Moira

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Segunda parte » 8

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Menos de veinticuatro horas más tarde ordenaba su ropa y sus libros en su nueva habitación bajo la aprobadora mirada de David. Una vez más, Joseph acabó por rendirse ante las razones del que en su fuero interno llamaba pastor; se sentía herido en su amor propio y, sin embargo, trataba de ocultarlo. En realidad, había actuado libremente. Había venido a buscar a David en medio de la noche para decirle que se quedaba con la habitación; pero, a pesar de todo, era el pastor quien ganaba: siempre pasaba lo mismo.

—¿Quieres que te ayude? —preguntó súbitamente David.

—No, ya he terminado. —Colocó una camisa en un cajón con mayor cuidado del que hubiera tenido si lo hubiera hecho estando sólo, y murmuró—: Gracias de todas formas.

David se frotó las manos mostrando una amplia sonrisa.

—Mira —dijo jovialmente—, el sol te da la bienvenida.

En efecto, un rayo azul que atravesaba el follaje de un magnolio que oscurecía en parte la ventana, hacía una mancha del tamaño de una mano en la alfombra de ajadas lanas. Joseph dirigió una mirada hacia el lugar que le mostraba David; luego levantó la cabeza y paseó sus negros ojos a su alrededor. Baja y espaciosa, la estancia estaba amueblada a la antigua y conservaba ese aspecto amable y mojigato que aún se percibe en las viejas residencias de la región. Un gran lecho, recubierto con abigarrada colcha, levantaba hacia el techo cuatro columnas de madera negra y de dudosa utilidad, puesto que no soportaban nada. Cerca de la ventana, una simple mecedora de respaldo curvo daba la impresión de una persona atenta a lo que sucedía en la calle, más allá del jardín; en un rincón se distinguía una mesa de roble arrimada a la pared bajo un grabado que representaba una gran batalla de la guerra de secesión, con nubes de humo blanco al ras de las colinas y oficiales barbudos en primer plano.

Cuando estuvo solo, Joseph aprestó el oído durante un momento, luego una sonrisa iluminó su rostro: ningún ruido alteraba el silencio de la alcoba. Diríase que se estaba en lo más oculto de la campiña, a pesar de la calleja visible entre los árboles, y1 como para consolidar esta idea, un ligero aroma de madera y frutos flotaba entre las paredes. Aquí, con toda certeza, se estaría bien para trabajar y recogerse. Y si todo ello se lo debía un poco a David, se lo debía sobre todo a Aquel que velaba sobre él de manera muy particular y le apartaba de los pecadores. Desde hacía algunos minutos tenía el presentimiento de que Dios iba a devolverle su amistad, que la reconciliación estaba próxima, y en un impulso de reconocimiento prometió pasar la noche de pie, sentado o tendido sobre el suelo, como expiación por su pecado carnal. Ahora, su estancia en casa de

Mrs. Dare le parecía una pesadilla: las conversaciones obscenas de los estudiantes y, como inevitable desenlace, esa caída que le cerraba el cielo. En cuanto a la turbia y confusa historia con Simón, prefería no pensar en ello; pero todo eso ya había acabado. Se había despedido de

Mrs. Dare y ahora comenzaba una nueva vida, de la que esta habitación era como una imagen, como una señal.

—Una señal —murmuró.

Estuvo a punto de cantar, de correr hacia David para estrecharle entre sus brazos, de perdonarle el cachete de la otra noche de la misma manera que él se sentía perdonado. Estaba seguro de que Dios le amaba de nuevo.

Hacia las siete y media, David llamó a su puerta y lo condujo al comedor, donde les esperaba

Mrs. Ferguson. De escasa estatura y delgada, se mantenía muy derecha para alargar su figura, y su frágil cuerpo desaparecía bajo un vestido de algodón azul marino de amplios pliegues. Unos cabellos, que habían permanecido negros después de los sesenta, enmarcaban lo alto de un rostro cuya piel demasiado blanca tenía reflejos de cera y se pegaba de tal manera a la osamenta que la imagen de una calavera se hacía patente. Imagen tanto más clara en cuanto que la nariz era corta y fina, y los pómulos proyectaban sobre las mejillas dos pequeñas sombras que las perforaban. Pero en el fondo de las órbitas brillaban unos ojos de un resplandor vivo y dulce a la vez, hablando y sonriendo en una cara que parecía presa de una rigidez absoluta.

Tendió a Joseph una mano cuya levedad le sorprendió y, con voz algo más grave de lo que se hubiese esperado de una mujer, pero firme y clara, pronunció algunas palabras que en su turbación no entendió. No obstante, se inclinó y ocupó el lugar que ella le indicó con un gesto, después recitó una corta oración y se sentaron.

La habitación era pequeña, cuadrada, y la mesa, tan larga que para rodearla por los dos extremos era preciso, aunque poco, rozar las paredes. Un espejo ovalado, coronado por un águila de cobre, se inclinaba por encima de una chimenea pintada de negro, y se apreciaba entre las dos ventanas sin visillos el retrato de un hombre que cruzaba los brazos sobre el pecho en actitud firme y mostraba grandes puños almidonados, de inmaculada blancura. Rosados y de modelo clásico, su rostro hubiera sido agradable sin la mirada de unos ojos azules que fulminaban a los comensales y, por poco afortunado que el retrato resultara, era, sin embargo, tan concienzudo y verdadero que el temible personaje parecía vivir y respirar dentro de su marco, listo para mover sus puños y pronunciar alguna consternadora palabra.

Igual que en casa de

Mrs. Dare, había sobre la mesa dos candelabros de plata, pero aquí las cucharas, si bien de forma sencilla, eran también de plata y no de estaño. Joseph apreció estos detalles, de los que no sacó ninguna conclusión, sino que en casa de

Mrs. Ferguson la austeridad se aliaba con un cierto bienestar ligeramente ostentoso. No se atrevía a abrir la boca más que para comer y, por otra parte, estaba decidido a adaptar su conducta a la de David, que guardaba silencio. Entre estos dos muchachos, en lo mejor de su juventud,

Mrs. Ferguson parecía una figura alegórica, de tal manera que su rostro exangüe y sus hombros estrechos contrastaban con las mejillas bermejas de David y la envergadura de Joseph, pero ninguna de estas personas sospechaban el efecto que hubiesen producido en un observador. En todo caso, la sirvienta, que acudió después de la sopa al toque de campanilla de

Mrs. Ferguson, dirigió inmediatamente la mirada hacia el recién llegado y parecía incapaz de desviarla a otra parte. Era una joven de color, de reluciente rostro caoba, cuyas pupilas, agrandadas por el asombro, se deslizaban de derecha a izquierda a medida que se desplazaba alrededor de la mesa. Con tono severo,

Mrs. Ferguson le ordenó dejar la bandeja y abandonar la habitación; a continuación inició una prudente conversación con sus pensionados.

Joseph respondió de buen talante a las preguntas que se le hacían; se sentía feliz de estar allí, en esa mansión tranquila y acogedora en la que daba la impresión de que un inefable ambiente de dignidad se expandía por doquier, y hasta el molinillo de la pimienta, hacia el cual el joven extendió un dedo, adquirió ante sus ingenuos ojos un aspecto único y precioso. No tuvo inconveniente en informar a la dueña de la casa de que procedía de una ciudad muy pequeña y que su padre había ejercido antaño el oficio de labrador, lo que produjo en David un malestar del que Joseph no se percató en un principio.

—Quieres decir que tu padre era propietario de una granja —dijo David.

La sangre afluyó a la frente de Joseph, que bajó los ojos y, de repente, tuvo conciencia de que su origen era más modesto que el de estas dos personas de actitud tan reservada. Entre una especie de bruma, vio el molinillo de la pimienta, que le pareció de una distinción intimidante y durante algunos segundos vaciló; después, con voz algo sorda, pronunció estas palabras:

—Quiero decir que mi padre trabajaba en el campo —en medio de un profundo silencio, añadió—: Ahora que está ciego, ya no trabaja.

—¡Ciego! —repitió

Mrs. Ferguson con un tono de bien educada solicitud. Se sirvió agua, esperó un instante y preguntó después a Joseph qué materias estudiaba, y éste satisfizo también su curiosidad sobre este punto.

—Se trata más o menos de las mismas materias que prepara David —concluyó ella con una sonrisa de aprobación.

La cena acabó bastante pronto. Cuando se retiraban de la mesa,

Mrs. Ferguson preguntó a Joseph si fumaba.

—Me da tanto miedo el fuego —explicó.

El joven aseguró que jamás en su vida había fumado y ella pareció aliviada de un gran peso. Su mirada, un tanto cariñosa, se detuvo en el rostro de Joseph. A continuación, murmuró:

—David me ha hablado mucho de usted. Sé que no es como los otros chicos de por aquí. Usted no bebe.

Joseph sacudió la cabeza.

Mrs. Ferguson sonrió una vez más y se retiró. Una vez a solas, con Joseph, David señaló con un gesto el retrato situado entre las dos ventanas.

—Es el marido de

Mrs. Ferguson —dijo a media voz—. Hizo excavaciones en Mesopotamia en 1890 y creo que escribió un libro, el Génesis, pero era médico de profesión y muy piadoso.

—¿Por qué parece tan descontento? —preguntó Joseph.

—¿Tú crees que parece descontento? Tiene una hermosa expresión; seria, desde luego. La habitación que ocupas era la suya. En ella murió poco antes de la guerra. Desde entonces

Mrs. Ferguson procura tener uno o dos estudiantes con ella. No es que tenga necesidad de dinero: pertenece a una muy buena familia y es bastante rica; pero teme estar sola, ¿comprendes?

—Sí, claro —durante un momento consideraron el retrato sin decir palabra; luego David se aclaró la voz.

—¿Sabes? —dijo—, te debo una disculpa por lo de ayer noche. Te golpeé muy a pesar mío. Quería impedir que me hicieras una confidencia, de la que te arrepentirías más tarde y por la que, tal vez, me guardarías rencor.

Joseph permaneció inmóvil, con la mirada clavada en el rostro del doctor Ferguson.

—¿Entiendes? —preguntó David.

—No.

—Bueno, hay ciertas cosas que más vale guardar en secreto —explicó David con su voz más paciente—. Sólo debes hablar con Dios y pedirle perdón si te sientes culpable. Que nadie se interponga entre el Señor y tú.

—Sí —esta palabra fue seguida de un silencio.

—¿Me has perdonado? —murmuró por fin David con los ojos brillantes.

Joseph se volvió hacia él.

—¡Hace mucho!

Reprimió algunas palabras afectuosas que le vinieron a los labios. Los dos callaron un poco molestos.

—No sabía que tu padre era ciego —prosiguió David—. Puede que te duela hablar de ello.

—No, no se me ocurrió decírtelo, porque…

—No quiero ser indiscreto.

—Qué vas a ser indiscreto. Mi padre es muy… irascible, todavía ahora. Cuando era joven se encolerizaba de manera espantosa. Perdía completamente el control de lo que hacía. Un día se enzarzó con un extranjero de paso a propósito…, a propósito de mi madre. Mi padre se abalanzó sobre él para matarlo, pero el otro era mucho más fuerte. Se trataba de un joven polaco que buscaba trabajo en la región. Golpeó a mi padre con fuerza en los ojos, con los puños en los dos ojos… —La sangre le subió de repente al rostro y cesó de hablar.

—Ese recuerdo es triste —murmuró David—. Siento haberte preguntado.

—Qué va —dijo Joseph—. Al contrario, me alivia que conozcas mis secretos. Prefiero que los conozcas.

David sonrió y se pusieron a hablar de otra cosa. Cuando abandonaron el comedor e iban a darse las buenas noches, David pareció acordarse de una excelente noticia que había estado a punto de olvidarse de contarle a Joseph:

—A propósito —dijo—, acabo de enterarme de que la cafetería se abre dentro de ocho días.

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