Molly

Molly


2. El olor del éxito

Página 7 de 24

2

El olor del éxito

Es posible seguir el rastro de mis habilidades de detección de mascotas hasta el verano de 1989, cuando entré a trabajar como oficial en la Policía de Surrey. Durante mis primeros días, me acostumbré a lidiar con toda clase de delitos. Me enfrenté a muchas situaciones peligrosas y a personajes desagradables, desde asaltos hasta incendios intencionados, y desde cazadores furtivos hasta carteristas. No obstante, ser novato significaba que me asignaban algunos de los incidentes más cotidianos.

—Sé que le gustan las mascotas, oficial Butcher, así que este caso está hecho a su medida —me dijo el sargento de mi patrulla con una sonrisa mientras me entregaba un informe una mañana de otoño—. Una anciana que perdió a su gato en Farnham. Loca como una cabra. Cree que su vecino se la ha robado.

Tenía razón: me encantaban los animales. Desde que era niño, había tenido toda suerte de mascotas, desde perros y gatos, hasta aves y roedores. Aun así, no pude evitar preguntarme si ese caso sería prioritario para la guardia «C», dada la falta de recursos y de tiempo.

—¿No es un tanto…, bueno, trivial? —pregunté.

—Al contrario —contestó mi superior—. Es importante que nos hagamos visibles en la comunidad, ya sea por un gato perdido, ya sea por un perro que ha huido. Que los vecinos se pongan de nuestro lado. Adelante, compañero.

En aquel entonces no lo sabía, pero lidiar con esos asuntos aparentemente banales me ayudaría muchísimo en el futuro. Conocer el barrio (y garantizar la confianza de sus residentes) solía ser vital durante la investigación de delitos graves.

Irene, una señora canosa de setenta y tantos, abrió la puerta delantera con una sonrisa amigable en el rostro y un delantal sobre el vestido. Mientras la seguía hacia el salón, no pude evitar notar los adornos de plástico y cerámica —en su mayoría con forma de gato— que abarrotaban las estanterías, las mesas y los marcos de las ventanas. En los cojines de los sofás se podían ver gatitos bordados, y encima de la chimenea había una galería fotográfica de felinos de diversas razas y colores que seguramente la acompañaron en otros tiempos. No había duda de que ahí vivía una devota amante de los gatos.

—Acabo de sacarlas del horno —dijo, y colocó una lata con magdalenas de plátano en la mesa de centro—. Estás en tu casa, cariño.

Entre bocados de bizcocho, interrogué a Irene acerca del gato perdido, el cual, según descubrí, hacía dos días que había desaparecido. También me enteré de que solía tener problemas con su vecino de al lado, Cliff, otro jubilado y experto jardinero a quien le molestaba que la pequeña Polly usara su huerta de verduras como arenero. Con frecuencia profería insultos por encima de la cerca —acompañados de la materia causante de la ofensa—, y la relación entre ambos se había vuelto irremediablemente tensa.

—Tu asquerosa gata ha desenterrado mis cebollas, ¡OTRA VEZ! —le gritó una mañana mientras agitaba la pala con furia.

—Solo está haciendo lo que la naturaleza le dicta, viejo burro —contestó ella—. ¿No se supone que es bueno para la tierra?

Sin embargo, cuando su querida Polly desapareció de forma inesperada, Irene asumió de inmediato que era juego sucio, señaló como responsable a Cliff y atizó de nuevo las llamas del conflicto.

—¿Quieres saber cómo es Polly? —me preguntó Irene, que deslizó sobre la mesa de centro un marco plateado. La foto mostraba una gata ámbar y negra, bien alimentada y de cara redonda.

—¡Vaya! Esta gata sí que sabe lo que es la vida.

—Sí, no vive mal. —Irene sonrió—. Pero tiene un carácter muy dulce y es muy cariñosa. Suele sentarse sobre la tapia frontal y maullarles a los niños que van camino a la escuela.

Mientras imaginaba a Polly, la sonrisa de la anciana se esfumó y clavó la mirada perdida en el suelo. Noté lo frágil y vulnerable que se veía, y sentí una punzada de culpa al recordar mi conversación anterior con mi sargento. Para Irene, este asunto no era trivial.

—Estoy muy preocupada por ella, agente —dijo, y me miró con desolación.

—No se preocupe —contesté—. Estoy seguro de que la encontraré. Pero quiero que me diga por qué cree que su vecino podría ser el responsable.

La pregunta la animó un poco, y entonces me contó un incidente que había ocurrido a inicios de aquella semana. Cliff y ella se enzarzaron en otra discusión a través de la cerca. Ella le reprochó que usara demasiadas bolitas antibabosas:

—Estás intentando envenenar a mi Polly —dijo, y la situación se volvió tan explosiva que Irene terminó por llamar a la policía.

Acabé con la segunda magdalena de plátano (había días en los que pasaba el turno entero de ocho horas sin tomar un descanso, así que siempre agradecía los tentempiés) antes de acceder a visitar a su némesis. Necesitaba obtener su versión de los hechos.

Era evidente que Cliff no esperaba encontrarse un oficial de policía al abrir la puerta de su casa. Cuando le expliqué la razón de mi visita, el rostro se le tornó de un morado intenso. Sacó un pañuelo para limpiarse las gotas de sudor de la frente.

Una vez dentro de su casa, me relató una historia de conflictos, aseguró que Irene «exageraba» y que, aunque él no simpatizaba con los hábitos sanitarios de Polly, no había amenazado ni a la dueña ni a la mascota.

—La señora está obsesionada con su gato, oficial —me dijo—. El otro día me acusó de intentar envenenarlo, pero yo no había hecho más que echar unas cuantas bolitas antibabosas.

Después, tras persuadirlo sutilmente, me permitió examinar su jardín trasero; su preciado huerto de verduras ocupaba más de la mitad. Aproveché la oportunidad para explorar a fondo el garaje, el invernadero y el cobertizo de Cliff, mientras él presumía de sus alcachofas, ganadoras de varios premios. Por desgracia, los únicos seres vivos que encontré fueron escarabajos, arañas y cochinillas.

Sin embargo, volvió a ruborizarse cuando le pedí que me dejara pasar al sótano, cuya puerta desembocaba en el jardín.

—¿Tiene una orden de registro? —fanfarroneó.

—No, no la tengo —contesté—. Pero, si lo arresto como sospechoso de haber robado un gato, tendré autoridad para buscar en cualquier parte. Así que, ¿me permite echar un vistazo?

—Muy bien. —Suspiró al darse cuenta de que no habría forma de detener a este oficial novato—. Adelante.

Desatranqué la puerta del trastero ¡y de la oscuridad salió una gata carey, enfurecida y terrosa! Brincó por encima de una bandeja de arena, salió disparada por la puerta y trepó por la cerca para, sin duda alguna, aterrizar en los brazos de su eufórica dueña.

Miré fijamente a aquel secuestrador de gatos, quien se rascó la cabeza y se movió con nerviosismo.

—¿Quiere explicármelo, Cliff?

—Se meó en mis nabos, oficial —contestó—. Fue la gota que colmó el vaso, y esa gata necesitaba que alguien le diera una lección. —El anciano me explicó que su intención era mantener a Polly encerrada en el sótano un par de días más, y enfatizó que la había cuidado y le había proveído de suficiente agua y comida—. ¿Me he metido en un lío? —preguntó con evidente angustia.

—En esta ocasión, probablemente no —contesté—. Sin embargo, creo que pudo haber manejado la situación mejor, Cliff. Haré lo que pueda para suavizar las cosas con Irene, pero, si volvemos a recibir una llamada suya, aunque sea solo una, volveré a llamar a su puerta. Créame.

—Comprendo —murmuró—. No volverá a ocurrir, lo prometo.

Abrí el pestillo de la puerta del jardín y me despedí de él.

En cuestión de instantes, escuché una voz que me llamaba a lo lejos.

—Una pregunta, oficial…, ¿a usted y a sus colegas les gustaría una caja de patatas? —me gritó Cliff—. Recién cosechadas esta mañana.

—Gracias por el oferta —dije—, pero creo que las apreciaría más su vecina. Como ofrenda de paz…

En apenas tres años ascendí al rango de sargento; al tener más responsabilidades, fui capaz de asignar a mi propia gente para casos e incidentes específicos. Descubrí con placer que eso implicaba involucrarnos con el área de perros policía del cuerpo. Buena parte del tiempo solicitaba la ayuda de los pastores alemanes, que quizá son los perros policía más tradicionales y reconocibles. Estos caninos versátiles, resistentes y «multiusos» estaban entrenados para operar en diversas condiciones, ya fuera para rastrear y acorralar sospechosos (su ladrido intimidante solía bastar), controlar grandes multitudes o buscar personas desaparecidas. Algunos de los más pequeños y ágiles también desempeñaban ciertos papeles especializados: por ejemplo, los perros buscadores de cadáveres estaban entrenados para detectar el olor de cuerpos en descomposición, y los perros expertos en armas de fuego para encontrar pistolas y municiones escondidas.

Uno de mis K9 favoritos era un perro fornido de pelo largo apodado Wolf, el cual se había forjado una excelente reputación durante sus cinco años de servicio. Era una animal increíblemente fuerte y sumamente poderoso que exudaba un aire amenazante capaz de aterrorizar al más agresivo de los delincuentes.

—Jamás te interpongas entre Wolf y su presa —me advirtió una vez otro sargento—, porque no dudará en darte un mordisco en el costado. Y eso es peor que su ladrido. No es poco.

En 1992, un viernes por la noche, me ayudó a arrestar a un grupo de paracaidistas que había viajado de Aldershot a Farnham para una despedida de soltero. Después de un paseo alcohólico por varios pubs, tuvieron un altercado con el dueño de un camión restaurante —al parecer fue una disputa por la calidad de sus hamburguesas—, lo cual derivó en que la cuadrilla embriagada volcara el vehículo antes de que el pobre tipo pudiera salir de él. Luego se dieron a la fuga, resguardados por la oscuridad, mientras se carcajeaban por su fechoría cruel y cobarde. Un testigo del incidente llamó al 999, y yo fui el primero en llegar a la escena, junto con Wolf y su entrenador, Barry.

El dueño del camión restaurante (un chipriota robusto y de baja estatura) había logrado escabullirse por la portezuela. Consiguió salir, mareado y confundido, con los rizos apelmazados por las cebollas hervidas y el uniforme blanco cubierto de manchas de salsa dignas de una obra de Jackson Pollock. Una caravana de latas de soda rodó por la calle principal, muchas de ellas fueron aprovechadas por unos transeúntes la mar de encantados.

Algunos mirones quizá creyeron que la escena resultaba un tanto cómica, pero yo no estaba de humor para reír. Para mí, era un asunto sumamente serio. Si el tipo no hubiera esquivado las sartenes, habría sufrido espantosas quemaduras que le habrían arruinado la vida. Había que capturar cuanto antes a esos matones.

—Intentan matarme —murmuró.

Su agitación y su desconcierto resultaban evidentes, así que llamé por radio a una ambulancia.

—Esos soldados intentan «matarme».

—¿Hacia dónde se han ido, señor? —le pregunté, y logré que, a pesar del agotamiento, señalara en dirección a West Street.

Wolf, Barry y yo emprendimos la persecución y llegamos justo a tiempo para ver cómo media docena de hombres, de complexión atlética y pelo rapado, trepaban con cierta facilidad un muro de ladrillos de casi cuatro metros de altura. Sin duda, lo habían practicado en el entrenamiento de asalto militar, pero, por desgracia para ellos, esta vez caerían en un patio cercado. En este caso, no tendrían adónde huir ni dónde esconderse.

—¡POLICÍA! —grité mientras me acercaba al muro—. Haceos un favor y entregaos. —Escuché unos murmullos febriles al otro lado, acompañados de resoplidos y risitas alcoholizadas—. De acuerdo —continué—. Volved a saltar el muro y rendíos de inmediato; de lo contrario, enviaré al perro policía.

Wolf alzó el morro y gruñó al escuchar la palabra «perro», lo que obligó a Barry a tirar de la correa para controlar a aquel gigantesco animal.

De pronto, uno de los paracaidistas lanzó un ladrillo por encima del muro, que pasó volando apenas a unos centímetros de mi oreja izquierda antes de estrellarse en el pavimento. Era hora de sacar el as de la manga. Asentí con solemnidad en dirección a Barry, como solía hacer en ese tipo de circunstancias, di un paso atrás y observé la interacción entre perro y entrenador. Barry aflojó la correa de Wolf y le hizo una señal específica que lo instó a ladrar como un demente.

—Salta —ordenó a continuación el entrenador, y Wolf escaló el muro con agilidad.

Barry le dio un empujón en el tren trasero para que pudiera llegar al otro lado.

Lo que se oyó después fue una cacofonía escalofriante y estremecedora de chillidos humanos y rugidos de perro mientras Wolf aterrorizaba a aquellos tipos. Uno por uno, los soldados (con la ropa desgarrada y algún que otro mordisco) treparon el muro y se entregaron a las esposas de los oficiales de refuerzo que llegaron a la escena. Su despedida de soltero había tenido un final abrupto y aleccionador, por fortuna, y se transformó en una invitación a pasar la noche en comisaría. Pero lo más importante era que el desafortunado dueño del camión restaurante obtendría algún tipo de justicia en el futuro. Todo tras una intensa noche de trabajo.

Conforme el vehículo policial se alejaba, Barry le ordenó a Wolf que volviera a saltar el muro para reunirse con nosotros; obedeció de inmediato. Su recompensa fue una sesión de juegos de diez minutos en el aparcamiento con un grueso disco volador. No pude evitar sonreír al verlo pasar sin esfuerzo de ser una bestia amenazante a un cachorro juguetón de mirada tierna.

Una vez concluido el merecido descanso, le di una palmada afectuosa. Ese animal, entrenado tan sofisticadamente, había cumplido con su trabajo y nos había ayudado a capturar y encerrar a esos idiotas.

—No hubiéramos podido lograrlo sin ti, colega —le dije con una sonrisa—. No lo hubiéramos conseguido.

Trabajar con Wolf, ese lobo solitario, era un honor y un privilegio. En mi opinión, era más que un perro policía; era una parte esencial y de un valor incalculable del personal que trabajaba «con» el cuerpo, no para él.

Que en mayo de 1993 me contratara el Departamento de Investigaciones Criminales de la Policía de Surrey me llenó de orgullo. Llevaba años soñando con convertirme en detective —siempre me había fascinado la investigación—, así que fue un sueño recibir luz verde para colgar el uniforme y reemplazarlo por un elegante traje azul.

Me encomendaron encabezar la Unidad Criminal de Guildford, que se encargaba especialmente de investigaciones sobre tráfico de drogas. A mediados de los noventa hubo un incremento significativo en el consumo de narcóticos, y muchas ciudades y poblados de Surrey se saturaron de sustancias de clase A: heroína, cocaína y éxtasis. Lo preocupante era que en el condado también se había observado un aumento considerable de dilución —o adulteración— de drogas duras para maximizar las ganancias de los traficantes. Mis colegas y yo solíamos incautar narcóticos que habían sido «cortados» con agentes baratos, desde detergente en polvo y bicarbonato de sodio, hasta ladrillo triturado y almidón de maíz. Esta práctica, altamente peligrosa y sumamente desagradable, estaba poniendo en riesgo cientos de vidas, así que emprendí la cruzada personal de limpiar las calles de traficantes negligentes.

A cada individuo que se integraba en mi equipo se le pedía que asistiera a una capacitación de una semana en la unidad local de rehabilitación para toxicómanos. Necesitaban presenciar de primera mano el daño que causaba el consumo de narcóticos en la vida de la gente y enterarse de las acciones que emprendían otras agencias para reducir la demanda. También quería que mis oficiales entendieran la importancia de su papel dentro de la unidad antinarcóticos.

—No se trata solo de atrapar y encerrar a los culpables —insistía durante las reuniones motivacionales regulares—. Se trata de trabajar con la comunidad local y marcar una diferencia real y tangible.

Fui muy afortunado de tener a mi disposición un magnífico equipo de detectives. No obstante, igual de cruciales fueron los perros policía entrenados específicamente para la detección de narcóticos. Prácticamente, todos eran cocker spaniels de trabajo, cuyos rasgos y atributos naturales se prestaban a la perfección para desempeñar este papel tan particular. Más allá de su inteligencia, obediencia y agilidad innatas, lo que distinguía a estos maravillosos perros era su espléndido ritmo de trabajo y su resistencia para la búsqueda. A eso se sumaba su sentido del olfato, que era entre diez mil y cien mil veces más agudo que el del ser humano, lo que les permitía seguir el rastro de un aroma o descifrar un olor específico e indetectable para la nariz del humano promedio.

Y no solo eso, sino que su habilidad de búsqueda era tan rentable y su deseo de cazar tan efectivo que eran capaces de cubrir áreas extensas o difíciles de alcanzar con mucha mayor rapidez que un oficial de policía. Aprendí que el hocico hipersensible de los cocker spaniels era una de las herramientas más sofisticadas de nuestra unidad, si no uno de los recursos más valiosos del trabajo policial moderno.

Los perros detectores de drogas —y sus entrenadores designados— realizaban prácticas exhaustivas en los cuarteles de la Policía de Surrey durante cuatro meses antes de recibir la certificación que los legitimaba para trabajar. El perro se sometía a un programa intenso de reconocimiento de aromas y un entrenamiento para identificar el olor específico de los narcóticos. Y, después de un hallazgo exitoso, se les recompensaba con sesiones de recreo con sus juguetes favoritos.

Me gustaba tomarme una taza de té con los entrenadores durante los recesos, y ellos solían compartir con gusto historias sobre las proezas y aventuras de sus perros. Era evidente que adoraban a sus compañeros de cuatro patas y solían entablar vínculos cercanos y afectuosos con ellos, a pesar de que los animales técnicamente pertenecían al cuerpo de policía. De hecho, era bien sabido que la mayoría de los entrenadores de perros pasaban toda su carrera policial sin cambiar de departamento.

Siempre había sentido un profundo aprecio por los cocker spaniels —me encantaba su espíritu, lealtad y entusiasmo—, así que disfrutaba mucho de trabajar con ellos en la unidad antinarcóticos. Solía llevarlos a las redadas antidrogas y los observaba maravillado mientras señalaban con destreza las sustancias ilegales; con frecuencia se apretujaban en los espacios más estrechos e inaccesibles para extraerlas. A diferencia de los perros de «uso general», estos olfateadores expertos no estaban entrenados para ser agresivos o amenazantes, pero su energía y entusiasmo innatos hacían que fueran perfectos para desempeñar este otro importantísimo papel.

Aprendí que algunos perros eran más hábiles que otros, así que procuraba solicitar el apoyo de ciertos entrenadores que sabía que irían acompañados de olfateadores específicos. Uno de esos perros era Rainbow, una cocker spaniel sumamente talentosa, de pelaje color miel y ojos color ámbar, que solía saludarnos a todos moviendo el tren trasero de forma muy graciosa. Era la mejor perra de detección de la Policía de Surrey: tenía el mayor porcentaje de éxito y trabajaba en compañía de uno de los mejores entrenadores, John. Recuerdo que alguna vez me había quedado boquiabierto al ver a esa impresionante perra encontrar un alijo oculto de anfetaminas envuelto en incontables capas de papel aluminio y escondido bajo un colchón que, para intentar disimular el olor, había sido rociado con picante en polvo. El delincuente creyó que podría librarse; sin embargo, quedó claro que había subestimado las habilidades y la inteligencia de Rainbow.

John y Rainbow mantenían una compenetración fabulosa y una conexión casi telepática. Siempre que me tocaba coordinar una redada antinarcóticos, solicitaba su ayuda; me resultaba muy frustrante si, por algún motivo, no estaban disponibles.

—Lo lamento, sargento detective Butcher, pero están trabajando en otro caso —diría el inspector, y se me encogería el corazón.

Eso ocurrió en cierta ocasión de agosto de 1994, cuando recibí el soplo de que un delincuente habitual, un bribón llamado Darren, estaba distribuyendo narcóticos de clase A. No hacía mucho que había salido de prisión en libertad provisional, aunque era evidente que eso no lo detendría. Sospechábamos también que adulteraba las sustancias, pues siempre parecía haber más sobredosis y emergencias hospitalarias relacionadas con drogas en la zona donde él traficaba.

—Recibe más visitantes que una casa de apuestas en día de clásico —comentó alguien de mi equipo de vigilancia, que, durante la noche anterior, había sido testigo de que una letanía de visitantes había acudido al piso de Darren; entre ellos, había reconocido a docenas de bribones de poca monta.

Al parecer, nos enfrentábamos a una ola de delitos causada por un solo hombre, y yo estaba decidido a sacar a Darren de las calles y a meterlo en una celda. El hecho de que tuviera libertad condicional implicaba que cualquier reincidencia lo mandaría directo a prisión.

Esbozamos planes meticulosos para realizar una redada en su apartamento de madrugada —vivía en una propiedad ruinosa—, así que, como de costumbre, solicité la asistencia de John y Rainbow. Sin embargo, justo antes de la reunión de las cuatro de la mañana con el equipo de búsqueda, me informaron de que se requerían los servicios de John en otro lugar. También manejaba a un springer spaniel llamado Sparky, especializado en localización de armas de fuego, y los habían reclutado para una operación especial en Woking. Decir que me llevé una decepción es poco. Decidí seguir adelante con la redada, pero tuve que solicitar un perro y un entrenador de reemplazo que, en mi opinión, no les llegaban a los talones a John y a Rainbow.

—¡POLICÍA! ¡NO SE MUEVAN! —gritó el equipo de asalto al entrar en el piso de Darren esa mañana.

Cuando el sujeto salió, somnoliento, noté que no había cambiado mucho desde la última vez que lo vi, de pie en el tribunal de Guildford. Era flacucho y desgarbado, y tenía la piel pálida y manchada, así como el cabello reseco. Traía puesto su habitual uniforme de camiseta blanca y pantalones deportivos grises.

—Buenos días, Darren —dije cuando me miró con desprecio—. Es un placer verte de nuevo. Nos gustaría echar un vistazo, si no te importa.

Con las manos sudorosas, cogió la orden de registro que le extendí, y di la instrucción de que comenzara la inspección. El apartamento era húmedo y sórdido, con papel pintado medio rasgado, alfombras deshilachadas y una ausencia notable de muebles. Si quien vivía allí obtenía dinero del tráfico de drogas, como sospechábamos, era evidente que no gastaba en Ikea lo que ganaba.

A pesar de poner el lugar patas arriba —y de las buenas intenciones del olfateador sustituto—, al cabo de unas horas no habíamos localizado ni una sola sustancia de clase A. Lo único que habíamos encontrado era una bolsa pequeña de marihuana (para uso personal, según Darren), así como la típica parafernalia de básculas, papel aluminio y papeles de liar. Era un delito menor. No era lo que esperábamos, pero al menos me permitió arrestar al sospechoso por el cargo de posesión, lo cual me daría un poco más de tiempo para registrar su apartamento y encontrar más material.

Darren se mantuvo impasible.

—Ya le dije, señor Butcher, que no hay nada escondido aquí —balbuceó mientras se pasaba los dedos por la cabellera enredada—. Estoy haciendo las cosas bien. Hasta conseguí un trabajo de verdad. Está perdiendo el tiempo.

Conforme se acercaba la tarde, mi frustración aumentaba. Las operaciones de búsqueda eran muy costosas en cuanto a tiempo, personal y recursos; dadas las circunstancias, mi inflexible jefe, el superintendente, haría muchas preguntas. Basándome en todas las pesquisas que habíamos hecho, seguía convencido de que había drogas duras en ese lugar; era cuestión de localizarlas.

Cuando empecé a desarticular la operación a regañadientes —ya había enviado a casa a la mayor parte del equipo de búsqueda, incluido el perro y su entrenador—, mi radio se activó: alguien quería verme en el aparcamiento.

Se me iluminó la cara cuando encontré a John apoyado en el capó de su patrulla, con Rainbow sentada obedientemente a sus pies.

—El trabajo con Sparky acabó antes de lo programado, sargento, así que venimos por si acaso seguía buscando —dijo—. ¿Necesitará nuestra ayuda?

—Sin duda.

Sonreí y les indiqué que me siguieran.

Debo decir que he visto cocinas más agradables que la de Darren. De suelo al techo, todas las superficies del espacio largo y angosto estaban cubiertas de hollín, y el lugar estaba a reventar de cubos de basura saturados y sartenes sucias. Una maceta de cintas secas colgaba del marco de la ventana; encima de ella, un trío de moscardones se lanzaban contra el cristal sucio y resquebrajado como si suplicaran un poco de aire fresco y libertad.

El instinto me dictó que reanudara la búsqueda en la cocina, así que escolté a John y a Rainbow hasta ahí. La perra se arrastraba ansiosa porque sabía que era hora de hacer su trabajo. Lo siguió Darren, esposado, acompañado de un oficial; era el procedimiento estándar que el sospechoso fuera testigo de la búsqueda.

—Bien, empecemos por el suelo —le dije a John, quien le lanzó una mirada a la perra y le dio la orden de que buscara.

—¡Rainbow, busca!

Su fuerte acento escocés hacía que «Rainbow» sonara más bien como «Rambo», lo cual me pareció muy pertinente para esta pequeña, valiente e intrépida spaniel.

Cada vez que John abría la puerta de un trastero o compartimento, Rainbow se metía como un cohete y usaba su brillante hocico negro para olisquear hasta el último rincón mientras agitaba la cola con fuerza. Era tal su habilidad e inteligencia que no necesitaba que le dieran órdenes todo el tiempo; John no hacía más que observarla y monitorearla, mientras examinaba e interpretaba su lenguaje corporal en busca de señales reveladoras. Los observé de cerca mientras ella giraba ocasionalmente con algo de emoción (como si percibiera el más mínimo tufillo de algo interesante); sin embargo, era evidente que aún no había tocado el premio gordo.

Ver a esa diligente perrita hacer su trabajo parecía poner muy nervioso a Darren, quien estaba cada vez más agitado y ansioso.

—No soporto a los perros —murmuró, y fulminó con la mirada a Rainbow, quien olisqueaba debajo del frigorífico y alrededor de sus andrajosas zapatillas—. Soy alérgico. Miren, me están saliendo ronchas.

Ignoré al sospechoso mientras se alzaba el pantalón con gesto melodramático —sus técnicas de distracción no valían de nada conmigo—, y le hice una seña a John para que cambiara el rumbo y subiera un nivel a la olisqueadora.

Rainbow reaccionó a la orden de su entrenador trepando a la superficie de melanina con un brinco atlético. Abrirse paso entre las pilas de platos sucios resultó todo un desafío (era como una pista de obstáculos hecha con cacharros), y entonces noté que Darren no le quitaba los ojos de encima. Esbozó una ligera sonrisa cuando Rainbow resbaló sobre la superficie mugrienta, pero se le borró tan pronto como la perra se sintió atraída hacia la estufa.

Apoyada sobre las patas traseras, emitió un chillido agudo y rasgó frenéticamente el extractor de acero inoxidable encima de la estufa. Luego, deliberadamente, lo tocó con el hocico antes de mantener contacto visual directo con John, quien a su vez me lanzó una mirada de complicidad. Era la señal positiva de Rainbow, esa que le inculcaron durante el entrenamiento y que indicaba que debíamos buscar de forma más exhaustiva.

John desatornilló la tapa metálica del extractor y con cuidado la despegó del muro para dejar expuesto un rectángulo de azulejos azul oscuro.

—¿Qué mierdas creen que están haciendo? —gritó Darren, quien cada vez sudaba y maldecía más—. No tienen derecho a romperme la estufa.

—No necesitarás usarla pronto, Darren —contesté—. Con un poco de suerte, llegarás a cenar a la cárcel.

Cuando oyó eso, Darren lanzó una patada con el pie izquierdo para tirar uno de los cubos al suelo y vomitó una retahíla de improperios en nuestra dirección mientras era sometido de nuevo por el oficial encargado de su arresto.

Por desgracia, los azulejos no parecían tener ninguna grieta ni agujero que hiciera pensar que habían sido manipulados. Sin embargo, cuando un rayo de luz solar entró por la ventana, iluminó una huella circular en uno de los azulejos superiores. Parecía el residuo de una pegatina, quizá, o la marca de una ventosa de plástico. Miré a mi alrededor y encontré un trapo de cocina deshilachado colgando de un gancho adherido a la puerta del frigorífico con una ventosa. Noté que se veía sumamente fuera de lugar en esta cocina sucia, llena de trastos y cacharros sin lavar.

«El diablo está en los detalles», me aconsejó en cierta ocasión un viejo detective experimentado, oriundo de York, llamado Andrew, que me enseñó la profesión cuando me uní al departamento. «Tienes que ser minucioso, amigo. Es lo que el trabajo requiere, y con eso ayudarás a poner a los malos tras las rejas, que es donde deben estar.»

Despegué el gancho y, conteniendo el aliento, crucé la cocina y lo adherí con cuidado en el azulejo. Bingo.

—¡Encaja a la perfección! —John sonrió—. Es como el príncipe azul y el zapato de Cenicienta.

Con la ventosa en su lugar, le di un ligero tirón al azulejo sospechoso, lo que provocó que se desprendiera con bastante facilidad. Me puse un par de guantes de silicona y metí la mano en el oscuro hueco recién descubierto; mientras tentaba en el hueco, sentí algo metálico con forma oblonga. Lo saqué con cuidado (era una antigua lata herrumbrosa de municiones) y con cautela la coloqué en el mostrador. Darren maldijo en voz baja, y Rainbow dio un par de giros completos antes de sentarse y clavar la mirada en John.

Dentro de la caja, ¡aleluya!, había unos apretados rollos de billetes, apiñados junto a cuatro rechonchas bolsas de polietileno llenas de polvo blanco. Saqué un kit de prueba rápida del bolsillo de la chaqueta y extraje una mínima cantidad de la sustancia que vertí en una ampolla pequeña. En cuestión de segundos, el fluido se tornó de un color naranja oscuro, lo que indicaba que el polvo era heroína. Por si eso no hubiera sido suficiente, debajo de los fajos de billetes encontré una pequeña libreta de anillas que al parecer contenía cientos de contactos escritos a mano.

A Darren lo arrestamos en ese instante por posesión de narcóticos con los que tenía intención de traficar; a finales de esa semana, ya había ingresado de nuevo en la cárcel. Mientras lo escoltábamos a la patrulla, intentó lanzarme un torpe puñetazo, al tiempo que gritaba que jamás en su vida había visto esa caja metálica y que éramos unos malditos cerdos que lo habían incriminado. Y en cuanto a la mugrienta perra entrometida…

—El juez puede creer que nunca has visto esa caja, Darren —dije, y alcé las cejas—, pero tendrás que explicar por qué la libretita está cubierta de tus huellas digitales.

Teniendo en cuenta lo ocurrido, encontrar las drogas fue un fantástico resultado; el barrio estaba libre de una amenaza peligrosa y, como consecuencia, era probable que hubiéramos evitado cientos de sobredosis e incluso hasta algunas muertes. Esta redada en particular también enfatizó la importancia de reclutar perros olfateadores de primer nivel. Los oficiales antinarcóticos podían pasar horas —o hasta días— registrando una propiedad sin encontrar droga alguna debido a que los traficantes eran muy hábiles ocultándolas. Pero era imposible ocultarlas del olfato de un perro extraordinario, y no había muchas narices mejores que la de Rainbow.

Una vez que se llevaron a Darren de allí, John le dio a Rainbow el premio que se merecía: una sesión de juego en las escaleras con su juguete favorito. Los observé sonriente mientras él hacía rebotar una pelota de tenis vieja y mordisqueada contra el muro para instar a Rainbow a brincar alto, como una acróbata, antes de atraparla de un mordisco.

—¡Buena chica!

John se reía del repicar de sus patas mientras ella subía y bajaba corriendo las escaleras.

Parado ahí, observando el tierno vínculo entre hombre y perro, sentí una punzada de tristeza. Me di cuenta de que Rainbow me recordaba mucho a Tina, una perra mestiza blanca y negra a la que había adoptado en la filial de Southampton de la organización benéfica animalista RSPCA, hacía unos años. Antes de que la rescataran había sido víctima de maltrato y abusos, y la encontraron encadenada a un arcón de madera podrida. Por esa razón desarrolló múltiples problemas de conducta. Sin embargo, una vez que la cubrí de afecto, cuidados y atención, se transformó en una excelente mascota, una amiga juguetona y una compañía entrañable. En el tiempo en que trabajé con uniforme, Tina a veces me acompañaba en los turnos nocturnos y permanecía sentada en silencio en el asiento trasero durante las vigilancias o las operaciones encubiertas. Su muerte fue descorazonadora —murió de un infarto en 1990—, así que, al ver a Rainbow correteando en la escalera, aquellos felices recuerdos regresaron a mí de súbito.

Hora y media después, la agotada spaniel se acurrucó entre John y yo en el sofá del salón de Darren. Mientras esperábamos la llegada del fotógrafo de la policía —un procedimiento indispensable después de una redada—, mantuvimos una conversación agradable sobre los olfateadores con los que John había trabajado a lo largo de los años. Me encantaba escuchar las historias de los entrenadores; ellos disfrutaban hablando de sus colegas caninos y casi siempre tenían anécdotas interesantes que compartir. Yo siempre estaba ansioso de absorber su conocimiento y experiencia —el concepto de su trabajo me resultaba fascinante—, y ellos solían contestar gustosos a mis preguntas, ya fueran «¿Cuál es el mejor perro para búsquedas?» o «¿Cuántos años puede trabajar un perro?».

No obstante, ese día quería preguntarle a John otra cosa.

—Espero no incomodarte, pero llevas mucho más tiempo que yo en el cuerpo. ¿Cómo es que sigues siendo oficial? ¿Por qué nunca has pedido un ascenso?

Su respuesta fue directa y franca.

—Es muy sencillo —contestó—. Si hubiera pedido un ascenso, me hubieran nombrado sargento, sacado de la sección canina y obligado a devolver a los perros. Y creo que no hubiera sido capaz de lidiar con ello. —John miró a la perra, y noté que le temblaba ligeramente el labio—. Adoro a estos animales, sargento, ya sea Rainbow o Sparky o los que los antecedieron. Son leales, afectuosos y los mejores compañeros de trabajo que cualquiera podría pedir. ¿Por qué alguien en su sano juicio querría abandonarlos?

Años después, me ascendieron a inspector detective y me trasladaron a la Unidad de Delitos Graves, destinada a investigaciones sobre crimen organizado y homicidios. Por desgracia, el puesto también implicaba que debía asistir a incontables reuniones de estrategia y cursos y seminarios de capacitación que me mantenían al margen del trabajo policial operativo. Después de pensarlo bastante y de reconocer que mi entusiasmo por el trabajo había disminuido, en la primavera de 2003 decidí dejarlo. Estuve en la Marina Real durante once años y luego catorce en el cuerpo de Policía (un total de veinticinco años al servicio de la reina), y sentía que había llegado la hora de un cambio.

Otro motivo fue el deseo de fundar mi propia agencia de detectives. Cuando trabajé para la Policía de Surrey, tuve la oportunidad de colaborar con grandes empresas como British Petroleum (BP) y British Airways, a las cuales asesoraba sobre cómo investigar fraudes internos. Cuando BP me invitó a trabajar para ellos como consultor privado, por fin sentí la motivación de «independizarme» y crear mi propio negocio. Al hacerlo, seguiría un camino profesional que me emocionaba mucho y dedicaría mucho más tiempo a lo que más me gustaba: investigar y resolver crímenes.

No obstante, antes de irme quise participar en una última operación con John y Rainbow. Un par de maleantes habían robado los reflectores de la fachada de la catedral de Guildford; unas cuantas semanas después, recibí el chivatazo de que los estaban usando como lámparas de calor en una fábrica de cannabis cercana. Naturalmente, llamé a John.

—Tengo un gran trabajo para Rainbow y para ti —dije—. Nos vemos en Ridgemount Road a las seis de la mañana.

Nuestra valiente olfateadora no tardó más de media hora en localizar la casa matriz de las drogas (astutamente oculta en el ático de una finca abandonada), y en cuestión de una hora logramos confiscar doscientas plantas de marihuana y trasladarlas a la estación de Policía de Guildford.

Dado que era una mañana soleada y luminosa (y como sabía que quizá fuera la última vez que vería ese dúo perra-entrenador, mis favoritos), le sugerí a John que camináramos juntos hasta la cima de la colina de la catedral. Una vez arriba, nos sentamos en un viejo banco desvencijado que daba hacia las calles y los techos de Guildford, mientras Rainbow corría despreocupadamente por el césped y perseguía abejas y moscardones.

—Lamento mucho tu marcha, sargento —me dijo John con la mirada en el suelo—. Creo que hemos hecho un gran trabajo para mantener esta ciudad libre de drogas.

—Contar con la mejor olfateadora de Surrey ha ayudado mucho, John —contesté—. Me he preguntado más de una vez cuántos hallazgos exitosos ha hecho y cuántas vidas ha salvado.

—Incontables —dijo John, que miró fijamente a Rainbow—. Aunque, si la pica una de esas abejas, no me servirá de mucho esta semana, ¿no crees?

Se llevó la mano al bolsillo y sacó una pelota de tenis raída que lanzó hacia adelante, lo que incitó a Rainbow a abandonar la cacería de abejas para ir tras su juguete favorito.

De pronto, la radio de mi colega se activó con una solicitud urgente para que atendiera un aviso en Farnham. Alguien había usado un arma de fuego en el atraco a una estación de gas de la localidad y, aunque habían cogido al sospechoso, no había señal alguna del arma. Necesitaban la ayuda de Sparky, el segundo perro olfateador que manejaba John, en el lugar de los hechos de inmediato.

Al percibir el crujido familiar de la interferencia de la radio, Rainbow se acercó dando brincos y se quedó quieta frente a John, jadeando con fuerza, con la mirada oscura y ansiosa por la posibilidad de una nueva misión.

—Lo siento, bonita, pero este trabajo no es para ti. —John sonrió y se guardó la radio antes de ponerle la correa—. En fin, creo que debemos irnos, sargento —dijo John, y me tendió la mano—. Supongo que nos veremos por ahí, ¿verdad?

—Sin duda —contesté, y le di un ligero apretón al morro de la perra—. Seguid haciendo las cosas tan bien como siempre.

Los miré trotar por la colina, uno al lado del otro, hasta que llegaron a la camioneta de policía. Instantes después, el vehículo atravesó la calle Cathedral Chase en medio de una vorágine de luces azules y sirenas ululantes.

Aunque estaba ansioso por arrancar mi carrera como detective privado, sabía que los echaría mucho de menos. Me quedé ahí, en la colina de la catedral, rumiando mis posibilidades, sin imaginar siquiera que pronto tendría mi propia cómplice canina.

Ir a la siguiente página

Report Page