Moksha

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Segunda Parte: Experiencia psicodélica y visionaria » Capitulo 39: 1963. La cultura y el individuo

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Capítulo 39

1963

La cultura y el individuo

ALDOUS HUXLEY

Al ofrecer este ensayo a los compiladores de la primera antología popular sobre la LSD, Huxley «abordó… deliberadamente… en términos más generales el problema total de la relación entre el individuo y su cultura, problema este en cuya resolución las experiencias psicodélicas pueden desempeñar indudablemente un papel» (carta a T. Leary, 3 de junio de 1963). El valor de las substancias psicodélicas reside en que «potencian la educación no verbal [del individuo]», y le permiten trascender su condicionamiento social y producir por tanto las reformas culturales necesarias. Huxley reclama un «experimento… empírico… en gran escala» en el tiempo limitado que nos queda.

La relación entre la cultura y el individuo es, y siempre ha sido, extrañamente ambivalente. Somos los beneficiarios y al mismo tiempo las víctimas de la cultura. Sin cultura, y sin la premisa de toda cultura, el lenguaje, el hombre no sería más que otra especie de mandril. Es al lenguaje y a la cultura a los que debemos nuestra naturaleza humana. Y «¡Qué obra de artesanía es el hombre! —dice Hamlet— ¡Cuán noble por su razón! ¡Con cuán infinitas facultades!… ¡En la acción, cuán semejante a un ángel! ¡Por su comprensión, cuán semejante a un dios!». Pero, ay, en los intervalos de su condición noble, racional y potencialmente infinita,

el hombre, el hombre orgulloso,

arropado con un mínimo de sintética autoridad,

totalmente desconocedor de aquello de lo que más seguro se siente,

de su frágil esencia, cual mono colérico

ejecuta piruetas tan fantásticas ante el alto cielo

que hace llorar a los ángeles.

Genio y mono colérico, ejecutor de piruetas fantásticas y razonador divino: en todos estos papeles los individuos son el producto del lenguaje y la cultura. Al actuar sobre los doce o trece mil millones de neuronas del cerebro humano, el lenguaje y la cultura nos han dado el derecho, la ciencia, la ética, la filosofía; han hecho posibles todos los logros del talento y la santidad. También nos han dado el fanatismo, la superstición y el engreimiento dogmático; la idolatría nacionalista y el asesinato masivo en nombre de Dios; la propaganda demagógica y la mentira organizada. Y, junto con la sal de la tierra, nos han dado, generación tras generación, incontables millones de conformistas hipnotizados, víctimas predestinadas de gobernantes ávidos de poder que son a su vez víctimas de todo lo que hay de más insensato e inhumano en su tradición cultural.

Gracias al lenguaje y la cultura, el comportamiento humano puede ser incomparablemente más inteligente, más original, creativo y flexible que el de los animales, cuyo cerebro es tan pequeño que no puede acomodar el número de neuronas indispensables para inventar el lenguaje y transmitir el conocimiento acumulado. Pero, gracias también al lenguaje y la cultura, los seres humanos se comportan a menudo con una estupidez, una falta de realismo y una incorrección de las que los animales están exentos.

Cada uno de nosotros, ya sea habitante de las islas Trobriand o de Boston, ya sea un católico siciliano o un budista japonés, nace dentro de determinada cultura y pasa su vida circundado por sus límites. Entre cada conciencia humana y el resto del mundo se levanta una valla invisible, una red de pautas tradicionales de pensamiento-y-sentimiento, de ideas de segunda mano que se han trocado en axiomas, de antiguos lemas venerados como revelaciones divinas. Lo que vemos a través de las mallas de esta red no es nunca, por supuesto, «la cosa en sí» incognoscible. Ni siquiera es, en la mayoría de los casos, la cosa tal como está bombardea nuestros sentidos y tal como hace reaccionar espontáneamente a nuestro organismo. Aquello que asimilamos corrientemente, y frente a lo cual reaccionamos, es una curiosa mezcla de la experiencia inmediata con el símbolo condicionado por la cultura, de las impresiones sensoriales con ideas preconcebidas acerca de la naturaleza de las cosas. Y la mayoría de las personas interpretan que los elementos simbólicos de este cóctel de percepciones son más importantes que los elementos que aporta la experiencia inmediata. Lo cual es inevitable, porque, para quienes aceptan su cultura de manera total y acrítica, las palabras del lenguaje corriente no representan (aunque sea insuficientemente) a las cosas. Por el contrario, las cosas representan a las palabras corrientes. Cada acontecimiento singular de la vida en curso es clasificado instantánea y automáticamente como otro ejemplo concreto de una de las abstracciones verbalizadas, aureoladas de cultura, que nos han sido implantadas en la cabeza por el condicionamiento de la etapa infantil.

No hace falta aclarar que muchas de las ideas que nos transfieren los transmisores de cultura son eminentemente sensatas y realistas. (Si no lo fueran la especie humana ya se habría extinguido). Pero, junto con estos elementos útiles, cada cultura nos traspasa un acopio de ideas infundadas, algunas de las cuales siempre fueron absurdas, en tanto que otras tal vez tuvieron antaño un valor de supervivencia, aunque ahora, en las circunstancias cambiadas y cambiantes del discurrir de la historia, se tornan totalmente inservibles. Como los seres humanos reaccionan ante los símbolos en la misma forma rápida e inequívoca en que reaccionan ante los estímulos de la experiencia directa, y como la mayoría de ellos creen ingenuamente que las palabras aureoladas de cultura que se refieren a las cosas son tan reales, o más reales aún que sus percepciones de las cosas mismas, estas ideas anacrónicas o intrínsecamente absurdas producen un daño enorme. La humanidad ha sobrevivido, y en ciertos campos progresa, gracias a las ideas realistas transmitidas por la cultura. Pero gracias a los disparates perniciosos que le inculcan a cada individuo en el curso de la aculturación, la humanidad, si bien sobrevive y progresa, también ha estado siempre en aprietos. La historia recoge el testimonio, entre otras cosas, de las artimañas fantásticas y generalmente abominables que la humanidad enloquecida por la cultura monta contra sí misma. Y el espantoso juego continúa.

¿Qué puede y qué debe hacer el individuo para mejorar su relación irónicamente equívoca con la cultura en la cual se encuentra implantado? ¿Cómo puede continuar disfrutando de los beneficios de la cultura sin que sus venenos lo embrutezcan o lo intoxiquen frenéticamente? ¿Cómo puede aculturarse selectivamente, rechazando lo que su condicionamiento tiene de necio o de francamente maligno, y aferrándose a lo que estimula el comportamiento humano e inteligente?

Nadie puede aceptar selectivamente una cultura, y mucho menos modificarla, excepto las personas que la han atravesado con su mirada, que han abierto boquetes en la valla circundante de símbolos verbalizados, y que por tanto están en condiciones de contemplar el mundo y, por reflejo, de contemplarse a sí mismas con un criterio nuevo y relativamente desprejuiciado. Estas personas no nacen simplemente; también deben ser hechas. ¿Pero cómo?

En el campo de la educación formal, lo que necesita el perforador de boquetes en cierne es conocimiento. Conocimiento de la historia pasada y presente de las culturas, con toda su fantástica variedad, y conocimiento de la naturaleza y las limitaciones, de los usos y abusos, del lenguaje. Al hombre que sabe que ha habido muchas culturas, y que cada cultura pretende ser la mejor y más auténtica de todas, le resultará difícil tomar demasiado en serio las jactancias y los dogmas de su propia tradición. Asimismo, es muy improbable que el hombre que sabe de qué manera los símbolos están relacionados con la experiencia, y que practica el tipo de autocontrol lingüístico que inculcan los expositores de la Semántica General, tome demasiado en serio los disparates absurdos o peligrosos que, dentro de cada cultura, pasan por ser filosofía, sabiduría práctica y argumentación política.

Este tipo de educación intelectual es ciertamente valiosa como preparación para la apertura de boquetes, pero no es menos ciertamente insuficiente. La capacitación en el nivel intelectual se debe complementar con el adiestramiento en la experiencia silenciosa. Debemos aprender a permanecer mentalmente callados, debemos cultivar el arte de la receptividad pura.

Ser silenciosamente receptivo… ¡he aquí algo que parece puerilmente sencillo! ¡Pero cuán difícil es en los hechos, como no tardamos en descubrir! El universo en el cual los hombres pasan su vida es el producto de lo que la filosofía india denomina Nama-Rupa, Nombre y Forma. La realidad es un continuo, un Algo insondablemente misterioso e infinito, cuyo aspecto exterior es lo que llamamos Materia y cuya interioridad es lo que llamamos Mente. El lenguaje es un medio para despojar a la Realidad de su misterio y hacerla accesible a la comprensión y manipulación humanas. El hombre aculturado rompe el continuo, rotula algunos de sus fragmentos, proyecta los rótulos al mundo exterior y así crea para sí mismo un universo demasiado humano de objetos singulares, cada uno de los cuales es sólo la corporización de un nombre, una ilustración particular de alguna abstracción tradicional. Lo que percibimos asume la forma del enrejado conceptual a través del que ha sido filtrado. La receptividad pura es difícil porque la conciencia normal del hombre en estado de vigilia siempre está condicionada por la cultura. Pero como señaló William James hace muchos años, la conciencia normal en estado de vigilia «no es más que un tipo de conciencia, mientras que en torno de ella, y separadas de ella por las pantallas más sutiles, se ocultan formas potenciales de conciencia totalmente distintas. Podemos pasar por la vida sin sospechar que existen, pero aplicad el estímulo necesario, y bastará un toque para que se manifiesten cabalmente: tipos definidos de mentalidad que probablemente tienen en alguna parte su área de aplicación y adaptación. Ninguna descripción de la totalidad del universo que omita estas formas de conciencia puede ser definitiva».

Al igual que la cultura que la ha condicionado, la conciencia normal en estado de vigilia es simultáneamente nuestra mejor amiga y una enemiga muy peligrosa. Nos ayuda a sobrevivir y a progresar, pero al mismo tiempo nos impide materializar algunas de nuestras posibilidades más valiosas y, en algunas ocasiones, nos pone en toda clase de aprietos. Para tornarse cabalmente humano, el hombre, el hombre orgulloso, el ejecutor de piruetas fantásticas, debe aprender a dejar de obstaculizarse a sí mismo: sólo entonces tendrán oportunidad de aflorar sus facultades infinitas y su comprensión angélica. Para decirlo con las palabras de Blake, debemos «limpiar las puertas de la percepción», porque cuando las puertas de la percepción están limpias «todo se le aparece al hombre tal como es: infinito». Para la conciencia normal en estado de vigilia las cosas son las corporizaciones estrictamente finitas y aisladas de los rótulos verbales. ¿Cómo podemos vencer el hábito de imponer automáticamente nuestros prejuicios y el recuerdo de las palabras aureoladas de cultura a la experiencia inmediata? Respuesta: mediante la práctica de la receptividad pura y el silencio mental. Esto limpiará las puertas de la percepción y, al limpiarlas, permitirá el afloramiento de formas de conciencia distintas de la normal: la conciencia estética, la conciencia visionaria, la conciencia mística. Gracias a la cultura somos los herederos de vastos acopios de conocimiento, de un tesoro inestimable de métodos lógicos y científicos, de miles y miles de fragmentos útiles de experiencia tecnológica y organizativa. Pero la mente-cuerpo del hombre posee otras fuentes de información, utiliza otros tipos de razonamiento, está dotada de una sabiduría intrínseca que es independiente del condicionamiento cultural.

Wordsworth escribe que «nuestro intelecto entremetido [esa parte de la mente que utiliza el lenguaje para despojar a la Realidad de su misterio] desfigura la bella forma de las cosas: asesinamos para disecar». No hace falta aclarar que no podemos progresar sin nuestro intelecto entremetido. El pensamiento conceptual verbalizado es indispensable. Pero incluso cuando los empleamos correctamente, los conceptos verbalizados desfiguran «la bella forma de las cosas». Y cuando, como sucede tan a menudo, los empleamos incorrectamente, desfiguran nuestra vida al racionalizar antiguas estupideces, al instigar asesinatos masivos, persecuciones, y la ejecución de todas las otras piruetas fantásticamente repulsivas que hacen llorar a los ángeles. La lúcida pasividad no verbal es un antídoto para la necia actividad verbal y un medio necesario para corregir la lúcida actividad verbal. Los conceptos verbalizados acerca de la experiencia deben ser complementados mediante la familiarización directa, inmediata, con los hechos tal como estos se nos presentan.

Es la vieja historia de la letra y el espíritu. La letra es necesaria, pero nunca hay que tomarla demasiado en serio, porque, divorciada del espíritu, oprime y finalmente mata. En cuanto al espíritu, «sopla donde se le antoja» y, si omitimos consultar nuestros mejores mapas culturales, es posible que nos aparte del rumbo y nos haga naufragar. Actualmente la mayoría de nosotros optamos por lo peor de ambos mundos. Al hacer caso omiso de los vientos del espíritu que soplan libremente, y al guiarnos por mapas culturales que tal vez son anacrónicos desde hace siglos, arremetemos a toda velocidad, impulsados por la alta presión del vapor de nuestra engreída confianza en nosotros mismos. Los billetes que nos hemos vendido a nosotros mismos nos aseguran que viajamos rumbo a algún puerto de las Islas de Buenaventura. En verdad, en la mayoría de los casos resulta que se trata de la Isla del Diablo.

La autoeducación en el plano no verbal es tan antigua como la civilización. «No te muevas y sabrás que soy Dios»: este ha sido el primero y más sublime de los mandamientos para los visionarios y místicos de todos los tiempos y lugares. Los poetas escuchan a la Musa, y los visionarios y místicos esperan de la misma manera la inspiración en un estado de sabia pasividad, de vacuidad dinámica. En la tradición occidental a este estado se lo denomina «la plegaria de la simple mirada». En el otro extremo del mundo se lo describe en términos más psicológicos que teístas. En el silencio mental «miramos hacia el interior de nuestra propia Naturaleza Personal», nos «aferramos al No Pensamiento que reside en el pensamiento», nos «convertimos en lo que esencialmente hemos sido siempre». Mediante la actividad lúcida podemos adquirir un conocimiento analítico útil acerca del mundo, conocimiento este que podemos comunicar mediante símbolos verbales. En el estado de pasividad lúcida hacemos posible la aparición de formas de conciencia distintas de la conciencia utilitaria de la vida normal de vigilia. El conocimiento analítico útil es reemplazado por una especie de familiarización con el mundo, biológicamente prescindible pero espiritualmente esclarecedora. Por ejemplo, puede producirse una familiarización estética directa con el mundo como belleza. O puede producirse una familiarización directa con la naturaleza intrínsecamente extraña de la existencia, con su condición delirantemente implausible. Y finalmente puede producirse una familiarización directa con la unidad del mundo. Esta experiencia mística inmediata de unificación con la Unidad fundamental que se manifiesta en la diversidad infinita de las cosas y las mentes nunca se puede expresar apropiadamente con palabras. De la experiencia del místico, como de la experiencia visionaria, sólo se puede hablar desde fuera. Los símbolos verbales nunca pueden transmitir su interioridad.

Ha sido mediante el silencio mental y la práctica de la pasividad lúcida que los artistas, los visionarios y los místicos se han preparado para la experiencia inmediata del mundo como belleza, como misterio y como unidad. Pero el silencio y la pasividad lúcida no son los únicos caminos que nos sacan del universo demasiado humano creado por la conciencia normal, culturalmente condicionada. En Expostulation and Reply, Matthew, el amigo libresco de Wordsworth, le reprocha al poeta:

Paseas la mirada sobre tu Madre Tierra,

como si te hubiera alumbrado sin ningún fin,

como si fueras su primogénito

y nadie hubiera vivido antes que tú.

Desde el punto de vista de la conciencia normal del estado de vigilia, este es un auténtico delito intelectual. Pero también es lo que el artista, el visionario y el místico deben hacer y, en verdad, siempre han hecho. «Mira a una persona, un paisaje, cualquier objeto común, como si lo vieras por primera vez». Este es uno de los ejercicios de percepción inmediata, no verbalizada, que aconsejan los antiguos textos de budismo tántrico. Los artistas, los visionarios y los místicos se niegan a dejarse esclavizar por los hábitos culturalmente condicionados de la sensación, el pensamiento y la acción que su sociedad considera correctos y naturales. Cuando esto les parece deseable, se abstienen deliberadamente de proyectar sobre la realidad los esquemas semánticos sacrosantos con los que están tan copiosamente pertrechadas todas las mentes humanas. Saben tanto como el que más que la cultura y el lenguaje en los cuales hinca sus raíces cualquier cultura dada son absolutamente necesarios, y que, sin ellos, el individuo no sería humano. Pero también saben, más vivamente que el resto de la humanidad, que para ser cabalmente humano, el individuo debe aprender a librarse de su condicionamiento, debe estar en condiciones de perforar boquetes en la valla de símbolos verbalizados que lo aprisiona.

Los grandes artistas, visionarios y místicos han sido pioneros que desbrozaron caminos en la exploración del mundo vasto y misterioso de las posibilidades humanas. Pero otros pueden seguir sus pasos. Potencialmente, todos tenemos «facultades infinitas y comprensión divina». Cualquiera que sepa aplicar los estímulos necesarios tiene a su alcance formas de conciencia distintas de la conciencia normal del estado de vigilia. El universo donde vive un ser humano puede transfigurarse en una nueva creación. Basta perforar un boquete en la valla y mirar en torno con lo que el filósofo Plotino describe como «ese otro tipo de visión, de la que todos disponemos pero que pocos utilizan».

Dentro de nuestros sistemas actuales de educación, el adiestramiento en el plano no verbal es escaso y mediocre. Además, no se expresa claramente ni se persigue consecuentemente su fin, que consiste sencillamente en ayudar a los educandos a parecerse más a los dioses por su comprensión. Podríamos y, muy enfáticamente, deberíamos desempeñarnos mejor de lo que nos desempeñamos ahora en este terreno importantísimo. La sabiduría práctica de las civilizaciones primitivas y los descubrimientos de los espíritus intrépidos de nuestra propia tradición y nuestra propia época están a nuestro alcance. Con su ayuda se podrían elaborar sin grandes dificultades un programa y una metodología de adiestramiento no verbal. Infortunadamente la mayoría de las personas con autoridad tienen intereses creados que las inducen a preservar las vallas culturales. Consideran subversiva la perforación de boquetes y descartan el «otro tipo de visión» de Plotino como un síntoma de alteración mental. Si se pudiera elaborar un sistema eficaz de educación no verbal, ¿las autoridades permitirían aplicarlo en gran escala? Esta es una pregunta que queda pendiente.

Del mundo no verbal de la conciencia desprovista de contaminaciones culturales pasamos al mundo subverbal de la fisiología y la bioquímica. Un ser humano es un temperamento y un producto del condicionamiento cultural; también, y primordialmente, es un sistema bioquímico extraordinariamente complejo y delicado, cuya interioridad cambia de conciencia a medida que el sistema pasa de un estado de equilibrio a otro. Dado que cada uno de nosotros es un sistema bioquímico, ocurre que (según Housman):

La malta hace más que lo que puede hacer Milton

para justificar ante el hombre los actos de Dios.

La cerveza logra este triunfo teológico porque, como dice William James, «la embriaguez es la gran estimulante de la función Afirmativa del hombre». Y agrega: «Forma parte del misterio y la tragedia recónditos de la vida el hecho de que a tantos de nosotros se nos concedan vaharadas y destellos de lo que reconocemos inmediatamente como excelente sólo en los fugaces tramos iniciales de lo que en su totalidad es un veneno tan degradante». Al árbol se lo conoce por sus frutos, y los frutos del exceso de fe en el alcohol etílico como estimulante de la función Afirmativa son en verdad amargos. No menos amargos son los frutos que cosecha quien recurre a los sedantes, alucinógenos y excitantes que generan hábito, como el opio y sus derivados, como la cocaína (que otrora el doctor Freud recomendó tan jubilosamente a sus amigos y pacientes), como los barbitúricos y la anfetamina. Pero en los últimos años los farmacólogos han extraído o sintetizado varios compuestos que actúan poderosamente sobre la mente sin perjudicar el organismo, ni en el momento de la ingestión ni, posteriormente, a través de la adicción. La conciencia normal del estado de vigilia del sujeto se puede modificar en diversas formas mediante estas substancias psicodélicas. Es como si, para el caso de cada individuo, su yo más profundo decidiera qué tipo de experiencia será más ventajosa. Una vez tomada la decisión, utiliza los poderes de modificación de la mente, propios de la droga, para darle al sujeto lo que éste necesita. Por ejemplo, si lo beneficiara la exhumación de recuerdos profundamente sepultados, dichos recuerdos serán debidamente exhumados. En los casos en que esto no revista mucha importancia, ocurrirá alguna otra cosa. Es posible que a la conciencia normal del estado de vigilia la sustituya la conciencia estética, y el individuo percibirá el mundo con toda su inimaginable belleza, con toda la intensidad refulgente de su presencia. Y la conciencia estética puede transfigurarse en conciencia visionaria. Gracias a otra manera de ver, el mundo se revelará no sólo como algo inimaginablemente bello, sino también como algo insondablemente misterioso… como un abismo multitudinario de posibilidades que se materializan eternamente en formas sin precedentes. Nuevas percepciones de la interioridad de un mundo nuevo y transfigurado de «dación», nuevas combinaciones de pensamiento y fantasía: la corriente de novedad fluye a través del mundo en un torrente, cuyas gotas están todas cargadas de significado. Están los símbolos cuyo significado reside fuera de ellos mismos en los hechos dados de la experiencia visionaria, y están estos hechos dados que sólo se significan a sí mismos. Pero «sólo a sí mismos» es también «no menos que el territorio divino de todo ser». «Nada más que esto» es al mismo tiempo «la Semejanza de todo». Y ahora las conciencias estética y visionaria se profundizan en la conciencia mística. Ahora el mundo es visto como una diversidad infinita que sin embargo es una unidad, y el observador se experimenta a sí mismo como si estuviera fusionado con la Unidad infinita que se manifiesta, totalmente presente, en cada punto del espacio, en cada instante del flujo de la defunción perpetua y la renovación perpetua. Nuestra conciencia normal condicionada por las palabras crea un universo de distinciones tajantes, blanco y negro, esto y aquello, yo y tú y ello. En la conciencia mística de la fusión con la Unidad infinita, se produce una reconciliación de los opuestos, percibimos lo No-Particular que hay en las particularidades, trascendemos nuestras profundamente implantadas relaciones sujeto-objeto con las cosas y las personas: existe una experiencia inmediata de solidaridad con todo lo que es y una especie de convicción orgánica de que a pesar de lo inescrutable del destino, a pesar de nuestras propias estupideces oscuras y de nuestra maldad deliberada, sí, a pesar de todo lo que falla patentemente en el mundo, este es sin embargo, de una manera profunda, paradójica y totalmente inefable, perfecto. Para la conciencia normal del estado de vigilia, la frase «Dios es Amor» no representa más que un testimonio de optimismo voluntarista. Para la conciencia mística, es una verdad axiomática.

Los cambios tecnológicos y demográficos rápidos y sin precedentes multiplican sistemáticamente los peligros que nos rodean, y al mismo tiempo reducen sistemáticamente la pertinencia de las pautas tradicionales de sentimiento-y-conducta que sus respectivas culturas imponen a todos los individuos por igual, ya se trate de gobernantes o de gobernados. El adiestramiento generalizado en el arte de perforar boquetes en las vallas culturales, siempre deseable, es ahora la más apremiante de las necesidades. ¿El empleo prudente de las substancias psicodélicas que tenemos a nuestro alcance, inofensivas desde el punto de vista físico, podrá acelerar y hacer más eficaz dicho adiestramiento? Sobre la base de la experiencia personal y de las evidencias publicadas, opino que sí. En mi fantasía utópica Island, especulaba en términos de ficción acerca de la forma en que se podría utilizar una substancia afín a la psilocibina para potenciar la educación no verbal de los adolescentes y para recordar a los adultos que el mundo real es muy distinto del universo desfigurado que han creado para sí mismos mediante sus prejuicios condicionados por la cultura. «Holgar con Hongos»: estas fueron las palabras con que un crítico zumbón desechó la idea. ¿Pero qué es mejor: Holgar con Hongos o vivir la Idiotez con Ideología, darse Palos por Palabras, fundar los Horrores de Mañana sobre los Errores de Ayer?

¿Cómo se deberían administrar las substancias psicodélicas? ¿En qué circunstancias, con qué tipo de preparación y cuidados? Estas son preguntas que deberemos contestar empíricamente, mediante la experimentación en gran escala. La mente colectiva del hombre es muy viscosa y fluye de una posición a otra con la renuente parsimonia de una marea menguante de cieno. Pero en un mundo en plena explosión demográfica, donde el avance tecnológico y el nacionalismo militante son arrolladores, disponemos de muy poco tiempo. Debemos descubrir, y muy pronto, nuevas fuentes de energía para vencer la inercia psicológica de nuestra sociedad, mejores solventes para licuar la pringosa viscosidad de un estado de ánimo anacrónico. En el plano verbal, una educación sobre la naturaleza y las limitaciones, los usos y abusos del lenguaje; en el plano no verbal, una educación sobre el silencio mental y la receptividad pura; y finalmente, mediante el uso de substancias psicodélicas inofensivas, una serie de experiencias o éxtasis de conversión desencadenados por medios químicos… esto suministrará, a mi juicio, todas las fuentes de energía mental, todos los solventes del cieno conceptual que necesita el individuo. Con su ayuda, podrá adaptarse selectivamente a su cultura, rechazando sus infamias, estupideces y desatinos, y aceptando con gratitud todos sus tesoros de conocimiento acumulado, de racionalidad, de misericordia humana y de sabiduría práctica. Si el contingente de estos individuos es suficientemente numeroso, si su calidad es suficientemente elevada, tal vez podrán pasar de la aceptación selectiva de su cultura al cambio y la reforma selectivos. ¿Es este un sueño esperanzadamente utópico? La experimentación podrá darnos la respuesta, porque el sueño es pragmático; las hipótesis utópicas se pueden verificar empíricamente. Y por cierto en estos tiempos opresivos una pizca de esperanza no viene mal.

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