Molly

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4. El catalizador del cambio

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El catalizador del cambio

Encontrar a ese gato perdido era crucial. Al salir al brillante sol de abril, decidí comenzar la búsqueda en el jardín de Suzie. La caída de dos metros desde la ventana de la cocina al patio habría impedido a Oscar volver a la casa; había investigado unos cuantos casos similares y supuse que, en su búsqueda de seguridad y calor, probablemente intentó refugiarse en algún lugar cercano. Dada la falta de avistamientos confirmados, era muy probable que fuera un caso de encierro accidental en el que el gato se hubiera quedado atrapado en algún cobertizo.

Con ayuda de algunos vecinos y tenderos solidarios, tuve acceso a tantos jardines, trasteros y garajes como pude. Resultó ser muy duro, puesto que muchas de las cabañas de piedra y techo de madera de este pintoresco pueblo estaban conectadas por senderos sinuosos que recorrían los extensos jardines. Lo más frustrante era que, al llegar a la puerta, muchas veces los dueños no estaban en casa, lo que implicaba que algunos recovecos y escondites permanecían bajo llave.

Llegada la tarde, no había rastro alguno de Oscar. A medida que el tiempo pasaba, las esperanzas de encontrarlo se desdibujaban. Sabía muy bien que cada minuto importaba cuando un gato llevaba perdido tanto tiempo, así que me preparé para tener una conversación que le rompería el corazón a Suzie.

No obstante, había una propiedad que seguía llamando mi atención. Ocupaba la zona más grande de East Meon y era una casa de campo remozada con una piscina al este, una cancha de tenis al oeste y —sobre todo— un cobertizo espacioso en la parte trasera.

Ya había pasado dos veces por la casa esa mañana, pero en ambas ocasiones encontré vacía la entrada de coches y nadie contestó cuando llamé a la puerta. Sin embargo, cuando emprendí el regreso a casa de Suzie (como a las cuatro de la tarde), noté que había un BMW deportivo azul estacionado en la entrada. Corrí por el camino empedrado, sujeté la aldaba brillante de latón y crucé los dedos. Después de un minuto, la puerta se abrió ligeramente y me recibió una rubia de cincuenta y tantos que vestía vaqueros ajustados y chaqueta de cuero.

—Buenas tardes —le dije con una sonrisa, y usé como carta de presentación el volante del gato extraviado—. Estoy buscando a un gato perdido, Oscar, y me preguntaba si me permitiría echarle un vistazo a su cobertizo.

La mujer me fulminó con la mirada.

—Es la caseta de la piscina, no un cobertizo —contestó con voz cortante—. Pero no es necesario que entre. He visto los carteles en el pueblo y yo misma me he cerciorado de que no haya un gato ahí. Se lo aseguro.

Algo no terminaba de convencerme. Mis treinta años como policía y en el negocio de las investigaciones privadas me permitieron afinar una amplia gama de habilidades interpersonales, y mi detector de mentiras interno se disparó. La mujer le dio la espalda al cobertizo mientras hablaba conmigo, me proporcionó información que no le había pedido y, sobre todo, rompió el contacto visual en el instante preciso en que le hablé de la posibilidad de hacer una búsqueda en su propiedad. Estaba seguro de que hacía semanas que la mujer no ponía el pie ahí, lo que me convenció de que era indispensable que me dejara pasar.

—Le agradecería mucho que me permitiera echar un vistazo rápido, si no le importa —dije en tono muy cordial. Sin embargo, la mujer se cruzó de brazos, a la defensiva, y negó con la cabeza lentamente—. Le prometo que no me tomará más de cinco minutos —agregué de inmediato mientras esbozaba una sonrisa amistosa—. La dueña de Oscar está desolada y solo quiere saber qué le pasó a su gato, para bien o para mal. Le estaríamos muy agradecidos.

Su frialdad pareció derretirse por un instante y, con un suspiro de resignación, se fue por el pasillo y regresó con una llave plateada colgando del dedo índice.

—Pero yo iré con usted —dijo, y arqueó las cejas—. Y más vale que se dé prisa.

Abrió el cobertizo y me dejó entrar, aunque a regañadientes. A la derecha había una caja de plástico, iluminada por un rayo de sol, llena de accesorios de piscina: colchonetas y salvavidas desinflados, esnórqueles y aletas. Había una estantería metálica en las sombras del lado izquierdo del cobertizo —perdón, caseta de la piscina— que albergaba macetas de terracota y algunos canastos colgantes apilados, separados entre sí por revestimientos de yute verde claro.

—Como puede ver —dijo la mujer con su característica frialdad—, no hay gatos aquí.

De pronto, alcancé a ver de reojo que uno de los canastos colgantes se mecía ligeramente. Luego noté un sutil arañazo, seguido de un maullido débil. En cuestión de segundos, una pequeña garra se asomó del canasto metálico y provocó que Doña Corazón de Hielo ahogara un grito conmocionado. A primera vista me pareció que su pelaje era negro, lo cual me desmoralizó, pero al ver al animal salir de su oscuro escondite no quedó duda de que ese pelaje distintivo y esos enormes ojos verdes eran de Oscar.

El felino, demacrado y desaliñado, dio un par de pasos titubeantes antes de parar a mis pies. Lo tomé con cuidado y —sin decirle una sola palabra a la dueña de la propiedad, quien seguramente se retorcía de vergüenza— lo abracé antes de salir al jardín. Más allá de un ligero arañazo que le dio a mi chaqueta, el gato no opuso mayor resistencia. El pobre estaba demasiado débil como para percatarse de cualquier peligro.

Me dirigí al coche, puse con cautela al tembloroso gatito en el asiento del copiloto y le quité las telarañas del pelaje. Conduje despacio a casa de Suzie, no sin antes llamarla para avisar de que había encontrado al gato y que era indispensable llevarlo al veterinario de inmediato. Cuando llegamos, nos estaba esperando fuera de su casa, presionándose las manos contra el pecho con gesto ansioso.

—¡Mi Oscar! —dijo al abrir la puerta del asiento del copiloto.

Para ella, este era tanto el mejor como el peor escenario posible. Aunque estaba feliz de ver a su adorada mascota con vida (supuse que habría sobrevivido lamiendo las gotas de agua condensada de las ventanas del cobertizo), le angustió su apariencia frágil y esquelética. La fiebre abrasadora, la nariz reseca y los ojos vidriosos nos confirmaron que aquel gato necesitaba que lo atendiera un veterinario de inmediato.

Suzie levantó a Oscar con ternura del asiento del coche, como si estuviera hecho de porcelana, antes de ponérselo con delicadeza en su regazo. Mantuvo la cabeza gacha durante los veinte minutos que tardamos en llegar a la clínica veterinaria; cuando me detuve en un semáforo, noté que le caían lágrimas por las mejillas. Prácticamente no dijo una sola palabra, más allá de las indicaciones para llegar al veterinario.

Los dejé en el consultorio —donde una enfermera preocupada los esperaba en la entrada— y busqué dónde aparcar. Una vez dentro, encontré a Suzie sentada sola, en medio de una hilera de sillas de plástico azul.

—El veterinario está atendiendo a Oscar —dijo—. Me dijeron que le llevará al menos media hora.

—¿Quieres que me quede contigo? —le pregunté.

—Eres muy amable —contestó—. Pero Mike ya viene de camino.

Minutos después, el esposo de Suzie entró corriendo en la recepción, lo que interpreté como una señal de que era hora de irme. Me despedí de ambos y emprendí el regreso a Sussex. La cabeza me retumbó todo el camino. Estaba molesto con la mujer que no se había tomado la molestia de revisar su cobertizo y furioso conmigo mismo por no haber encontrado a Oscar antes. Me sentí decepcionado por no haber podido hacer más por Suzie; verla tan desolada fue muy duro, pero sospechar que lo peor estaba por venir me causó una gran impotencia.

«Maldición…, si lo hubiera encontrado antes», pensé para mis adentros mientras daba golpes de frustración sobre el volante.

A la mañana siguiente, Suzie me llamó para ponerme al corriente de la situación. El veterinario diagnosticó deshidratación severa (Oscar había perdido la mitad de su peso corporal) y eso, unido a la desnutrición, había dañado mucho sus órganos. Por experiencias previas de recuperación de gatos atrapados, sabía que Oscar había sobrevivido gracias a un mecanismo llamado catabolismo, que implica que el cuerpo se alimenta de sus propias células, lo cual es demasiado para los riñones y el hígado.

Aunque el gato permanecía estable y sedado en el consultorio, la única oportunidad que tenía de sobrevivir era que lo transfirieran cuanto antes a un centro de tratamiento especializado en Londres. El veterinario no podía garantizar que esa estrategia funcionaría ni que el pobre y maltrecho gato sobreviviría las dos horas del viaje. Sin embargo, Suzie no quería darse por vencida.

—Me costará una fortuna, Colin, pero él lo vale —dijo—. Prometo mantenerte al tanto.

Cuando me llamó por segunda vez ese mismo fin de semana, el temblor en su voz me comunicó todo lo que necesitaba saber. La condición de Oscar había empeorado durante la noche —empezó a mostrar indicios de fallo renal—, y la llamaron del hospital para que tomara la decisión más temida por cualquier persona que ama a las mascotas. Durmieron a Oscar mientras permanecía recostado en el regazo de su amada dueña, y el hermoso vínculo que compartían se rompió.

Intenté decirle a Suzie las cosas más apropiadas: que había tomado la decisión correcta, que lo había acompañado en sus últimos minutos y que le había dado la mejor vida posible. Pero nada de lo que le dijera podía aliviar una aflicción tan abrumadora. Sentí que la pérdida prematura de Oscar también había desenterrado el trauma profundo de su reciente duelo. De pronto, me vino a la mente David, mi hermano, y me sentí muy triste de que Suzie hubiera tenido que experimentar tanto dolor en tan poco tiempo. Cuando los sollozos le impidieron seguir hablando, Mike se hizo cargo de la conversación.

—No es el final feliz que ella ansiaba, Colin, pero Suzie está muy agradecida por tu ayuda —dijo—. Si no lo hubieras encontrado, no habría podido despedirse como es debido.

Colgué, me recliné en la silla y me asomé por la ventana. Las verdes praderas de la granja Bramble Hill estaban cubiertas de margaritas, tréboles y florecillas amarillas. A lo lejos, las aguas del canal Wey & Arun relucían como una cinta plateada que atravesaba el horizonte. En el cielo, un águila solitaria volaba en círculos alrededor de las copas de los árboles, lista para abalanzarse sobre alguna presa. Contemplar ese idilio rural solía llenarme de tranquilidad y alegría (era una bendición tener las oficinas ahí); sin embargo, ese día solo sentí frustración y tristeza. Suzie había puesto su fe y su confianza en mí, y yo, pese a haberme esforzado, la había decepcionado. Si mis tácticas hubieran sido más efectivas, habríamos encontrado a Oscar unas cuantas horas antes y eso podría haber marcado la diferencia. Tardé demasiado en examinar cada jardín; eso me hizo pensar que necesitaba encontrar una forma de buscar más eficiente que no disminuyera la calidad de mis servicios.

«No puedes permitir que esto ocurra de nuevo, Colin —dije para mis adentros—. Algo tiene que cambiar.»

Por ende, en una mañana primaveral de domingo tomé una decisión tajante. Era hora de poner en práctica una idea que llevaba mucho tiempo rumiando. Debía probar mi proyecto innovador de una vez por todas. Era hora de encontrar un perro capaz de localizar gatos.

No obstante, en aquel corto plazo decidí que, para poder rescatar más gatos, en UK Pet Detectives debíamos empezar a estudiar el comportamiento felino de forma mucho más detallada. Sam, quien sabía cuánto me afectaba el caso de Oscar, estaba completamente de acuerdo.

—Como ya no nos ocupamos de tantos robos de perro, nada nos impide dedicar más recursos a los gatos —me dijo un viernes por la tarde mientras tomábamos una copa en el pub Red Lion de Shamley Green para darle la bienvenida al fin de semana—. Sin embargo, la única forma de volvernos más efectivos es desde las trincheras, como quien dice. Necesitamos conocer a los gatos muy de cerca; saber qué cosas hacen, adónde van, con quiénes interactúan y por qué desaparecen.

Mi colega tenía toda la razón. No habíamos tenido buenos resultados y definitivamente había mucho más por hacer para comprender la mente felina y rastrear los movimientos de los gatos. Durante esa tarde esbozamos un plan, una estrategia de largo alcance enfocada en equiparnos con tanto conocimiento e información como fuera posible.

—Lo llamaremos «el proyecto Red Lion» —dijo Sam con una sonrisa mientras brindábamos.

Durante las siguientes semanas, estudiamos incontables libros sobre el comportamiento de los gatos, leímos decenas de artículos académicos y vimos gran cantidad de películas y documentales. Mientras tanto, Stefan mantuvo la oficina de investigación privada funcionando perfectamente.

Llegamos a la conclusión de que esta iniciativa constituiría un experimento innovador sin precedentes. Para conocer muy de cerca el comportamiento de los gatos, buscamos algunos dueños que estuvieran dispuestos a ponerles pequeños localizadores GPS en el collar a sus felinos. Después monitorizaríamos los datos con la intención de encontrar respuestas a preguntas muy específicas: ¿adónde iban los gatos cuando salían de casa?, y ¿qué clase de cosas hacían?

Comenzamos por elegir una ubicación decente para la investigación.

—¿Por qué no la hacemos aquí, en Shamley Green? —dijo Sam mientras le daba un sorbo a su Chardonnay.

—Sí, ¿por qué no? —contesté—. Creo que sería ideal.

Shamley Green, el epítome de lo británico, comprendía un pueblo grande, un extenso campo verde de críquet y gran variedad de comercios y bistrós, incluido el afamado café Speckedly Hen. Sin embargo, lo más importante es que tenía una población felina inusualmente grande, lo que advertí cuando trabajé ahí como detective. Adonde mirara, había gatos asomados por las ventanas, sentados en las entradas de las casas o deambulando por las aceras.

El siguiente paso era reunir voluntarios, así que Sam y yo pusimos anuncios en las ventanas de las tiendas, dejamos volantes en los buzones de las casas y publicamos mensajes en las redes sociales de negocios locales.

«¿Eres dueño de un gato? —decían—. UK Pet Detectives desea conocer mejor el comportamiento felino y nos gustaría que participaras…»

Diez individuos interesados nos contactaron, y después de un proceso de selección elegimos a tres. De forma deliberada escogimos gatos grandes que pudieran llevar el dispositivo GPS en el collar sin problemas: Monty, un dócil maine coon plateado; Shamley, una gata atigrada que vivía en el pueblo desde hacía diez años; y Branson, un gato anaranjado a quien le pusieron ese nombre en honor a un exitoso hombre de negocios que había vivido en las inmediaciones.

El ligero dispositivo era más o menos del tamaño de una caja de cerillas, así que probablemente habría sido demasiado incómodo para razas más pequeñas, como siameses o devon rex.

—Esperemos que valga la pena —dijo Sam con una sonrisa el primer día, y cruzó los dedos cuando emprendimos la visita a las casas de los dueños, donde les enseñaríamos cómo usar los rastreadores.

Si las cosas salían de acuerdo con el plan, obtendríamos información útil y muy valiosa.

Sin embargo, lo que no consideramos en ese momento fue que sin querer habíamos elegido a tres de los gatos más perezosos de todo Shamley Green. Poco más de una semana después, para nuestra desgracia, el análisis de datos realizado en las oficinas de UK Pet Detectives mostró que aquellos animales holgazanes apenas si habían movido un dedo. Shamley, la más activa de los tres, cada mañana cruzaba el jardín con pesadez para acostarse en el techo del cobertizo unas cuantas horas a tomar el sol y proteger su territorio. Después de descargar los intestinos en el jardín del vecino, volvía a la cocina de su casa para almorzar y echar una siesta en el sofá. Por la tarde repetía el ciclo de comer-defecar-dormir. En cuanto a los objetivos del proyecto, su nivel de inactividad resultó muy insatisfactorio.

Sin embargo, luego tuvimos un golpe de suerte. El editor de una popular revista local llamada The Guildford leyó un artículo sobre UK Pet Detectives en un periódico regional y quiso entrevistarnos. Acepté con la condición de que me permitieran mencionar el proyecto Red Lion para atraer a más participantes. Por fortuna, el artículo tuvo el efecto deseado, y a unos cuantos días de su publicación conseguimos una docena más de voluntarios.

—Nos encantaría participar —dijo una profesora de escuela local que respondió a nuestra convocatoria—. Nuestra pequeña Sheba casi nunca está en casa y sería fascinante saber qué hace.

Alguna gente nos permitió instalar cámaras en sus hogares y jardines para grabar el ir y venir de sus gatos; asimismo, coloqué varias «cámaras de campo» sensibles al movimiento en puntos estratégicos del pueblo para seguir a los felinos vagabundos. Por fin empezamos a recolectar datos fantásticos. La nueva cohorte de gatos era infinitamente más activa y, conforme Sam y yo observábamos los vídeos y analizábamos los mapas de distribución del GPS, empezamos a armar las piezas de un sorprendente rompecabezas. Aprendimos muchísimo sobre el comportamiento, los hábitos y los movimientos cotidianos de los felinos, y, sobre todo, acerca de las circunstancias que los impulsaban a migrar o extraviarse. Notamos que algunos gatos no reaccionaban muy bien a los cambios dentro del hogar (como la llegada de un nuevo bebé, por ejemplo, o la redecoración de una estancia), mientras que otros eran expulsados de su territorio habitual por felinos agresivos que se apoderaban de su casa o su jardín.

Curiosamente, Sam y yo también descubrimos que algunos de los gatos de Shamley Green habían desarrollado una ingeniosa solución para evitar conflictos entre ellos; compartían el territorio por turnos. Observamos que solía haber un gato bastante dominante que patrullaba cierto terreno durante el día, y luego otro más sumiso que paseaba por el mismo lugar cuando caía la noche. Por ejemplo, nuestro equipo le dio seguimiento a un bobtail americano llamado George, que merodeaba un tranquilo cul-de-sac de la mañana a la tarde, marcaba con su olor los árboles y las cercas, y acechaba los comederos para aves. Varias horas después de que George abandonara la zona, un flaco siamés llamado Skog (supuestamente con puntos de chocolate y un hocico café distintivo) parecía patrullar el mismo territorio, recostarse entre los arbustos y merodear en los jardines. Luego lo veíamos olfatear con nerviosismo los puntos marcados por George, para después agregar su propio aroma y desaparecer antes del amanecer. Al depositar de forma ritual su propio perfume distintivo, estos felinos publicitaban de forma eficiente su identidad y sus movimientos, además de dejar pistas sobre su salud, edad y tipo de alimentación.

—Es una especie de red social para gatos —dije, sonriente, mientras veíamos de nuevo las grabaciones reveladoras.

—Ja, ja…, es una forma interesante de pensarlo —contestó Sam, también con una sonrisa.

Algunas de las tomas más destacadas a nivel de la calle capturaban las actividades de los supuestos «intrusos», que eran gatos que solían colarse en las propiedades de los vecinos en busca de comida y refugio. Observamos con detenimiento a un gato en particular, un regordete pelicorto inglés llamado Norman, quien se sentaba a la salida del garaje de su casa todas las mañanas y miraba fijamente el garaje del vecino de enfrente. Los dueños de esa propiedad se iban a trabajar a diario a las 6.30 de la mañana y, tan pronto partían, Norman cruzaba la calle, se metía en la cocina a través de la gatera de la puerta trasera, se deleitaba con la comida del gato de esas personas y deambulaba por la casa como si fuera suya. Alrededor de media hora antes de que los dueños de la casa volvieran, salía de nuevo por la puerta trasera, cruzaba la calle y volvía a su supuesto hogar. Los propietarios de ambas casas se sorprendieron y rieron cuando les mostré los vídeos.

—Ese canalla —dijo el dueño de Norman—. Con razón está tan rechoncho.

La rutina del gato permaneció intacta, aunque supongo que hubo un intercambio de sacos de pienso entre propietarios.

Ahora bien, no todos los felinos invasores resultaban tan dóciles. Después de unas semanas de iniciado el proyecto Red Lion, nos llamó la atención la presencia de un gato gris y blanco y de pelo largo que se veía un poco desaliñado y que parecía allanar muchas casas. Su andar y actitud eran característicos de un gato no castrado, lo que lo convertía en una amenaza para todo el barrio. Entraba en casas ajenas por las gateras o las ventanas abiertas, y emboscaba a otros gatos, robaba su comida y, por si fuera poco, rociaba de orina las paredes para declararlas parte de su territorio. Por su temperamento y estatus, Sam y yo lo apodamos Titán.

Un día, una familia encerró sin querer a este formidable espécimen en el cuarto de lavado porque accidentalmente había ajustado la configuración de la gatera para entrar, pero no para salir. Al volver a casa por la noche, tras un paseo que duró todo el día, encontraron la habitación hecha un desastre y al gato enloquecido. Titán no se tomó bien que lo encerraran y perdió los estribos; una persiana veneciana estaba desprendida de las bisagras, el contenido de la cesta de ropa sucia estaba hecho jirones y el lugar apestaba a rancios meados de gato. Tan pronto abrieron la puerta trasera, Titán se perdió en medio de la noche, para alivio de esas personas.

Otra pobre familia estaba acurrucada en el sofá, viendo Buscando a Nemo, cuando de pronto Titán, insuflado por la testosterona, irrumpió en su salón, cruzó la estancia e intentó mancillar a su hermosa y fina gata persa sobre el tapete frente a la chimenea. Ambos gatos bufaban, mechones de pelo volaban por los aires, y el padre terminó terriblemente arañado cuando intentó separarlos y sacar a Titán de ahí. Sin duda alguna, tanto padres como hijos quedaron traumatizados, al igual que el objeto de la lujuria de Titán. De hecho, la pobre gata se extravió poco después —una reacción habitual después de tal angustia y conmoción—, pero, por fortuna, volvió a casa al cabo de unos días.

A pesar de sus tendencias destructivas y dominantes, con el tiempo me encariñé con ese rebelde bribón. Disfrutaba de seguirlo durante su vagar por el pueblo —con frecuencia podía saber su ubicación gracias a las cámaras detectoras de movimiento—, y muchas veces me preguntaba por su procedencia. ¿Titán era un gato salvaje que siempre había vivido en la calle? ¿O era un callejero que alguna vez tuvo un hogar y que quizás incluso seguía teniendo dueño en algún lugar? Sospeché que sería lo segundo y decidí investigar.

Para empezar, en las inmediaciones del pueblo pegué docenas de carteles con su foto y la frase «¿Conoces a este gato?», con la esperanza de que alguien lo reconociera. Luego, para crear un perfil exhaustivo de nuestro querido intruso felino, entrevisté a todos los vecinos que dijeron haberlo visto y examiné los vídeos de las distintas cámaras. Logré averiguar que frecuentaba cinco propiedades distintas, en las cuales había gatos que peleaban con él, eran potenciales parejas o, en casos muy inusuales, eran sus amigos. No obstante, solo había una propiedad que visitaba a diario; una bella cabaña en la que vivía Valerie, una amigable mujer de casi setenta años. Era amante declarada de los gatos —tenía uno llamado Max, un viejo burmés— y se había encariñado con el gato fortachón que solía visitarla para almorzar en su casa o tomar una siesta.

—Curiosamente, nunca he tenido problemas con él —dijo ella cuando le describí el comportamiento indómito de Titán—. Siempre ha parecido adaptarse muy bien a mi casa, y Max está demasiado viejecito como para molestarlo.

De hecho, diría que se llevan bastante bien. Puede ser un encanto cuando se lo propone.

Valerie estaba apegada al joven Titán y quería adoptarlo. No obstante, le expliqué que sentía que era mi deber intentar ubicar su procedencia, lo cual tal vez me permitiría devolverlo a sus dueños originales —si acaso los tenía— e infundirle así cierta estabilidad a su vida. También era necesario castrarlo lo más pronto posible; los gatos callejeros son más susceptibles a enfermedades, y cualquier animal al que arañara o con el que se apareara correría el riesgo de infectarse. La «esterilización» también disminuiría las tendencias agresivas que alarmaban a un puñado de residentes locales. Con todo eso in mente, una tarde, Valerie me permitió instalar una trampa para gatos en su cocina —básicamente, una jaula amplia y espaciosa de plástico llena de comida que sirve como carnada—, para atraparlo sin herirlo. Después lo llevaría al veterinario para que lo examinara y descubrir si tenía microchip.

Valerie me llamó a las ocho de la mañana del día siguiente.

—Creo que debes venir, Colin —me susurró—. Hay un gato muy poco amigable en mi cocina.

Al gato encarcelado no le gustó verme; me bufó con furia y meneó la esponjada cola con desesperación cuando me acerqué a él. Por fortuna, logré tranquilizarlo con un puñado de premios para gato y unas cuantas palabras afectuosas, y después lo puse en un transportín mucho más cómodo. Cuando emprendí el camino hacia el consultorio veterinario, recibí una llamada de Sam, que había llegado hacía poco a la oficina. Al parecer, la noche anterior, una tal señora Lewis dejó un mensaje en el contestador diciendo que había visto el cartel en un tablón de anuncios y que Titán era suyo.

—Dice que se llama Milo —me explicó Sam— y que calcula que se extravió hace seis meses en Bramley.

Esa población estaba apenas a diez minutos de Shamley Green, y yo la conocía bien.

—De acuerdo —contesté—. Dejaré al gordo en el veterinario y luego iré a visitarla.

La señora Lewis, una mujer de treinta y tantos años y con dos hijos, me recibió en la puerta y me guio hasta la cocina. Rebuscó en un cajón y sacó una fotografía de un enorme gato gris —no había duda de que era Titán—, y luego me contó lo devastados que se habían quedado sus hijos cuando se perdió y creyeron que nunca lo volverían a ver. También me explicó que la desaparición coincidió con que una de sus tres gatas (a quien Titán preñó) había dado a luz una camada de seis gatitos.

—Creo que tenía demasiadas mujeres y demasiados hijos. —Sonrió—. Es como si hubiera dicho: «Bueno, esto es demasiado. Cojo mis cosas y me largo…».

—Es una razón muy común por la cual los gatos desaparecen —contesté, y le expliqué que son sumamente sensibles a los cambios en el entorno, y que el alboroto y el movimiento en el hogar pudo haberlo impulsado a migrar a otro territorio.

La señora Lewis me contó después que la mayoría de los gatitos habían sido dados en adopción y que la más anciana de las «esposas» había fallecido hacía poco.

—En general, la casa está mucho más tranquila en estos días —dijo—, así que me encantaría recuperar a Milo.

No pude evitar darle a la señora Lewis un par de consejos: en primer lugar, era indispensable castrar al gato, pues muchos de sus problemas de conducta estaban vinculados con su «virilidad»; y, en segundo lugar, debía intentar reducir el número de gatos en la casa, pues quizás eso había inspirado la huida del macho.

Titán —ahora Milo— se reunió al poco tiempo con la familia a la que abandonó, lo cual le puso un punto final satisfactorio a una investigación desgastante y por fin respondió a las preguntas que desde hacía semanas me inquietaban. Aunque no era un gato feral, tampoco era un típico callejero, pues no lo habían abandonado y, técnicamente, tenía casa. Prefería considerarlo un gato «que volvió a sus raíces salvajes». Primero vivió felizmente entre humanos, pero, después de un detonante particular, se sintió desplazado de su propio territorio. Entonces eligió cambiar la vida doméstica por una existencia nómada y seleccionó Shamley Green como su nuevo «señorío», puesto que la amplia variedad de casas con gatos le garantizaba comida suficiente, hembras de sobra y oportunidades de confrontación. Me despedí de Titán y volví a la granja Bramble Hill. Aunque me encantó reunirlo con su familia, fue inevitable preguntarme cuánto tiempo duraría ahí ese gato voluntarioso y con tendencias nómadas.

El proyecto Red Lion fue un ejercicio sumamente valioso. Los rastreadores y las cámaras registraron información muy útil que nos permitió obtener conocimiento empírico del comportamiento de los gatos —de sus vidas secretas, por decirlo de algún modo—, y nos obligó a ver con nuevos ojos la cuestión de la migración felina. Con ayuda de este nuevo conocimiento, UK Pet Detectives logró captar más casos de gatos perdidos y extraviados, y nuestros índices de recuperación ascendieron a más del sesenta por ciento. No obstante, para mí seguía sin ser suficiente —no soportaba el fracaso ocasional—, y sabía que necesitábamos avivar el paso.

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