Moksha

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Segunda Parte: Experiencia psicodélica y visionaria » Capitulo 26: 1959. La revolución final

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Capítulo 26

1959

La revolución final

ALDOUS HUXLEY

Huxley volvió a hablar como hombre de letras en una asamblea de científicos y técnicos, y sostuvo que su tarea consistía en crear «un puente entre la ciencia y el mundo en general». Destacó la capacidad superior de los literatos para describir los efectos de las drogas sobre la mente, y manifestó la esperanza de que surgiera un lenguaje apropiado para «hablar de una experiencia mística simultáneamente en términos propios de la teología, la psicología y la bioquímica». La profecía de Brave New World sobre la droga, que a juicio del autor no se materializaría hasta después de transcurridos varios siglos, se confirmó al cabo de sólo veintisiete años: en el mercado ya existía una droga patentada con el nombre de «Soma». Huxley exhortó a su auditorio a abordar el problema del ser humano sometido a la agresión farmacológica, y recordó la advertencia que había hecho en 1936 en el sentido de que «los propagandistas del futuro probablemente serán los químicos y los fisiólogos además de los escritores».

Anoche me pregunté qué es lo que hago exactamente en este medio. Probablemente soy el único licenciado en artes que asiste a esta conferencia numerosa de doctores en diversas ciencias. Concurro como una especie de ignorante rodeado por un vasto océano de conocimiento especializado. Se conserva una frase muy curiosa del poeta griego Arquiloco. Isaiah Berlin la transformó en el título de un interesante ensayo sobre Tolstoi. Su texto es el siguiente: «El zorro sabe muchas cosas, pero el erizo sabe una sola y muy importante». Esta es una frase críptica. Pero su significado es transparente, en el ámbito de la historia natural: El zorro conoce toda clase de estratagemas, pero el erizo puede enroscarse sobre sí mismo en una bola y puede resistir inexorablemente al zorro. La frase se puede aplicar en muchas disciplinas. En literatura, por ejemplo, hay escritores zorro y escritores erizo. Hay zorros que dominan un área desmesurada y que saben muchísimas cosas. El paradigma es, por supuesto, Shakespeare. Y hay erizos que se concentran en una idea y la desarrollan hasta las últimas consecuencias. En este contexto el paradigma es, desde luego, Dante.

En el caso que nos ocupa creo que podemos aplicar esta idea a los especialistas y los no especialistas, y aquí me atrevo a decir que soy una especie de zorro de categoría bastante baja en medio de muchos erizos de categoría muy alta, ¿y qué estoy haciendo? ¿Qué valor tiene mi presencia en este lugar?

Bueno, es obvio que no puedo competir con ninguno de los erizos. Escucho las ponencias que se leen aquí y muchas de ellas me resultan extremadamente interesantes y les saco mucho provecho. Pero confieso que cuando los erizos se internan demasiado en la química, me limito a enroscarme y no sé de qué hablan. Sin embargo, intuyo que el zorro, con su conocimiento, su conocimiento un poco superficial, sobre muchas cosas, con su actividad de gran envergadura y multifacética, es valioso, y puede prestar algún servicio, sobre todo si está dispuesto a trabajar con los erizos.

Nos enfrentamos, naturalmente, con el gran problema de la especialización. El otro día estaba leyendo un libro interesantísimo que aparecerá esta primavera, y que analiza la actividad de mi abuelo como reformador educacional. Por encima de sus tareas como biólogo, estaba interesado en los asuntos sociales, que abordaba vehementemente, y fue uno de los principales responsables del programa de estudios de la Junta Escolar de Londres cuando la enseñanza inglesa empezó a ser gratuita y universal. Y contribuyó mucho a convertir la Universidad de Londres en una institución auténticamente moderna, con departamentos especializados en todas las materias. Comprendió que hay que especializarse para explorar a fondo el conocimiento científico.

Pero lo interesante es que veinte años más tarde, dos o tres años antes de morir, estaba muy preocupado por la necesidad de contrarrestar los efectos de la especialización. Quería sacar a los profesores de sus compartimientos estancos y hacerlos confluir en un esfuerzo concertado para mancomunar sus conocimientos especializados y ponerlos al alcance de todos. Y al cabo de casi setenta años, este continúa siendo uno de nuestros enormes problemas. Cómo sacar el mayor provecho de ambos mundos: el mundo de la especialización, que es absolutamente necesario, y el mundo de la comunicación general y del interés por los aspectos más vastos de la vida, que también es necesario.

Y creo que es aquí donde el hombre de letras puede hacer un aporte. Puede hacerlo, si resuelve asociarse un poco con los erizos, y si resuelve hacer algo por tender un puente entre la ciencia y el mundo en general. Esta me parece una cuestión de importancia crucial. Ahora parecemos cultivar una actitud realmente esquizofrénica.

Si yo tuviera el control de la educación, empezaría por enseñarles a los niños, desde la más tierna edad, que la regla fundamental de la moral, la regla de oro, empieza en el nivel subhumano, incluso en el nivel subiológico. Si queréis que la naturaleza os trate bien, deberéis tratarla bien a ella. Si empezáis a destruir la naturaleza, esta os destruirá a vosotros, y dicho concepto moral básico es fundamental en el ámbito de nuestros conocimientos presentes sobre ecología y conservación. Lo que sabemos actualmente sobre ecología pone de relieve el hecho de que la naturaleza se halla en condiciones de equilibrio muy delicado, y de que todo lo que tienda a alterar el equilibrio producirá consecuencias totalmente inesperadas y a menudo desastrosas. Vemos entonces que muchas de las más importantes verdades éticas fluyen con la mayor espontaneidad y sencillez de los datos científicos, y pienso vehementemente que este tipo de asociación entre el mundo de la ciencia pura y el mundo de la ética debería forjarse desde la más tierna edad.

Pero en el ínterin, el hombre de letras puede hacer un gran aporte a la consolidación de dicho puente. Los hombres de letras se han preocupado mucho por la relación entre la mente y el cuerpo, entre el cerebro y el cuerpo, y entre el organismo general y el espíritu, y han obtenido algunos resultados muy interesantes, que podríamos llamar precientíficos, en este campo. Por ejemplo, si comparamos la psicología medieval o la psicología del siglo XVI con la poesía de los Canterbury Tales de Chaucer, comprobaremos que el artista literario era muy superior al científico de su época. Lo mismo se puede decir de Shakespeare. Cuando examinamos la psicología oficial de entonces, nos asombra su tosquedad; pero cuando analizamos las piezas teatrales de Shakespeare, nos asombran aún más la inmensa sutileza psicológica y la perspicacia de ese hombre extraordinario. La psicología oficial, la psicología científica, no empieza a colocarse a la altura de la psicología literaria hasta muy entrada la segunda mitad del siglo XIX. Es increíble la esterilidad de la doctrina psicológica oficial del período cuando se la compara con la psicología literaria de novelistas como Balzac, Dickens, George Eliot, Dostoievski o Tolstoi. Sorprende la pobreza de las formulaciones científicas cuando se la compara con la riqueza y sutileza extraordinarias que estos hombres habían deslizado en sus novelas mediante la observación y la intuición. También es divertido comprobar cómo los grandes maestros de la literatura de antaño abordaron y comprendieron algunos problemas que se están discutiendo ahora. El efecto de las drogas sobre la mente, por ejemplo.

Hace un momento mencionábamos el problema del alcohol. Es interesante observar cómo esos hombres captaban el hecho de que los efectos del alcohol diferían radicalmente en función del temperamento y la conformación de quienes lo ingerían. Y, entre paréntesis, yo no he asistido a todas las sesiones de la conferencia, hasta hoy, pero en aquellas a las que asistí me llamó la atención que no se mencionara el hecho tremendamente importante de que la especie humana es más variable que cualquier otra de todo el reino de la naturaleza. En general es lícito decir que la variabilidad de las especies aumenta a medida que ascendemos en la escala evolutiva, y que la mayor variabilidad la encontramos en la especie humana: somos marcadamente distintos como individuos, el uno respecto del otro, en el plano estructural e incluso en el bioquímico. Y es interesante comprobar, por ejemplo, cómo Shakespeare señala que la borrachera de Falstaff es totalmente distinta de la de Cassio, una figura marcial que pertenece al extremo de lo que Sheldon denominaría el polo somático de la variabilidad humana. A su vez, estas dos borracheras son muy distintas de la que exhibiría, por ejemplo, una persona con mi tipo de contextura física. En tanto que yo me sentiría desmedidamente enfermo y muy, pero muy melancólico, Cassio se mostraría desmedidamente agresivo y Falstaff desmedidamente alegre. Supongo que esta extrema variabilidad entre los individuos se puede observar no sólo en relación con el alcohol, sino también en relación con todas las otras drogas. Me limito a señalar este hecho para demostrar que el hombre de letras ha aportado observaciones muy perspicaces desde una etapa muy temprana de la historia de la cultura.

Ahora llegamos a la cuestión del lenguaje. En su ponencia de ayer, el doctor Joel Elkes subrayó que el lenguaje es insuficiente para analizar muchos de estos problemas, y expresó la esperanza de que pronto podamos utilizar las matemáticas para estas discusiones. Pero las matemáticas no son muy útiles para el gran público, y creo que es aquí donde el hombre de letras puede desempeñar un papel muy importante. Nuestro problema consiste en adaptar un lenguaje que ahora no es apropiado para describir el continuo mente-cuerpo, un universo de continuidad completa. Deberemos inventar de una u otra manera el medio para hablar de estos temas en una forma artísticamente variada que los ponga al alcance del gran público. Lo ideal, por ejemplo, sería poder hablar de una experiencia mística simultáneamente en términos propios de la teología, la psicología y la bioquímica. Esto es mucho pedir, pero si no logramos algo parecido, a la gente seguirá resultándole extraordinariamente difícil pensar en esta urdimbre continua de la vida, imaginarla como un continuo, y no en términos del antiguo dualismo platónico y cartesiano que deforman tan tremendamente nuestra visión del mundo. No sé cómo lo haremos, de qué manera los hombres de letras realizarán este milagro del lenguaje, pero pienso que habrá que realizarlo. Y quizá lo conseguiremos. Quizás aparecerá algún Shakespeare futuro con un inmenso dominio del lenguaje, capaz de abrevarse en el idioma inglés tal como este existe ahora, y de transmitir de alguna manera, mediante un milagro de la poesía o mediante un milagro de la prosa poética, esta imagen del continuo. Yo mismo he pensado mucho en ello, y francamente carezco del talento necesario para abordar la empresa.

Ya a comienzos del siglo XIX, Wordsworth afirmó, en el prefacio a las Lyrical Ballads, que llegaría una época en que el descubrimiento más remoto del físico y del químico se convertiría en tema apropiado para la poesía. Desde entonces han trascurrido más de ciento cincuenta años, y todavía existe una gran distancia entre los dos campos. Aún no hemos realizado la fusión, y esto es algo sobre lo cual los hombres de letras deberían reflexionar concienzudamente.

Dicho lo cual, queda más o menos disculpada mi presencia aquí.

Pasemos ahora al tema de esta disertación, que he denominado «La revolución final».

La revolución final, tal como la veo, consiste en aplicar la tecnología a los asuntos humanos, tanto en el plano social como en el individual. Ahora bien, ¿qué es la tecnología? Supongo que la tecnología, la técnica en general, es la aplicación perfectamente consciente y racional de métodos bien ponderados para hacer las cosas eficientemente. La palabra clave es «eficiencia».

En los tiempos modernos, los comienzos de la tecnología se manifestaron en el campo de la producción industrial, en el campo de la aplicación de las máquinas y del trabajo fabril a la producción, en primer término, de artículos textiles, después de artículos metalúrgicos, y cada vez más a otras manufacturas. Luego, a medida que se creaban máquinas más y más complicadas, fue necesario aplicar la técnica a ámbitos específicamente humanos. Podemos decir, en general, que cuanto más complicada es la maquinaria física, tanto más complicada debe hacerse la organización en la sociedad que utiliza dicha maquinaria.

Por supuesto, la aplicación de la técnica a los problemas sociológicos, políticos y de gobierno es antigua, aunque esporádica. Por ejemplo, en el Antiguo Testamento, en los libros de Samuel y de Crónicas, leemos que el rey David ordenó el recuento de la población. Ordenó realizar un censo, y esta es una de las primeras medidas que aplica cualquier gobierno eficiente y dotado de mentalidad técnica. Pero es interesante notar que David lo ordenó, expresamente, contra la voluntad de Jehová, y obedeciendo a la tentación de Satanás. Vemos, pues, que en aquel período de la Edad de Bronce, cuando fueron escritos los libros de Samuel y Crónicas, existía un poderoso sentimiento antitecnológico. Los individuos pensaban vehementemente que era muy peligroso permitir que el gobierno se entrometiera y lo averiguara todo acerca de ellos.

Este recelo se asienta sobre bases muy sólidas, y al analizar la historia comprobamos que uno de los grandes baluartes de la libertad ha sido siempre… la ineficiencia. El deseo de transformarse en tirano ha sido un fenómeno frecuente, pero los medios para ejercer la tiranía han sido a menudo extraordinariamente insuficientes. El espíritu del despotismo era fuerte, pero su carne era débil. Tomemos el caso de Luis XIV. Éste se proclamó monarca absoluto y habría querido regimentar a todos, pero su arsenal técnico era harto inadecuado, y a los individuos les resultaba muy fácil escabullirse de su red laxamente tramada. Incluso en tiempos de Napoleón, nos sorprende la ineficiencia de su jefe de policía, Fouchette, un hombre inmensamente hábil, con una institución muy bien organizada.

Esos personajes eran atrozmente ineptos, cuando se los coteja con la eficiencia que tienen las fuerzas policiales de hoy, incluso en los estados democráticos. Y existía una gran libertad individual, sencillamente porque los amos no podían apoderarse de las masas.

Estos esfuerzos preliminares y esporádicos encaminados hacia lo que podríamos denominar la tecnificación del control gubernamental prosiguieron a lo largo de toda la historia. Por ejemplo, el mundo romano estaba asombrosamente bien organizado en muchos sentidos. Los romanos tecnificaron a las fuerzas militares de una manera en que no volverían a tecnificarse hasta la segunda mitad del siglo XVIII. Tenían un sistema jurídico tecnificado y racional como no se volvería a ver otro hasta la época de Napoleón y de la reforma del derecho inglés, durante el siglo XIX. Pero, por supuesto, todo aquello desapareció, y durante la Edad Media tuvimos un mundo extraordinariamente antitécnico en el cual la organización era, por así decir —y no es agradable usar la palabra— pero era, en cierta forma, natural. Se desarrollaron organizaciones, los gremios, por ejemplo, que emanaban de la asociación de personas que desarrollaban la misma actividad, sin ningún tipo de sistema preestablecido. Y todo esto era notablemente ineficiente.

Hubo que desquiciar las cosas por completo en la época de la Revolución Francesa para permitir el gran desarrollo subsiguiente de la tecnología. Hubo que atomizar, hubo que desintegrar, estas sociedades que podríamos llamar naturales, para que pudiera producirse la organización en gran escala técnica.

Hoy asistimos a la aplicación de la técnica a los asuntos humanos en una escala mucho mayor, en todos los países, y yo diría que la diferencia realmente importante entre el mundo comunista y el mundo occidental no descansa sobre la teoría marxista que postula la propiedad pública de los medios de producción. Esta es una especie de mitología del mundo soviético. La verdadera diferencia consiste en que los comunistas están dispuestos a permitir que la tecnificación llegue al límite absoluto, en tanto que nosotros tenemos una considerable renuencia a dejar que aquella avasalle nuestras antiguas tradiciones de libertad personal y nuestras instituciones democráticas. Marx y Engels concedieron una singular importancia al aspecto técnico de la organización social, y lo que vemos ahora en Rusia es un mundo donde se ha dado rienda suelta a la tecnología, y donde el hombre está cada vez más subordinado a las necesidades de la tecnología.

Y uno de los mayores peligros que nos acechan es precisamente este: la tecnología nos obliga a avanzar, empujándonos, por el mismo camino que los rusos eligieron voluntariamente. La tecnología tiende a crecer y desarrollarse según las leyes de su propia esencia. No se desarrolla en absoluto según las leyes de nuestra esencia. Las dos cosas son distintas, y ahora el hombre se encuentra subyugado por esto que él creó, y subordinado a sus leyes, que no son de manera alguna leyes humanas.

Vemos cómo esta tecnificación prospera en muchos, muchos ámbitos. Por ejemplo, en el ámbito del gobierno, incluso de los gobiernos liberales y democráticos, donde es muy evidente que todo el aparato del Estado se tecnifica cada vez más. Creo que en este país hay no menos de cincuenta y seis dependencias del gobierno que se ocupan sólo de estadísticas: necesitamos disponer de este inmenso arsenal de conocimiento técnico para que la administración funcione. A ello se suman los poderes concretos del gobierno, inmensamente reforzados por los progresos de la tecnología. La policía, por ejemplo, tiene poderes a los cuales, como he dicho, la policía de Napoleón sencillamente no podía aspirar. No se trata sólo de que disponga de armas superiores o de medios de comunicación de los cuales las policías de antaño no podían disponer. También se trata de que cuenta con métodos extraordinariamente refinados para archivar datos. La situación de todos nosotros está registrada en tarjetas perforadas, microfilms, etcétera. Este es un elemento totalmente nuevo. El gobierno central tiene en sus manos un cúmulo inmenso de información sobre todas las personas, y esto es algo que nunca había existido antes. Aquello por lo cual fue castigado David ha alcanzado ahora una magnitud que era totalmente inimaginable hace incluso cien años.

Este no es más que uno de los campos en que presenciamos el avance de la tecnología. Volvemos a presenciarlo en el campo económico, donde, aun en los países occidentales, un sistema muy complejo de planes sustituye en buena parte a la vieja costumbre en virtud de la cual se dejaba que la economía dependiera totalmente del mercado libre.

El crecimiento demográfico desusadamente rápido acelera aún más la tecnificación. A medida que aumenta la población, también se multiplican los problemas de organización. Las grandes dificultades que se presentan a medida que la población pesa cada vez más sobre los recursos, acarrean inevitablemente una actividad planificadora mucho más intensa del gobierno central. Y a medida que la población aumente durante los próximos cincuenta años, como sin duda aumentará —ahora nos multiplicamos en el planeta a un promedio de unos cuarenta y cinco millones por año— a medida que esto ocurra, creo que asistiremos a una mayor tecnificación, a una mayor usurpación por la autoridad central de las funciones que estaban habitualmente en manos de los particulares.

Y ahora llegamos al aspecto más interesante y posiblemente más alarmante de esta tecnificación de la vida humana, a saber, la técnica aplicada a los individuos. No sólo a las sociedades en gran escala, sino al individuo. Y esta actividad se puede dividir en varias categorías.

En primer lugar tenemos, por supuesto, la técnica asombrosamente perfeccionada de la propaganda. La propaganda se puede definir por oposición al argumento racional, al argumento fundado sobre hechos. El argumento fundado sobre hechos pretende producir una convicción intelectual. La propaganda pretende producir, sobre todo, una acción refleja. Apunta a eludir la opción racional fundada sobre el conocimiento de los hechos y a llegar directamente al plexo solar, por así decir, y a afectar el inconsciente. La eficacia de la propaganda quedó demostrada, en la escala más aterradora, en la Alemania de Hitler; vuelve a demostrarse en la dictadura comunista, y es demostrada en este país por la extraordinaria eficacia de la publicidad comercial.

La tecnificación de los medios para llegar al inconsciente humano implica una tremenda amenaza para nuestra concepción tradicional de la democracia y la libertad. Parece reducir al absurdo el proceso democrático que, después de todo, descansa sobre la presunción de que los electores toman decisiones racionales basándose en los hechos. Y cuando leemos en un libro como The Hidden Persuaders que en este país ambos partidos políticos contratan agentes de publicidad para que estos manejen la maquinaria de sus campañas, nos alarmamos y nos preguntamos hasta cuándo podrá sobrevivir la tradición democrática en manos de un método técnico cuidadosamente programado para eludir la elección racional y para influir sobre las personas en un nivel situado por debajo de la razón, en un nivel casi fisiológico.

Entonces volvemos a encontrarnos con la tecnificación de la persuasión tal como se manifiesta en los procedimientos de lavado de cerebro, cuidadosamente asentados sobre la obra Pavlov, procedimientos estos que, a juzgar por los resultados obtenidos en China y entre los prisioneros de la guerra de Corea, son excepcionalmente eficientes, y probablemente lo serán aún más a medida que pase el tiempo.

Finalmente llegamos al tema de la agresión al ser humano en el plano fisiológico, por medios farmacológicos. Creo que es aquí donde esta conferencia debe empezar a preguntarse qué sucederá con estas drogas, a medida que se perfeccionen. ¿Cómo se emplearán? ¿Cómo nos aseguraremos de que se les da una aplicación correcta? Me parece muy razonable pronosticar que se creará una droga euforizante mucho más eficaz y menos nociva que el alcohol, y si dicha droga fuera puesta al alcance de todos, e introducida en cada botella de Coca-Cola, evidentemente, tal como me aventuré a advertirlo hace más de veinticinco años en Brave New World, podría convertirse en un instrumento increíblemente poderoso en manos de un dictador. Creo que lo que ahora está cada vez más claro es que probablemente las dictaduras del futuro no se fundarán sobre el terror, como las del pasado inmediato, como las de Hitler y Stalin. El terror es un método extraordinariamente antieconómico, estúpido e ineficiente para controlar a la gente. Los romanos se dieron cuenta de ello hace muchos años. Dentro de lo posible, procuraban gobernar su imperio mediante el consenso y no mediante la pura coerción. Y ahora estamos en condiciones de tener mucho más éxito que los romanos, porque contamos con este cuantioso arsenal de técnicas merced a las cuales los gobernantes podrán lograr que a sus súbditos les guste realmente la esclavitud. En Brave New World, la distribución de esta droga misteriosa, que denominé Soma, nombre del cual ahora se han apropiado los laboratorios Wallace (para aplicarlo a algo que, me atrevo a decir, no es ni remotamente tan bueno), la distribución de esta droga, repito, era una reivindicación de la plataforma política: era uno de los grandes instrumentos de poder que estaban en manos de la autoridad central y, al mismo tiempo, el derecho a consumirla era uno de los grandes privilegios de las masas, porque las hacía muy felices. Naturalmente se trataba de una fantasía, pero de una fantasía que ahora está más próxima a materializarla de lo que yo imaginé, y de lo que lo estaba, por cierto, en aquella época. Y me parece perfectamente lícito pronosticar que más o menos en el curso de la próxima generación aparecerá un método farmacológico que hará amar la servidumbre y que generará la dictadura desprovista de sufrimientos, por así decir. Producirá una especie de campo de concentración indoloro para sociedades íntegras, de modo que en verdad a la gente la despojarán de sus libertades, pero más bien disfrutará de ello, porque la distraerán de cualquier deseo de rebelarse… mediante la propaganda, el lavado de cerebro, o el lavado de cerebro reforzado con métodos farmacológicos. Y esta me parece que será «La revolución final».

En el pasado tuvimos revoluciones que se mantuvieron todas en la periferia de las cosas. Se cambiaba el entorno con la esperanza de modificar al individuo colocado en el centro de dicho entorno. Hoy, gracias a la aplicación de determinadas técnicas a los seres humanos, estamos en condición de modificarlos a estos.

De modo que la revolución final incumbirá al hombre y la mujer tal como estos son, y no al entorno en el que viven, y no veo cómo se puede superar la naturaleza última de esta revolución.

Ahora se plantea un interrogante: ¿Qué se puede hacer, si es que se puede hacer algo, respecto de este avance sistemático de la tecnificación? Obviamente, la posibilidad de detenerlo está descartada. La tecnificación continuará, nos guste o no, y también parece estar perfectamente claro que sin un aumento constante de la tecnificación en muchos campos será casi imposible procurar o suministrar una existencia decorosa a la especie humana que prolifera rápidamente. Así que deberemos resignarnos a la idea de que el proceso técnico va a seguir desarrollándose, y de que lo hará ciñéndose a las leyes de su propia esencia. Se desarrollará con el fin de producir cada vez más eficiencia, y no necesariamente con el fin de producir seres humanos cabalmente evolucionados. Esto no tiene nada que ver con ella, así como tampoco tienen nada que ver con ella los planteos de tipo ético. El imperativo categórico de la tecnología es la eficiencia.

El problema es: ¿podremos soportar este proceso, podremos disfrutar de lo mejor de ambos mundos? No se trata, como digo, de alimentar la esperanza de abolir la técnica. Creo que esto es imposible. Se trata de disfrutar de alguna manera de lo mejor de ambos mundos, para poder gozar de los frutos de la tecnología, que son el orden y la eficiencia y la profusión de bienes, y poder gozar al mismo tiempo de aquello a lo cual los seres humanos siempre le han adjudicado una importancia suprema, o sea, la libertad y la posibilidad de ser espontáneos. La espontaneidad es tremendamente importante y también es en verdad uno de los grandes enemigos de la técnica. El ser humano que trabaja en una unidad productiva muy tecnificada sencillamente no tiene derecho a ser espontáneo. La espontaneidad obstaculiza el plan que trazaron por anticipado los ingenieros y técnicos que resuelven cómo debe trabajar, y de esta manera él, el ser humano, queda atrozmente mutilado, porque no le permiten ser espontáneo.

Nuestro problema consiste en hallar la forma de dejar que aflore esta espontaneidad y que perdure la libertad, al mismo tiempo que permitimos que la técnica se desarrolle hasta los límites que debe alcanzar. Y este es un problema increíblemente complejo. También es un problema desmedidamente apremiante.

Cuando escribí Brave New World en 1932, imaginé que este tipo de mundo se corporizaría aproximadamente dentro de quinientos años. Pero varios pronósticos formulados en esa fantasía se materializaron en el curso de veintisiete años, y parece muy probable que varios otros se materialicen en la próxima generación, así que no queda mucho tiempo. El enorme crecimiento demográfico aumenta la urgencia. Cuando uno piensa, por ejemplo, que la población de países como México se duplicará en los próximos veinticuatro años, salta a la vista que hay que poner manos a la obra inmediatamente.

Y creo que el primer paso consiste en tratar de averiguar qué es lo que probablemente ocurrirá. Antaño dejábamos que los adelantos tecnológicos nos pillaran por sorpresa. Creo que eso no era inevitable. No creo que fuese inevitable que nos pillara por sorpresa el desarrollo del sistema fabril a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX. Si nos hubiéramos detenido a pensar, si nuestros antepasados se hubieran detenido a pensar y a prever lo que iba a ocurrir, creo que no habrían tenido que someter a millones de seres humanos a una vida absolutamente infernal, en lo que Blake llamaba el taller oscuro y satánico de la época. Si hubiéramos empleado un poco de imaginación y un poco de buena voluntad en aquel entonces, creo que podríamos haber salvado a millones de personas de desdichas incalculables durante dos o tres generaciones.

Y no creo que debamos dejar que nos pillen nuevamente por sorpresa. Pienso que disponemos de un cúmulo enorme de datos, y con un poco de imaginación podemos proyectarlos al futuro y ver con bastante claridad lo que va a suceder, lo que es probable que suceda, siempre que no nos hagamos saltar por los aires en el ínterin.

Me parece extraordinariamente importante que los especialistas se pongan en contacto con los representantes de otras disciplinas no científicas y con representantes del público común y profano. Y puedo imaginar una conferencia en mucha mayor escala, no necesariamente más numerosa, pero sí mucho más variada que la que se está celebrando hoy aquí. Congregaría a representantes de diversas disciplinas científicas reunidos con representantes del gobierno, de las empresas, del ámbito religioso, que harían una pausa para tratar de imaginar: a) qué es lo que probablemente sucederá, y b) qué se puede hacer para mitigar los resultados que, librados a sí mismos, podrían ser, a mi juicio, extremadamente peligrosos y extremadamente indeseables. Creo que debería celebrarse esa conferencia, que debería celebrarse un intercambio de ideas para tratar de elaborar algún tipo de política educacional, algún tipo de política gubernamental, algún tipo de política jurídica respecto de este colosal proceso de tecnificación, que se ha desarrollado durante los últimos cien años, que prosigue con creciente aceleración, y que nos conducirá quién sabe a dónde en los próximos cincuenta años.

Y termino, por tanto, con esta idea: que en una institución como esta, en la Universidad de California, en el departamento médico o en uno de los otros departamentos, debería celebrarse una conferencia periódica entre grupos muy distintos de personas para reflexionar sobre estos problemas y, como digo, si es posible, para encontrar algunos medios que nos permitan sacar el mayor provecho de ambos mundos. El mayor provecho del mundo puramente humano, y el mayor provecho de este mundo extraordinario, prodigioso y terrorífico de la técnica.

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