Molly

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6. Un rescate memorable

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Un rescate memorable

Mi devoción por los perros rescatados nació en el Lejano Oriente. Las calles de Malasia y Singapur, donde pasé mis primeros años de vida, estaban plagadas de animales callejeros que, en su mayoría, pasaban sus días escarbando en la basura, peleando entre sí o buscando sombras para refugiarse del calor abrasador. A mi hermano David y a mí nos encantaban esos flacuchos perros callejeros, y con frecuencia sacábamos comida a escondidas de la alacena familiar o sustraíamos las sobras de pescado y pollo sin que mi madre se diera cuenta. Luego salíamos a hurtadillas para darles algo de comer a esos pobres chuchos hambrientos y sonreíamos mientras los veíamos devorar hasta el último bocado.

No obstante, cada cierto tiempo, cuando las calles rebosaban de animales callejeros, la temida camioneta de la perrera municipal hacía su entrada y se llevaba de la vía pública a docenas de perros de todas formas y tamaños para llevarlos a un lugar del que nunca volverían. Observar esos incidentes nos rompía el corazón (sobre todo cuando incluían a alguno de nuestros perros favoritos), así que David y yo solíamos tomar cartas en el asunto. Cada vez que sabíamos que los «mataperros» llegaban a la ciudad, nos llenábamos los bolsillos de restos robados y los usábamos para atraer a nuestros amigos caninos a un lugar seguro.

—¡Seguidnos, perritos! —les gritábamos, y salíamos corriendo por los callejones en pantalón corto y sandalias, dejando bolas de arroz pasado y trozos de tocino quemado a nuestro paso.

Ojalá hubiéramos podido rescatarlos a todos —ansiaba protegerlos con todo mi corazón—, pero mis padres solo nos permitieron adoptar a uno de ellos, una adorable perra mestiza color arroz con orejas de lobo. La llamamos Honey y se convirtió en la mimada mascota de la familia.

A finales de los sesenta, los singapurenses y los malayos no habían adoptado aún el concepto de rescatar y adoptar animales. Si los perros no cumplían una función específica —como guardián o pastor—, se les consideraba inservibles y se les abandonaba en las calles. Una vez, durante la época de los monzones, mi padre y yo intentamos inútilmente rescatar a una camada de cachorros de ahogarse en un drenaje de tres metros de profundidad, y aún recuerdo como si fuera ayer haber presenciado con impotencia la forma en que el agua los arrastraba y se los llevaba.

—Hicimos todo lo que pudimos, Colin —dijo mi padre mientras me caían las lágrimas sobre las mejillas rojas.

Como él también era amante de los perros, la escena debió de resultarle sumamente perturbadora.

—¡Pero no es justo, papá! —grité mientras él, como todo buen padre, me pasaba un brazo sobre el hombro para sacarme de ahí.

Recuerdo haberme tumbado en la cama al llegar a casa y hacerme una promesa en silencio. Haría todo lo posible por ayudar a los animales abandonados y no deseados, tanto en ese momento como en el futuro, y jamás de los jamases compraría una mascota si podía adoptar a otra primero.

En la oficina de Milton Keynes de Medical Detection Dogs, les expliqué a Claire y a Rob los que para mí eran principios bien arraigados desde la infancia. Todos los perros que mi familia y yo tuvimos fueron rescatados, y no estaba dispuesto a renunciar a algo importante para mí. También aproveché la oportunidad para comentarles que, cuando trabajé con la policía y ahora como detective de mascotas, me había topado con muchos perros abandonados y maltratados, lo que me seguía atormentando. Por el lado positivo, también había conocido docenas de maravillosos albergues de mascotas y centros de rescate que se dedicaban a reubicar animales abandonados. En lo personal, estaba sumamente comprometido con su causa.

—Entiendo que para ustedes esto pueda ser un inconveniente —les dije—, pero espero que comprendan mi inquietud.

—Claro, por supuesto, Colin. Estoy totalmente de acuerdo contigo —contestó Rob—. Y me encanta la idea de buscar una perra rescatada —agregó—, aunque quizá nos llevará un poco más de tiempo encontrar a la indicada, y puede que sea más arriesgado. Aunque no perdemos nada por intentarlo.

Rob y yo nos pusimos a ello. Contactamos con varios de sus amigos y socios en el mundo canino, y yo también hice mi parte al comunicarme con albergues de animales y con antiguos clientes de UK Pet Detectives para preguntarles si por casualidad sabían de alguna candidata adecuada. Una de estas personas —una mujer de Fernham a cuyo perro había rescatado— me habló de Willow, una cocker spaniel de once meses que vivía en Escocia y a la que su familia ya no podía cuidar. Aunque me dio pocos detalles, sonaba bien; según lo que me dijo, era una perra que estaba en forma, era dócil y no parecía tener problema alguno con los gatos.

Por casualidad, Rob viajaría al norte de la isla esa misma semana y accedió a visitar a Willow. No obstante, redujo cualquier posible esperanza cuando me pasó el informe por teléfono:

—Lo lamento, Colin —dijo con un suspiro—, pero no es lo que buscamos.

Me explicó que, tan pronto entró por la puerta de la casa, la pobre Willow corrió en sentido contrario y fue a esconderse bajo la mesa de la cocina. Por más que intentó convencerla de acercarse, la pequeña no quiso salir.

—Necesitamos el tipo de perro que intenta subirse a la mesa y no esconderse debajo de ella —dije con tristeza, mientras tachaba su nombre de la lista.

Continuamos la búsqueda, aunque sin mucho éxito. Durante doce semanas, Rob y yo evaluamos media docena de spaniels rescatadas; casi todas parecían buenas candidatas sobre el papel, pero en la vida real no daban el perfil. O tenían el temperamento equivocado —eran demasiado tímidas, irritables o perezosas—, o eran demasiado hostiles hacia los gatos y otros animales.

Con el paso del tiempo, empecé a dudar seriamente de mi propio juicio. Mi preciado proyecto (en el cual había invertido mucho tiempo, dedicación y reflexión) parecía estar en un callejón sin salida.

—Parece que la idea de encontrar una perra rescatada no está funcionando —le dije a Sarah una tarde, después de otra frustrante e infructuosa visita a una candidata—. Para ser sincero, Rob me advirtió de que no sería nada fácil. Tal vez sea hora de poner los pies en el suelo y abrir la puerta a otras alternativas.

—Quizá tengas razón —contestó, y alzó la mirada por un instante de su revista Marie Claire—. Si no tienes cuidado, Colin, se te irá la vida en esperar.

Cuanto antes, concerté una reunión con Claire y Rob, en la cual sugerí —aunque a regañadientes— que ampliáramos las opciones e incluyéramos criaderos de los que nos pudiéramos fiar. De ser necesario, podía usar el pequeño presupuesto que había asignado al proyecto para comprar la cachorra adecuada, aunque no fuera esa perra rescatada en la que había depositado mis esperanzas.

Un par de días después, alguien le habló a Rob de Sasha, una hermosa perra color miel, producto de un excedente de cocker spaniels de trabajo de un criadero ubicado en Carlisle. A diferencia de las candidatas anteriores, Sasha pasó la evaluación preliminar; lo siguiente era someterla a una prueba de aptitudes durante una semana. Todo parecía indicar que Sasha era la perra ideal, lo cual me tenía muy emocionado.

El lunes siguiente, llegué a las oficinas centrales de MDD para el primer día de pruebas, pero Rob me recibió en la entrada, cabizbajo.

—Malas noticias —dijo—. Sasha no vendrá.

Su dueña se había arrepentido en el último momento; había dicho que la perra se mareaba al viajar en coche y que se le había «olvidado» mencionarlo. Dudé que esa fuera la verdadera razón; más bien sospechaba que alguien le había ofrecido más dinero, o que nos había ocultado algún detalle sobre Sasha que temía que saliera a la luz pronto.

Volvíamos a empezar de cero, lo que me decepcionó. Sin embargo, no me daría por vencido; de hecho, estaba más decidido que nunca a lograr mi objetivo. Después de haber administrado mi propio negocio durante más de una década y gestionar infinidad de proyectos, sabía que los obstáculos y los baches eran parte inevitable del camino. Había aprendido por experiencia propia que lograr resultados fructíferos en una misión importante era meramente cuestión de esfuerzo.

Esa tarde salí a caminar por la granja para aclarar mis ideas y recargar mi entusiasmo.

«La perra ideal “tiene” que existir —recuerdo haber pensado mientras caminaba por el sendero junto al canal—. Solo es cuestión de encontrarla.»

Unas cuantas semanas después, mientras buscaba un labrador perdido en New Forest, sonó mi teléfono. Era Rob, y parecía un poco más animado que de costumbre.

—Una preguntita, Colin… No has abandonado aún la idea de reclutar una perra rescatada, ¿verdad?

—No, claro que no. Siempre ha sido el plan A, Rob.

—Bueno, es que estaba buscando en Internet y encontré una perra que tiene buena pinta.

—¿Dónde?

—Gumtree.

—¿Gumtree?

Con los años, el sitio de ventas se había convertido en un popular mercado electrónico de mascotas, pero un socio de Rob le avisó de que regalaban a una cocker spaniel negra. Tenía unos diez meses, y en su corta vida había tenido tres dueños; sin embargo, todos parecían rendirse ante su comportamiento rebelde e incontrolable. La actual dueña era una madre soltera y exhausta que vivía en las East Midlands y que decidió publicar el anuncio en Gumtree cuando ya no pudo más.

El anuncio decía:

NECESITA UN BUEN HOGAR.

LA DUEÑA YA NO PUEDE LIDIAR CON ELLA.

—Me disculparás si no me emociono, Rob, pero…

—Colin, sé exactamente lo que vas a decir. Parece una perra problemática, pero démosle una oportunidad. Esta tarde iré a visitarla. Luego te cuento.

—¿Cómo se llama?

—Molly. Se llama Molly.

Molly. Igual que la queridísima perra de mi amiga Anna. «Es una buena señal», pensé para mis adentros, y fue una idea reconfortante, porque los amantes de los perros solemos experimentar estas conexiones espirituales fortuitas.

—Bueno, primero la mala noticia —dijo Rob cuando me llamó para ponerme al corriente, tal y como había prometido. Se me encogió el corazón y me preparé para una nueva decepción—. Molly es complicada. No ha recibido suficiente afecto ni atención. Padece ansiedad cada vez que se separa de alguien y ladra como una loca cuando se siente frustrada. Roba comida de los platos y premios de los bolsillos. Y es una de las perras más voluntariosas y necias que he conocido jamás.

—¿Y la buena noticia? —contesté, decepcionado.

—Creo que hemos encontrado a la perra que buscábamos, Colin —dijo Rob.

Rara vez me quedo sin palabras, sin embargo, en esta ocasión me quedé boquiabierto.

—Sí, me has oído bien —continuó Rob entre risas—. Molly es maravillosa. Es astuta como un zorro y está llena de energía y confianza en sí misma. Es justo lo que necesitamos. —Me froté la frente despacio mientras intentaba absorber las buenas noticias—. No me malinterpretes, Colin: es una perra que requerirá muchísimo entrenamiento. Pero creo que es perfecta.

—Es la mejor noticia que he recibido desde hace mucho tiempo —dije, y esbocé una ligera sonrisa.

—Solo quisiera discutir algo contigo —agregó Rob—. Es algo en lo que llevo pensando mucho tiempo. Si decidimos traer a Molly a MDD, creo que lo correcto sería que la adoptaras una vez que termine su entrenamiento, independientemente del resultado o de si es la indicada para el proyecto.

—De acuerdo —dije, y los engranajes de mi cerebro empezaron a dar vueltas para procesar aquel giro inesperado.

Parecía que la pobre Molly había tenido una infancia complicada, y descartarla si no cumplía con las expectativas sería cruel. Adoptarla «a ciegas» era una decisión difícil, teniendo en cuenta lo que Rob había dicho sobre ella. No había garantía de que seríamos el uno para el otro, pero estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario. Había pasado la mayor parte de mi vida adulta ofreciendo hogar temporal a mascotas «problemáticas» con pasados difíciles, y estaba seguro de que, con suficiente amor y cuidados, podría darle a Molly el hogar estable que ansiaba, independientemente de si se convertía en la perra detectora de gatos que necesitaba. Como quien dice, la decisión ya estaba tomada.

Claro que la adoptaré —dije, y nos visualicé a Sarah y a mí viviendo rodeados de spaniels adoptados que habían resultado ser incapaces de encontrar gatos perdidos.

Rob inició los trámites e hizo los arreglos necesarios para transferirla al centro de MDD. Como mi casa en West Sussex estaba a dos horas y media de distancia (demasiado lejos para ir a diario, sobre todo acompañado de un animal), Molly sería llevada a un hogar temporal de la localidad. Resultó reconfortante descubrir que la organización benéfica tenía una política estricta de no encerrar a los perros en jaulas, lo que implicaba que a todos se les daba un buen hogar temporal; esto fomentaba que se sintieran tan seguros y queridos como fuera posible, lo cual, a la larga, favorecía su entrenamiento.

—Aunque no sabemos mucho sobre el pasado de Molly, tener múltiples dueños debe haber repercutido en su bienestar —dijo Rob—. Por eso, es muy importante que se sienta feliz, acogida y amada.

Me enteré de que esas familias de acogida tenían gran experiencia cuidando perros y cumplían su función con enorme profesionalidad. Desde el principio sabían que la adopción era provisional —unas cuantas semanas o meses, dependiendo de la duración del programa de entrenamiento—, y se ceñían al pie de la letra a lo que les indicaba MDD. Aunque se esperaba que brindaran cuidados y atención de altísima calidad, se les disuadía de forjar vínculos estrechos con estos perros de trabajo, pues con el tiempo tendrían que entregarlos. También descubrí que muchos de estos cuidadores eran empleados de MDD que disfrutaban del beneficio de tener un perro por las tardes y los fines de semana, pero también de dejarlo en el centro de entrenamiento durante el día.

Acordamos que visitaría el centro de Milton Keynes una vez que Molly se hubiera hallado en MDD y se hubiera acostumbrado a su familia de acogida. Mientras tanto, Rob me envió una fotografía digital que le tomó el día que la conoció. Al ver aquella cabellera negra despeinada y sucia que parecía estropajo, y la mirada desafiante y temperamental de la perrita, no pude contener una carcajada.

—¿Has visto esto? —sonreí mientras le mostraba a Sarah la foto esa misma noche—. Parece miembro de Black Sabbath.

—Está un poco descuidada, ¿no crees? —contestó ella, y alzó la ceja.

De inmediato, configuré la foto como fondo de pantalla de mi teléfono. Cada vez la miraba o se la mostraba a familiares y amigos, sentía un cosquilleo de emoción. Tenía un buen presentimiento acerca de esa perra. Estaba deseando conocerla.

Cuando vi a Molly por primera vez, ella corría por los jardines de las oficinas centrales de Medical Detection Dogs, persiguiendo pelotas de tenis que los miembros del equipo le lanzaban desde distintas direcciones. Era fantástico ver la forma en que corría, se agazapaba y brincaba para atrapar aquellas pelotas amarillas en el aire; aun sin conocerla, el pecho se me llenó de orgullo.

—Fíjate en su capacidad de concentración, Colin. Es fenomenal —dijo Rob, quien, como yo, la había estado admirando desde lejos—. En cuanto a sus niveles de energía, están por las nubes.

Media hora después me llevó a una cabaña cercana, donde por fin conocería a Molly. Curiosamente, me sentía nervioso, como si estuviera a punto de entrar en la última fase de entrevistas para el trabajo de mis sueños; con cada minuto que pasaba, la cabeza y el corazón me retumbaban con más fuerza. Molly y yo debíamos sentir algún tipo de conexión, o de otro modo corríamos el riesgo de que las cosas salieran muy mal.

De pronto, la puerta se abrió con un crujido y Molly irrumpió en la habitación, seguida de Astrid, la colega de Rob, quien había vuelto hacía poco de su viaje de trabajo a Alemania. De inmediato me atrajeron los ojos brillantes y alegres de la perra, así como la forma confiada en que clavaba el reluciente hocico negro en el aire. Era obvio que le habían dado un buen baño después de tomarle aquella foto en la que parecía una heavy; tenía el pelaje corto, bien cepillado y lustroso. Ahora era la viva imagen de la salud y la alegría.

—Es un animal fantástico, Colin —señaló Astrid con su marcado acento chileno. Me comentó que había pasado algún tiempo con Molly, haciendo unos cuantos ejercicios sencillos en el campo de entrenamiento, y se había encariñado con ella de inmediato—. Avísame si cambias de opinión con respecto a adoptarla —dijo con un guiño—, porque te quitaría ese peso de encima con sumo gusto.

Entonces Molly empezó a husmear y a olisquear hasta el último centímetro de la cabaña, así como a cada uno de los humanos presentes. Cuando por fin me vio, titubeante y acomodado en una silla de oficina, hizo una breve pausa y ladeó la cabeza con curiosidad.

«¿Quién es usted, caballero? —parecía decir—. ¿Qué hace aquí? ¿Cómo contribuirá a mi mundo? ¿Eh?»

—Fíjate, Colin —dijo Rob con una sonrisa—. Creo que Molly te está evaluando.

Decidí no llamarla ni agacharme para saludarla. Sé lo perspicaces que son los perros con el comportamiento humano y no quería transmitirle sentimientos de inquietud ni de aprehensión. En vez de eso, me quedé quieto, mantuve una expresión neutra y le sostuve la mirada, mientras una multitud de pensamientos daban vueltas en mi cabeza.

«Muy bien, señorita —pensé—. ¿En qué estás pensando? ¿Crees que podremos trabajar juntos? ¿Estás lista para emprender un viaje maravilloso?»

A Rob y Astrid les parecía muy entretenida esta valoración mutua.

—No estoy segura de cuál de los dos dará el primer paso —dijo la chilena entre risas—. Es como ver los prolegómenos de un combate de lucha libre.

Al final, fue Molly quien rompió el impasse. Poco a poco se me acercó, me dio un ligero empujón con el morro en el costado del muslo y, para mi sorpresa, saltó con destreza a mi regazo.

«Sí, creo que este señor me cae bien», pareció decir. Meneó el tren trasero para acomodarse mejor. «Supongo que podría trabajar con él…»

Me arrimé y le acaricié el cuello. Cuando miré a Rob y a Astrid, ambos sonreían como un par de padres orgullosos.

—Creo que Molly ya se ha decidido —dije con una sonrisa, mientras ella se giraba para observarlos—. Y creo que yo también.

Por fin había encontrado la perra ideal —sabía que ella era la elegida—, por lo que sentí un gran alivio. Había sido un largo y lento trayecto que me dejó emocionalmente exhausto. Llevaba dos años pensando en mi proyecto prácticamente todos los días, y la obsesión había hecho mella en mi negocio y en mi vida familiar. Algunos de los clientes de la empresa de investigaciones privadas cerraron su cuenta con nosotros porque se quejaban de que era imposible contactar conmigo. También hubo incontables fines de semana en los que dejé a Sarah sola en casa mientras me reunía con distintos especialistas caninos. En muchas ocasiones había vuelto a Cranleigh de mal humor, después de que alguien más me dijera que mi idea era una locura. Pero debo reconocer que Sarah siempre me respaldó y escuchó con paciencia mis quejas y reproches.

No obstante, el día que conocí a Molly volví a casa radiante de alegría.

—¿Adivina qué, Sarah? He encontrado a la perra ideal —dije con una sonrisa, la abracé y le planté un enorme beso en la mejilla—. La búsqueda ha terminado. Molly es maravillosa. Si todo sale bien, pronto vendrá a vivir con nosotros…

—Qué bien. Qué alegría —contestó ella, aunque no me sonó del todo convencida.

Esa noche decidí que tenía que llamar a Anna. Había estado atenta al progreso y conocía todas las dificultades y preocupaciones a las que me había enfrentado. También sentía que estaba en deuda con mi amiga, puesto que ella fue quien me presentó a Claire y a Rob.

—No lo vas a creer, Anna —dije—. Molly es perfecta. Es mucho más de lo que esperaba, de hecho.

—Qué alegría, Colin —contestó—. Sé que MDD hará un gran trabajo entrenándola. No la aceptarían si no creyeran que es la perra indicada.

Pasamos la siguiente media hora conversando de toda clase de cosas relacionadas con Molly, sobre todo de su salud y bienestar. En ese sentido, Anna tenía más experiencia que nadie, y me dio muchos consejos e información valiosísima con respecto a la nutrición de los perros de trabajo, por ejemplo, y me habló de las mejores formas de lidiar con la ansiedad por la separación. Para cuando colgamos había recabado una larga lista de cosas que debía tener en cuenta, así como de todos los temas con los que necesitaba familiarizarme.

«Por fin —pensé, y me recliné en la silla de mi oficina—. Por fin estamos progresando…»

Durante el entrenamiento —el plazo programado era de seis meses—, Molly se quedaría en MDD en Milton Keynes y seguiría viviendo con su familia de acogida por las tardes y los fines de semana. Bajo la guía experta de Rob y de Astrid, Molly aprendería a emparejar aromas a través de la exposición a una serie de olores varios y a distinguir entre ellos. En mi caso, tenía permitido visitarla con frecuencia para verla en acción, después de lo cual Rob me enviaba un informe de sus avances. También podía pasar algo de tiempo de calidad con ella (incluidas caminatas, conversaciones y juego con pelotas de tenis) para conocerla mejor.

Molly actuó a la perfección en MDD y se adaptó de maravilla al programa de entrenamiento; sin embargo, al cabo de unos cuantos meses empezó a desarrollar cierto comportamiento preocupante cuando estaba lejos de la zona de entrenamiento. Desde su llegada, se había encariñado mucho con Astrid (quizá demasiado, según observé), y empezó a sufrir ansiedad cuando la chica se fue de la asociación para emprender otros proyectos. Aunque los expertos de MDD eran capaces de lidiar con la inquietud de la perra en el centro, sus cuidadores temporales tenían muchas dificultades con ella en casa. Al ser una perra muy voluntariosa, empezó a transgredir las reglas y a tomarse libertades (como subirse al sofá, robar comida de la mesa e ignorar órdenes) que seguían el mismo patrón de desobediencia que hizo que sus anteriores dueños terminaran regalándola en Gumtree. Todos sabíamos que era indispensable hacer algo con esta regresión antes de que pusiera en riesgo el proyecto entero.

—Si Molly se vuelve indisciplinada, no habrá forma de que trabaje con nosotros —le dije a Rob—. Hay que cortar esto de raíz. Y rápido.

MDD llamó a un especialista en comportamiento canino que ocasionalmente trabajaba con ellos (se llamaba Mark Doggett) para que corrigiera la conducta de Molly. Para restablecer en cierta medida el orden en su vida, la transfirieron del hogar de acogida a la casa de Mark a tiempo completo. Molly se iría a vivir a su casa en las West Midlands con sus dos perros, y ahí le enseñaría a adaptar su comportamiento y a ceñirse a límites estrictos, lejos de cualquier distracción. En cuanto al entrenamiento olfativo, Mark —bajo la tutela de MDD— continuaría enseñándole desde casa a distinguir olores, con lo cual construiría encima de las excelentes bases sentadas por Rob y Astrid.

Esta terapia intensiva personalizada duraría al menos tres meses, lo que implicaba que la entrega final —el momento en que Molly se iría a vivir conmigo de forma permanente— se pospondría. Aunque, en un principio, me sentí decepcionado, reconocí que era lo correcto y accedí a ser paciente. Había esperado mucho para que el proyecto se materializara y no quería apresurarlo si eso implicaba ponerlo en riesgo.

Aunque no me parecía que transferir a Molly con otro cuidador fuera lo ideal, al ver a Mark interactuar con ella por primera vez me convencí de que la perra estaba en buenas manos. No solo la entendía a la perfección, sino que también ejercía en ella un impresionante efecto tranquilizante. De inmediato me quedó claro por qué MDD decidió asignarle la tarea.

Mark también insistía en que la visitara con frecuencia en su hogar de Birmingham (solía hacerlo después de las reuniones con Claire y Rob), y accedía gustoso a que Molly y yo diéramos largas caminatas solos, solo los dos, hombre y perra. En esas visitas, disfrutaba cada momento que pasaba con ella, y me resultaba sumamente difícil despedirme.

Al principio, el trabajo de Mark con Molly parecía avanzar muy despacio, además de que en sus informes semanales parecía identificar una letanía de problemas.

—Lo que intento es resaltar los problemas que estimulan la desobediencia de Molly para poder abordar su comportamiento negativo —me dijo durante una llamada telefónica, en la cual me explicó que estaba empleando un sistema basado en recompensas para fomentar los comportamientos positivos.

Por ejemplo, durante las sesiones de juego con los otros perros de Mark, a Molly le ordenaba que esperara su turno, lo cual para ella era muy difícil. No obstante, si hacía lo que se le indicaba y refrenaba su entusiasmo e impaciencia, Mark la recompensaba con una intensa sesión de juego con la pelota de tenis.

Las normas y reglas en el interior de la casa también eran trascendentales para inculcarle cierta disciplina y decoro a su comportamiento. No tenía permitido entrar en la habitación principal ni subir las escaleras, por ejemplo, ni tampoco entrar a la cocina cuando estaban cocinando o comiendo.

Por fortuna, para el segundo mes, Mark confirmó que al fin mi pequeña cocker spaniel presentaba avances significativos; respondía bien al entrenamiento conductual y —para alivio de todos— seguía logrando excelentes resultados en las sesiones de cotejo de olores.

Este adelanto implicó que Claire y Rob y el equipo de MDD accedieran a elegir una fecha para la gran entrega: viernes 23 de diciembre de 2016. No obstante, antes de poder llevar a Molly a casa definitivamente, debíamos realizar juntos un entrenamiento intensivo de dos semanas en Milton Keynes. Solo podíamos aprobar o suspender; no era meramente una cuestión de pasar quince días juntos y esperar que nos dijeran «Ya están entrenados, adiós…». Si Molly y yo no demostrábamos que podíamos trabajar juntos como una unidad efectiva, no nos pondrían el sello de aprobación del MDD y, por ende, mi proyecto estaría en riesgo.

Durante este periodo crucial de dos semanas, empezamos todos los días a las nueve de la mañana en punto y pasamos buena parte del tiempo en lugares cercanos al centro de entrenamiento. Mark o Rob hacían demostraciones puntuales de las complejas técnicas de detección de aromas de Molly; además, me enseñaron a ocultar diferentes muestras de olor en diversos entornos al aire libre para crear simulaciones de búsqueda. Cada nueva tarea era un poco más complicada que la anterior; durante los primeros días, le pedimos a Molly que detectara una muestra de olor única en un jardín pequeño, pero, conforme fue avanzando la quincena, ocultamos la muestra en una granja grande, junto con dos muestras contrastantes que Molly debía descartar. La pequeña llevó a cabo todas las tareas con facilidad; al verla obedecer mis órdenes con aplomo, mi confianza en el proyecto se fue fortaleciendo. A fin de cuentas, ella no era la única que estaba bajo la lupa; a mí también me observaban y evaluaban.

—¿En qué crees haberte equivocado en esa ocasión, Colin? —preguntaba Mark mientras se asomaba por encima de mi hombro.

Toda la experiencia era muy intensa.

Después de cada sesión de entrenamiento —y mientras Molly disfrutaba de un descanso bien merecido—, me sentaba con Rob o con Mark para estudiar algunos aspectos teóricos. Ambos reforzaban mis conocimientos con su vasta experiencia cuando me explicaban, por ejemplo, que los perfiles de olor pueden verse afectados por el clima y la topografía, o que el sistema olfativo de un cocker spaniel de trabajo tiene ciertas particularidades y complejidades. Cubrimos una amplia gama de temas, incluido el uso correcto del tono de voz durante las búsquedas, la incorporación de ciertos tipos de juegos y los beneficios de implementar un sistema de recompensas.

Conforme pasaron los días y Molly fue dándose cuenta de que el tal Colin desempeñaría un papel muy importante en su vida, mi futura perra detectora y yo fuimos intimando. El equipo de MDD se conmovió al ver que íbamos forjando un vínculo estrecho —nunca lo ocultamos—, y les complació ser testigos de nuestra compenetración. Era como si Molly y yo hubiéramos formado un tradicional dúo detectivesco de televisión —como Cagney y Lacey, o Morse y Lewis—, y a todo el mundo le encantaba ver lo bien que nos llevábamos mi compañera y yo.

—Su trabajo en equipo es sobresaliente, Colin —me dijo Mark una mañana mientras conducíamos a un bosque cercano para otra sesión de práctica, con Molly sentada dentro de su transportador, mordiendo un juguete—. Entenderse profundamente siempre será clave y, por lo que veo, vosotros dos lo hacéis de maravilla.

Al final de cada día de entrenamiento, Molly y yo viajábamos a casa de mis padres, en Cotswolds, a cuarenta minutos del centro en coche. Mis padres accedieron a alojarme durante esas dos semanas —de lunes a viernes— y estaban muy ansiosos de conocer a la nueva integrante de la familia Butcher.

«¡Qué emocionante!», parecía pensar Molly mientras nos alejábamos de Milton Keynes después del primer día que pasamos juntos en MDD. «¿Adónde vamos? ¿A quién vamos a conocer?»

Como era de esperar, mis padres quedaron encantados con Molly desde el principio, pero también eran capaces de identificar una personalidad canina compleja a primera vista.

—Caray, tiene un poquitín de energía, ¿verdad? —señaló mi madre de forma eufemística mientras Molly se subía de un brinco a la encimera de la cocina en busca de su pelota de tenis nueva—. ¿Sarah sabe en lo que se está metiendo?

—Por supuesto —contesté con una sonrisa nerviosa.

Para cuando terminó la primera semana, mis padres estaban exhaustos (Molly había tenido dificultades para adaptarse a un nuevo entorno y dejó claro que requería muchísima atención), y el suelo de su cocina quedó tapizado de pelo negro. No obstante, como ellos también adoraban a los animales, no les molestó lo más mínimo.

Cuando concluyó la primera semana de entrenamiento, en una fría noche de viernes, llevé a Molly por primera vez a mi casa en Cranleigh. Antes de su llegada, hice una serie de modificaciones esenciales a la vivienda para adaptarla a las necesidades de la perra. Convertí el trastero de la planta baja en la guarida de Molly, un pequeño lugar en el que pudiera guarecerse en busca de paz, tranquilidad y soledad. Después, a pesar de los desacuerdos con Sarah («La perra no necesita más de un lugar donde dormir, ¿o sí, Colin?»), coloqué múltiples camas caninas de lujo en las partes más cálidas de la casa. También pedí varios de los alimentos favoritos de Molly (incluidos premios de morcilla cruda, de carne seca, de salchicha y de queso cheddar) y, durante una visita a la tienda de mascotas local, me abastecí de juguetes y cachivaches para perro.

Dado que estaba dispuesto a pasar tanto tiempo con Molly como fuera necesario mientras se adaptaba, tuve la prudencia de ajustar mi rutina laboral y cancelé todas las citas o investigaciones que requerían que estuviera más de unas cuantas horas fuera de casa. También decidí no salir de viaje durante al menos seis meses, pues me parecía terrible separarme de Molly en una etapa tan importante de su vida. Para Sarah fue como un jarro de agua fría, pues los últimos cuatro años habíamos pasado las semanas más frías de febrero relajándonos junto a la piscina del chalet caribeño de una amiga nuestra.

Sobra decir que mi novia no fue la más feliz cuando volvió a casa del trabajo aquella noche de viernes. Molly y yo habíamos pasado todo el día realizando búsquedas de entrenamiento en la campiña de Buckinghamshire, entre arroyos y arbustos, y ambos estábamos mojados y apestábamos. Estaba a punto de meter la ropa que había sacado de mi bolsa de viaje en la lavadora cuando oí a Sarah introducir la llave en la cerradura; sus tacones de aguja repiquetearon en el pasillo.

—¡Dios bendito! ¡Este lugar apesta! —exclamó desde la puerta de la cocina.

Ella era la viva imagen de la pulcritud, con su traje sastre azul marino y su blusa color crema.

—Hola, cariño. —Sonreí y señalé a mi acompañante llena de barro, que yacía despatarrada sobre mi chubasquero—. ¡Mira quién está aquí!

Me acerqué para darle un beso en la mejilla, pero ella retrocedió horrorizada.

—¡Pero te has visto! —protestó—. Los dos estáis cubiertos de mugre. Y, por Dios, ¿qué diablos es lo que huele así?

—Solo es olor a perro mojado, cariño. Se disipará cuando Molly se seque. Te lo prometo.

—A esa cosa le hace falta un buen baño. Apesta —dijo mientras fulminaba a Molly con la mirada, y luego a mí—. Y tú también lo necesitas.

Dejó el bolso en una silla de la cocina antes de dar media vuelta para colgar el abrigo. Con la rapidez de un rayo, mi traviesa colega metió el morro mojado en el bolso y procedió a rebuscar en su interior y sacar la billetera y un paquete de pañuelos. Se conformó con este último y empezó a destrozar su contenido alegremente.

—¿No dijiste que la perra estaba entrenada? —gritó mi novia, horrorizada, mientras rescataba el bolso de la silla.

—Es un poco curiosa. Eso es todo —contesté con precaución, mientras Sarah salía furiosa de la cocina y daba un portazo.

Molly ladeó la cabeza y luego parpadeó con mirada afligida.

«¿Qué he hecho? ¿Por qué no le gusto a esta señora?»

—No te preocupes, Molls —susurré mientras retiraba los pañuelos llenos de baba—. Todo esto es nuevo para Sarah. No es personal. Necesita un poco de tiempo para acostumbrarse a ti. Pero te voy a dar un consejo, ¿vale? No andes metiendo el hocico en los bolsos de las señoras, ¿de acuerdo? —Le di una palmada amorosa en la cabeza, y ella olisqueó la palma de mi mano a modo de respuesta—. En fin, señorita, es hora del baño —dije—. Sarah tiene razón. Apestas un poquillo.

Esa noche casi no pude dormir. Molly gimoteaba con frecuencia cada vez que intentaba irme a mi cuarto a descansar, y parecía muy tensa y ansiosa. El equipo de MDD me había advertido de lo que podía pasar y me aconsejó que le diera a la perra mucho afecto —y también bastante libertad— para permitirle acostumbrarse poco a poco a su nuevo entorno.

—Dale la oportunidad de fortalecer sus lazos contigo, Colin. Está desesperada por hacerlo —dijo Rob—. Haz lo que sea necesario para que se sienta segura y querida.

Terminé llevando un manta junto a Molly para quedarme con ella toda la noche. Me recosté en silencio a su lado y la tranquilicé y reconforté hasta que se hizo un ovillo y cerró los ojos.

A la semana siguiente, por fin me permitieron llevar a Molly a casa de forma permanente. Habíamos aprobado la evaluación de dos semanas con honores —por momentos, sentí que había sido tan rigurosa como un entrenamiento para pilotos de la Marina Real—, y ella estaba lista para que yo fuera el nuevo encargado de sus cuidados. La oficina de MDD rebosaba de espíritu navideño —resultó que esa misma tarde era su fiesta anual—, y a Molly y a mí nos recibieron con una ola de sonrisas (y un río de lágrimas) a modo de despedida, tras nuestra graduación. El personal consintió a Molly con premios para perros, y a mí, con tartas navideñas. La perra se mantuvo a mi lado en todo momento, como una niña tímida.

«No te dejaré solo ni un instante, papá —parecía decir—. No me iré a ningún lado…»

Dimos un breve rodeo para pasar por la oficina de Claire. Ella había desempeñado un papel fundamental desde el principio al permitir que el proyecto se desarrollara en su atareado centro de entrenamiento y que yo trabajara con su increíble equipo de base. También fue quien reclutó la ayuda de Astrid, la pionera especialista en cotejo de olores que fue sumamente importante para el programa de entrenamiento único de Molly y que minuciosamente puso en práctica con una cocker spaniel de trabajo las mismas técnicas científicas que empleó con los perros olfateadores de la policía alemana.

—Ha sido un enorme placer hacer lo que estaba dentro de mis posibilidades, Colin —dijo Claire con una enorme sonrisa—. Sobra decir que tienes en tus manos una cachorra extraordinaria. —Cuando dijo eso, Molly le tendió una pata para que Claire se la tomara, y estoy casi seguro de haber visto que a mi colega se le escapaba una lágrima—. Adiós, Molly. —Sonrió mientras salíamos de su oficina—. Os deseo toda la suerte del mundo.

Al salir del edificio, vi a Rob y a Mark conversando a un lado del enorme campo de entrenamiento, que se había convertido en el jardín de juegos favorito de Molly en los últimos nueve meses. Ambos nos saludaron al ver que íbamos hacia ellos y se rieron cuando vieron a Molly desaparecer bajo un arbusto cercano y resurgir de allí con una vieja pelota de tenis llena de barro.

—Siempre que vea un partido de Wimbledon me acordaré de ti, Molly —dijo Rob con una sonrisa mientras la observaba con una combinación de orgullo y afecto.

Se me hizo un nudo en la garganta.

—Habéis sido estupendos —dije, y los abracé mientras intentaba disimular mi embarazo—. Habéis hecho realidad lo inimaginable y, de verdad, jamás hubiera logrado nada de esto sin vosotros.

La combinación de su conocimiento y experiencia propulsaron mi proyecto, y por eso estaría eternamente agradecido y en deuda con ellos.

—Tienes una perra excepcional —contestó Mark, que se agachó para darle un sentido abrazo a Molly—. Es una entre un millón.

—Gracias por creer en nosotros, Colin —añadió Rob—. Ha sido un placer trabajar con vosotros.

Minutos después, mientras salíamos del aparcamiento, miré por última vez el fantástico centro de excelencia canina y recordé algunos de los sucesos de la primavera. Molly y yo llegamos ahí por separado, sin saber qué nos depararía el futuro, pero ahora partíamos como un equipo y nos embarcábamos juntos en una aventura maravillosa.

En el viaje de regreso a Cranleigh, el teléfono de mi coche no paró de sonar y de recibir mensajes de buenos deseos, ya fuera Sam desde la oficina de UK Pet Detectives, mi padre llamando desde Cotswolds, o mi hijo, Sam, desde su residencia estudiantil en Mánchester. Muchos familiares y amigos habían seguido de cerca el progreso de Molly y estaban felices de saber que se había graduado con honores y que por fin iba camino a casa.

Al atravesar Chiltern Hills, Sarah llamó para afinar los últimos detalles de nuestras vacaciones navideñas. Habíamos planeado pasar las fiestas con mis padres y mis hermanos (y sus múltiples spaniels) en un hermoso hotel donde aceptaban mascotas: el Lygon Arms, en la campiña de Worcestershire.

—He empezado a poner todas las cosas de Molly en el pasillo —dijo—. Pero estás muy equivocado si crees que viajaremos en «mi» coche con todo ese pelo de perro.

Que llamara a Molly por su nombre en lugar de decirle «esa cosa» era prometedor; sin embargo, no me hacía falsas esperanzas: aún faltaba mucho para que Molly conquistara el corazón de Sarah.

A medida que el cielo se oscurecía, encontramos algo de tráfico navideño y nos detuvimos en la carretera. Dado que no parecía que fuéramos a avanzar pronto, apagué el motor, miré a Molly por el retrovisor y empecé a conversar con ella. Estuve hablándole durante unos veinte minutos mientras ella me observaba por la ventanilla trasera de su transportador y ocasionalmente golpeaba los costados con la cola.

Le hablé de lo mucho que disfrutaría la Navidad en Cotswolds y cuánto ansiaba la familia Butcher conocerla. Le dije que, una vez que empezara el nuevo año, la llevaría a las oficinas centrales de UK Pet Detectives en la hermosa granja de Bramble Hill, donde jugaría en los prados, correría por los bosques y practicaría incontables búsquedas. Mientras esperábamos que el tráfico se diluyera, le hablé de algunos de los perros que había conocido y adorado a lo largo de mi vida: los perros callejeros de Singapur; Gemini, el localizador de gatos; Tina, mi mejor amiga; y Tess, Max y Jay, que fueron mis últimas mascotas y a los que echaba mucho de menos.

—Pero ahora te tengo a «ti» —dije con una sonrisa mientras veía el reflejo de Molly en el espejo y ella ladeaba la cabeza atentamente—. Te has esforzado mucho, bonita, y estoy muy muy orgulloso de ti. Piénsalo…, tal vez dentro de unas semanas encontraremos a nuestro primer gato perdido. ¿No te parece maravilloso?

Puf, puf, puf, puf, golpeaba su cola, como si fuera una especie de código morse canino.

Al poco rato, los coches comenzaron a avanzar, y continuamos nuestro viaje al sur. Molly y yo íbamos camino de casa.

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