Mortal

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Capítulo cuarenta y seis

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Capítulo cuarenta y seis

EL VALLE SEYALA YACÍA bajo un cielo nublado, las ruinas y el campamento vacíos una vez más. Roland se había llevado casi novecientos autoproclamados inmortales hacia el norte, cabalgando sobre su silla, con la mirada firmemente fija en su destino. Ninguna cantidad de palabras persuasivas pudo alterar la interpretación del hombre acerca de los días previos a la muerte de Jonathan, o al curso del soberano.

Rom apenas podía culparlo. ¿Quién podía argumentar contra los poderes de la vida evidenciados en todos aquellos que habían jurado su lealtad a Roland? Poseían sentidos muy agudos que les facilitarían el ascenso a la supremacía en el curso de sus enormemente extensas vidas. Ante sus propios ojos eran nada menos que dioses listos para recorrer la tierra.

Incluso ahora, mientras Rom se hallaba sentado sobre su caballo observando a Jordin presentar sus últimos respetos a la tumba de Jonathan, sintió una extraña atracción a la seducción de esa vida.

Pero esa vida ya no era para él.

Los cuarenta y cinco que se habían unido a Rom, Libro, Jordin y Triphon tendrían la suerte de vivir periodos de vida naturales antes de ser devueltos a la tierra. Lo que vendría después de esta vida, realmente nadie lo sabía. Ninguno de ellos entendía de veras la felicidad. Pero muy pocos estatutos del Orden seguían teniendo sentido: desde el código de conducta prescrito por Rom años atrás cuando salió de Bizancio por primera vez, hasta el vengativo Creador, dicho código estaba diseñado para apaciguar.

La obsesión de Jonathan había estado con el amor, no con el castigo.

Un total de cuarenta y nueve mortales verdaderos habitaban ahora la tierra. Soberanos. El de ellos era un exiguo inicio de un viaje que ninguno comprendía bien. Pero al menos ahora entendían a Aquel que era la piedra angular de su nueva vida. Como resultado, en los últimos días se les había clarificado quiénes eran ellos mismos y qué senda seguirían.

Ahora entendían que eran creadores. La mayoría de mortales había sido creada más de la sangre de Rom, Jordin, o del custodio, que de la que quedaba de Jonathan.

Comprendían que habían renunciado a mucho de aquello que los inmortales de Roland apreciaban, y que los mortales del reino soberano serían malinterpretados y despreciados, una diminuta banda de vagabundos ya no inclinada a gobernar el mundo, sino a sobrevivir en él.

Entendían la hermosa sencillez que acompaña a la certidumbre, como niños que creen mucho antes de luchar con los fundamentos filosóficos o empíricos de esas creencias. Así vivían con la suprema seguridad de verdades sencillas. ¿Por qué el mundo era redondo? Porque así era. ¿Por qué los amomiados anhelaban vida? Porque sí.

Jordin lloraba.

Rom lo vio en su mente antes de que las lágrimas le brotaran a ella de los ojos. Como si ya estuviera sucediendo, aunque aún no sucedía. Todavía no.

El mortal parpadeó, estupefacto por la repentina comprensión incluso cuando Jordin alargaba la mano y tocaba el elevado poste que la joven había erigido en la cabecera de la tumba de Jonathan. El monumento estaba coronado con un rollo en que simplemente se leía:

Vida fluyó de sus venas;

Amor le gobernó el corazón.

Aquí yace Jonathan,

El primer soberano verdadero.

Jordin bajó la cabeza y dejó fluir las lágrimas.

Rom la miró, atónito por su precognición. Había sabido que la chica iba a llorar, no porque hubiera anticipado la acción, sino porque él lo había sabido.

Tanto como sabía que ella diría ahora: «Lo siento mucho, Jonathan».

—Lo siento mucho, Jonathan —dijo Jordin, sacudiendo la cabeza con remordimiento.

Un escalofrío le bajó a Rom por el cuello.

¿Qué otros poderes descubrirían pronto?

La pregunta le produjo calidez en el corazón a pesar de la demostración de tristeza delante de él. Sus vidas no serían fáciles. Pero donde había necesidad de seguir el camino de Jonathan, seguramente habría medios para lograrlo. Él también sabía eso.

Triphon dirigía la fila de mortales a la vista sobre el borde sur de la meseta. Kaya estaba con ellos, así como Adah y Raner. Solo veinte eran guerreros; los demás, hombres y mujeres ancianos, o niños. ¿Sería necesaria la habilidad con el arco y la espada? ¿Cómo iban a sobrevivir despojados de sus agudos sentidos mortales?

—Jonathan mató sangrenegras —enunció Jordin, tensando la mandíbula sin molestarse en secarse las lágrimas—. Lo seguimos.

Rom la examinó, preguntándose si la respuesta de ella era coincidencia o si la muchacha la había expresado con discernimiento de los pensamientos de él.

—Con cada aliento hasta el día en que muramos —asintió.

Jordin tocó el monumento de Jonathan por última vez, deteniendo la mirada en el letrero que ella misma había atado en lo alto. Luego caminó hacia su caballo, se subió a la silla, y salió junto a Rom, enfrentando a la caravana que se acercaba. Por un instante ninguno de los dos habló.

—Ellos intentarán eliminarnos —advirtió la chica.

—Quizás los soberanos no vivan mucho tiempo, pero tampoco mueren fácilmente —expresó Rom asintiendo una vez con la cabeza.

La tumba a la derecha parecía diferente, pero ambos sabían que Jonathan aún vivía, aunque no como ese mortal que recorriera la tierra.

—Me gustaría que los condujeras conmigo, Jordin. Como mi igual.

Un cuervo graznó en alguna parte detrás de ellos.

—Soy muy joven —advirtió ella.

—Tienes un corazón puro.

—Estoy demasiado abatida para pensar con claridad.

—Viste la verdad antes que el resto de nosotros.

—¿Cómo puedo dirigir si no sé a dónde ir? —objetó la chica.

—Vamos al sur, al valle Carena.

—¿A hacer qué?

—A seguir a Jonathan. Más allá de eso, ninguno de nosotros lo sabe. ¿Sabe un potro lo que le irán a hacer después de tambalearse sobre patas débiles, aún húmedo instantes después de nacer? Podrías saber antes que yo. Veo en ti a una gran líder.

Ella no puso más objeciones.

—Dime, Jordin, ¿obtuvo Jonathan la victoria en su muerte?

—Soberanamente —contestó la joven.

—¿Y se siente glorioso el potro cuando se convierte en brioso corcel?

Ella miró a Triphon y a los otros, ahora a mitad de camino a través de la meseta.

—Yo seré ese caballo.

—Lo serás. Y conmigo le mostrarás al mundo el verdadero triunfo, como aquella a quien Jonathan amó y a quien confió su legado. Aún no sabemos qué costo pagaremos, solo que la vida de nuestro soberano reinará de modo supremo.

—Entonces vivamos —comentó la chica volviendo la cabeza hacia Rom.

—Entonces vivamos —repitió él.

Rom titubeó solo un instante, asintió una vez con la cabeza y espoleó su caballo hacia delante.

En lo alto, el cielo había comenzado a agitarse.

Continuará…

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