Monster

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Capítulo 3

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Capítulo 3

—¿Por qué? —Los finos dedos blancos de la mujer paseaban por la tatuada piel del fuerte y musculoso brazo.

—Porque así soy por dentro —respondió observándola. De hombro a muñeca en tonos negros y grises se expandía el dibujo de la tinta. La idea muy bien conseguida y plasmada en la epidermis de McNamara representaba una disección que mostraba el entresijo de músculos y tendones.

—¿Te gusta recordarlo? —Ella levantó la mirada topándose con la de él. En el costado derecho, unos centímetros por encima de las caderas Nathan tenía un hueco en el que cabían casi cuatro dedos de Ashley, un recuerdo de los tiempos al servicio de la CIA. —¿Saber cómo eres por dentro?

—¿Y tú? ¡Siempre quieres saberlo todo!

—Pues sí, todo lo que pueda —asintió ella deteniendo las caricias encima de los nudillos —y más si son cosas sobre ti.

—La curiosidad mató al gato, cariño —dijo mirándola y moviendo los dedos para liarlos con los de Ashley. La elevó, la puso agarrada a su torso y se la llevó para tumbarse bocarriba en la cama.

—Y el gato murió, —asintió ella cobijada allí, en el pecho de Nathan —pero murió sabiendo. Mas ella no era un gato, nunca fue gato.

Esos recuerdos hostigaban su alcoholizada mente. ¿Qué ocurre cuando parte de uno muere y más cuando es la más importante de todo su ser? Estar viva era mejor que estar muerta a pesar de que no estuviera con él. Desde luego ella estaba mejor viva que muerta y él... él no debía haberle prometido nada, no tenía que haberle mentido, vendido, dañado tanto.

McNamara cerró los ojos, el alcohol le venía bien a su sistema, lo adormilaba, lo inducía a soñar. Soñar con ella viva de nuevo y durmiendo acurrucada a su lado, riendo atolondrada a causa de las cosquillas, mirándole fijamente y finalmente sonriendo. ¡Como echaba de menos esa sonrisa! Gimió, ya no podía llorar, no le quedaban lágrimas. ¡¿Y qué si había llorado como un niño?! Eso no la haría volver. No, ella no volvería, no lo haría.
En el momento en el que la bebida dejaba de hacer efecto tenía que golpear algo, sentir dolor para darse cuenta que este era su castigo. Ella muerta y él dolorido, sangrante, agonizante, un muerto en vida. Él era un zombie sin más, sin alma, si es que alguna vez la había tenido. Ashley se la había llevado cuando su tembloroso cuerpo cruzó la puerta de salida. Abrió los ojos, en su mente la oía suplicar, suplicar que no se la llevaran, que él la protegiera.

Las llamadas a la puerta, junto con el ya mustio sonido del timbre debido a las repetidas llamadas no parecían captar la atención de quien estaba en una nube de alcohol. No obstante sí la del perro que brincaba contra la puerta ladrando con fuerza.

Si ella viviera se las habría arreglado para verla. Desde donde fuera, hasta desde la ventanilla de un coche mientras ella cruzaba la calle con sus bamboleantes caderas haciendo de su alrededor una insignificante imagen. Imagen a la cual no había que prestar atención ya que Ashley pasaba por ahí.

Los recortes de prensa habían anunciado la boda. Tal vez otro anuncio a los pocos meses publicaría que ese bastardo había logrado lo que él jamás se podría haber llegado a permitir. Empezó a reír como un verdadero lunático. Sí, ella podría haberse quedado embarazada de ese cabrón y él...
Nathan, hijo de la gran puta, se habría volado los sesos. Sí. Todo el mundo sabía cómo hacer los jodidos bebés y... y él la veía bajo el cuerpo de su marido con los bonitos ojos cerrados mientras ese cerdo la embestía.

No, ya no, estaba... muerta. Muerta.

Max corrió a su lado y comenzó a girar a su alrededor ladrándole para que le prestara atención.

—¿Es usted Nathaniel McNamara?

—Usted ha entrado en su casa —articuló con severa dificultad —pero él está muerto.

—Más que muerto, como una cuba —sentenció el tipo acuclillándose para acariciar a Max. —Me envía la señorita Sinclair, Sabana Sinclair.

¿Sin... Clair? —Le sonaba. Tras la nube espesa del alcohol buscó la información en su cerebro sobre esa mujer. Sabana... ¡Sí, la recordaba! una amiga de Ashley, era la hija del fiscal general del condado.

—Quiere verle, pero antes tendrá usted que serenarse.

—¿Y para qué quiere verme? —De un manotazo apartó a Max que lamió una de sus mejillas nerviosamente. —¡Para, para!

—Eso no me lo ha dicho.

—No quiero perder el tiempo.

—¿Es que tiene algo mejor que hacer?

—Sí, pensándolo bien, creo que suicidarme.

—Pues de ser ese el caso puede esperar unas horas más.

No sabía porque demonios había accedido. Estaba en un coche vestido con lo primero que encontró y dirigiéndose a no tenía ni puñetera idea de dónde. Gruñó rascándose la nuca.

—Por la información que me habían dado, la dirección y demás, al verle pensé que era usted otra persona. —declaró el chico que conducía y le mirándole por el retrovisor situado encima de sus ojos.

—¿Por qué lo dice? —espetó mirando la ciudad a través de su ventanilla

—No tiene la apariencia de bomba sexual que me habían dibujado.

—Gracias.

—¿Gracias? —alzó las cejas —estoy haciendo de todo menos piropearle.

—¿A usted le han pagado para que venga a por mi y me lleve hasta la señorita Sinclair, cierto? —preguntó apartando los ojos del paisaje repleto de acero y cristal. —Así que haga su trabajo y cierre la puta boca.

—De acuerdo señor McNamara.

—¿Dónde coño me ha traído? —interpeló poco después saliendo del coche antes de que el chófer pudiera dar la vuelta para abrirle la puerta.

—Esto es un hospital.

—Así es

—No lo entiendo

—Acompáñeme. —dijo presionando el botón del mando a distancia para cerrar el coche —Por favor.

En los pasillos se entrecruzaban médicos, enfermeras, batas verdes, azules y blancas. Siguió de cerca al hombre que lo había llevado hasta allí. Miró a su alrededor cuando se detuvieron delante de una puerta.

—¿Aquí? —Tras el asentimiento de éste entró él primero.

—Señorita Sinclair, le he traído a... —se apresuró a entrar tras él —como usted me pidió. —Sonrió quedándose junto a la puerta.

Las máquinas que procesaban oxígeno, las que controlaban las constantes vitales de quien se encontraba postrado en la cama producían un discreto ronroneo y leves pitidos. Avanzó hasta quedar a los pies de la cama, tieso como una vela, con la vista al frente.

¡Joder! ¿No podría olvidar nunca esas costumbres?

—Ojala pudiera quitarme esto de encima con un buen revolcón.

Nathan recordaba esa voz, ahora apagada y trémula. Ella sentía dolor.

—Señorita Sinclair me gustaría saber que hago aquí. —carraspeó sin todavía mirarla.

—Soy yo la que se muere de cáncer, vaquero, no tú, así que aquí la que tiene más prisa soy yo.

—Sí, señorita, —se cuadró un tanto más —pero de todas maneras repito que me gustaría saber que hago aquí.

—No me siento la mujer más sexy en estos momentos pero me gustaría que me miraras.

Sus ojos verdes enfocaron poco a poco a la mujer postrada en la cama. No, no era la imagen de la sensualidad. Cables por aquí y por allá, facciones demacradas, delgadez extrema.

—Un día apareció un pequeño bulto en mi axila, pensé ¡Bah!, —alzó las manos haciendo aspavientos con ellas —pero luego salió otro, justo al lado. Ese día decidí ir al médico y aquí estoy —sonrió —con una mastectomía y como mucho dos meses más de vida, y... a mi edad.

A él no le alegraba, sin embargo tampoco le entristecía. En fin, ya sabía que la vida es así de jodida. Carraspeó alzando las cejas.

—¿Y?

—Me gustaría que... George por favor —llamó al chico que estaba junto a la puerta ya cerrada. Le señaló la mesita de noche a su izquierda —Primer cajón, el sobre fucsia.

Siento que se esté muriendo pero me está haciendo perder el tiempo y quiero irme a casa para volarme la tapa de los sesos y esparcirlos por el salón.

Nathan siguió al chico hasta la mesita. Éste sacó el sobre del cajón y extendió la mano cuando ella le pidió que lo entregara.

—¿Rebeca? No entiendo. —No conocía a ninguna Rebeca por lo que no entendía qué quería la dichosa mujer.

—Necesito que vayas hasta un pueblo de Texas y
entregues esa carta a la persona a la que va dirigida, si la giras verás la dirección. También están las coordenadas geográficas para que localices facilmente esa población llamada Fe.

Se acabó. La carta planeó por los aires tras lanzársela.

—Mira, no tengo tiempo que perder con chorradas.

Hundió las manos en su ya no tan corto cabello, mucho más platinado que hacía casi un año o año y medio, tal vez más o quizás menos. No llevaba la cuenta.

—¡No soy un puto mensajero.

—¿Y quién ha dicho eso?

—Tú, dándome esa jodida carta —gruñó tirando de algunas hebras —No soy el cartero y no tengo porque hacerte ese favor por muy enferma que estés.

—Si tratas de volcar tu odio y frustración conmigo, no funciona. —Con la ayuda de George se sentó en la cama.

—No tienes trabajo aunque sí tienes una cuenta repleta de billetes que podrías gastar.

El muchacho le colocó un cojín tras la espalda y ella se lo agradeció con una sonrisa. Se recostó y siguió hablando.

—Por supuesto a esa cuenta se le añadirían unos cuantos miles de dólares más en compensación por el viaje y la entrega de la carta.

—No.

—No te cuesta nada, te aireas, haces una buena obra...

—Me importa una mierda esta buena obra u otra cualquiera, —añadió dándole la espalda. —me largo.

¡Que te den muchos y diversos calmantes o bien pide ya la inyección letal! Será más rápido.

Al abrir la puerta se topó con dos gorilas que antes no estaban.

—¿Me vas a obligar a ir? —preguntó mirándola de reojo.

—No, —aseguró —por supuesto que no, puedes marcharte pero creo que podrías hacerme este favor.

Él rió y volvió rabiosamente a los pies de la cama. Con las manos apretando el frio metal gritó:

—No quiero hacértelo, métetelo en esa cabeza loca.

—Ella lo haría.

Aquello entró en sus oídos, penetró como flechas en su mente justo cuando iba en dirección a la puerta dispuesto a salir.

—¿Qué? —susurró como si realmente no la hubiera entendido.

—Ashley lo haría, ella llevaría la carta.

—No la nombres, no delante de mí —mordió sin moverse un ápice.

—¿Por qué? ¿Te reconcomes por la culpa? Sí, sin duda lo haces.

—¿Dos meses? Podían quedarle dos segundos en vez de dos meses de vida, sólo tendría que romperle el cuello y podría hacerlo sin mucho esfuerzo con una sola mano.

—Tuviste la opción. Tienes suficientes contactos y dinero para habértela llevado y fingir un fatídico accidente de tráfico pero preferiste venderla, entregarla a su padre como si todavía estuviéramos en la edad media.

—Cállate.

—¡A la tercera siempre va la vencida! Todo fue un montón de problemas. Primero las pastillas. La encontraron justo antes de que llegase a sobredosis y le lavaron el estómago. Después los cortes para abrirse las venas. Por suerte los tajos no tuvieron suficiente profundidad y pudieron suturar.

Él recordaba como la tumbaba sobre su pecho y la levantaba al igual que hacía con las pesas y ella reía y reía. Cerrando los ojos la veía recogida en una esquina del sofá, tapada hasta la barbilla con la manta a cuadros y sobre sus pies la cabeza de Max. Los ojos de Ashley agrandándose impresionados al contemplar la macabra escena de la película.

—Al final hubo el anuncio en el periódico que informaba del suicidio. Con el cuerpo flotando en la bahía para la policía no había duda.

Suicidio.

—Ya ves, a la tercera lo consiguió. Los pulmones se le llenaron de líquido y se acabó. Hay que estar muy seguro de que realmente se quiere morir para tirarse a la puñetera bahía y simplemente dejar de respirar.

Nathan abrió los ojos.

—¿A qué viene todo esto, quieres que pida perdón, que me suicide yo también. Supongo que desde que leí en el periódico lo ocurrido tendría que haber hecho justamente eso. Quitarme de en medio.

Metió las manos en los bolsillos del pantalón. La ira se había esfumado sin saberse como o porque.

—Creo que sencillamente no lo creía. A veces quiero convencerme a mí mismo de que es solo una pesadilla, que despertaré, que Ashley estará cepillándose el pelo una y otra vez en el cuarto de baño.

Sonrió mirando las puntas de sus zapatos y por última vez se acercó a la cama para recojer la carta.

—Como sé que la realidad es mucho peor que la ficción habría sido mejor romperle el cuello yo mismo. ¿No crees que hubiera preferido leer eso en los periódicos?

—¿A sí? ¿Y tú, estarías entre rejas o en busca y captura?

—¿Muerto, se puede leer?

—No lo sé, pero pronto te lo podré decir.

—Si aparte de leer serás capaz de mandar mensajes de algún modo, ruego me lo hagas saber.

Metió la carta en un bolsillo interior de su americana.

—Entenderé que sí es posible y será tu maldita forma de agradecerme la entrega.

Sin esperar que ella dijera nada más salió de la habitación. Caminó sin prisa por los tristes pasillos del hospital y volvió a casa andando. Una hora de paseo a lo mejor le ayudaría a despejar la mente. En las calles de Nueva York, el alboroto multicolor y las brillantes luces mataban la oscuridad.

—Hola chico —saludó entrando en su apartamento y acariciando la cabeza del perro que vino a festejar. Se dio cuenta de la delgadez del animal. ¿Cuántas veces le había dado de comer o sacado a correr?

—Bueno, chico, un viajecito puede que nos siente bien.

Se acuclilló para seguir acariciando al perro que se había sentado meneando el rabo de un lado a otro. No hizo planes, sencillamente preparó todo lo necesario para Max. Llenó el coche con unas seis mudas y demás cosas personales. Abrió la caja fuerte y sacó todo el efectivo. Lo guardó en el tejano limpio que acababa de ponerse y silbó para que el animal le siguiera. Después de llevarse a Ashley nadie vino a por el perro y no lo iba a abandonar. Nathan cerró la puerta del apartamento.

—Vámonos.

Le gustaba conducir. Sabía que había gente a quien eso la ponía nerviosa. A él no, era una de las cosas que más le gustaban en la vida. No le quedaba otra verdaderamente buena. Media hora al volante y sonrió mirando de reojo a Max que sentado en el asiento del copiloto parecía observar atentamente la carretera. Alargó una mano controlando con la otra el volante y acarició al perro entre las orejas.

—Fe, Texas. ¿Te suena de algo? —le preguntó, dejando de acariciarle y sacando de su chaqueta la carta que antes había llevado en la americana.

—No, ya somos dos.

Condujo hasta que forzosamente hubo que parar. Estiró las piernas, hizo que el perro correteara y llenó el estómago con porquerías del área de servicio. Luego conectó su portátil y localizó Fe en la parte más oriental de Texas, allá en el Deep South, casi en Luisiana. Tomó otro café y volvió a ponerse en marcha. Hizo noche en un motel en las afuera de Memphis.

Al día siguiente después de muchas más horas al volante el cartel de madera de “Bienvenidos a Fe” les saludó, mejor dicho, le saludó a él ya que Max dormía con medio trasero fuera del asiento. Ojeó el sobre de color fucsia que, desde que había vuelto al volante llevaba sobre las rodillas y anotó la dirección en el GPS, la siguió y aparcó justo en esa calle.

—Tú te quedas aquí, Max. —Sacó las llaves del contacto, cogió la cazadora de piel y se la puso. Cerró la puerta y posicionando bien las RayBan en el puente de su nariz, estudió el entorno.

Era una calle con poco transito; a la derecha observó casas a las que había que acceder subiendo unas escaleras, a la izquierda más casas y alguna que otra tiendecita en lo que antes había sido una vivienda.

—Tres cientos veintidós. —La encontró a pocos pasos del Jeep. Pensó dejar la carta en el buzón pero cambió de idea. No le costaba nada llamar y entregarla en mano. Abrió la verja de madera que separaba el jardín de la calle y subió las escaleras hasta el porche de madera blanca, llamó al timbre y esperó. Nadie salió a abrir, volvió a llamar.

—¿A quién busca?—.

Nathan miró hacia la izquierda. Desde el porche de la casa colindante, muy similar al que él pisaba, le observaba una señora bien entrada en los sesenta, con grandes gafas de cristales redondos y expresión adusta.

—A Rebeca... —echó un vistazo al apellido —McInri.

—No está en estos momentos, trabaja.

—Tengo que entregarle algo importante.

Frunció el entrecejo ya que la mujer que había dicho aquello se metió en la tienda de muebles. “Muebles y Antigüedades Larsson” leyó en el cartel sobre la puerta por donde se había esfumado la señora. Renegó al oir a Max que no paraba de ladrar en el interior del coche.

Que se fueran al infierno la mujer y su mal humor, él tenía suficiente con lo suyo y la carta, aunque...

Decidió observar a su alrededor. Había varias macetas de flores en el suelo de madera del porche que dominaba el pequeño jardín. Bajo la ventaba habían colgado unas cuantas más con sus flores. McNamara se inclinó para escudriñar a través de los cristales pero un gran sofá colgante cubierto con una infinidad de cojines de distintos colores y tamaños se balanceaba ante él interponiéndose en su vista.

—¿Cuándo volverá? —preguntó a la mujer que acababa de reaparecer. Se guardó la sonrisa sabiendo que ella tardaría en responder pues no esperaba que él la hubiese oído salir.

—La he oído —añadió incorporándose para mirar la mujer, sorprendida al principio y luego algo más malhumorada que antes.

—¿Es usted policía?

—¿Qué le hace pensar tal cosa?

—Sólo qué me recuerda a uno de esos cabrones armados de la ciudad, poli.

Nathan omitió aquel comentario y forzó una sonrisa en sus labios.

—No me ha dicho cuándo volverá.

—Entre, —ordenó más que pidió ella —venga.

Él estaba algo enojado y pensó que sería mucho más rápido dejar la dichosa carta en el buzón y largarse. Sin embargo bajó los escalones y apuntó a Max con un dedo indicándole que dejara de ladrar. Abrió la verja de la casa colindante y subió las escaleras. La mujer ya no estaba en la puerta así que entró. Le agradó el aroma a madera y a limpio del interior.

Muebles restaurados ocupaban todo el espacio, jarrones con flores sobre mesas y mesitas de té. Ese sitio daba gusto. Estudió su alrededor moviéndose por el piso, ahora sin rastro de la mujer.

—Señora, —dijo en voz muy alta —le recomiendo no mezclar cabrón y policía en la misma frase pero sobre todo le agradecería que me dijera cuando podré encontrar a Rebeca. Me urge entregarle una carta y marcharme lo antes posible.

Alargó una mano hacia el elemento que desentonaba en todo aquello. Era el típico cubo donde los niños introducen piezas con formas de estrellas, triángulos y cuadrados. Lo levantó mirándolo. La mujer tenía edad suficiente para ser abuela.

—¿Me ha oído? —Él si podía oírla al fondo de la casa. Probablemente había una habitación justo al lado de la cocina. Se había tirado el resto de tabiques para dejar un espacio diáfano, adecuado para una tienda de muebles y antigüedades.

—Oiga, Bajo, ya voy, suavice el tono. —Se plantó ante él con las manos en las caderas. —¿Qué me ha dicho que quiere?

McNamara sonrió, podría pisar a la señora, le sacaba dos buenas cabezas.

—Me gustaría saber cuándo puedo encontrar a Rebeca, —bajó el tono y la cabeza —sólo eso.

—Bendito Dios...

De reojo y tras oír la puerta abrirse dirigió la vista al que entraba, chasqueó la lengua. Lo que me faltaba, pensó.

—Dios mío, Dios mío. —El recién llegado caminó de manera que pudiera rodear al luchador profesional que se había colado en la coqueta tienda de Margaret y dando un brinco tras ella susurró.

—¿Todo bien?

—No he venido a violarla —escupió McNamara pasando una mano bajo su mentón palpándose la barba.

No tenía nada en contra de los homosexuales, es más, The Pleasure House estaba lleno de ellos pero los tan amanerados le ponían nervioso.

—Necesito que esta buena mujer me dé... —Para su desgracia sólo faltaba ahora un jodido bebé llorando.

—¡Natty! —Exclamó la mujer perdiéndose entre los muebles.

—¿Qué le dé qué? —El otro enredó un dedo en uno de sus engominados rizos que caían nada descuidados sobre su rostro. —Tal vez yo pueda serle de ayuda. —Sonrió, apoyando la zurda sobre el brazo en alto cuya mano jugueteaba con los tirabuzones.

—Haga el favor de decirle que dejo la carta en el buzón de Rebeca; parece que el contenido es importante.

Había llegado ya a un extremo insoportable. Estaba en un pueblo de Texas buscando a una mujer que no conocía para entregarle una carta que no tenía ni idea de lo que contenía y justo delante suyo había un hombre que le estaba mirando demasiado interesado. ¡Santo cielo! Iba a subir al coche y conducir hasta la tienda más cercana donde vendieran cuchillas, se afeitaría y con un poco de suerte olvidaría esta experiencia. ¡No era ningún Bear! Antes abusaría del pobre perro.

—Dígaselo.

—Espere.

—Mire señora, no tengo tiempo que perder.

Con la mano en el pomo de la puerta ladeó la cabeza mirándola. El bebé que había oído llorar estaba ahora en brazos de la mujer. Soltó el picaporte.

—Déme la carta, yo se la entregaré —ofreció ella.

La pequeña llevaba coletas sujetas por gomitas rosadas que recogían su negro pelo y lo estiraban hacia arriba en dos pequeñas fuentes. Sus enormes ojos verdes se veían ligeramente inflamados por el llanto, incluso sus largas y oscuras pestañas estaban mojadas. Le recordaba a uno de esos bebés de calendario, rechonchos y comestibles. Comestible por lo bonita que era, una pequeña mano se alzó en el aire, se cerró y volvió a abrirse mientras de los regordetes labios salían unos ruiditos incompresibles.

—¿Se encuentra bien? —Preguntó la señora al desconocido, mientras pasaba la criatura a los brazos de Justin.

—Por supuesto. —espetó McNamara preguntándose desde cuando le gustaban los niños. Estaba claro que no debía haber salido de su apartamento de Nueva York. Nunca le habían gustado particularmente los niños por lo que se obligó a dejar de mirar a la pequeña. Sacó el sobre y lo entregó.

—Tenga pues.

Natty daba tirones para pasar de los brazos de Justin a los del desconocido. Antes de que empezara a llorar por no obtener lo que quería Justin mirando al luchador profesional, resignado miró a Margaret como pidiendo permiso y pasó la niña a los brazos de Nathan. Estaba seguro que ese tipo tan grandote no iba a hacer ningún daño a Natty.

McNamara se preguntaba por qué esa cosita le llamaba tanto la atención. Era sólo una niña, había visto otras. La observó a través de sus gafas de sol, ella movía la mano de arriba a abajo y balbuceaba como si cantara.

—¡Ah! ¡Twinkle, twinkle little star! —De alguna extraña forma ella debió entenderlo porque juntó las dos manitas y aplaudió. O sea que estaba cantando Brilla, brilla estrellita. Le hizo sonreír, se veía tan graciosa con sus quiquis en la cabeza, su boca con una pequeña cadena de dientecitos en la mandíbula inferior y sus regordetas piernas al aire ya que el vestido le llegaba justo a las nalgas donde ahí podía vislumbrarse una pequeña braguita de estampado rosa con flecos que tapaba el pañal.

—¿Eso es, verdad? —La zurda que antes sostenía la carta ahora en manos de quien debía ser la dueña de la tienda cosquilleó un pequeño pie al aire de la niña.

En otra ocasión se hubiera negado a coger a un niño en brazos, pero ella no le molestaba, tenía algo distinto que le llamaba la atención.

McNamara no se resistió, cuidando de que una mano aseguraba la pequeña contra su torso, acercó la otra a la carita y con el reverso de dos de sus dedos acarició delicadamente un moflete. Que suave, que blanca y delicada era la piel.

—No deberías quitarle a nadie las gafas sin pedir permiso a parte de que... —movió la cabeza para que ella pudiera hacerse con las Rayban —se te pueden caer y romperse.

—¿Estás viendo lo que yo, o es que estoy alucinando? —murmuró Justin rodeando Margaret con un brazo y anclándolo ahí. —Porque créeme que si esto es producto de la gomina pienso desintoxicarme.

Nathan rió atrapando las lentes justo a tiempo, antes de que cayeran de la mano de la niña y hacerce añicos en el suelo. Las fijó sobre su cabeza.

—Natty de Natasha, supongo —preguntó dejando que ésta manoseara su cara con las dos manos. Todavía rió más con las burbujitas que ella creaba entre sus labios de bebé.

Margaret no contestó a las preguntas con que Justin seguía bombardeándola. Sus ojos miraban a la niña y luego al policía. Ese tipo era policía o por lo menos tenía algo que ver con ello. Natty le había quitado las gafas. El verde de los ojos del desconocido despertó una vocecita de alerta en el interior de la buena mujer.

—Tiene que comer —Extendió los brazos y movió los dedos para que se la devolviera.

—Claro, —corroboró él saliendo del ensimismamiento. La apartó de su pecho y la dejó en los brazos de la mujer. Carraspeó, —dele la carta por favor.

—Lo haré, —contestó secamente meneando a la niña que extendía sus bracitos comenzando a lloriquear —no se preocupe.

—Gracias.

Sin siquiera comprender que es lo que le pasaba se dio prisa en salir de la tienda. Bajando las escaleras oía el llanto desconsolado de la pequeña que pocos minutos antes casi había enviado sus gafas de sol al garete.

Nathaniel McNamara, necesitas hacer algo con tu puta cabeza —se dijo a media voz sacando las llaves del Jeep y caminando hacia él. —Trepanártela por ejemplo.

Entró en el todoterreno, se sentó, cerró la puerta y puso las manos sobre el volante. Estuvo reflexionando sobre lo ocurrido allí arriba hasta que el ladrido de Max lo despertó.

—Sí, ya vamos.

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