Mortal

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Capítulo treinta y cuatro

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Capítulo treinta y cuatro

EL SOL SE LEVANTABA en el cielo oriental, inundando de luz la meseta sobre el valle Seyala mucho antes de ingresar al cañón por debajo. A menos de un kilómetro al sur el amplio valle que los mortales llamaran propio por casi un año había sido devuelto a la naturaleza. Habían desmontado todas las yurtas y las habían cargado en carretas. Los corrales estaban desbaratados, y los postes recogidos del suelo; habían rellenado las fosas de las hogueras con tierra fresca, y habían cubierto o borrado todo rastro de vida humana.

Desde donde Rom se hallaba, de pie sobre el estrecho cañón septentrional, solamente la tierra removida y el descolorido estrado de las ruinas mostraban la reciente presencia humana. El custodio había hecho quitar todas las reliquias, las cortinas de seda y las alfombras del santuario interior. Como solían hacer, habían dejado el recipiente de cuero usado para la conmemoración del corazón de Avra levantado entre las columnas gemelas. Abajo, la piedra caliza aún estaba manchada con sangre, una afrenta macabra visible incluso desde esta distancia.

Avra… la primera mártir mortal. Rom se preguntó cuántos se le unirían hoy a ella.

Giró sobre los talones y se dirigió hacia Roland, quien sostenía una reunión urgente con Michael y Seriph. A cada lado de la entrada del cañón habían encaramado enormes rocas en filas de cinco a lo largo de cincuenta pasos del precipicio. Más adelante yacían cuarenta barriles de cincuenta y cinco galones de petróleo que por medio de asaltos Roland arrebató a los transportes durante los últimos cinco años, separados a lo largo de una sección del farallón que caía verticalmente dentro de la enorme grieta.

El plan, concebido mucho tiempo antes por Roland y una vez totalmente improbable para Rom, se había vuelto ahora en el único medio para escapar a una muerte segura.

—Dime que esto va a funcionar —manifestó.

—¿Tienes dudas ahora? —expresó Roland volviéndose.

—Siempre las tuve —reconoció Rom mirando el cañón a la derecha—. ¿Estás seguro de que se propagará el fuego?

—Olvídate del fuego —objetó Michael—. Preocúpate por hacerlos entrar al cañón. Si logramos hacer eso podríamos bloquear el escape con las rocas. Quedarían atrapados como ratones y los mataríamos uno a uno como nos venga en gana.

Solo había dos maneras de salir del cañón: por el norte o retrocediendo por donde habían venido. La arena entre las salidas estaba empapada con suficiente petróleo para producir el infierno en la tierra.

Pero el combate no comenzaría aquí en el valle, donde los mortales tendrían menos espacio para maniobrar, sino en la meseta, al sur y al oeste del cañón.

—Sufriremos nuestras pérdidas —dijo Roland—. La única pregunta es cuántas.

—¿Cuántas dirías tú?

—Tan pocas como podamos. Si las pérdidas suben nos retiramos hacia el norte como lo planeamos.

—¿Cuántas antes de retirarnos? —presionó Rom.

—Tomaré esa decisión cuando deba hacerlo.

Rom asintió con la cabeza. Había sentido malestar en el estómago desde que regresaron. Aquí, lejos de un campamento lleno de niños mortales y ancianos artríticos, el riesgo parecía razonable. Pero al echar una mirada hacia el valle donde los que estaban bajo su cuidado hacían preparativos para irse o pelear, Rom no se podía quitar de encima el temor de que estaban cometiendo una terrible equivocación.

Adelante, un grupo de custodios dirigidos por Nashtu, uno de los combatientes de rango, se apoyaba contra una de las enormes rocas que aún debían poner en su sitio. La posición de las rocas era crítica: suficientemente frágil para que al quitar una cuña cayera rodando la pila entera. En la parte superior del farallón habían colocado rocas y escombros hasta donde sus cuerdas les permitían llegar. Con un poco de suerte la avalancha resultante bastaría para cerrar cualquier retirada.

—¡Cuidado allá! —gritó Nashtu—. ¿Quieres que toda la pila se nos venga abajo ahora? ¡Amontónalas en paralelo, compañero!

Otros dos con espaldas y cuellos sudorosos se unieron, aullando sus propias instrucciones. Un total de cien trabajaban febrilmente a lo largo del precipicio, haciendo preparativos finales, muy conscientes de una cosa: nada de esto tendría ninguna utilidad si primero no resultaban con éxito las tácticas de Roland en la meseta.

Prácticamente ya se habían ido quinientos mortales: mujeres embarazadas y aquellos que eran demasiado jóvenes o viejos para enfrentar a los sangrenegras. El último grupo de cincuenta se escurría por la meseta, dirigiéndose hacia una de las tres ubicaciones a quince kilómetros al norte donde esperarían la noticia de los exploradores de que era seguro regresar o que debían huir.

La hilera de caballos avanzaba hacia las tierras baldías llevando yurtas desmanteladas y paquetes de utensilios de cocina, ropa y alimentos… todo lo que poseían los mortales menos las armas y cualquier otra cosa que los combatientes necesitaran para enfrentarse al ejército de Saric. Más de un centenar entre mujeres y hombres aptos para el trabajo se habían retirado con los demás, artesanos y trabajadores entre ellos, con menos habilidades en el combate pero bastante fuertes para reconstruir y vivir a fin de volver a luchar.

—Tenemos nuestras ventajas —comunicó Roland—. Y puedes estar seguro de que las haré valer todas. Fraccionamos, pinchamos, les reducimos la cantidad, corremos, atacamos… podemos prevalecer. Yo no arriesgaría una sola vida si no pensara así.

Un brillo le inundó los ojos.

—Te lo aseguro, Rom, llegará el día en que viviremos como creadores. Inmortales.

Esa es tu obsesión, ¿no es así, príncipe? Vivir para siempre. Ser inmortal. Ser creador y gobernante a la vez.

Rom había visto endurecerse las líneas del rostro de Roland bajo presión estos últimos días. La vocación del príncipe siempre había sido para su pueblo. Solo unos cuantos de ellos conocían el reciente ocaso de Jonathan, y a Rom le enfadaba notar que quienes lo sabían veían pasar al muchacho como si fuera un remanente de algo pasado, ya sin relevancia. Rom sabía además que para los nómadas esta batalla no tenía el propósito de llevar al joven al poder, sino de sobrevivir. Esto siempre fue así. Pero ahora algo había cambiado dentro de Roland en los últimos días.

Rom no tenía intención de enfrentarse ahora al nómada en ese tema, pero lo haría cuando esto pasara. Esta batalla, todo lo que arriesgaban ahora, era por el bien de Jonathan, no por el de ellos, sea que hoy Roland reconociera eso o no. Ahora había muchos mortales, todos y cada uno de ellos creadores. Pero solo había un verdadero soberano, quien ya había sangrado para darles la vida que hoy reclamaban como propia.

—¿Y qué de Jonathan?

—Pregúntale tú mismo —replicó Roland mirando por encima del hombro de Rom, y luego apartándose.

El príncipe se alejó, señalándole a Michael que lo siguiera.

Rom pensó por un instante en seguirlo. ¡Que no se atrevan a entrar en combate con las lealtades divididas!

—Rom…

No había oído acercarse a los dos jinetes. Al sonido de su nombre se volvió para ver a Jordin y a Jonathan desmontando detrás de él. Haciendo de lado sus preocupaciones respecto a Roland, intentó ofrecer una sonrisa.

—Jonathan, Jordin. Roland asegura que todo está en orden.

—Espero que no —comentó el joven—. Yo tenía entendido que estábamos derrocando al Orden.

Esto último lo expresó sonriendo.

—Sí, bueno, así es. Me sentiría mejor si salieras ahora, mientras el último grupo aún esté a la vista. En cuanto a ti, Jordin, Roland dice que te necesitamos aquí, pero yo…

—Me voy con Jonathan —interrumpió ella.

—Déjame terminar.

La muchacha asintió con la cabeza, momentáneamente contrita.

—Insisto en que permanezcas al lado de Jonathan con los demás que han ido al norte. Prepárate para regresar en el momento que recibas la noticia —explicó Rom, y miró entonces a Jonathan—. Si se cumple nuestra esperanza, Saric será derrotado y te escoltaremos a Bizancio al atardecer.

El muchacho cumplía dieciocho años hoy. Era el día de su sucesión, el día de la reclamación de su mayoría de edad. Con suerte, esto aún sería. Luego vendría el tiempo de la celebración.

—Entonces cumpliré el papel para el cual nací, como soberano —añadió Jonathan, como si considerara por un instante la investidura.

—Que la vida regrese al mundo a través de ti, mi soberano —expresó Rom, sintiendo que esas palabras eran tanto una oración como una intención… no sabía cómo iba a resultar el día, solo que de algún modo su destino era llevar al muchacho al poder.

Jonathan agarró a Rom por los hombros y lo abrazó.

—Pase lo que pase hoy… lo que has hecho nunca se olvidará, Rom. Cuando venga la muerte hallarás vida. Los muertos se levantarán y vivirán bajo mi reinado, recuerda mis palabras.

—No tengo dudas, mi soberano.

—Bien —indicó Jonathan soltándolo y poniéndole la mano en el hombro—. Entonces te será más fácil oír que no me voy con los demás como deseas.

—No, tienes que hacerlo —objetó Rom, sintiendo alarma en el estómago—. Por tu propia protección.

—No —declaró el muchacho volviéndose—. Debo estar más cerca para poder unirme y reclamar mi soberanía sin demora. Jordin vendrá conmigo.

—¡No tendrás que pelear!

—No pelearé, pero estaré cerca. Iré al antiguo puesto de avanzada en Corvus Point. Es aislado y seguro. No temas, Rom. Está decidido —informó, y soltó una leve y enigmática sonrisa—. ¿No es esa la prerrogativa de ser soberano… tomar sus propias decisiones?

Corvus Point estaba apenas a ocho kilómetros al oeste, pero no se sabía lo que podría suceder en la batalla. Además los exploradores sangrenegra estarían recorriendo la región.

—Es demasiado lejos para las rondas de los exploradores de Saric —contestó Jonathan como si le leyera la mente—. Estaremos a salvo. Jordin y yo somos expertos en escapar de amenazas accidentales.

De repente, Rom recordó la negociación con Feyn el día anterior. Según ella, Jonathan había sugerido que se reunieran a solas el día de la sucesión para tratar el asunto de la forma de gobierno, un detalle que había olvidado en la crisis que hasta ahora se estaba presentando.

Jonathan había planeado esto desde el principio.

—¿Y Feyn?

—Le pedí que se reuniera conmigo allá —comunicó el joven inclinando levemente la cabeza en conformidad—. Los guerreros librarán la guerra, pero el asunto de la soberanía tiene sus propios requerimientos.

A Jonathan ya no se le oía como el muchacho de solo días antes. Aun así, el pánico se apoderó de Rom y lo agarró por el hombro.

—Entonces iré contigo. No te dejaré desprotegido. Llevaremos a diez de nuestros mejores…

—No, Rom. Tú tienes una batalla por pelear. Llevaré a Jordin.

—¡Ella es una sola! No. ¡Los riesgos son demasiado altos!

Mi soberanía está en juego. Yo decido esto, no tú, Rom. No esta vez.

El tono del muchacho no podía ser más contundente. Rom le soltó el hombro, sorprendido.

—Hoy cumplo la mayoría de edad —continuó Jonathan, ahora con más suavidad—. Déjame dirigir como debo hacerlo, y haz tú como debes hacer. Nuestro pueblo debe verte en la batalla.

—Roland es quien dirige esta batalla.

—Roland dirige los corazones de muchos. Pero tú diriges otros. Y, por tanto, solamente Jordin viene conmigo. Nos reuniremos con Feyn. Antes de que concluya el día volveremos con un acuerdo que me permitirá ocupar la silla de poder para la cual nací. Saric será derrotado y yo seré soberano. Permíteme seguir la senda hacia mi legítimo lugar.

¿Era eso posible?

Pero Saric aún vendría. A pesar de las negociaciones de Jonathan, o incluso del acuerdo con Feyn, el sangrenegra la tenía en esclavitud, envenenado por ascender al trono en lugar de ella. Era necesario derrotarlo.

Rom comenzó a objetar otra vez, pero Jonathan lo interrumpió. El muchacho realmente se había convertido en hombre de la noche a la mañana. Atrás había quedado el enardecido soberano futuro que danzara embadurnado de sangre durante la Concurrencia. Aquí se hallaba un líder joven exigiendo obediencia.

Sin embargo, aún había esperanza.

Rom miró a Jordin, cuya barbilla estaba un poco más elevada de lo normal. Orgullo. Satisfacción. Ella había sido escogida por Jonathan… nada podía significar más para ella.

—No lo pierdas de vista —pidió Rom, sosteniéndole la mirada.

—No tengo intención de quitarle la mirada de encima.

—Aun si se llegara a golpear un dedo del pie, yo personalmente te haré responsable.

—Él no perderá un solo cabello bajo mi vigilancia.

—Mantente atenta a cualquier movimiento. Si se les enfrentan, no peleen. Huyan.

—Más raudos que una gacela.

—Basta —pidió Jonathan—. ¿Me tomas por un frágil huevo?

—No. Eres un soberano… mucho más valioso para este mundo que cualquier huevo.

—Al igual que tú, Rom —declaró Jonathan, con expresión más suave—. Jordin daría su vida por salvarme, no tengo duda de eso. Y yo daría mi vida por salvar a cualquiera de ustedes.

El muchacho apretó por última vez el hombro de Rom.

—Tranquilo, amigo. Nos reuniremos pronto en victoria.

—Si Feyn llega, vigílala como un halcón —pidió Rom, y se volvió hacia Jordin—. No confíes en la soberana. Si Saric muere y ella sobrevive…

—Entonces Feyn y yo reinaremos juntos —interrumpió Jonathan regresando hacia su caballo, con Jordin pisándole los talones; él se acomodó en la silla y un segundo después la joven lo imitó—. Deja de lado tus dudas, Rom. No olvides mis palabras.

Entonces hizo girar el corcel y lo espoleó hacia el oeste.

Hacia Corvus Point.

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