Momo

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Tercera parte: Las flores horarias » Miseria en la abundancia

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Miseria en la abundancia

—¿Y bien? ¿A dónde? —preguntó el chófer cuando Momo volvió a sentarse a su lado en el gran coche de Gigi.

La niña miraba ante sí, consternada. ¿Qué debía decirle? ¿A dónde quería ir? Tenía que buscar a Casiopea. Pero ¿dónde? ¿Dónde y cuándo la había perdido? Durante todo el viaje con Gigi ya no estaba con ella, de esto estaba segura Momo. Así que delante de la casa de Gigi. Y entonces recordó que en el caparazón había aparecido «Adiós» y «Buscarte». Estaba claro que Casiopea había sabido de antemano que se iban a perder. De modo que iría a buscar a Momo. Pero ¿dónde debía buscar Momo a Casiopea?

—¿Qué, no te aclaras? —preguntó el chófer, mientras tamborileaba con los dedos sobre el volante—. Tengo otras cosas que hacer que llevarte a ti de paseo.

—A casa de Gigi, por favor —contestó Momo.

El chófer la miró un tanto sorprendido:

—Creía que tenía que llevarte a tu casa. ¿O acaso vas a vivir con nosotros?

—No —contestó Momo—. He olvidado algo en la calle, y ahora he de buscarlo.

Al chófer le pareció bien, porque de todos modos tenía que ir allí.

Cuando llegaron ante la villa de Gigi, Momo se apeó y empezó, en seguida, a buscar por los alrededores.

—Casiopea —llamaba una y otra vez, en voz baja—, Casiopea.

—¿Qué es lo que buscas? —le preguntó el chófer desde la ventanilla del coche.

—La tortuga del maestro Hora —le respondió Momo—. Se llama Casiopea y siempre sabe el futuro con media hora de antelación. Y escribe en su caparazón. Tengo que encontrarla. ¿Me ayudas, por favor?

—No tengo tiempo para estas bromas estúpidas —gruñó, y atravesó la puerta, que se cerró detrás del coche.

Así que Momo siguió buscando sola. Registró toda la calle, pero no vio a Casiopea.

«Podría ser», pensó Momo, «que ya se hubiera ido hacia el anfiteatro».

Así pues, Momo hizo el mismo camino que había hecho al venir, caminando lentamente. Mientras tanto, miraba en todos los rincones y buscaba en todas las cunetas. Una y otra vez llamaba a la tortuga. En vano.

Momo no llegó al anfiteatro hasta bien entrada la noche. También aquí lo registró todo meticulosamente, en la medida en que le fue posible en la oscuridad. Alimentaba la tenue esperanza de que la tortuga hubiera llegado al anfiteatro antes que ella. Pero, con lo lenta que era, eso era imposible.

Momo se metió en la cama. Y ahora sí que por primera vez, estaba completamente sola.

Las próximas semanas las empleó Momo en recorrer la ciudad, sin meta fija, para buscar a Beppo. Como nadie le podía decir dónde estaba, no le quedaba más que la esperanza desesperada de que sus caminos se cruzaran por casualidad. Pero, claro está, en esa enorme ciudad, la posibilidad de que dos personas se encontraran por casualidad era menor que una barca de pesca encontrara ante la costa la botella que unos náufragos habían echado al agua en medio del océano.

Y, no obstante, se decía Momo, podía ser que estuvieran muy cerca. Quién sabe cuántas veces ella pasaba por un lugar en el que Beppo había estado hacía una hora, un minuto, quizá un solo instante. O al revés, cuántas veces podría ocurrir que Beppo pasaría, a la corta o a la larga, por esa plaza o aquella esquina. Por eso, Momo esperaba a veces muchas horas en un mismo sitio. Pero a una hora u otra tenía que seguir. Y así volvía a ser posible que se perdieran.

Qué bien le hubiera ido ahora tener a Casiopea. Si todavía hubiera estado con ella, le hubiera aconsejado «Espera» o «Sigue»; pero así Momo no sabía nunca qué debía hacer. Temía perder a Beppo por esperarle y temía perderle por no esperarle.

También buscaba a los niños que antes siempre habían ido a verla. Pero no vio a ninguno. De hecho, no vio ningún niño por la calle, y se acordó de las palabras de Nino de que ahora se cuidaba de los niños.

El que la propia Momo nunca fuera recogida por un policía o un adulto para ser llevada a un depósito de niños era por la vigilancia secreta, ininterrumpida por parte de los hombres grises. Porque eso no hubiera convenido a sus planes. Pero de eso no sabía nada Momo.

Cada día iba una vez a comer a casa de Nino. Pero no podía hablar con él más que el primer día. Nino siempre tenía la misma prisa y nunca tenía tiempo.

Y las semanas se convirtieron en meses. Y Momo siempre estaba sola.

Una vez, sentada al anochecer en la barandilla de un puente, vio, a lo lejos, sobre otro puente, una pequeña figura encorvada que manejaba una escoba como si le fuera en ello la vida. Momo creyó reconocer a Beppo y gritó y agitó los brazos, pero la figura no interrumpió su actividad ni por un instante. Momo echó a correr, pero cuando llegó al otro lado ya no pudo ver a nadie.

—No habrá sido Beppo —se dijo Momo, para consolarse—, no puede haber sido Beppo. Yo sé cómo barre Beppo.

Algunos días se quedaba en casa, en el viejo anfiteatro, porque de repente pensaba que Beppo podría pasar para ver si ella ya había vuelto. Si ella no estaba en aquel momento, él creería que ella seguía desaparecida. También aquí la atormentaba la idea de que eso ya hubiera pasado, a lo mejor ayer, o hacía una semana. Así que esperaba, siempre en vano, claro. Finalmente pintó, con grandes letras, en la pared: «He vuelto». Pero nunca lo leyó nadie más que ella misma.

Hubo una cosa que no la abandonó en todo ese tiempo: el vivo recuerdo de lo que había vivido junto al maestro Hora, de las flores y de la música. Sólo tenía que cerrar los ojos y escuchar dentro de sí para ver la reluciente magnificencia de colores de las flores y la música de las voces. E, igual que el primer día, podía repetir las palabras y cantar las melodías, aunque éstas nacían cada vez nuevas y nunca eran las mismas.

Estuvo días enteros sentada en las gradas de piedra hablando y cantando sola. No había nadie para escucharla, salvo los árboles, los pájaros y las viejas piedras.

Hay muchas clases de soledad, pero Momo vivía una que muy pocos hombres conocen, y menos con tanta fuerza.

Le parecía estar encerrada en una caverna rodeada de riquezas incontables que se hacían cada vez más y mayores y amenazaban asfixiarla. Y no había salida. Nadie podía llegar hasta ella y ella no se podía hacer notar a nadie, tan aplastada estaba bajo una montaña de tiempo.

Incluso llegaron horas en que deseaba no haber oído nunca la música ni haber visto los colores. No obstante, si la hubiesen dado a elegir, no habría renunciado a ese recuerdo por nada del mundo. Aunque se hubiera muerto por ello. Pues eso era lo que vivía ahora: que hay riquezas que lo matan a uno si no puede compartirlas.

Cada pocos días, Momo iba a la villa de Gigi y esperaba mucho tiempo delante de la puerta del jardín. Esperaba volver a verle una vez más. Mientras tanto, estaba de acuerdo con todo. Quería quedarse con él, escucharle y hablarle, aunque no fuera como antes. Pero la puerta no volvió a abrirse nunca más.

Fueron pocos meses los que pasaron así, y no obstante fue la temporada más larga que Momo experimentó jamás. Porque el verdadero tiempo no se puede medir por el reloj o el calendario.

Poco se puede explicar de una soledad así. Quizá baste con decir lo siguiente: si Momo hubiera sabido encontrar el camino hasta el maestro Hora —y lo intentó muchas veces— habría ido y le habría pedido que no le concediera más tiempo o que le dejara quedarse con él en la casa de Ninguna Parte para siempre.

Pero sin Casiopea no sabía encontrar el camino. Y Casiopea seguía perdida. Acaso había vuelto hacía tiempo junto al maestro Hora. O se había perdido en algún lugar del mundo. El caso es que no volvió.

En lugar de eso ocurrió otra cosa muy distinta.

Un día, Momo se encontró en la ciudad con tres de los niños que antes siempre iban a verla. Se trataba de Paolo, Blanco y María, que entonces siempre llevaba a su hermanito Dedé. Los tres tenían un aspecto muy diferente. Llevaban una especie de uniforme gris, y sus caras parecían notablemente rígidas y sin vida.

Incluso cuando Momo los saludó jubilosamente apenas sonrieron.

—Os he buscado tanto —dijo Momo, sin aliento—. ¿Volveréis conmigo ahora?

Los tres intercambiaron una mirada, después movieron la cabeza negativamente.

—¿Mañana, quizá? —preguntó Momo—. ¿O pasado?

Los tres volvieron a mover la cabeza.

—¡Volved! —les pidió Momo—. Si antes siempre veníais.

—¡Antes! —contestó Paolo—. Pero ahora todo es diferente. No nos dejan perder el tiempo inútilmente.

—Pero si eso no lo hemos hecho nunca —dijo Momo.

—Sí, era bonito —dijo María—, pero eso no importa.

Los tres niños siguieron adelante a toda prisa. Momo caminó a su lado.

—¿A dónde vais ahora? —quiso saber.

—A la clase de juegos —contestó Blanco—. Allí aprendemos a jugar.

—¿A qué? —preguntó Momo.

—Hoy jugamos a tarjetas perforadas —explicó Paolo—. Es muy útil, pero hay que prestar mucha atención.

—¿Y cómo funciona?

—Cada uno de nosotros representa una tarjeta perforada. Cada tarjeta perforada contiene gran número de indicaciones: la talla, la edad, el peso y así. Pero, claro, no lo que se es en realidad, porque sería demasiado sencillo. A veces no son más que números largos, por ejemplo MUX/763/y. Entonces nos mezclan y nos meten en un archivo. Y, entonces, uno de nosotros ha de encontrar una ficha determinada. Tiene que hacer preguntas, de tal manera que elimine todas las demás tarjetas y se quede con una sola. El que lo hace más deprisa ha ganado.

—¿Y eso es divertido? —preguntó Momo, un tanto dudosa.

—Eso no importa —dijo María, un poco miedosa—, no se puede hablar así.

—¿Y qué es lo que importa? —quiso saber Momo.

—El que sea útil para el futuro —contestó Paolo.

Mientras tanto habían llegado delante de la puerta de una casa grande, gris. «Depósito de niños», ponía encima de la puerta.

—Tengo tantas cosas que contaros —dijo Momo.

—Puede que algún día volvamos a vernos —contestó María, triste.

A su alrededor había más niños, que entraban todos por la puerta. Todos tenían el mismo aspecto que los amigos de Momo.

—A tu lado era más divertido —dijo Blanco, de pronto—. Siempre se nos ocurría algo a nosotros mismos. Pero con eso no se aprende nada, dicen.

—¿Es que no podéis escaparos? —propuso Momo.

Los tres movieron la cabeza y miraron alrededor, por si alguien lo había oído.

—Yo lo intenté un par de veces, al principio —susurró Blanco—, pero no merece la pena. Siempre vuelven a pescarte.

—No se puede hablar así —dijo María—, al fin y al cabo, ahora cuidan de nosotros.

Todos callaron y miraron ante sí. Por fin, Momo tomó ánimos y preguntó:

—¿No me podríais llevar con vosotros? Ahora estoy siempre sola.

Pero entonces ocurrió algo notable: antes de que los niños pudieran contestar, una fuerza enorme, como un imán, los arrastró dentro de la casa. La puerta se cerró con un estallido tras ellos.

Momo lo había observado asustada. No obstante, al cabo de un ratito se acercó a la puerta para llamar o tocar el timbre. Quería pedir una vez más que también la dejaran jugar a ella, fueran los juegos que fueran. Pero apenas había dado un paso hacia la puerta, cuando quedó paralizada por el susto. Entre ella y la pared apareció de repente un hombre gris.

—No vale la pena —dijo con una delgada sonrisa, con el cigarro en la comisura de la boca—. Ni lo intentes. No nos interesa que entres aquí.

—¿Por qué? —preguntó Momo.

Volvía a notar cómo subía por ella un frío glacial.

—Porque contigo hemos previsto otra cosa —explicó el hombre gris, exhalando un anillo de humo que se colocó, como un lazo, alrededor del cuello de Momo, donde tardó mucho en desaparecer.

Pasaba la gente, pero todos tenían mucha prisa.

Momo señaló con el dedo hacia el hombre gris y quiso gritar pidiendo auxilio, pero no pudo producir ningún sonido.

—¡Déjalo estar! —dijo el hombre gris, mientras soltaba una risa cenicienta, sin alegría—. ¿Tan poco nos conoces todavía? ¿No sabes todavía lo poderosos que somos? Te hemos quitado todos tus amigos. Nadie puede ayudarte. Y también nosotros podemos hacer contigo lo que queramos. Pero todavía te perdonamos, como puedes ver.

—¿Por qué? —pudo preguntar Momo, con esfuerzo.

—Porque queremos que nos hagas un pequeño favor —respondió el hombre gris—. Si eres razonable, puedes ganar mucho para ti y para tus amigos. ¿Qué te parece?

—Bien —susurró.

El hombre gris sonrió.

—Entonces nos encontraremos a medianoche para una discusión.

Momo asintió muda. Pero el hombre gris ya no estaba. Sólo quedaba en el aire el humo de su cigarro.

No había dicho dónde tenían que encontrarse.

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