—No.

—Muy bien —asintió él—. ¿Averiguaste sus fuerzas? ¿Cuántos son, cuán fuertes, qué habilidades tienen?

—Sí, mi señor.

—¿Y?

—Solamente son setecientos fuertes. Los demás son demasiado viejos o demasiado jóvenes para pelear. A pesar de su habilidad, la cual es considerable, tendrían poca posibilidad contra tu ejército.

Saric ya había deducido eso. Tal vez sus hijos no tuvieran las astutas habilidades de un nómada o las extrañas destrezas de los mortales, según había oído en los relatos, pero eran insuperables en fortaleza y velocidad.

—Ellos aseguran tener una extraña percepción, ¿de dónde crees que viene?

—De la sangre de Jonathan, la cual consideran vida verdadera.

Vida verdadera. Los pensamientos anteriores de Saric acerca del muchacho reaparecieron. Por un instante ansió esa vida como había anhelado la sangre de su propio creador. A fin de ver, probar y experimentar igual que los mortales podían hacerlo. Desechó el molestoso pensamiento.

—Pronto verán exactamente cómo es la verdadera vida —declaró Saric—. Su creador estará muerto mañana a esta hora.

—Eso podría significar un problema, mi señor —advirtió Feyn como si escogiera con cuidado sus palabras—. Ellos vigilan constantemente al muchacho y lo mantienen en reclusión por seguridad.

—¿Y ahora me lo dices? —objetó él levantando la copa.

—El muchacho confía en mí. Me ha pedido que acuda a él. Solo yo puedo entregártelo.

El tono de la soberana parecía de manipulación. Qué raro…

—Tengo una petición —anunció ella.

—¿Eres ahora tan valiente para hacer una petición?

Feyn se recostó en su asiento, cruzó las piernas y continuó sin reaccionar ante la corrección implícita de su hermano.

—Si he de gobernar como soberana bajo tu autoridad, lo haría libre de las molestias y los inconvenientes físicos de tomar tu sangre cada tres días. Los otros que has hecho son leales a ti, nacidos de tu sangre. Y yo también lo soy. Pero quiero estar libre de ataduras.

¿Había ella encontrado la audacia para pedir esto? Saric se reclinó en su asiento dando golpecitos con las yemas de los dedos.

—Tu tiempo afuera te ha llenado de valentía. ¿Qué esperas que yo haga al respecto?

—Si soy valiente es solo porque tengo tu sangre, mi señor. Puedes matarme en cualquier momento y gobernar en mi lugar… acepto eso tal como es, estoy a tu merced. Puedes tomar la vida que me diste. Solo pido que me permitas vivir libre mientras me dejes permanecer a tu servicio. Cualquier otra cosa no es vida en absoluto. Cualquier otra cosa no es verdadera obediencia.

Esta era la Feyn que Saric recordaba de la antigua vida. Así que no se había despojado de su carácter… Él encontró satisfactoria la revelación. Quizás ella le brindaría más placer del que había previsto.

—No estoy seguro de que sepas lo que estás pidiendo —expuso Saric.

—Dímelo entonces.

—¿Haces exigencias? —inquirió él inclinando levemente la cabeza.

—Perdóname. ¿Me podrías conceder lo que estoy pidiendo?

—Eso está mejor. Solo hay una manera de liberarte de tu necesidad de mi sangre. Aunque yo estuviera dispuesto, estarías planteando más de lo que estás negociando.

—Me convertiría en sangrenegra total —expresó Feyn—. No veo cómo eso sea de algún modo distinto de lo que soy ahora.

—No hay manera de volver atrás. Nunca.

—Ya soy sangrenegra y necesito mi dosis regular para mantenerme viva. Me siento atrapada. Enjaulada. Esta no es la misma vida que tú tienes, hermano.

No amo o señor. Hermano. Saric no pudo reprimir la sonrisa que le surcó el rostro.

—Ya veo. Te refieres a usar al muchacho como medio para que se te conceda tu deseo.

—Solo deseo estar viva como mi propio creador lo está. Totalmente viva y libre para servirte. No pretendo faltar al respeto. Simplemente señalo el valor que te traigo y pido este favor a cambio. Hazme libre, mi señor. Si hallas algún desagrado en mí, entonces toma mi vida y sé soberano en mi lugar.

Feyn podría pensar en conspirar ahora contra él mientras la propia sangre de ella aún estuviera hormigueándole en las venas, pero como sangrenegra completa desaparecería todo vestigio de deslealtad hacia él. ¿Sabía eso ella? Tal vez no. De todos modos, Feyn sabía que le pertenecía a él para subsistir o ser desechada. Además, ella había señalado lo obvio: su necesidad de tomar la sangre de él se había convertido rápidamente en una molestia.

—Se requeriría una transfusión total de sangre.

—Lo acepto.

—Serías mía por siempre.

—Ya soy tuya por siempre.

—Así es —replicó él asintiendo con la cabeza—. Dime, ¿crees que es verdad que la sangre del muchacho es veneno para los sangrenegras?

—Sí.

—Entonces te das cuenta que tu sangre nunca se podría alterar mediante sangre mortal.

—La sangre mortal me resultaría letal.

—¿Y si rechazo tu petición?

—Sabría que no confías en mí.

—¿Aún me entregarías al muchacho?

—Sí.

—¿Cómo?

—Iré sola hasta él únicamente para guiarlo hacia ti, tratando con él como mejor te parezca.

Sí. Ella lo haría. Como debe hacerlo y como haría cualquier sangrenegra.

—¿Y tú, mi señor? ¿Vas a marchar contra el campamento mortal?

—Sí.

—¿Cuándo?

—Mañana a primera hora.

Saric echó el asiento hacia atrás, se paró y rodeó la mesa hasta ponerse al lado de Feyn. Le ofreció la mano, la cual ella tomó con un ligero toque.

—Pero por ahora levántate, mi amor.

Ella se deslizó del asiento y se levantó. Con el pulgar, Saric le rozó una mancha negra en el extremo de la boca.

—Tan hermosa, tan fuerte. Me has dado soberanía y por eso te lo mereces. Te concederé tu petición, Feyn. Solo espero que mi regalo no se convierta en una maldición.

—Gracias, mi señor —manifestó ella, inclinando la cabeza.

—Y luego entregarás al muchacho en mis manos.

—Sí, amo. Lo haré.

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