Mort

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Mort

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—¿Capaz de…? —Mort supo que desaparecía una preocupación menor—. Ah, sí. Ya me parecía a mí que Albert lo había entendido mal.

—¿Estás enamorado de ella?

Mort se paró en seco entre los estantes, consciente de los atareados sonidos que provenían del interior de los libros.

—Es difícil saberlo —respondió—. ¿Lo parezco?

—Pareces un poco agitado. ¿Qué siente ella por ti?

—No lo sé.

—Ah —dijo Ysabell con aire de experta—. El amor no correspondido es el peor. —Y pensativa, añadió—: Aunque quizá no sea buena idea ir y tomar veneno o quitarse la vida. ¿Qué hacemos aquí? ¿Buscas su libro para ver si se casa contigo?

—Ya lo he leído, y está muerta —repuso Mort—. Pero sólo técnicamente. Quiero decir, no está realmente muerta.

—Bien, de lo contrario sería nigromancia. ¿Qué buscamos?

—La biografía de Albert.

—¿Y para qué? No creo que tenga.

—Todo el mundo tiene biografía.

—Bueno, a él no le gusta que le pregunten cosas personales. En cierta ocasión la busqué y no la encontré. Resulta difícil si sólo se sabe que se llama Albert. ¿Por qué es tan interesante?

Con la vela que llevaba en la mano Ysabell encendió un par más y la biblioteca se llenó de sombras danzantes.

—Necesito un mago poderoso y creo que podría ser él.

—¿Quién? ¿Albert?

—Sí. Pero hemos de buscar por Alberto Malich. Creo que tiene más de dos mil años.

—¿Quién? ¿Albert?

—Sí. Albert.

—Nunca lleva sombrero de mago —dijo Ysabell, dubitativa.

—Lo perdió. De todos modos, lo del sombrero no es obligatorio. ¿Por dónde empezamos a buscar?

—Bueno, si estás seguro… por la Pila, supongo. Es donde mi madre pone todas la biografías que tienen más de quinientos años de antigüedad. Es por aquí.

Lo condujo entre los estantes susurrantes hasta una puerta encajada en un callejón sin salida. Se abrió con dificultad y el crujido de las bisagras reverberó por toda la biblioteca; Mort se imaginó por un momento que todos los libros hacían una pausa momentánea en su tarea sólo para escuchar.

Unos escalones llevaban hacia la penumbra aterciopelada. Había telarañas y polvo, y el aire olía como si llevara mil años encerrado en una pirámide.

—Por aquí nunca viene casi nadie —comentó Ysabell—. Yo iré delante.

Mort se sentía en deuda.

—Debo reconocer —dijo— que eres toda una tronca.

—¿Marrón, dura y con corteza? Tú sí que sabes cómo hablarle a una muchacha, chico.

—Mort —aclaró Mort automáticamente.

La Pila estaba tan oscura y silenciosa como una cueva subterránea. Los estantes se encontraban separados por una distancia que apenas permitía el paso de una persona, y se elevaban más allá del domo proyectado por la luz de la vela. Resultaban particularmente horripilantes porque estaban en silencio. Ya no había vidas que escribir; los libros dormían. Pero Mort presentía que dormían como los gatos, con un ojo abierto. Estaban alertas.

—Vine aquí una vez —le confió Ysabell, entre susurros—. Si vas hasta el final de la estantería, se acaban los libros y hay tablas de arcilla, trozos de piedra, pieles de animales y todo el mundo se llama Ug y Zog.

El silencio era casi tangible. Mort notaba que los libros los observaban mientras avanzaban pesadamente por los pasillos cálidos y silenciosos. Todo aquel que había existido se encontraba allí, en alguna parte, hasta llegar a los primeros seres que los dioses habían creado del barro o como fuera. En realidad, su presencia no los ofendía, simplemente se preguntaban por qué estaría allí.

—¿Lograste llegar más allá de Ug y Zog? —siseó—. A mucha gente le interesaría saber qué hay.

—Me dio miedo. Queda bastante lejos de aquí y no llevaba velas suficientes.

—Lástima.

Ysabell se detuvo tan de sopetón que Mort quedó clavado a su espalda.

—Creo que es más o menos por aquí. Y ahora ¿qué hacemos?

Mort entrecerró los ojos y leyó los nombres de los lomos.

—¡No siguen ningún orden lógico! —gimió.

Miraron hacia arriba. Recorrieron un par de pasillos laterales. Sacaron al azar unos cuantos libros de los estantes inferiores y levantaron colchones de polvo.

—Es ridículo —se lamentó Mort finalmente—. Aquí hay millones de vidas. Las posibilidades de que encontremos la de él son peores que…

Ysabell le tapó la boca con la mano.

—¡Escucha!

Mort murmuró unas palabras a través de los dedos de la muchacha y luego captó el mensaje. Aguzó el oído, pugnando por escuchar algo por encima del pesado siseo del silencio.

Y entonces lo encontró. Un rascar leve, irritado. Allá arriba, muy, pero muy alto, en alguna parte de la impenetrable oscuridad en la que estaba envuelto el precipicio de estantes, se seguía escribiendo una vida.

Se miraron con los ojos como platos. Y finalmente, Ysabell dijo:

—Hemos pasado delante de una escalera. Está allá atrás. Tiene ruedas.

Las ruedecillas chirriaron cuando Mort empujó la escalera. El extremo superior también se movía, como fijado a otro par de ruedas, allá arriba, en la oscuridad.

—Muy bien —dijo Mort—, dame la vela que…

—Si la vela tiene que subir, pues yo subiré con ella —anunció Ysabell con firmeza—. Tú te quedas aquí abajo y mueves la escalera cuando yo te diga. Y no me discutas.

—Allá arriba podría haber algún peligro —dijo Mort, galante.

—Y aquí abajo también —señaló Ysabell—. Así que me subiré a la escalera y me llevaré la vela, gracias.

Puso el pie en el primer peldaño y, al cabo de poco, se convirtió en una sombra con volantitos perfilada por un halo de luz de vela que no tardó en reducirse.

Mort aguantó la escalera y trató de no pensar en todas las vidas que se cernían sobre él. De vez en cuando, un meteoro de cera caliente caía con un ruido sordo en el suelo, junto a él, levantando un cráter en el polvo. Ysabell era ya un leve fulgor allá en lo alto y notó las vibraciones de cada pisada que bajaban por la escalera.

La muchacha se detuvo. Le pareció que durante un largo rato.

Después, su voz bajó flotando, amortiguada por el peso del silencio que los rodeaba.

—Mort, lo he encontrado.

—Bien. Bájalo.

—Mort, tenías razón.

—De acuerdo, gracias. Bájalo de una vez.

—Sí, Mort, pero ¿cuál?

—No pierdas el tiempo, la vela no te durará mucho más.

—¡Mort!

—¿Qué?

—¡Mort, hay un estante entero!

El amanecer ya estaba ahí, esa cúspide del día que no pertenecía a nadie salvo a las gaviotas del puerto de Morpork, la marea que subía hacia el río, y un cálido viento de dentro que añadía un perfume a primavera al complejo olor de la ciudad.

La Muerte estaba sentada en un noray, mirando el mar. Había decidido dejar de estar borracha. Le daba dolor de cabeza.

Había intentado pescar, bailar, apostar y beber, supuestamente cuatro de los grandes placeres de la vida, y no estaba segura de entender el fondo de la cuestión. Con la comida se sentía feliz… a la Muerte le gustaba una buena cena como a cualquier hijo de vecino. No se le ocurría ningún otro placer de la carne, o mejor dicho, sí, pero eran demasiado…, bueno, eran demasiado carnales y no sabía cómo le sería posible experimentarlos sin pasar por una restructuración corporal de primera, cosa que no iba a plantearse. Además, los humanos los abandonaban a medida que se hacían mayores, por lo que, presumiblemente, no debían de ser tan atractivos.

La Muerte empezó a pensar que no entendería a la gente mientras viviera.

El sol calentó los adoquines que comenzaron a despedir vapor y la Muerte sintió el leve cosquilleo de esa urgencia primaveral, capaz de bombear mil toneladas de savia por un tronco de quince metros.

Las gaviotas pasaban en vuelo rasante y se zambullían en el agua. Un gato tuerto, que iba ya por su octava vida y su última oreja, salió de su guarida, en un montón de cajas abandonadas de pescado, se estiró, bostezó y fue a restregarse contra sus piernas. Traspasando el famoso olor de Ankh, la brisa le trajo un leve perfume de especias y pan fresco.

La Muerte estaba desconcertada. No pudo luchar contra lo que sentía. Porque en aquel momento, se sentía contenta de estar viva, y muy renuente a ser la Muerte.

DEBO ESTAR INCUBANDO ALGO —pensó.

Mort subió por la escalera y se colocó junto a Ysabell. Se sacudió un poco, pero parecía firme. Al menos no tenía vértigo; allá abajo, todo era negrura.

Algunos de los primeros volúmenes de Albert se estaban cayendo a pedazos. Tendió la mano, eligió uno al azar y notó que la escalera temblaba bajo sus pies, lo sacó y lo abrió por la mitad.

—Acércame la vela.

—¿Puedes leerlo?

—Más o menos…

—«… y su mano volviendo, cuál no sería su aflicción al descubrir que los hombres todos llegan a la nada, a saber, la Muerte, y en su orgullo, juróse entonces buscar la Inmortalidad. "Así —dijo a los jóvenes hechiceros— vestir podremos sobre nuestros hombros el manto de los dioses." El día siguiente, que fue lluvioso, Alberto…»

—Está escrito en Antiguo —dijo—. Antes de que se inventara la ortografía. Echemos un vistazo al último.

Se trataba de Albert, no había duda. Mort leyó de reojo varias referencias al pan frito.

—Veamos qué hace ahora —sugirió Ysabell.

—¿Te parece que deberíamos? Es como si lo espiásemos.

—¿Y qué más da? ¿Tienes miedo?

—Está bien.

Pasó las páginas hasta llegar a las no escritas, y luego retrocedió hasta que encontró a la historia de la vida de Albert que iba avanzando por la página a una velocidad sorprendente, considerando que estaban en plena noche; la mayor parte de las biografías decían muy poco sobre el reposo, a menos que los sueños fuesen especialmente vividos.

—Hazme el favor de sostener bien la vela. No quisiera engrasarle la vida.

—¿Por qué no? A él le gusta la grasa.

—Deja de reírte, o nos caeremos los dos. Fíjate en esta parte…

«Recorrió, sigiloso, la polvorienta oscuridad de la Pila… —leyó Ysabell—, sus ojos fijos en el pequeño fulgor de la luz de la vela, allá en lo alto. Fisgoneando, pensó, metiéndose en cosas que no les conciernen, los muy diablos…»

—¡Mort! Está…

—¡Cállate! ¡Déjame leer!

«… ya le pondré yo fin a esto. Albert se acercó, silencioso, hasta el pie de la escalera, se escupió las manos y se dispuso a empujar. Mi ama jamás se enterará; últimamente se ha comportado de un modo extraño, y todo por culpa de ese muchacho, le…»

Mort apartó la vista del libro y vio los ojos horrorizados de Ysabell.

Entonces, la muchacha le quitó el libro de la mano, tendió el brazo y, mientras su mirada permanecía fija en la de él, lo soltó.

Mort contempló cómo se movían los labios de Ysabell y, al cabo, notó que él también contaba en voz baja.

Tres, cuatro…

Se oyó un ruido sordo, un grito apagado y, después, se hizo el silencio.

—¿Lo habrás matado? —inquirió Mort al cabo de un rato.

—¿Cómo, aquí? De todos modos, no te noté dispuesto a aportar mejores ideas.

—No, pero… al fin y al cabo, es un anciano.

—No lo es —dijo Ysabell, enfática, y empezó a bajar la escalera.

—¿Dos mil años?

—Sesenta y siete y ni un día más.

—El libro decía…

—Ya te he dicho que aquí el tiempo no cuenta. No el tiempo real. ¿Es que no me escuchas, muchacho?

—Mort —aclaró Mort.

—Y deja de pisotearme los dedos, que me doy toda la prisa que puedo.

—Perdona.

—Y no te comportes como un tonto. ¿Tienes idea de lo aburrido que es vivir aquí?

—Probablemente no —repuso Mort, y con sentida añoranza, agregó—: He oído hablar del aburrimiento, pero nunca he tenido ocasión de probarlo.

—Es horrible.

—Si es por eso, la diversión no es tal y como la pintan.

—Cualquier cosa es mejor que esto.

Desde abajo les llegó un quejido, y luego un torrente de maldiciones.

Ysabell miró atentamente en la oscuridad.

—Está claro que no le he dañado los músculos de blasfemar —observó—. No creo que debiera escuchar palabras como ésas. Podrían ser negativas para mi fibra moral.

Encontraron a Albert encogido, al pie de la estantería, mascullando y sosteniéndose el brazo.

—No hace falta que montes tanto escándalo —dijo Ysabell, enérgica—. No estás herido; mi madre no permite que ocurran ese tipo de cosas.

—¿Por qué tuviste que hacer una barbaridad así? —gimió—. No pensaba haceros daño.

—Ibas a empujarnos para que nos cayésemos de la escalera —dijo Mort al tiempo que intentaba ayudarlo a incorporarse—. Lo he leído. Me sorprende que no usaras magia.

Albert le lanzó una mirada colérica.

—De modo que te has enterado, ¿eh? —dijo en voz baja—. Para lo que te va a servir… No tienes derecho a espiarme.

Se incorporó con esfuerzo, se quitó de encima la mano de Mort y se alejó tambaleante por entre las estanterías silenciosas.

—¡No, espera! —gritó Mort—. ¡Necesito tu ayuda!

—Por supuesto —dijo Albert por encima del hombro—. Tiene lógica, ¿no? Pensaste, ahora voy a ponerme a fisgonear en su vida privada y después voy y le pido que me ayude.

—Yo sólo pretendía averiguar si eras realmente tú —se disculpó Mort corriendo tras él.

—Soy yo. Todo el mundo es quien realmente es.

—¡Si no me ayudas ocurrirá algo terrible! Se trata de una princesa y se…

—Todo el tiempo ocurren cosas terribles, muchacho…

—… Mort…

—… y no por eso se espera que yo haga algo por evitarlas.

—¡Pero tú fuiste el más grande!

Albert se detuvo un momento, pero no miró a su alrededor.

—Fui el más grande, fui el más grande. Y no trates de hacerme la pelota. Eso no va conmigo.

—Pero si hasta te han erigido monumentos —dijo Mort tratando de contener un bostezo.

—Peor para ellos.

Albert había alcanzado el pie de la escalera que conducía a la biblioteca propiamente dicha, la subió ruidosamente y quedó perfilado por la luz de las velas que provenía de la biblioteca.

—¿O sea que no me vas a ayudar? ¿Ni siquiera si pudieras?

—Premio para el chico —gruñó Albert—. Y de nada te valdrá apelar al lado bueno que oculto debajo de esta dura apariencia exterior. —Hizo una pausa y añadió—: Porque mi interior también es bastante duro.

Lo oyeron cruzar el suelo de la biblioteca como si le tuviera manía y salir dando un portazo.

—Vaya —dijo Mort vacilante.

—¿Qué esperabas? —le espetó Ysabell—. No le importa nada, salvo mi madre.

—Es que pensé que alguien como él me ayudaría si le explicaba bien el motivo —comentó Mort. Se hundió. El torrente de energía que lo había mantenido en pie durante toda la noche se evaporó, y la mente se le llenó de plomo—. ¿Sabías que fue un famoso hechicero?

—Eso no significa nada, los hechiceros no tienen por qué ser agradables. No te metas en los asuntos de un hechicero, porque una negativa ofende, como leí en alguna parte. —Ysabell se acercó a Mort, lo miró con una cierta preocupación y le dijo—: Tienes el mismo aspecto que las sobras dejadas en un plato.

—… estoy bien —repuso subiendo pesadamente los escalones e internándose en las sombras listadas de la biblioteca.

—No estás bien. Te vendría bien dormir a pierna suelta, muchacho.

—M’t —murmuró Mort.

Notó que Ysabell le sujetaba el brazo y lo colocaba encima del hombro de ella. Las paredes comenzaron a moverse suavemente, hasta el sonido de su propia voz le llegaba desde muy lejos, y pensó entonces lo maravilloso que sería tenderse sobre una bonita losa de piedra y dormir para siempre.

La Muerte no tardaría en regresar, se dijo, al tiempo que notaba que su cuerpo aceptaba sin protestas que lo ayudasen a recorrer los pasillos. No le quedaba otra salida, debería contárselo a la Muerte. Al fin y al cabo, no era tan mala persona. Ella lo ayudaría; lo único que debía hacer era explicárselo todo. Entonces, se acabarían todas sus preocupaciones y podría dor…

—¿Y qué puesto ocupaba antes?

—¿CÓMO HA DICHO?

—¿Cómo se ganaba la vida? —inquirió el joven delgado que estaba detrás del escritorio.

La figura que tenía delante se movió, incómoda.

—CONDUCÍA ALMAS HASTA EL OTRO MUNDO. ERA LA TUMBA DE TODA ESPERANZA. ERA LA REALIDAD DEFINITIVA. ERA LA ASESINA A LA QUE NINGUNA CERRADURA SE LE RESISTÍA.

—Ya, ya, capto la idea, pero ¿tiene alguna habilidad especial?

La Muerte reflexionó.

—SUPONGO QUE UNA CIERTA EXPERIENCIA CON IMPLEMENTOS AGRÍCOLAS —aventuró al cabo de un rato.

El joven sacudió la cabeza con firmeza.

—¿NO?

—ESTAMOS EN LA CIUDAD, SEÑORA… —Bajó la mirada y volvió a sentir una ligera incomodidad que no logró precisar—. SEÑORA…, SEÑORA, Y ANDAMOS ESCASOS DE CAMPOS.

Dejó la pluma y lanzó una sonrisa que sugería que la había aprendido en un libro.

Ankh-Morpork no estaba lo bastante avanzada como para contar con una oficina de empleo. Las personas iban teniendo trabajo porque sus padres les dejaban sitio, o porque su talento natural encontraba una salida, o por el sistema de recomendación verbal. Pero había una cierta demanda de sirvientes y criados, y como las zonas comerciales de la ciudad comenzaban a prosperar, el joven delgado —un tal señor Liona Keeble— había inventado la profesión de agente de colocaciones. En ese preciso momento, se le hacía muy cuesta arriba.

—Mi querida señora… —bajó la vista—, señora, a esta ciudad llega mucha gente de fuera porque, vaya, se piensa que aquí hay más recursos. Perdone que se lo diga, pero me parece usted una dama venida a menos. Tengo la impresión de que habría preferido usted algo más refinado que… —volvió a bajar la mirada y frunció el ceño—, algo que tuviera que ver con gatos y flores.

—LO SIENTO, PERO ME PARECIÓ QUE HABÍA LLEGADO LA HORA DE CAMBIAR.

—¿Sabe tocar algún instrumento musical?

—NO.

—¿Qué tal se le da la carpintería?

—NO LO SÉ. NUNCA LO HE INTENTADO.

La Muerte se miró los pies. Comenzaba a sentirse terriblemente incómoda.

Keeble movió el papel que tenía sobre la mesa y suspiró.

—SÉ ATRAVESAR PAREDES —comentó la Muerte con ánimo de ayudar, consciente de que la conversación había llegado a un callejón sin salida.

Keeble levantó la cabeza y la miró con los ojos iluminados.

—Me gustaría verlo. Podría tratarse de toda una aptitud.

—BIEN.

La Muerte echó hacia atrás la silla y avanzó, majestuosa y confiada, hacia la pared más cercana.

—AAY.

Keeble la observaba, expectante.

—Adelante, pues —le dijo.

—HUM. SE TRATA DE UNA PARED CORRIENTE, ¿NO?

—Supongo que sí. No soy un experto.

—AL PARECER, ME PLANTEA CIERTAS DIFICULTADES.

—Eso parece.

—¿CÓMO SE LLAMA LA SENSACIÓN DE SENTIRSE MUY PEQUEÑA Y ACALORADA?

Keeble jugueteó con su lápiz.

—¿Enanismo?

—EMPIEZA CON EME.

—¿Molesto?

—SÍ —respondió la Muerte—. QUIERO DECIR, SÍ.

—Al parecer, no posee usted ninguna habilidad o talento que nos sean útiles. ¿Ha pensado en dedicarse a la enseñanza?

El rostro de la Muerte se convirtió en una máscara de terror. Bueno, en realidad siempre era una máscara de terror, pero en esta ocasión, la cosa fue intencionada.

—Verá —dijo Keeble amablemente dejando la pluma y juntando las puntas de los dedos—, son raras las veces en que se me presenta la ocasión de encontrarle un nuevo oficio a una… ¿cómo me dijo usted que se llamaba?

—PERSONIFICACIÓN ANTROPOMÓRFICA.

—Ah, sí. ¿Y qué es eso exactamente?

La Muerte ya se había hartado.

—ESTO —repuso.

Por un momento, sólo por un momento, el señor Keeble la vio claramente. Su cara palideció casi tanto como la de la Muerte. Sus manos temblaban convulsivamente. Su corazón farfulló.

La Muerte lo contempló con leve interés, después, de las profundidades de su túnica extrajo un reloj de arena y lo sostuvo en la luz para examinarlo con ojo crítico.

—TRANQUILÍCESE —le sugirió—, TODAVÍA LE QUEDAN UNOS CUANTOS AÑOS.

—Pepepe…

—PODRÍA DECIRLE CUÁNTOS, SI LO DESEA.

Luchando por respirar, Keeble logró sacudir la cabeza.

—¿QUIERE QUE LE TRAIGA UN VASO DE AGUA, ENTONCES?

—Nnnn… nnno.

Y la campanilla de la tienda repiqueteó. Keeble puso los ojos en blanco. La Muerte decidió que le debía algo al hombre. No era justo que perdiera clientela, que obviamente era algo que los humanos valoraban mucho.

Apartó la cortina de abalorios y salió de la trastienda con paso majestuoso; en la tienda se encontró con una mujer pequeña y gordita, con aspecto de pan casero iracundo, que martilleaba el mostrador con un abadejo.

—Es por ese trabajo de cocinera en la Universidad —anunció—. Usted me dijo que era un buen puesto, pero aquello es una desgracia, si viera usted las bromas que gastan los estudiantes… y exijo que… quiero que usted me… no voy a…

Su voz se fue apagando.

—Oiga —dijo al cabo de un rato, pero se la notaba poco convencida de lo que decía—. Usted no es Keeble, ¿verdad?

La Muerte se la quedó mirando. Nunca antes había tenido que aguantar a un cliente insatisfecho. Estaba perdida. Finalmente, se dio por vencida.

—MÁRCHATE, ARPÍA INFECTA, ENGENDRO DE LA MEDIANOCHE —le ordenó.

Los ojillos de la cocinera se entrecerraron.

—¿Me llama usted espía infecta? —inquirió, acusadora, y volvió a golpear el mostrador con el pescado—. Mire usted esto. Anoche era mi calentador de cama y esta mañana era un pescado. Y le pregunto…

—QUE TODOS LOS DEMONIOS DEL INFIERNO TE ARRANQUEN EL ALMA SI NO SALES DE LA TIENDA AHORA MISMO —ensayó la Muerte.

—Yo de eso no sé nada, ¿pero qué me dice de mi calentador de cama? Ése no es lugar para una mujer respetable, intentaron…

—SI ME HICIERAS EL FAVOR DE MARCHARTE —dijo la Muerte, desesperada—, TE DARÉ DINERO.

—¿Cuánto? —inquirió la cocinera con una velocidad que habría sacado varios cuerpos a una cascabel enfurecida y dado un buen susto a un relámpago.

La Muerte sacó su bolsa y echó un montoncito de monedas oscurecidas y verdosas sobre el mostrador. La mujer las examinó con profunda suspicacia.

—Y AHORA VETE YA —le ordenó la Muerte y luego añadió—: ANTES DE QUE LOS ARDIENTES VIENTOS DEL INFINITO CHAMUSQUEN TU CUERPO.

—De esto se va a enterar mi marido —amenazó la cocinera y se marchó de la tienda.

A la Muerte le pareció que ninguna de sus amenazas había sido tan horrenda.

Cruzó otra vez las cortinas con paso majestuoso. Keeble, que seguía encorvado en su silla, soltó una especie de gorjeo estrangulado.

—¡Era verdad! —exclamó—. ¡Creí que era usted una pesadilla!

—PODRÍA OFENDERME POR ESO —declaró la Muerte.

—¿De verdad es usted la Muerte? —inquirió Keeble.

—SÍ.

—¿Por qué no me lo dijo antes?

—LA GENTE PREFIERE QUE NO LO HAGA.

Keeble rebuscó entre sus papeles riéndose como un histérico.

—¿Quiere dedicarse a otra cosa? —preguntó—. ¿Ratoncito Pérez? ¿Hombre del saco? ¿Coco?

—NO SEA TONTO. YO SÓLO SIENTO NECESIDAD DE UN CAMBIO.

Finalmente, después de rebuscar frenéticamente, Keeble logró dar con el papel que necesitaba. Lanzó una risotada enajenada y se lo entregó a la Muerte.

La Muerte lo leyó.

—¿Y ESTO ES UN TRABAJO? ¿A LA GENTE LE PAGAN POR ESTO?

—Sí, sí, vaya a verlo, responde usted perfectamente al perfil. Pero no le diga usted que la envío yo.

Binky surcaba la noche a galope tendido, mientras bajo sus cascos se extendía el Disco. Mort comprendió entonces que la espada tenía un alcance superior al que había creído, llegaba a las estrellas mismas; la hizo girar por las profundidades del espacio y la enterró en el corazón de una enana amarilla que estalló satisfactoriamente como una nova.

Se irguió sobre la silla, la hizo girar por encima de su cabeza y rió al comprobar que la llama azulada se abría en abanico en el cielo dejando un rastro de oscuridad y ascuas.

Y no se detuvo. Mort luchó cuando la espada cortó el horizonte, demoliendo las montañas, secando los mares, convirtiendo los verdes bosques en cenizas y yesca. Oyó voces a sus espaldas, y los gritos breves de amigos y parientes cuando se volvió, desesperado. De la tierra muerta surgían los remolinos de las tormentas de polvo mientras él luchaba por soltar el arma, pero la espada le quemaba como hielo en la mano y lo arrastraba a una danza que no acabaría mientras quedase algo vivo.

Y ese momento llegó, y Mort se quedó solo, con la Muerte, que le decía:

—Buen trabajo, muchacho.

Y Mort le contestaba: MORT.

—¡Mort! ¡Mort! ¡Despierta!

Mort salió despacio del sueño, como un cadáver de un estanque. Luchó contra ello aferrándose a la almohada y a los horrores del sueño, pero alguien le tiraba de la oreja con urgencia.

—¿Mmmf? —dijo.

—¡Mort!

—¿Pssí?

—¡Mort, es mi madre!

Abrió los ojos y se quedó mirando con gesto ausente el rostro de Ysabell. Entonces, los acontecimientos de la noche anterior lo golpearon como un calcetín lleno de arena húmeda.

Mort sacó las piernas de la cama envuelto aún en los restos de su pesadilla.

—De acuerdo —dijo—, iré a verla ya mismo.

—¡Pero si no está! ¡Albert se está volviendo loco! —Ysabell estaba junto a la cama, retorciendo un pañuelo entre las manos—. Mort, ¿crees que ha podido pasarle algo malo?

La miró con gesto ausente.

—No seas estúpida, es la Muerte. —Se rascó.

Tenía calor y notaba la piel reseca y plagada de escozores.

—¡Pero nunca ha estado fuera tanto tiempo! ¡Ni siquiera cuando lo de la gran plaga de Pseudópolis! Tiene que estar aquí por las mañanas para ocuparse de los libros y descifrar los nudos y…

Mort la agarró de los brazos y le dijo tratando de calmarla:

—De acuerdo, de acuerdo. Seguro que no le ha pasado nada. Tranquilízate, que ya iré a ver… oye, ¿por qué tienes los ojos cerrados?

—Mort, ponte algo, por favor —le pidió Ysabell con un tono tenso.

Mort se miró.

—Lo siento —dijo mansamente—, no me había dado cuenta… ¿Quién me metió en la cama?

—Yo —repuso ella—. Pero miré para otro lado.

Mort se puso los pantalones de montar, la camisa, y salió corriendo hacia el estudio de la Muerte, mientras Ysabell le pisaba los talones. Allí encontraron a Albert, saltando de un pie al otro como un pato en una plancha. Al entrar Mort, la expresión del anciano era algo muy semejante a la gratitud.

Mort descubrió, para su asombro, que tenía los ojos empañados de lágrimas.

—No se ha sentado en su silla —gimió Albert.

—Lo siento, pero ¿tan importante es? —inquirió Mort—. Mi bisabuelo se pasaba días fuera de casa si en el mercado había vendido bien.

—Pero ella siempre está aquí —adujo Albert—. Desde que la conozco, todas las mañanas viene aquí a sentarse a su escritorio para trabajar en los nudos. Es su trabajo. Y no ha faltado un solo día.

—Supongo que por un día o dos los nudos podrán aguantarse —dijo Mort.

El descenso de la temperatura le indicó que no era así. Observó sus rostros.

—¿No pueden? —preguntó. Los dos negaron con la cabeza.

—Si no se descifran correctamente los nudos, se destruye todo el Equilibrio —le informó Ysabell—. Cualquiera sabe lo que podría ocurrir.

—¿No te lo ha explicado? —inquirió Albert.

—No. En realidad, sólo he hecho el trabajo práctico. Ella me dijo que más tarde me enseñaría la teoría —repuso Mort.

Ysabell se echó a llorar.

Albert aferró a Mort por el brazo al tiempo que fruncía dramáticamente las cejas, y le indicó que debían hablar a solas. Mort lo siguió a regañadientes.

El anciano hurgó en sus bolsillos y al final extrajo una bolsa de papel arrugada.

—¿Un caramelo de menta? —le ofreció.

Mort sacudió la cabeza.

—¿Nunca te habló de los nudos? —preguntó Albert.

Mort volvió a sacudir la cabeza. Albert chupó su caramelo de menta e hizo un ruido que sonó como el desagüe de la bañera de Dios.

—¿Cuántos años tienes, muchacho?

—Mort. Dieciséis.

—Un muchacho debe saber ciertas cosas antes de cumplir los dieciséis —comenzó Albert mirando por encima del hombro a Ysabell, que lloraba sentada en la silla de la Muerte.

—Ah, era eso. Mi padre ya me lo explicó cuando llevábamos a las margas a que las cubrieran. Cuando un hombre y una mujer…

—Me refería al universo —se apresuró a aclarar Albert—. Quiero decir, ¿alguna vez te has detenido a pensar en el universo?

—Sé que el Disco viaja por el espacio a lomos de cuatro elefantes que están de pie sobre el caparazón de Gran A’Tuin —repuso Mort.

—Eso es sólo parte del tema. Me refería al universo entero del tiempo y el espacio, la vida y la muerte, el día y la noche y todo lo demás.

—La verdad es que no me había parado demasiado a pensar en eso —admitió Mort.

—Ah. Pues deberías. La cuestión es que los nudos forman parte de todo ello. Impiden que la muerte se descontrole, ¿sabes? Pero no ella, no la Muerte. Sino la muerte en sí. Porque…, esto… —Albert pugnó por encontrar las palabras adecuadas—, esto…, pues la muerte debería producirse exactamente al final de la vida, y no antes o después, y los nudos han de ser descifrados para que la clave tenga sentido…, no me estás siguiendo, ¿verdad?

—Lo siento.

—Han de ser descifrados —dijo Albert, categórico—, y así se cobran las vidas correctas. Los relojes de arena, como los llamáis vosotros. El Servicio en sí es lo fácil del trabajo.

—¿Puedes descifrarlos tú?

—No. ¿Y tú?

—¡Tampoco!

Albert chupó pensativamente su caramelo de menta.

—O sea, que todo el mundo a hacer puñetas —dijo.

—Mira, no entiendo por qué estás tan preocupado. Supongo que se habrá entretenido en alguna parte —sugirió Mort.

Pero incluso a él le pareció poco convincente. Porque no era que la gente tuviera por costumbre enganchar a la Muerte para contarle otro cuento, o la palmearan en la espalda para decirle cosas como «Venga, que tienes tiempo para una caña rápida, chica, no tienes por qué irte corriendo a casa», o la invitaran para formar parte de un equipo de bolos, o a salir después a comprar comida klatchiana hecha, o… Entonces, de repente, Mort comprendió con terrible patetismo que la Muerte debía de ser la criatura más solitaria del universo. En la gran fiesta de la Creación, ella estaba siempre en la cocina.

—No tengo ni idea de qué le pasa últimamente a mi ama —masculló Albert—. Sal de esa silla, niña. Echemos un vistazo a estos nudos.

Abrieron el libro mayor.

Se lo quedaron mirando un rato largo.

Finalmente, Mort preguntó:

—¿Qué significan todos esos símbolos?

—Que me asen —murmuró Albert por lo bajo.

—¿Qué significa eso?

—Que no tengo ni idea.

—Eso es jerga de hechicero, ¿no? —dijo Mort.

—¡Déjate de hablar de jergas de hechicero! No sé nada sobre jergas de hechicero. Y utiliza tu cerebro para descifrar esto.

Mort volvió a mirar el trazado de líneas. Era como si una araña hubiera hilado una tela en la página y se hubiera detenido en cada punto de unión para redactar notas. Mort miró con fijeza hasta que le dolieron los ojos, esperando que le surgiera alguna chispa de inspiración. Ninguna hizo acto de presencia.

—¿Qué, hay suerte?

—A mí me suena a klatchiano —dijo Mort—. Ni siquiera sé si hay que leerlo de arriba abajo o de costado.

—En espiral, desde el centro hacia afuera —dijo Ysabell con voz llorosa desde un rincón.

Sus cabezas chocaron cuando los dos se dieron vuelta a la vez para examinar al centro de la página. Se la quedaron mirando. La muchacha se encogió de hombros.

—Mi madre me enseñó a leer el diagrama de los nudos —dijo—, cuando me venía aquí a coser. Me leía trozos en voz alta.

—¿Podrías ayudarnos? —inquirió Mort.

—No —respondió Ysabell y se sonó la nariz.

—¿Cómo que no? —rugió Albert—. Esto es demasiado importante para que una mocosa…

—Quiero decir que yo lo haré y vosotros podréis ayudarme —dijo con tono cortante.

El Gremio de Mercaderes de Ankh-Morpork ha tomado como costumbre contratar nutridos grupos de hombres con orejas como puños y puños como sacos de nueces, cuya tarea consiste en reeducar a las personas descarriadas que no reconocen públicamente los muchos atractivos de su hermosa ciudad. Por ejemplo, el filósofo Catroastro fue hallado flotando boca abajo en el río a las horas de haber pronunciado la famosa frase: «Cuando un hombre se cansa de Ankh-Morpork, se cansa de estar hundido hasta la rodilla en lechada».

Por lo tanto, lo más prudente es recrearse en una de las cosas —de las muchas, por supuesto— que hacen que Ankh-Morpork sea una de las más afamadas ciudades del multiverso.

Y es su comida.

Las rutas comerciales de medio Disco pasan por la ciudad, o bajan por su río más bien lento. Más de la mitad de las tribus y razas del Disco poseen representantes que habitan en sus amplias extensiones. En Ankh-Morpork hacen colisión las cocinas del mundo: en su menú se incluyen mil tipos de verduras, mil quinientos quesos, dos mil especias, trescientos tipos de carne, doscientos de aves, quinientas clases diferentes de pescados, cien variaciones sobre el tema de la pasta, setenta huevos de una u otra especie, cincuenta insectos, treinta moluscos, veinte víboras surtidas y otros reptiles, y algo parduzco claro y lleno de verrugas conocido como la trufa migratoria de ciénaga klatchiana.

Sus establecimientos de restauración van de lo opulento, donde las raciones son pequeñas pero servidas en vajilla de plata, a lo reservado, donde se rumorea que algunos de los habitantes más exóticos del Disco comen cualquier cosa que pase por sus gaznates.

Probablemente, el Asador de Harga, que se encuentra en la zona portuaria, no se cuente entre los principales establecimientos de restauración de la ciudad, porque fomenta el tipo de clientela musculosa más inclinada hacia la cantidad y a romper las mesas si no se la sirven. Lo exótico y lo curioso no va con ellos, sino que se ciñen a las comidas convencionales como embriones de pájaros incapaces de volar, órganos picados metidos en piel de intestinos, lonchas de cerdo y semillas vegetales molidas y requemadas, regadas con grasas animales.

Era de esa clase de restaurantes que no necesitan un menú. Los clientes se limitaban a echarle un vistazo a la camiseta de Harga.

Con todo, tenía que reconocer que la nueva cocinera conocía a fondo el oficio. Harga, amplio anuncio de su propia mercancía rica en hidratos de carbono, sonreía al frente del restaurante lleno de clientes satisfechos. ¡Y además, qué veloz era! En realidad, tan veloz que desconcertaba.

Golpeó en la trampilla.

—Dos de huevo, patatas fritas, judías y una trollburger, sin cebolla —gritó con voz ronca.

—BIEN.

La trampilla se abrió segundos más tarde y aparecieron dos platos. Harga sacudió la cabeza, presa de agradecido asombro.

Y llevaba así toda la noche. Los huevos salían brillantes y relucientes, las judías centelleaban cual rubíes, y las patatas fritas tenían ese tostadito dorado de los cuerpos bronceados en playas caras. El anterior cocinero de Harga hacía unas patatas fritas que parecían bolsitas de papel llenas de pus.

Harga paseó la mirada por el local envuelto en humo. Nadie lo observaba. Iba a llegar al fondo del asunto. Volvió a golpear en la trampilla.

—Un bocadillo de caimán —dijo—. Que salga enseg…

La trampilla salió disparada hacia arriba. Después de hacer una pausa para reunir valor, Harga espió debajo de la loncha superior del bocata kilométrico que tenía ante sí. No quería decir que era caimán, tampoco quería decir que no lo fuera. Volvió a llamar en la trampilla.

—Muy bien —dijo—, no me quejo, pero quiero saber cómo lo has hecho tan deprisa.

—EL TIEMPO NO ES IMPORTANTE.

—¿Te parece?

—SÍ.

Harga decidió no discutir.

—De acuerdo. Lo estás haciendo estupendamente bien, chica.

—¿CÓMO SE LLAMA LA SENSACIÓN QUE SIENTES CUANDO POR DENTRO TIENES UN CALORCILLO Y UNA ALEGRÍA Y DESEAS QUE LAS COSAS SIGUIERAN ASÍ?

—Supongo que se llama felicidad —respondió Harga.

En el interior de la diminuta y atestada cocina, recubierta con capas de grasa de varias décadas, la Muerte iba y venía cortando, picando y volando. Su cacerola centelleaba a través del fétido vapor.

Había abierto la puerta para que entrara el aire de la fría noche, y una docena de gatos del vecindario se habían colado, atraídos por los cuencos de leche y carne —a su juicio, lo mejor de Harga—, estratégicamente dispuestos en el suelo. De vez en cuando, la Muerte hacía un alto en su trabajo y rascaba a uno de ellos detrás de las orejas.

—Felicidad —dijo, y le sorprendió el sonido de su propia voz.

Buencorte, el hechicero y Reconocedor Real por designio de su majestad, subió con esfuerzo los últimos escalones de la torre, y se apoyó en el muro, a esperar a que el corazón dejara de latirle con tanta fuerza.

En realidad, la torre no era particularmente alta, sino que era alta para Sto Lat. En cuanto al diseño y distribución generales, se parecía a las torres corrientes en las que se encarcelaba a las princesas; se la utilizaba principalmente para guardar muebles viejos.

Sin embargo, ofrecía unas vistas sin par de la ciudad y de la llanura de Sto, es decir, desde ella se alcanzaban a ver cantidades industriales de coles.

Buencorte subió hasta las almenas desvencijadas que había en lo alto del muro y se asomó a contemplar la neblina matinal. Quizá era más neblinosa que de costumbre. Si se concentraba mucho, alcanzaba a imaginar un fulgor en el cielo. Y si de verdad forzaba su imaginación, podía oír un zumbido sobre los campos de coles, un sonido como si estuvieran friendo langostas. Se estremeció.

En momentos como aquél, sus manos hurgaban automáticamente en los bolsillos. No encontraron más que media bolsa de gominolas apelotonadas en una masa pegajosa y el corazón de una manzana. Ninguna de estas cosas le ofrecieron demasiado consuelo.

Lo que Buencorte quería era lo que cualquier hechicero normal quiere en momentos como aquél, es decir, fumarse un cigarro. Habría sido capaz de matar por un cigarro, y habría llegado tan lejos como herir a alguien por una colilla aplastada. Intentó dominarse. La determinación era buena para la fibra moral; el único problema era que la fibra no apreciaba los sacrificios que él hacía por ella. Se decía que un hechicero verdaderamente genial debía encontrarse continuamente en tensión. Buencorte podía haber muy bien servido como cuerda de arco.

Volvió la espalda al panorama de brássicas y bajó por los serpenteantes escalones que llevaban a la parte principal del palacio.

No obstante, se dijo, la campaña parecía haber funcionado. La población no parecía resistirse al hecho de que iba a producirse una coronación, aunque no tenía del todo claro a quién iban a coronar. Iban a engalanar las calles y Buencorte había dado órdenes de que abriese la fuente principal de la plaza del pueblo, para que de ella saliera un chorro que, aunque no sería de vino, al menos sería de una cerveza pasable hecha con brécoles. Iba a haber danzas folclóricas, a punta de espada, si era preciso. Organizarían carreras para los niños. Y harían un buey asado. Habían vuelto a bañar en oro el carruaje real, y Buencorte confiaba en poder persuadir a la gente para que se percatara de su paso.

El Sumo Sacerdote del Templo de Io El Ciego iba a ser un problema. Buencorte ya lo tenía catalogado como un pobre viejecito cuya destreza con el cuchillo era tan poco de fiar que la mitad de los sacrificios se cansaban de esperar y se marchaban por su propio pie. La última vez que había intentado sacrificar una cabra, el animal había tenido tiempo de parir gemelos antes de que el viejecito lograra centrar la vista, y luego la valentía de la maternidad había impulsado a la bestia a expulsar del templo a todos los sacerdotes.

Buencorte había calculado que, incluso en circunstancias normales, las probabilidades de que lograse colocarle la corona a la persona adecuada eran más que modestas; no le quedaba más remedio que permanecer al lado del anciano e intentar, con todo el tacto posible, guiar sus manos temblorosas.

Con todo, no era ése su mayor problema. Su mayor problema era mucho mayor que ése. El mayor problema le había sido planteado después del desayuno por el Canciller.

—¿Fuegos artificiales? —había repetido Buencorte.

—Es el tipo de cosas en las que vosotros, los hechiceros, os destacáis, ¿no? —dijo el Canciller, con tono brusco—. Resplandores, estallidos y qué sé yo. Recuerdo un hechicero de cuando yo era muchacho…

—Me temo que no sé nada de fuegos artificiales —arguyó Buencorte con un tono destinado a dar a entender que atesoraba esta ignorancia.

—Montones de cohetes —recordó alegremente el Canciller—. Luces de Ankh. Petardos. Y chismes de ésos que se sostienen en la mano. Una coronación no es una coronación sin fuegos artificiales.

—Sí, pero verá usted…

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